"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

domingo, 16 de septiembre de 2012

Cosas del azar

 


    Antecedentes: Marisa y el guante.

    Afuera se escuchó la moto de su vecino Miguel, y Patricio salió en seguida llevando consigo una desvencijada libreta (lo que hace suponer que desde hacía rato lo estaba esperando). “¿Adónde vas?”, preguntó su hermana Marisa, sintiéndose con el suficiente derecho de pedirle explicaciones a su hermano. “No te importa”, le respondió grosero él, cerrándole la puerta al salir.
    Patricio fue con Miguel para pedirle ayuda con una tarea de Taller de Electricidad que no entendía. “¿Qué te pasó en la cara?”, preguntó divertido Miguel. “Me caí”, fue la respuesta que por supuesto su amigo no se creyó. Juntos vieron el diagrama eléctrico y juntos planearon cómo iban a armar el complejo circuito. En el cuarto de Miguel comenzaron la tediosa tarea. Era la primera vez que Patricio entraba en el cuarto de su amigo. Estaba armando el circuito. Patricio comenzó a hacerle un sinfín de preguntas, algunas  incómodas como de si ya había tenido sexo, si ya lo había hecho con la chica que últimamente estaba saliendo con él (y que Patricio había visto desde su ventana). A Miguel no le gustaba hablar de esto y esquivaba las preguntas. “Todavía estás chavo para saber de esas cosas”, fue la respuesta que tuvo. Patricio le pidió que le regalara un condón, porque le dijo que pronto iba a tener sexo. “¿En serio?” Después Miguel preguntó por la tía de Patricio.
    —¿Tía Érika? Con ella no tienes chance —le dijo Patricio.
    —¿Por qué no?
    —Porque ella sólo sale con… —Patricio se interrumpió para no lastimar a su amigo, de decirle que Miguel no tenía dinero, que no tenía trabajo y que… no había terminado ni la preparatoria;  además de que a  su tía le gustaban los hombres exitosos e inteligentes, no obstante él lo admiraba, su libertad, de hacer lo que diera la gana, de saber pelear, de no temerle a nada ni a nadie; de tener una moto, de tener una novia, entre otras cosas.
    —¿Perdedores?
    —No, no perdedores…
    De Miguel se decían muchas cosas; últimamente decían que se estaba metiendo al vicio de la bebida.
    —¿Dónde aprendiste a hacer eso? —cambió de tema Patricio, dirigiéndose al circuito que estaba a punto de concluir Miguel. Básicamente cables, interruptores, sockets, focos, montados sobre una tabla. 
    —Quemando fusibles.
    Al poco rato Marisa tocó a la puerta, preguntando por su hermano, si todavía se hallaba dentro de la casa. Patricio se enfadó que lo buscaran.
    —No te enojes. Tienes suerte de que se preocupe por ti —dijo afectivo Miguel.                                
    —Se está creyendo mi mamá. Es insoportable.
    —Será una excelente madre.
    —Nadie la querrá.
    —¿Que no?
    Un interruptor hizo click, y el foco desparramó toda su luz radial.
    —¿Porque lo dices?
    —Porque es… Tus hermanas son guapas. Hombres no les faltará. 
    —Porque no las conocen. Oye, ¿y esa niña de la foto?
    Miguel levantó la mirada, el retrato estaba en el escritorio, atrás de unos viejos periódicos.
    —Ése eres tú, ¿pero esa niña? ¿Una prima?
    —Mi hermana.
    —¿Tienes una hermana?
    —Tenía… —dijo casi en un hilo de voz—. Murió. Creo que ya quedó. Está listo.
    Durante la comida del domingo, todos estaban reunidos, la familia González; Patricio reveló a su madre sobre lo que había descubierto en la casa de Miguel, y preguntó si ella sabía que Miguel tuvo una hermana.
    —¿Una hermana? —inquirieron con sorpresa Marisa y Cecilia.
    —Miguel estaba muy chico —comenzó a decir Verónica—, tenía creo unos nueve o diez años cuando su hermanita se cayó de las escaleras. Pobre Miguel; qué duro fue para él, pues ella estaba a su cuidado. Tenía tres años la pequeña cuando sucedió el accidente.

***

    A la una de la madrugada se escucharon unas voces exaltadas viniendo de la casa de Miguel. Se llevaba a cabo una exacerbada discusión. Marisa fue despertada y vio cómo Miguel salía de la casa todo enojado. Se perdió su silueta en la penumbra de una solitaria y silenciosa calle.  

***

   Verónica recibió de voz preocupada de Marisa la noticia de que a Miguel lo encontró vagando en una calle mientras se dirigía a la casa, y que se hallaba en un deplorable estado que inquietó a su encantadora hija. Ambas mujeres fueron a buscarlo, lo trajeron con ellas después de que lo persuadieron de regresar a su casa. La familia de Miguel se había marchado de emergencia a visitar al debilitado abuelo del joven. No iban a tardar mucho, supuso Verónica, así que consintió que Miguel viviera con ellos, unos días para no violentar las cerraduras de la casa de su madre, a fin de que se reconciliaran ambas partes; por supuesto con la condición de que dejara la bebida y cualquier otro vicio que tuviera. “Sin dinero… qué vicio he de alimentar”, les dijo. Verónica le dijo que sus padres lo habían estado buscando y que de verdad querían volver a recuperarlo. Miguel contó con tristeza en los ojos, que él también los extrañó; sólo él sabía qué cosas horribles había visto en esos meses que vivió en la calle. La discusión que provocó su huida (dijo), fue causado por el innecesario reproche del duro pasado donde su hermana falleció. Lo culparon directamente. Dijeron que ella valía mil veces más que él. Verónica y Marisa escucharon todo lo que él les dijo con conmovedora atención. Para agradar el momento, le sorprendieron con la noticia de que Angélica ya se había casado hace un año y que ya esperaba bebé. Cecilia (la otra hermana de Patricio) se había juntado con un chico dos años mayor que ella y se habían ido a vivir con los padres del muchacho que habían decidido apoyar a la joven pareja. De esta manera, Patricio y Marisa eran quienes quedaban solteros. Verónica había hallado un compañero, un hombre de cincuenta años a quien no le pareció concordante que Miguel se quedara unos días, el necesario hasta que llegaran sus padres. El hombre era un sujeto con una saliente barriga, un bigote y cejas espesas; de esos sujetos hoscos y de cabeza calva. Poseía dinero y se notaba era muy exigente. Tenía reñidas peleas con Patricio, al que acusaba de haragán sin remedio por reprobar tres materias de su escuela privada que el sujeto pagaba. Patricio prefería salirse a la calle que tener que escucharlo. Miguel presenció una escena de éstas cuando el hombre, por necedad alguna, quería que Patricio se cortara de inmediato ese cabello que le parecía al de un delincuente. Patricio le dijo que no lo iba a obedecer porque en primer lugar, él no era su padre. Vaya la rabieta que hizo el pobre gordinflón. Miguel optó también por salirse a la calle que quedarse a escucharlo. Dormía en el sillón de la sala y solamente aceptaba una comida cuando estaba el hombre de buen humor.
    Desde que Miguel llegó a la casa, Marisa parecía haber despertado de su adormilado estado, que últimamente la caracterizaba. Atenta con una sonrisa, servía los platos para la comida o la cena; ayudaba a su madre en la cocina y era cosa extraña de ella ya que desde que entró a la preparatoria, no había puesto mano auxiliar adentro de la cocina. Acometida fue a la tienda de ropa y compró varios pantalones y playeras para que Miguel dejara de vestirse con la misma ropa prestada de su hermano Patricio. Escuchaba atenta, con los ojos luminosos cuanta palabra superflua saliera de la boca de su invitado. Era muy notorio que la despabilada chica buscara el placer vanidoso de agradar a Miguel; incluso comenzó vestirse de una manera un tanto provocativa, con zapatos altos y descubiertos; con mallones ceñidos a un sinuoso y delgado cuerpo. Difícil le resultaba a él (Miguel) tenerla muy cerca y no experimentar una innegable virilidad en respuesta presente a su revelador atuendo. La dulce niña Marisa había crecido. Tenía los ojos grandes y claros como los de su madre. Era realmente atractiva. Él se dio cuenta del pringado fanatismo hacia su persona, incluso hasta para Patricio fue muy evidente. Cada que regresaba ella de la escuela y lo encontraba a él en el patio de su propia casa, largo rato se quedaban hablando.
    —¿Y piensas tener algún día muchos hijos? —le preguntó curiosa ella. Apartó el cabello de sus ojos y esperó paciente la respuesta.
    —Quizá uno.
    —¿Sólo uno? ¿Y si tu mujer desea más?
    —Entonces… haremos más. —Ambos rieron divertidos.
    Llegó el ogro en su lujoso automóvil. La casa de Marisa ya no era la misma que Miguel recordaba. Todo el patio era cuidado por un viejo jardinero amargado igual que su patrón. Tenían muebles nuevos, piso y paredes lustradas. Tenían planes de vender la casa a buen precio a fin de mudarse a otro lejano lugar. A Marisa tampoco el ogro le caía bien.
    —Siempre discuten —le dijo Marisa—. Él quiere un hijo y mamá ya no quiere embarazarse. Los escucho pelear en la madrugada.
    Era obvio que Verónica lo había aceptado por su dinero. Ya no trabajaba y con más tiempo para ella, había recuperado una sensual figura a sus treinta y siete años. Se había casado muy joven. A los 16 tuvo a su primer hijo: Angélica. Verónica había llegado a la colonia con sus cuatro hijos y con un tipo presumido que en apariencia parecía le doblaba la edad. No era el padre de las primeras dos niñas, según sabía por lo que le contaron. Un día se marchó con su amante y Verónica estuvo a punto de… Dicen que estuvo muy cerca de suicidarse. No cortándose las venas ni nada parecido, sino que dejando de comer. Y los niños los recogió la madre de Miguel, con Angélica de siete años, con Cecilia de seis y los dos pequeños: Patricio y Marisa. Doña Sandra les dio de comer, los aseó, les compró ropa. Y Miguel, de quince años los veía a los cuatro jugando por toda la casa. Él veía que a su madre le encantaba tenerlos junto a ella. Verónica se recuperó y pronto parecía tener la fortaleza para criar a sus hijos ella sola. Tanto a ella como a su hermana, las habían corrido sus padres por fugarse con sus novios. Miguel recordaba aquella mujer hermosa con cuatro hijos. Soñaba con ella, trayéndola a sus fantasías más vulgares de adolescencia incomprendida. Le ayudaba con sus hijos para buscar tener una oportunidad con ella. La tuvo, sólo que ella le prometió que nunca más se volvería a repetir; pero ahora que la volvía encontrar, en lo muy profundo de su ser, la deseó para él, una vez más.

***
    Había transcurrido toda una semana sin que todavía llegaran los padres de Miguel y al ogro le dio por utilizarlo de ayudante para terminar de remodelar la casa de los González. El tipo era un completo idiota que para demostrar que no era ningún inútil, se empeñó a reparar la vieja tubería del fregadero que desde hacía varios días goteaba; una cubeta impedía que llegara la frecuente gota al piso y se encharcara. Gritaba, maldecía, se ensuciaba. Los dos hombres se habían quedado a terminar el importante trabajo en un fin de semana. Miguel regresaba de la tlapalería cuando, al pararse cerca de la puerta logró escuchar un chillido, algún objeto que se cayó, que se rompió en pedazos. Tocó a la puerta. Esperó. Fue una espera eterna. Ahora tocó el escandaloso timbre. El ogro abrió. Estaba nervioso, sudoroso.
    —Ah, Miguel… se me olvidó que trajeras un llave-de-paso.
    —¿Una llave?
    —Sí, sí…
    Y para qué diablos quería una llave-de-paso, se preguntó Miguel. Luego le entregó un billete que para que se tomara una cerveza por allá, porque estaba haciendo demasiado calor. Aquella muestra repentina de benevolencia le hizo sospechar que el tipo escondía adentro algo, ¿pero qué podía ser? Patricio había salido con unos amigos, Verónica y Marisa acababan de salir a comprar algunas cosas. Estaba por darse la vuelta cuando escuchó que desde adentro le llamaron. “¡Miguel!” El ogro estuvo a punto de cerrarle la puerta de no ser porque el joven interpuso el dinámico pie.   
    —¡Ya lárgate! —dijo el ogro, y Miguel se arrojó con todo su peso y fuerza hacia la puerta; el ogro se fue para atrás y cayó.
    Adentro encontró a Marisa, con los jeans desabotonados, con la blusa desgarrada… la cara bañada por el rocío húmedo de las lágrimas que la ahogaban. Sin dudarlo, Miguel se arrojó sobre el voluminoso hombre que la había mancillado, arremetiéndole con salvajes puñetazos, en una furia casi inhumana. Zas, zas, zas. Debieron ser unos treinta golpes. “¡No, Miguel, lo vas a matar!, ¡lo vas a matar!” Marisa misma tuvo que detenerlo. Difícil tarea. A ambos les temblaban las manos, el cuerpo, pero sólo Miguel tenía los nudillos bañados en sangre. Marisa había sido regresada por su madre para recoger un dinero que estaba en la cocina, en el cajón de los cubiertos. Allí estaba el ogro, viéndola como mujer, objeto de su deseo. Intranquila deseó salir lo más rápido posible de la cocina, el sujeto la atrapó de un brazo, le dijo que si ella quería, podía tener lo quisiera; se le declaró, rogó por su amor. Ella hizo como si no escuchara nada, se soltó, se dirigió a la puerta, él la volvió a atrapar, esta vez la ciñó de sus caderas. “Piénsalo”. Ella se volteó y le plantó una severa cachetada. Iracundo se abalanzó sobre de ella. Comenzaron a forcejear. “Lo que quieres es que te eduquen” le dijo él. “Necesitas un hombre”. Las manos grandes y regordetas suyas comenzaron su atropellado cometido: vulnerar a la encantadora joven. Él adherido a la espalda de ella, tratando desde atrás de bajarle el ajustado pantalón; ella, resistiéndose con toda la fuerza que le quedaba. El tipo yacía convertido en un sucio animal. Al ver que Marisa no daba muestras de resignación, le dio un duro golpe en las costillas que la dejó sin aire. Tocaron a la puerta. El tipo no sabía qué hacer ahora. “Guarda silencio”. La amenazó que si no lo hacía, la iba a matar. “Te juro que lo haré”.  El timbre sonó. Marisa se acercó para escuchar quién podía ser, quién podía rescatarla; sería Miguel, «ojalá fuera Miguel». “Ah, Miguel…”, dijo el ogro, y entonces ella se fue acercando, debilitada por el cobarde golpe que recibió. Con toda su voz quebrada lo llamó. Luego él la encontró.
    El tipo se levantó, ensangrentado salió y se marchó en su lujoso auto. Marisa lo amenazó con decirle todo a su madre. Ya no respondió, se marchó sin colocar una sobrada objeción. Cuando Verónica regresó, preocupada de que su hija no volviera, y le contaran todo lo ocurrido, reventó en una incontrolable furia hacia el hombre que estuvo a punto de violar a su inmaculada hija.      Patricio llegó cuando las cosas estaban un poco más tranquilas. Verónica ya había hablado por celular con el hombre, amenazándole que lo iba a acusar ante el Ministerio Público por intento de violación. Patricio preso de una ira similar a la que desplegó su madre, no paraba de decir que si lo volvía a ver, lo iba a matar. Había visto toda la sangre regada en el suelo y que ya su madre estaba limpiando. Le tranquilizaba saber que su admirado Miguel le había dado su merecida paliza; por su parte Miguel yacía aliviado. Marisa se retiró a su cuarto. Patricio quería saber los pormenores de la pelea. Al último, ya entrada la noche quedaron Verónica y Miguel en la sala, hablando sobre el futuro actuar para con el sujeto, de llegar a un acuerdo para que se llevara sus cosas, de demandarlo o no. Luego Verónica se echó a llorar, culpándose de ser una mala madre para sus hijos. Miguel no estuvo de acuerdo. Dijo tantas cosas que admiraba de ella.
    —De no ser por ti… Fue ella, Marisa quien te trajo. Debió presentirlo.
    —Cosas del azar —dijo él.
    —No… no del azar…
    Y Verónica se abalanzó a buscar la boca pequeña de Miguel, en un abrupto de agradecimiento, comprensión y fragilidad.