Antecedentes: Marisa y el guante.
Afuera se escuchó
la moto de su vecino Miguel, y Patricio salió en seguida llevando consigo una
desvencijada libreta (lo que hace suponer que desde hacía rato lo estaba
esperando). “¿Adónde vas?”, preguntó su hermana Marisa, sintiéndose con el
suficiente derecho de pedirle explicaciones a su hermano. “No te importa”, le
respondió grosero él, cerrándole la puerta al salir.
Patricio
fue con Miguel para pedirle ayuda con una tarea de Taller de Electricidad que
no entendía. “¿Qué te pasó en la cara?”, preguntó divertido Miguel. “Me caí”,
fue la respuesta que por supuesto su amigo no se creyó. Juntos vieron el
diagrama eléctrico y juntos planearon cómo iban a armar el complejo circuito.
En el cuarto de Miguel comenzaron la tediosa tarea. Era la primera vez que
Patricio entraba en el cuarto de su amigo. Estaba armando el circuito. Patricio
comenzó a hacerle un sinfín de preguntas, algunas incómodas como de si ya
había tenido sexo, si ya lo había hecho con la chica que últimamente estaba
saliendo con él (y que Patricio había visto desde su ventana). A Miguel no le
gustaba hablar de esto y esquivaba las preguntas. “Todavía estás chavo para
saber de esas cosas”, fue la respuesta que tuvo. Patricio le pidió que le
regalara un condón, porque le dijo que pronto iba a tener sexo. “¿En serio?”
Después Miguel preguntó por la tía de Patricio.
—¿Tía
Érika? Con ella no tienes chance —le dijo Patricio.
—¿Por qué
no?
—Porque
ella sólo sale con… —Patricio se interrumpió para no lastimar a su amigo, de
decirle que Miguel no tenía dinero, que no tenía trabajo y que… no había
terminado ni la preparatoria; además de que a su tía le gustaban
los hombres exitosos e inteligentes, no obstante él lo admiraba, su libertad,
de hacer lo que diera la gana, de saber pelear, de no temerle a nada ni a
nadie; de tener una moto, de tener una novia, entre otras cosas.
—¿Perdedores?
—No, no
perdedores…
De Miguel
se decían muchas cosas; últimamente decían que se estaba metiendo al vicio de
la bebida.
—¿Dónde
aprendiste a hacer eso? —cambió de tema Patricio, dirigiéndose al circuito que
estaba a punto de concluir Miguel. Básicamente cables, interruptores, sockets,
focos, montados sobre una tabla.
—Quemando
fusibles.
Al poco
rato Marisa tocó a la puerta, preguntando por su hermano, si todavía se hallaba
dentro de la casa. Patricio se enfadó que lo buscaran.
—No te
enojes. Tienes suerte de que se preocupe por ti —dijo afectivo
Miguel.
—Se está
creyendo mi mamá. Es insoportable.
—Será una
excelente madre.
—Nadie la
querrá.
—¿Que no?
Un
interruptor hizo click, y el foco desparramó toda su luz radial.
—¿Porque
lo dices?
—Porque
es… Tus hermanas son guapas. Hombres no les faltará.
—Porque no
las conocen. Oye, ¿y esa niña de la foto?
Miguel
levantó la mirada, el retrato estaba en el escritorio, atrás de unos viejos
periódicos.
—Ése eres
tú, ¿pero esa niña? ¿Una prima?
—Mi
hermana.
—¿Tienes
una hermana?
—Tenía…
—dijo casi en un hilo de voz—. Murió. Creo que ya quedó. Está listo.
Durante la
comida del domingo, todos estaban reunidos, la familia González; Patricio
reveló a su madre sobre lo que había descubierto en la casa de Miguel, y
preguntó si ella sabía que Miguel tuvo una hermana.
—¿Una
hermana? —inquirieron con sorpresa Marisa y Cecilia.
—Miguel
estaba muy chico —comenzó a decir Verónica—, tenía creo unos nueve o diez años
cuando su hermanita se cayó de las escaleras. Pobre Miguel; qué duro fue para
él, pues ella estaba a su cuidado. Tenía tres años la pequeña cuando sucedió el
accidente.
***
A la una
de la madrugada se escucharon unas voces exaltadas viniendo de la casa de
Miguel. Se llevaba a cabo una exacerbada discusión. Marisa fue despertada y vio
cómo Miguel salía de la casa todo enojado. Se perdió su silueta en la penumbra
de una solitaria y silenciosa calle.
***
Verónica recibió
de voz preocupada de Marisa la noticia de que a Miguel lo encontró vagando en
una calle mientras se dirigía a la casa, y que se hallaba en un deplorable
estado que inquietó a su encantadora hija. Ambas mujeres fueron a buscarlo, lo
trajeron con ellas después de que lo persuadieron de regresar a su casa. La
familia de Miguel se había marchado de emergencia a visitar al debilitado
abuelo del joven. No iban a tardar mucho, supuso Verónica, así que consintió
que Miguel viviera con ellos, unos días para no violentar las cerraduras de la
casa de su madre, a fin de que se reconciliaran ambas partes; por supuesto con
la condición de que dejara la bebida y cualquier otro vicio que tuviera. “Sin
dinero… qué vicio he de alimentar”, les dijo. Verónica le dijo que sus padres
lo habían estado buscando y que de verdad querían volver a recuperarlo. Miguel
contó con tristeza en los ojos, que él también los extrañó; sólo él sabía qué
cosas horribles había visto en esos meses que vivió en la calle. La discusión
que provocó su huida (dijo), fue causado por el innecesario reproche del duro
pasado donde su hermana falleció. Lo culparon directamente. Dijeron que ella
valía mil veces más que él. Verónica y Marisa escucharon todo lo que él les
dijo con conmovedora atención. Para agradar el momento, le sorprendieron con la
noticia de que Angélica ya se había casado hace un año y que ya esperaba bebé.
Cecilia (la otra hermana de Patricio) se había juntado con un chico dos años
mayor que ella y se habían ido a vivir con los padres del muchacho que habían
decidido apoyar a la joven pareja. De esta manera, Patricio y Marisa eran
quienes quedaban solteros. Verónica había hallado un compañero, un hombre de
cincuenta años a quien no le pareció concordante que Miguel se quedara unos
días, el necesario hasta que llegaran sus padres. El hombre era un sujeto con
una saliente barriga, un bigote y cejas espesas; de esos sujetos hoscos y de
cabeza calva. Poseía dinero y se notaba era muy exigente. Tenía reñidas peleas
con Patricio, al que acusaba de haragán sin remedio por reprobar tres materias
de su escuela privada que el sujeto pagaba. Patricio prefería salirse a la
calle que tener que escucharlo. Miguel presenció una escena de éstas cuando el
hombre, por necedad alguna, quería que Patricio se cortara de inmediato ese
cabello que le parecía al de un delincuente. Patricio le dijo que no lo iba a
obedecer porque en primer lugar, él no era su padre. Vaya la rabieta que hizo
el pobre gordinflón. Miguel optó también por salirse a la calle que quedarse a
escucharlo. Dormía en el sillón de la sala y solamente aceptaba una comida
cuando estaba el hombre de buen humor.
Desde que
Miguel llegó a la casa, Marisa parecía haber despertado de su adormilado
estado, que últimamente la caracterizaba. Atenta con una sonrisa, servía los
platos para la comida o la cena; ayudaba a su madre en la cocina y era cosa
extraña de ella ya que desde que entró a la preparatoria, no había puesto mano
auxiliar adentro de la cocina. Acometida fue a la tienda de ropa y compró
varios pantalones y playeras para que Miguel dejara de vestirse con la misma
ropa prestada de su hermano Patricio. Escuchaba atenta, con los ojos luminosos
cuanta palabra superflua saliera de la boca de su invitado. Era muy notorio que
la despabilada chica buscara el placer vanidoso de agradar a Miguel; incluso
comenzó vestirse de una manera un tanto provocativa, con zapatos altos y
descubiertos; con mallones ceñidos a un sinuoso y delgado cuerpo. Difícil le
resultaba a él (Miguel) tenerla muy cerca y no experimentar una innegable
virilidad en respuesta presente a su revelador atuendo. La dulce niña Marisa
había crecido. Tenía los ojos grandes y claros como los de su madre. Era
realmente atractiva. Él se dio cuenta del pringado fanatismo hacia su persona,
incluso hasta para Patricio fue muy evidente. Cada que regresaba ella de la
escuela y lo encontraba a él en el patio de su propia casa, largo rato se
quedaban hablando.
—¿Y
piensas tener algún día muchos hijos? —le preguntó curiosa ella. Apartó el
cabello de sus ojos y esperó paciente la respuesta.
—Quizá
uno.
—¿Sólo
uno? ¿Y si tu mujer desea más?
—Entonces…
haremos más. —Ambos rieron divertidos.
Llegó el
ogro en su lujoso automóvil. La casa de Marisa ya no era la misma que Miguel
recordaba. Todo el patio era cuidado por un viejo jardinero amargado igual que
su patrón. Tenían muebles nuevos, piso y paredes lustradas. Tenían planes de
vender la casa a buen precio a fin de mudarse a otro lejano lugar. A Marisa
tampoco el ogro le caía bien.
—Siempre
discuten —le dijo Marisa—. Él quiere un hijo y mamá ya no quiere embarazarse.
Los escucho pelear en la madrugada.
Era obvio
que Verónica lo había aceptado por su dinero. Ya no trabajaba y con más tiempo
para ella, había recuperado una sensual figura a sus treinta y siete años. Se
había casado muy joven. A los 16 tuvo a su primer hijo: Angélica. Verónica
había llegado a la colonia con sus cuatro hijos y con un tipo presumido que en
apariencia parecía le doblaba la edad. No era el padre de las primeras dos
niñas, según sabía por lo que le contaron. Un día se marchó con su amante y
Verónica estuvo a punto de… Dicen que estuvo muy cerca de suicidarse. No
cortándose las venas ni nada parecido, sino que dejando de comer. Y los niños
los recogió la madre de Miguel, con Angélica de siete años, con Cecilia de seis
y los dos pequeños: Patricio y Marisa. Doña Sandra les dio de comer, los aseó, les
compró ropa. Y Miguel, de quince años los veía a los cuatro jugando por toda la
casa. Él veía que a su madre le encantaba tenerlos junto a ella. Verónica se
recuperó y pronto parecía tener la fortaleza para criar a sus hijos ella sola.
Tanto a ella como a su hermana, las habían corrido sus padres por fugarse con
sus novios. Miguel recordaba aquella mujer hermosa con cuatro hijos. Soñaba con
ella, trayéndola a sus fantasías más vulgares de adolescencia incomprendida. Le
ayudaba con sus hijos para buscar tener una oportunidad con ella. La tuvo, sólo
que ella le prometió que nunca más se volvería a repetir; pero ahora que la
volvía encontrar, en lo muy profundo de su ser, la deseó para él, una vez más.
***
Había
transcurrido toda una semana sin que todavía llegaran los padres de Miguel y al
ogro le dio por utilizarlo de ayudante para terminar de remodelar la casa de
los González. El tipo era un completo idiota que para demostrar que no era
ningún inútil, se empeñó a reparar la vieja tubería del fregadero que desde
hacía varios días goteaba; una cubeta impedía que llegara la frecuente gota al
piso y se encharcara. Gritaba, maldecía, se ensuciaba. Los dos hombres se
habían quedado a terminar el importante trabajo en un fin de semana. Miguel
regresaba de la tlapalería cuando, al pararse cerca de la puerta logró escuchar
un chillido, algún objeto que se cayó, que se rompió en pedazos. Tocó a la
puerta. Esperó. Fue una espera eterna. Ahora tocó el escandaloso timbre. El
ogro abrió. Estaba nervioso, sudoroso.
—Ah,
Miguel… se me olvidó que trajeras un llave-de-paso.
—¿Una
llave?
—Sí, sí…
Y para qué
diablos quería una llave-de-paso, se preguntó Miguel. Luego le entregó un
billete que para que se tomara una cerveza por allá, porque estaba haciendo demasiado
calor. Aquella muestra repentina de benevolencia le hizo sospechar que el tipo
escondía adentro algo, ¿pero qué podía ser? Patricio había salido con unos
amigos, Verónica y Marisa acababan de salir a comprar algunas cosas. Estaba por
darse la vuelta cuando escuchó que desde adentro le llamaron. “¡Miguel!” El
ogro estuvo a punto de cerrarle la puerta de no ser porque el joven interpuso
el dinámico pie.
—¡Ya
lárgate! —dijo el ogro, y Miguel se arrojó con todo su peso y fuerza hacia la
puerta; el ogro se fue para atrás y cayó.
Adentro
encontró a Marisa, con los jeans desabotonados, con la blusa desgarrada… la
cara bañada por el rocío húmedo de las lágrimas que la ahogaban. Sin dudarlo,
Miguel se arrojó sobre el voluminoso hombre que la había mancillado,
arremetiéndole con salvajes puñetazos, en una furia casi inhumana. Zas, zas,
zas. Debieron ser unos treinta golpes. “¡No, Miguel, lo vas a matar!, ¡lo vas a
matar!” Marisa misma tuvo que detenerlo. Difícil tarea. A ambos les temblaban
las manos, el cuerpo, pero sólo Miguel tenía los nudillos bañados en sangre.
Marisa había sido regresada por su madre para recoger un dinero que estaba en
la cocina, en el cajón de los cubiertos. Allí estaba el ogro, viéndola como
mujer, objeto de su deseo. Intranquila deseó salir lo más rápido posible de la
cocina, el sujeto la atrapó de un brazo, le dijo que si ella quería, podía
tener lo quisiera; se le declaró, rogó por su amor. Ella hizo como si no
escuchara nada, se soltó, se dirigió a la puerta, él la volvió a atrapar, esta
vez la ciñó de sus caderas. “Piénsalo”. Ella se volteó y le plantó una severa
cachetada. Iracundo se abalanzó sobre de ella. Comenzaron a forcejear. “Lo que
quieres es que te eduquen” le dijo él. “Necesitas un hombre”. Las manos grandes
y regordetas suyas comenzaron su atropellado cometido: vulnerar a la
encantadora joven. Él adherido a la espalda de ella, tratando desde atrás de
bajarle el ajustado pantalón; ella, resistiéndose con toda la fuerza que le
quedaba. El tipo yacía convertido en un sucio animal. Al ver que Marisa no daba
muestras de resignación, le dio un duro golpe en las costillas que la dejó sin
aire. Tocaron a la puerta. El tipo no sabía qué hacer ahora. “Guarda silencio”.
La amenazó que si no lo hacía, la iba a matar. “Te juro que lo haré”. El
timbre sonó. Marisa se acercó para escuchar quién podía ser, quién podía
rescatarla; sería Miguel, «ojalá fuera Miguel». “Ah, Miguel…”, dijo el ogro, y
entonces ella se fue acercando, debilitada por el cobarde golpe que recibió.
Con toda su voz quebrada lo llamó. Luego él la encontró.
El tipo se
levantó, ensangrentado salió y se marchó en su lujoso auto. Marisa lo amenazó
con decirle todo a su madre. Ya no respondió, se marchó sin colocar una sobrada
objeción. Cuando Verónica regresó, preocupada de que su hija no volviera, y le
contaran todo lo ocurrido, reventó en una incontrolable furia hacia el hombre
que estuvo a punto de violar a su inmaculada hija. Patricio llegó cuando las cosas estaban un
poco más tranquilas. Verónica ya había hablado por celular con el hombre,
amenazándole que lo iba a acusar ante el Ministerio Público por intento de
violación. Patricio preso de una ira similar a la que desplegó su madre, no
paraba de decir que si lo volvía a ver, lo iba a matar. Había visto toda la
sangre regada en el suelo y que ya su madre estaba limpiando. Le tranquilizaba
saber que su admirado Miguel le había dado su merecida paliza; por su parte
Miguel yacía aliviado. Marisa se retiró a su cuarto. Patricio quería saber los
pormenores de la pelea. Al último, ya entrada la noche quedaron Verónica y
Miguel en la sala, hablando sobre el futuro actuar para con el sujeto, de
llegar a un acuerdo para que se llevara sus cosas, de demandarlo o no. Luego
Verónica se echó a llorar, culpándose de ser una mala madre para sus hijos.
Miguel no estuvo de acuerdo. Dijo tantas cosas que admiraba de ella.
—De no ser
por ti… Fue ella, Marisa quien te trajo. Debió presentirlo.
—Cosas del
azar —dijo él.
—No… no
del azar…
Y Verónica
se abalanzó a buscar la boca pequeña de Miguel, en un abrupto de
agradecimiento, comprensión y fragilidad.