"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

sábado, 1 de septiembre de 2012

Ritual por la libertad


   
     —¡Alto ahí!
    En el último grado de preparatoria había un pseudoestudiante llamado Ricky cuyo pasatiempo favorito era el amedrentar, humillar, sobajar, aprovecharse de los de nuevo ingreso. Ante el bravucón, no nos podemos ocultar. Apestamos a seres anormales, indefensos, sin valía, a víctimas. Se aproximó junto con sus dos compinches igual de feos. Siempre hay quienes los siguen, quienes quieren ser sus iguales.
    —A ver, ¿cuánto traes? Revísenle.
    Me quitaron la mochila y comenzaron a vaciarla, tirando al suelo mis libros, mis lápices y mis cuadernos, mientras que otro, con cara llena de granos, hurgaba en mis bolsillos.
    —Mierda, no lleva nada.
    —Sí lleva —dijo ella, que acababa de acercarse al lado de Ricky—. Su mamita le dio dinero para toda esta semana; yo lo vi cuando se lo dio. Les aseguro que lo debe tener dentro de sus calcetines.
    —¡Revisen sus calcetines! —ordenó Ricky.
    Ella soltó una carcajada cuando mi zapato, voló por el cielo. Cayó dentro de un mugroso bote para la basura. El otro zapato le siguió y el que lo lanzó, dijo haber hecho el mejor enceste de su vida. Los calcetines fueron quitados. Ana no paraba de reír. Ella era mi hermanastra y no falta decir que me odiaba con una ferocidad sincera. Según ella, era más feliz cuando su padre y ella vivían solos, y nosotros –mi madre y yo- le arruinamos su felicidad. Mi madre no era tonta para no darse cuenta la clase de vida en que se estaba encaminando, sin una madre para instruirla. Con el apoyo de mi padrastro, recibió su primer regaño y las reglas que debía seguir en la casa y fuera de ésta, a fin de reformarse lo más pronto posible. Ella se volvió todavía más rebelde, más irascible a pesar de que la castigaban; no estaba decidida a cambiar su comportamiento así nada más porque alguien ajeno a su vida se lo exigía. Se juntaba con los vagos de la escuela. No cumplía con sus tareas y se mostraba altanera con los profesores. Se escapaba e iba a las fiestas por las noches y regresaba ebria. Ya se hablaba de internarla para corregirla y esto había catapultado un odio irremisible, casi infinito sobre mi benevolente madre, que no hacía otra cosa que preocuparse por su futuro.
    —¡Aquí está!   
    Se llevaron mi dinero. Ana se despidió de mí con una pantomima propio de ella, la señal fálica. Julia, compañera de clase, quien había observado todo, se acercó comprensiva y me ayudó a recoger mis libretas. Antes de meternos a clases me dijo que ella también había sufrido de lo mismo pero que, con ayuda de unos amigos, aquello había terminado. “Si quieres te los puedo presentar”, me dijo, y yo estuve de acuerdo teniendo en cuenta que no tenía nada que perder. Nos quedamos de ver saliendo de clases. No eran más que un grupo de cuatro jóvenes de unos 17 o 18 años. Vestían de negro y se pintaban los ojos; vi pentagramas dibujados en las palmas de sus manos. Julia les habló de mi problema y ellos aceptaron sin condiciones a ofrecer su ayuda. Supe entonces que lo harían a través de la magia negra. En el día siguiente les llevé ropa de mi hermana y hasta unos cabellos que arranqué de su cepillo de uso. Los días fueron transcurriendo sin suceder demasiados cambios. Seguían quitándome mi dinero y seguía siendo blanco de burlas y golpes. Comencé a creer que su apoyo no me resultó de mucha ayuda.
    Mi madre enfermó y fue internada de emergencia. Ana decía que estaba rezando todas las noches para que se muriera. Sentí una rabia incontenible y recuerdo que cuando me lo dijo, la agredí. Fue un empujón. Ana, que había caído de nalgas, se levantó furiosa para sujetar el cuchillo de cocina. Dijo que iba a matarme; y recuerdo sus ojos narcotizados y yo pensé en verdad que me iba a matar ahí mismo, que si no hubiera sido porque mi padrastro llegó, quién sabe cómo hubiera terminado aquello.
    Mi madre mejoró su salud.  Me sentía aliviado y reconfortado de saber que se recuperaría en los próximos días. Cuando bajaba por las escaleras, logré escuchar a Ana que hablaba en la sala con nuestro padre, la cual despertó mi curiosidad; ella le decía que alguien la estaba siguiendo y que tenía mucho miedo que le hicieran algo. Él se ofreció a llevarnos a la escuela todos los días y, cuando mi madre salió del hospital y mejoró, era mi madre quien comenzó a llevarnos y también a recogernos de la escuela. Le entró miedo a Ana después de que a Ricky lo atropelló un auto mientras se dirigía a la escuela en su bicicleta. Estaba grave. Ella ya casi no salía de su cuarto y no rezongaba a mi madre lo cual, era un cambio tremendo. Una vez vi (estando en la escuela) que Ana tiró a la basura una bolsa negra que me pareció sospechosa. Esperé a que se alejara para revisarla  y encontré algo que reconocí de inmediato como algunos de los objetos que yo había entregado al grupo de magia oscura, amigos de Julia. Con la ropa de Ana, habían hecho un curioso monigote. Con el mechón de cabello le habían puesto vello púbico y habían clavado un alfiler con bandera negra en la entrepierna y pecho.
    Julia me citó en su casa y a pesar de que nos veíamos diario en la escuela, casi no nos hablábamos por recomendación de ella. No deseaba que hubiera sospechas. Una vez que llegué a su casa, le dije lo complacido que yo estaba con ellos por asustar a Ana de la forma en que lo habían hecho pero que, sabiendo que Ana ya casi no dormía y que la escuchaba  llorar en el baño, les dije que ya era suficiente. Me dijo que eso no iba a ser tan fácil de lograrlo.  Habían llamado un espíritu oscuro para atormentarla y que, para retirarlo, había que hacer un ritual de liberación. Yo pensé que estaba bromeando pero por la forma y tono en que lo dijo, tan seria, acepté sus condiciones para cumplir con el ritual sintiendo que se los debía.
    Me volvió a citar a su casa y me sorprendió encontrar a sus padres adentro, junto con otras personas. Estaban los cuatro jóvenes que me presentó aquel día. Ella me dijo que su familia, toda esta, eran integrantes de una secta que ya tenía un siglo de existencia. Me dijo que todos, me ayudarían con el ritual. Estaba un poco preocupado porque, ya habían transcurrido dos horas y le había dicho a mi madre que el trabajo escolar no iba a tardar mucho; sabía que si esto se prolongaba, estaba seguro que ella llamaría al chico con quien le dije estaría en su casa. Después de que terminaron de orar, una chica envuelta en su hábito negro, se acercó a mí y me jaló hasta el interior de un círculo dibujado con un polvo blanco sobre el piso. Ahí me acostó y los miembros de la secta nos rodearon, envueltos también en sus hábitos negros. Unos oraban y otros hacían eco a estas extrañas oraciones en una desconocida lengua. Me habían pedido no hablar bajo ninguna circunstancia. La chica, quien tenía cubierto la mitad del rostro con una máscara, comenzó, así, como si fuera su obligación, a retirarme la ropa. Como me rehusé, me agarraron entre cuatro: uno sujetando cada miembro de mi cuerpo. La joven se subió encima de mi pelvis y, al apartarse de su hábito, vi que estaba completamente desnuda. Ella tenía una máscara de rictus apocado, contraria a la mía que traía puesta; sus manos inquietas no demostraban esa falsa timidez de su máscara. Comenzó a acariciarme y besar mi escroto. El órgano se inflamó inmediatamente. Creo haber saltado cuando fue envuelto en lo húmedo y lo caliente de su boca. Podía sentir cómo una mano sujetaba el erguido aparato, al mismo tiempo que su boca succionaba el sensible glande. Al principio me asusté un poco pero después me dejé llevar. Era la primera vez que alguien me hacía tal cosa. Me arrancó varios gemidos antes de extraerme la primera eyaculación.
    Para cuando estaba a punto de levantarse, repentinamente le sujeté del brazo. Mi cuerpo se enderezó maquinal, abruptamente. No tenía control sobre mis pies, manos, ni nada.
    —Ahora arrodíllate —le dije con una voz que no pude reconocer que fuera mía.
    Algunos sirios se apagaron. Las oraciones subieron en intensidad. Alguien dijo: “Ha llegado”.
    Ella, tras recibir el permiso de los hombres, acató mi orden sin cuestionarme.
    Ahora estaba yo de pie y ella de rodillas, con mis fuerzas recuperadas. Luego alcé mis brazos al cielo y abrí las piernas, convirtiéndome en una X. Ella se arrodilló.
    —¿Quieres tu libertad, perra?! ¡¿La quieres?! —le grité, arrancándome la máscara.
   Tras reconocerme, intentó irse, y fue cuando la tiré al suelo.
    —¡¿Quieres escapar de mí?! ¡¿Sí?! ¡Nadie escapa de mí! ¡Nadie!
    Llegaron dos miembros de la secta para ayudarme a sujetar sus brazos y sus piernas. Gritaba y forcejeaba pero todos sus esfuerzos eran en vano. Entré en ella. La máscara resbaló a un lado y ambos logramos reconocernos.
    Alguien puso una mordaza en su boca, porque ahora estaba gritando demasiado fuerte, luego de haberla reconocido; tuvo que ahogar sus angustiados chillidos. Yo quería detenerme, pero no podía, no podía…
    Cuando abrí los ojos me encontré atado de pies y manos, allí. Ahora me tenía a su disposición, con una navaja amenazando mi cuello y después mi sexo.
    — Y ahora… qué dices, hijo de perra —me dijo Ana—. Voy a cortártelo.
    Estábamos solos. Recuerdo haber suplicado, llorado y dicho cuanta cosa que me pidió que dijera. Culpé a los de la secta, a Julia principalmente porque también le había ofrecido ayuda a Ana. A todos.
    —Si un día le dices a alguien sobre lo que ocurrió aquí, juro que te mato. ¡¿Lo oíste?!
    Jamás volvimos a tocar el tema, pues ambos habíamos terminado humillados y ninguno quería recordar lo ocurrido. Ana ya no fue al reformatorio porque cambió de actitud. Ya no peleábamos. Obedecía tanto a nuestro padre como a nuestra madre. Nos volvimos una verdadera familia. Dos años después, Ana se dedicó a trabajar porque ya no quiso estudiar. Se embarazó y ahora vive su vida con un hombre que trabaja en la construcción. Parece buena persona. Podría decir que todo terminó bien, pero no es así, ya que desde aquel día, hay momentos en los que no tengo control sobre mi propio cuerpo. Aquel demonio sigue entrando y saliendo de mi cuerpo cada que lo desea, y es la razón por la que mis relaciones amorosas nunca perduran. Algunos ya comenzaron a notar que me encuentro enfermo, ya que durante el acto sexual, me han escuchado pronunciar el nombre de Ana, en múltiples ocasiones.
©FIN