"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 18 de enero de 2013

Una tarea de suma dedicación


    ¡Vaya gritos que el bebé lanza a la silenciosa noche! Deben escucharse esos chillidos hasta la calle contigua. Por supuesto que los vecinos tienden a molestarse. Fastidiados, algunos tocan a la puerta de la madre y dicen: “Señora, tenemos que levantarnos temprano y no podemos dormir”. “Ay, discúlpenme”, dice la señora, y no sabe cómo disimular la vergüenza que siente, cada que los vecinos se quejan. Va y carga al niño. Los vecinos pronto se dan cuenta que la tarea no es tan sencilla, pero al menos le han dado a saber lo grave de su malestar.
    La señora no tiene mucho que ha llegado a la colonia y no saben tanto de ella, sólo que es madre soltera, tiene dinero y un bonito auto. Viste elegante, como mujer ejecutiva. Sale en la mañana, a eso de las ocho, llevándose al niño con ella y en la tarde regresan, a eso de la siete u ocho de la noche. De vez en cuando la visitan; han visto a un hombre tocar y salir de su puerta, se rumora que es el padre del niño llorón, pero también dicen que es el novio de la mujer. Nadie se ha atrevido a preguntar, ¡ah!, sí, sí que lo hicieron; fue la vecina metiche, aquella que nadie quiere encontrarse ni en el camino rumbo al infierno. Siempre está hablando pestes de las personas. Según la opinión de un conocido vecino: se cree la señora perfecta, “pero como suele ocurrir”, dice el vecino, “habla de los demás para no tener que hablar de la turbia vida que ella tiene”. Pero dejemos a la vecina metiche, que no es pieza importante de nuestra historia. La vecina, con su cara de comadreja quiso averiguar quién era el hombre que entraba a la casa de la señora del niño, y qué respuesta recibió; escribámosla: “Eso a usted no le interesa”, dijo la señora del niño, y en sus narices le cerró la puerta. Habrá quien la aplauda, habrá quien la repruebe, nosotros no vamos a realizar ningún juicio porque no nos compete.
    Ha ocurrido de nuevo, como cada noche, el niño pega el grito, y, cuando los vecinos pensaban que nuevamente serían castigados sus sensibles oídos, sucede que el bebé ha dejado de llorar. ¡Qué agradable silencio! ¡Dormir, qué rico! Y en la mañana, la mujer sale con su niño en brazos como de costumbre. En la tarde regresan. La noche se vuelve a repetir. El niño ya no llora y la gente puede dormir a gusto. ¡Felicidades por la señora que ha aprendido a silenciar a su hijo!, opinan todos sus vecinos.
    Uno de los hombres de las nacientes sospechas toca la puerta de la casa de la mujer. Tiene una clave secreta para ser reconocido. Toc-toc-toc. Toc-toc-toc. Con una sonrisa, y vaya que eso es raro vislumbrar en ella, lo recibe y lo invita a pasar.
    —¿Y cómo van las cosas? Decías que los vecinos ya te tienen harta, ¿siempre sí te piensas mudar otra vez? —hace la pregunta el hombre.
    —No, siempre no me voy a mudar. Ya lo resolví —dice alegre la mujer.
    —Eso es excelente —opina el hombre—. ¿Y qué problema era?
    —El niño. Lloraba mucho por las noches. Ya te lo había dicho.
    —¿Sólo eso? ¡Pero qué quejosos! Yo pensaba que tenía que ver con… otras cosas.
    La conversación en los siguientes treinta minutos gira con respecto a otro tema. Terminando de cenar, los dos se ponen cariñosos, después de tanto coquetear. La mujer es sujetada por el hombre; la besa, y ella le responde a sus inquietos y acalorados besos. Se tumban a lo largo del sofá: ella abajo y él arriba. Él le descubre sus grandes y lechosos pechos, ¡cómo no hacerlo! Atrapa uno y se pone a beber del pezón como si fuera un bebé. ¡Qué sabroso! “Oye, deja algo para el niño”, le reclama ella, y él se retira, pero sólo para quitarse la sudada camisa y para desabrocharse el estorboso pantalón. Ella tiene la falda recogida hacia arriba, y su diminuta ropa interior es visible en medio de sus dos carnosos muslos. Él ha liberado la grandiosa verga, y ella al verla, le pide que se ponga un preservativo porque ha dejado de tomar pastillas.
    —No traje —le dice, echándose sobre de ella. Está jalándole la tanga hacia abajo, moviéndose muy rápido. Jadiando le dice—: Mañana, mañana las compras.
    —Vete a la chingada —dice ella, y lo aparta abruptamente, liberándose de sus  manos. Se sube la tanga y el fulano, con la verga todavía afuera, la persigue.
    —Anda, bonita. Por favor.
    La tiene agarrada de la mano, y con las yemas de los dedos, acaricia deliciosamente el hueco de la palma femenina.
    —Ya me pasó una vez, y no quiero que se repita—le dice ella.
    —Lo sé… Mañana te acompaño a comprar una pastilla, aquella de emergencias o del día siguiente.
    —No lo sé… No le tengo confianza a esa pastilla.
    —O si me esperas… voy a la farmacia y vuelvo. Pensé que traía uno, juraba que lo traía. Se me ha de haber caído el maldito condón.
    En eso, el niño comienza a llorar estrepitosamente.
    —Ve, entonces —le dice ella— en lo que atiendo al bebé. Toma las llaves para que no toques.
    El fulano sale, y, estando a diez metros de la casa, él encuentra el condón en la bolsa del recién comprado saco. “Mira dónde estabas, canijo”. Contento por el hallazgo, entra silencioso a la casa. No la encuentra en la sala, así que va hasta la recamara de ella, donde supone, está con el bebé, que por cierto, se ha callado.
    —Qué gritos tenía, ya entiendo porqué los vecinos se quejaban —dice él, entrando a la recamara y sorprendiéndola en una repulsiva escena—. ¡¿Pero qué haces?!
    La mujer, impasible, está chupando el diminuto pene del bebé. Como ella lo ha ignorado y no piensa perder el ritmo, ofendido, él tiene que apartarla, echándola hacia atrás casi con vehemencia. Con desconcertada sorpresa, luego de apartarla, él descubre que el pene del bebé está erecto, como un pequeño dedo, un dedo meñique. Y como si protestara el niño, comienza a llorar en cuanto ella se ha apartado.
    —¿Ves lo que hiciste? —increpa ella—. Anda, cállalo a ver si puedes.
    Después de veinte minutos de ensordecedor llanto, de ver que el niño no quiere leche, ni que lo carguen, ni que lo paseen, acepta que ella le chupe los testículos para silenciarlo; entonces el bebé se calla, quedándose hasta dormido.
    —¿Quién es el padre de ese bebé?
    —Eso no te interesa.
    —¿Cómo no me va a interesar? Eso es anormal. A ningún bebé se le para el pito como he visto con ese niño.
    —Es hora de que te vayas.
    —¡No hasta que me digas de quién es ese niño!
    —No te voy a decir.
    —Debe ser del diablo.
    —¡Lárgate!
    —Okey. Me voy…, pero esto no se va quedar así.
    —Haz lo que quieras.
    El fulano sale de la casa llevándose todo el desconcierto con él. Pensando si debe o no acusarla con alguna autoridad competente.
    Unos días antes, después de que uno de los vecinos se quejara que no lo dejaban dormir lo llantos agudos del niño, la mujer, pensando que necesitaba nuevos pañales, lo revisó. Estaba limpio.
    —No quieres leche, no quieres dormir, no quieres mis brazos, ¿entonces qué quieres? —le reclamó la mujer—. Te voy a dar un baño a ver si con eso basta.
    Le dieron su baño a la inocente criatura. Lo sacó de la tina, lo secó y, como era una costumbre de ella, jalarle el prepucio del pene delicadamente antes de ponerle el pañal (por recomendación del doctor, porque sucede que el niño, no podía orinar adecuadamente. El prepucio es esa piel arrugada que recubre al glande y envuelve al pene. Bueno, a veces sucede que está tan apretado, que lo recubre por completo, y no deja que la pipi del niño, salga. Se hace un globito porque la uretra está obstruida. Cuando se abre delicadamente, comienzan a salir las gotitas de orina atrapadas. El doctor le recomendó a la madre los ejercicios que debía hacer con su niño, para no tener que pensar en una futura operación tan temprana. Tenía que jalarle el prepucio, hacia abajo y hacia arriba, teniendo mucho cuidado para que no se desgarre. Esto era tarea de ella). Esa noche, con asombro vio que al hacer esta tarea, el pene del bebé iba creciendo por la estimulación cuidadosa. Por supuesto que la desconcertó. “Ah, te gusta. Eres un pillín”, le dijo solamente.  Pronto se acostumbró y no dijo ni pensaba decirlo a nadie. Y lo mejor de todo es que esta manipulación dejaba rendido al niño, así que la mujer prefirió hacerlo durante las noches. Esa fue la solución, hacerlo durante las noches para que no llorara y perturbara el sueño de los vecinos pero más importante: el sueño de ella.
    —Cuántas mujeres se pelearán por tu cosita, cuántas mi muchachito —le estaba platicando ella, cariñosa, amorosa, orgullosa de su pequeño hombrecito.
    Inesperadamente, en la manipulación, salió un chorro caliente como el que sale disparado de una jeringa, que llegó a su cara. ¿Acaso era semen? No tenía la consistencia del semen, pero era blanco.
    —¡Mira nada más! ¡Te has vaciado en mi cara! Eres un pillín, un pillín… Creo que ya no será falta que siga yo haciendo esto.
    Pero los seguía haciendo, con tal de callar al niño. Tal vez el niño lo pedía, lo exigía, no lo sabemos.
    Qué motivó a la mujer a usar su boca en lugar de sus manos, tal vez la temporada de sus días fértiles y la falta de sexo en su vida. Estaba excitada con aquel pequeño remedo de verga, y que sí servía; tenía todas las funciones de un pene normal. Era como una verga a escala. El prepucio ya estaba abajo, y ya tenía la apariencia de una cabecita de flecha esponjosa. Llevó el diminuto aparato a la boca, y lo tragó por completo, con todo y bolitas. Al tiempo que hacía la felación, comenzó a masturbarse. Mmmmm.
    Nuestro personaje, volvió a tocar a la puerta de la mujer, y fue una sorpresa verlo.
    —Vaya, pensé que ya no  ibas a regresar —dice la mujer, con aire de indiferencia. Al parecer estaba a punto de realizar aquello que él ya imagina, porque el niño está llorando.
    —No le he dicho a nadie.
    —¿Y quieres que te lo agradezca?
    —Claro que no. Pero debes decírselo a un doctor. Digo… es que eso… no es normal. Ni lo que haces.
    Él la ha seguido hasta la alcoba donde ya tiene al niño listo: desnudo y moviendo los cortos y regordetes pies.
    —Si no te molesta, voy a estar ocupada en los próximos diez minutos. Te puedes quedar allí, pero no quiero escuchar queja o reclamo alguno.
    Él se queda observándola. Ella inclinada hacia su niño, moviendo únicamente la cabeza: arriba abajo, derecha izquierda. El niño se calla.
    —¿Querías saber de quién es el niño? —hace una pausa—. Es tuyo.
    —Mentira.
    —Como quieras.
    Quiera admitirlo o no, el se siente excitado tras la revelación. Quiera admitirlo o no, el hombre de pronto tiene el entusiasmo de coger con la mujer mientras ella hace aquella incestuosa tarea. Quiera admitirlo o no, está orgulloso de ese muchachito precoz. Él se ha acercado, la toma de las caderas y comienza a aflojarle el pantalón, con sus manos rodeándole la cintura. Él está jadeando, totalmente deseoso de poseerla. Ella deja que las prendas resbalen, que se aparten. Abre las piernas y dispone el culo, preparándose para que la embistan.
    —¿No importa que no me coloque el condón? —todavía pregunta el hombre, como burlándose de lo sucedido la noche anterior, cuando esto se convirtió en un problema.
    —Si no me la metes ahora, te lo voy a cortar y te la voy a meter a ti—dice amenazante ella, y para pronto, vemos un cuadro de lo más inusual. Mientras ella está chupándole los genitales al bebé, el hombre con frenesí, se la está jodiendo por el culo.