La tía Érica
Un chico atajó sobre el
camino a un asustado Patricio a la salida de la escuela, y, éste, sabiendo de
lo que le esperaba si se resistía, cerró los ojos y se dejó golpear, una, otra
y otra vez, hasta que el chico satisfecho de su cobarde acción, decidió que ya
era suficiente por ese día; se marchó no sin antes recordarle que recibiría
otra paliza en cuanto le dieran ganas de hacerlo, probablemente… la próxima
semana.
Sea pertinente o
no, aclararemos que no hacía mucho tiempo aquel chico que se marchaba a paso
vanaglorioso había pretendido hacerse novio de la bella Marisa, la hermana menor
de nuestro protagonista, y que al ser despiadadamente rechazado por ésta, tomó
un conciliador desquite hacia la enclenque figura del hermano mayor: blanco
habitual de los bravucones. Cecilia, la otra hermana del chico, ya estaba en el
tercer grado de la secundaria pero a diferencia de Marisa, Cecilia daba
oportunidad a los chicos de conquistarla por lo que, con ella no quedaban
posibles rencores contra su pequeño e indefenso hermano, que sin deberla ni
temerla a nadie, como suele ocurrir, pagaba caro el privilegio de tener
hermosas hermanas.
Patricio llegó tarde a
su casa, con la cara inflamada, los pantalones sucios, la camisa ensangrentada
y, bueno, ya se imaginará el lector.
—¡Dios mío! —exclamó su
tía cuando lo vio.
—¿Otra vez? —manifestó
Cecilia y Marisa, casi al unísono.
Sus hermanas sabían que
al chico le gustaba pelearse en la escuela por lo que acostumbradas estaban a
su presencia desafortunada.
—¡Ven, ven!, vamos a
lavarte —dijo la tía Érika, quien estaba ese día de visita sorpresa a las casa
donde vivían los niños.
En la cocina le curaron
los moretones.
Cecilia había
salido a realizar una tarea; dijo que regresaría tarde. Angélica, la mayor de
todos los hermanos, ya no vivía con ellos debido a que su tía Érika le estaba
dando permiso de vivir con ella en su departamento. Además, la escuela
preparatoria donde asistía Angélica estaba muy cerca de donde rentaba su tía, a
veinte minutos. Angélica había escogido aquella escuela lejos de casa por
recomendación de, ¿de quién más?; la tía Érika dijo que allí estudió y dijo que
era una magnífica escuela. A Angélica le encantó la idea de irse a vivir con
ella, a la que admiraba con intransigente fervor. La tía Érika siendo una mujer
atractiva y en apariencia exitosa, tenía un estilo único e inconfundible que
era imposible que pasara desapercibido a quien la tuviera muy cerca; irradiaba
a su paso una mezcla de sensualidad con carisma. Verónica (madre de estos
chicos), hermana mayor de la tía Érika, también tenía un poco de aquella
fragancia de su dádiva hermana, y físicamente tenía un existente rasgo que, de
no ser porque había sacado de su matriz a cuatro niños hermosos y tenía poco
tiempo para ocuparse de ella misma, pudiéramos pensar que, era el vivo retrato
de su hermana menor: Érika. A Patricio le encantaba que su tía Erika los
visitara, podíamos asegurar que era un fan celoso de sus lindas y bien
torneadas piernas. Y qué decir de esa alegría desbordante, mostrando aquella
dentadura perfecta, sonrisa de actriz; además regalaba cosas, todo cuanto
equipo había en la sala eran regalos de ella hacia sus sobrinos, los cuales
podía contarse el estéreo, la consola de videojuegos, el reproductor de DVD de
alta fidelidad, y más recientemente el iPod que su hermana Cecilia terminó por descomponer
la semana pasada. El tiempo congelado en el recuerdo yacía de cuando ella lo
paseaba de un lado a otro, él (Patricio) siendo un bebé llorón, con el
gorrito cubriéndole la mitad de la cara en una fotografía que él guardaba en
algún lugar; existía otra fotografía donde ella lo llevaba de su manita,
cuidando de que no se cayera en sus primeros y titubeantes pasos de bebé
explorador; y en otro momento que quedó inmortalizado, ambos riendo, él ya en
el preescolar, al lado de la rueda de la fortuna porque no se quiso subir a
causa del repentino miedo ocurrido: en la fotografía ambos estaban comiendo un
enorme helado de sabor vainilla. Y lo más reciente, no fotografiado pero
igualmente inmortalizado y guardado con devoto recelo, el incidente, el episodio
de cuando al abrir sin cuidado la puerta de su propio cuarto, ¡diosa Afrodita!,
su tía Erika se estaba cambiando, acabándose de subir unos jeans ajustados
recién comprados; vio la diminuta tanga, el triangulo delator, allí, situado
donde terminaba la marmolada y curveada espalda, también el hilo rojo que se
perdía en medio de las grandes y redondas nalgas mostrándose generosas a su
sorpresivo invitado. La tía Érika con la total indiferencia de una noble reina,
no mostró ningún titubeo por haber sido sorprendida en el cuarto de su azorado
sobrino. “Ay, perdón. Pensé que no estabas en casa. Tomé prestado un ratito tu
cuarto. ¿No te enojas verdad?”, así dijo, con cierta coquetería consciente. El
resto de día marchó (para ella) como si nada hubiera sucedido, pero, para
Patricio, aquella memorable imagen no terminaría por velarse un solo instante
de su calenturienta cabeza, convirtiéndose ésta en un inagotable manantial de
felices y placenteros sueños.
En el curso de la vida,
hay dos tipos de experiencias: las que producen un indeleble e indiferente
impacto y las que entregan una profunda y revestida impresión. Las primeras
forman parte de la vida normal, mientras que las segundas, dejan una huella
imborrable. De aquí se desprenden los traumas, que son los residuos dolorosos y
negativos, mas cabe decir que no todos los traumas son negativos; están los que
son positivos y que se distinguen de su opuesto por crear una unión positiva
con algo. Ese algo, para nuestro protagonista fue la tanga que tenía
puesta la tía Érika, al momento de ser sorprendida. El evento positivo fue que
ese día había visto (por primera vez) adjunto a esta seductora prenda, el
cuerpo desnudo, maduro y frágil de una bellísima mujer. Y como suele ocurrir a
veces, el objeto y/o prenda en cuestión con el evento, causa una impresión tal
que, al paso de los años, llega a convertirse en un fetichismo sexual. Patricio
tomó el gusto deleitoso por coleccionar tangas y medias que le semejaban a la
que vestía ese momento su bella tía. Sabemos que el fetichista tiende a
mantener silencio sobre su insólita adscripción, principalmente por el temor a
que lo ridiculicen; procura mantenerlo en secreto y eso precisamente realizaba
nuestro protagonista. Las prendas femeninas las guardada en una caja de zapatos;
únicamente de verlas y tocarlas con las yemas de los dedos, provocaba en él una
potente y desmesurada erección. Esto fue al principio, pero más adelante,
cuando tuvo la edad de votar, ya no se conformaba con únicamente tocarlas u
olerlas; llegó a él un deseo agobiante por verlas puestas en un cuerpo, tanto,
que se atrevió él mismo a posar con las tangas para deleitarse en un espejo.
—¿Cómo te sientes?
—preguntó preocupada su tía, quien acababa de entrar a su cuarto luego de
tocar. Llevaba puesta un seductor vestido de una sola pieza, y que le
llegaba arriba de las rodillas.
—…Bien —respondió el
tímido chico.
La tía Érika comenzó a
barrer con la mirada el compacto cuarto de su sobrino. Había posters de
luchadores, de carros, de monstruos y calaveras. Posters que alguna vez
dignificaron su personalidad.
—Me gusta tu cuarto
—dijo ella, pero evidentemente no quería hablar de su cuarto. Hizo una breve
pausa y preguntó lo siguiente—: ¿Te pegan mucho en tu escuela?
Patricio no quería
hablar de este tema; si esto hubiera preguntado su madre o una hermana ya las
habría enviado por un tubo; pero no ella, porque ella era su diosa adorada.
—Puedes contarme.
Se sentó a su lado, le
envolvió su mano. Oh, dios mío, sentía cómo aquello incontrolable se
levantaba. ¡Qué suaves y cálidas eran sus manos!
—¿No le has dicho a tu
madre?
Patricio tenía la mirada
sumisa puesta en el suelo pero su mente, su mente yacía tremendamente ocupada
en ocultar al animal exaltado que se removía brioso en su entrepierna y que
escondía con ambas manos.
—Yo no sé mucho de estos
asuntos —siguió hablando su tía— pero cuando iba a la escuela, tenía muchos
compañeritos…
Y su miembro palpitaba,
deseoso de ser liberado. Al lado de sus piernas estaban los muslos de su tía,
desnudos, tersos, seductores; y arriba, arriba debía estar la tanga, la tanga
cubriendo su… ¿sería roja, negra, azul…? ¡¡Oh, Dios!!
—y yo veía que le
pegaban hasta que un día…
La cosita estaba escupiendo, mojándose su pantalón, lo cual empeoraba
la cosa.
—No estoy diciendo que
estoy a favor de la agresión, pero en algunas ocasiones…
De qué estaba hablando,
¡¡de qué!!
—No aguanto más —dijo
repentinamente él.
La empujó hacia atrás,
montándola con todo su peso.
—¡¿Qué haces?! —exclamó
su tía.
La había sujetado de sus
muñecas, bien sujeta, ¿toda esa fuerza tenía a su edad?; y su tía le miraba con
el pasmoso asomo del desconcierto.
—Te amo —le dijo
Patricio, mirándola como al que ha descubierto su paraíso.
—Pero qué… qué tontería.
¡¿Qué no ves que soy tu tía?! ¡¿Qué no ves que tú eres mi sobrino?!
Para pronto, el chico
liberó su tremendo y enrojecido aparato, la cabeza gigantesca como una flecha
apuntando directo a la entrepierna de ella. En cuanto su tía vio aquel inmenso
animal en medio de una jungla oscura, gritó:
—¡Nooo!
En los ojos de Patricio
ardía un deseo imperativo por poseerla.
—¡Patricio!
¿Donde estaban las
hermanas para ayudar a su tía?, ¿dónde? Lamentablemente Marisa había salido a
comprar algo en la tienda de la esquina, y en ese momento sucedía lo que ahora
narramos.
El cuerpo de la tía
Érika se revolvió, a fin de liberarse lo más pronto posible, no sabiendo que
con sus movimientos de lucha, más excitaban al enloquecido chico. Todos su
vestido estaba ya recogido hacia arriba dejando al descubierto y a la vista
excitada sus muslos blancos. Sus tacones había desde hace rato caído de su pie.
Patricio estaba tendido a lo largo del cuerpo femenino; había hecho lo más
difícil que fue someterla: abrir sus piernas para acercar su pelvis;
incluso su miembro ya había golpeado la intimidad femenina un par de ocasiones,
sólo había que hacer a un lado la tanga para penetrarla, quiso usar un codo
para sujetar una muñeca y poder llevar una mano hacia abajo cuando, su
inexperiencia en la violación hizo que su plan de tajo fracasara. Patricio era
fuerte pero no tan fuerte como una mujer adulta que antes ha luchado con
hombres del doble de su edad. Un puñetazo en la nariz lo regresó a la realidad.
—Y yo todavía
preocupándome por ti… —le reprochó ella, saliendo furiosa de la habitación.
—No se lo digas a mi
madre, te lo suplico —todavía le rogó, pero ni así se salvó de ir a una
correccional para menores.
La puerta se cerró
detrás de ella y ante el inclemente silencio, Patricio se culpó de su
irreversible estupidez que lo marcaría, por el resto de su joven vida.