"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

lunes, 10 de septiembre de 2012

Marisa y el guante

    Angélica y Cecilia compartían presencia en una ancha cama matrimonial, mientras que su hermana Marisa, “la medrosa”, hacía su apacible  descanso en una cama individual. Las tres dormían en un solo cuarto, el más amplio de toda la casa.
    Marisa las observaba de reojo desde su cama. Callaban luego de que escuchaban a su madre aproximarse a la recamara. Abría la puerta silenciosamente para comprobar que estuvieran las tres dormidas. Después la cerraba y se iba a dormir y no despertaba hasta las once o doce de la tarde del día siguiente. Angélica y Cecilia se la pasaban largo rato hablando de compañeritos de la escuela; que ya hablaban de la traidora, de la zorra, de la lambiscona; que me hizo esto, que me hizo aquello, que ya me las pagará, que no te dejes. Y luego pasaban a hablar de los chicos, compañeros de salón; que ya le salió barba, que Fulano ya tiene pelo en las piernas, que Sutano no, que Perengano se viste bien; que me dijo esto, que me dijo esto otro, que yo creo que quiere a merenganita, que él es «puto» porque no se le declara; y cuando hablaban de maestros guapos se ponían locas y calientes. Angélica era la peor; se acostaba en la cama, se paraba, se volvía acostar, en un diminuto short y en calcetas comenzaba a bailar un sinuoso baile que le enseñó su amiga fulanita; y la otra se le pegaba a la cadera, la música salía de su celular, y «perreaban» como dicen por ahí: Cecilia agarrándole las caderas, Angélica arrojándole el prominente culo que secretamente envidiaba ya su hermana; y echando la cabeza hacia adelante, con la espalda en corva horizontal se movía como una serpiente apoyándose de sus rodillas para no perder el equilibrio; la otra estaba adherida a sus caderas, siguiendo el seductor movimiento que le arrojaba su hermana, y donde únicamente una nalgada bien dada, ¡zas!, cortaba el excitante baile para echarse a la cama y reír a carcajadas, o para pelearse entre ellas, para buscar la venganza por la nalgada bien dada. Levantaban las piernas, las abrían y, con una intención inquieta de niñas descubriendo su sexualidad, metían una almohada en su entrepierna y así  se quedaban a hablar de temas de adultos; una se echaba encima de la otra, se carcajeaban cuando colocaban a un oso de peluche junto a alguna femenina pelvis. “Dale, osito, dale. ¡Cógetela!”. Y el osito (a veces era el reno tuerto y otras veces el conejito mugroso) usado como marioneta: empujaba su rechoncha pelvis hacia adelante y hacia atrás, con la mano de Cecilia impulsándolo, dirigiendo el marcado ritmo. “Oh-sí, oh- sí”, decía la que recibía, moviendo las caderas, subiendo y bajando, subiendo y bajando. “¡Ya basta, eres un idiota!”, y pobre osito o conejito iban a volar hasta algún rincón del bullicioso cuarto. O si no era el osito, con la atorada almohada en la entrepierna, los tobillos de Angélica eran puestos sobre los hombros de Cecilia que actuaba como macho, con un bigote postizo y un sombrero. Y decía sin el mayor pudor: “¿Lo quieres, perra, lo quieres?”; y la otra que le respondía siguiéndole el juego: “Sí, sí, métemelo, métemelo”.  Se agarraban los senos, se pellizcaban las nalgas, se daban besitos de piquito. Pero lo peor era en la noche, ya cayendo en la madrugada, cuando se metían debajo de la sábana y se quedaban calladitas; y Marisa veía que por la forma en que quedaban y se movían (una estaba encima de la otra, acariciándose, lanzando risitas y cuchicheos); daba por hecho que se estaban masturbando. Los susurros como preludio, antes de comenzar con los jadeos y los apagados gemidos, tanto de una como de la otra: se turnaban hasta quedar exhaustas; pero esto sólo lo hacían en viernes, o acaso sábado, para despertarse tarde.  

***

    Marisa amaneció con sueño, sus ojos le picaban, y es que las locas de sus hermanas no la dejaron dormir, con sus juegos viciados y después con sus incesantes y sugestivos ruidos a la una de la madrugada. Siendo día sábado la madre de Marisa tuvo que ir a una junta importante en su trabajo y salió a las ocho de la mañana; por lo regular descansaba todos los sábados y los domingos. El timbre sonó con el característico chirrido inmisericorde.  Marisa abrió la puerta y frente a ella estaba un distraído joven que echaba la mirada hacia la calle, hacia un par de hombres en uniforme azul que buscaban una casa, o a él. Al final era a él. Este los llamó con un agudo chiflido. “Ah, Hola, Marisa, son los del gas”, dijo, y Marisa pareció despertar de su parsimonioso trance, recordando que su madre le había dicho que si llegaban los del gas,  a llenar el tanque estacionario, que Miguel los iba atender, todo con tal de que ningún hombre entrara a la casa y se quedaran con sus tres hermosas hijas, que estaban solas, porque no confiaba en ningún otro hombre que no fuera Miguel, el hijo de doña Sandra, la comadre de Verónica.  Miguel los dirigió hasta la azotea y se quedó allí hasta que los hombres terminaron su resignado trabajo. Miguel pagó en efectivo. Verónica le había entregado el dinero antes de irse, y una propina nada despreciable por el favor. Angélica había dicho alguna vez que a Miguel lo vio entrar un martes en el cuarto de su madre, y desde entonces Marisa lo repudió, aunque ella sabía muy bien que Angélica era muy chismosa, no obstante... el solamente imaginarlo... “Tú eres hija de Miguel”, se burlaba Angélica. “Ve con tu papi, ve con tu papi”.    
    Antes de que Miguel saliera de la casa, fue llamado por Angélica quien (se notaba) acababa de levantarse. “Es que la computadora otra vez se descompuso”. Miguel prometió arreglarla cuando volviera del trabajo. Tenía una moto y la explotaba como si fuera un taxi; la convirtió en moto-taxi, pero únicamente la trabajaba los fines de semana para que sus padres (enojados por gastarse sus ahorros en esa inútil moto) no se la quitaran, no se la vendieran. Marisa siguió con en su intención de lavar la ropa. Había que levantarse temprano para apartar el agua porque sólo en las mañanas llegaba el agua. Luego seguían los trastes. Angélica y Cecilia eran flojas, no lavaban ni su ropa interior. Miguel les prometió arreglar la computadora en la tarde; llegó cuando la madre de Marisa ya estaba en casa. “Vine a arreglar la computadora”, le dijo a Verónica quien sorprendida volteó a ver a Marisa como diciendo: “¿Otra vez se descompuso?” Marisa le dijo con los hombros alzados que a ella ni la viera porque quien había descompuesto la computadora era otra. Miguel entró a la sala donde Patricio (el hermano de Marisa) estaba jugando uno de sus videojuegos en su nueva consola, una Xbox. “¿Quieres jugar, Miguel?” Mientras la computadora estaba cargando el nuevo programa, el joven se dio la oportunidad de jugar un rato con Patricio, quien estaba a punto de saltar al segundo grado de secundaria. Qué rápido estaban creciendo los hijos de Verónica. Miguel había cuidado de todos ellos cuando apenas eran unos críos, sirviendo de niñera algunas veces mientras que en otras: de papá sustituto.
    —Hija, ve y llévale un vaso de agua a Miguel.
    —Pero sólo está jugando con Patricio —dijo con desgana y en desacuerdo Marisa.
    —Anda, hija; por favor. Nos está ayudando. ¿Cuánto me cobra el de las computadoras? Él no nos cobra nada.
    Marisa entregó el vaso de agua de sabor a melón a las manos de Miguel. Patricio pidió también el suyo. “Tu ve por él”, fue su respuesta, y Miguel se echó a reír.

***

    Más tarde, Angélica y Cecilia regresaron del dizque café-internet, y digo dizque porque ya no se les creía en lo que decían; fueron “porque tenían un montón de tarea”. Y vieron con agrado que su computadora ya estaba funcionando. Para pronto se metieron en las redes sociales. En la noche, Marisa escuchó todo, o al menos lo importante: que Cecilia y Angélica quedaron de verse con un tipo que conocieron en la concurrida red social; Marisa, aunque era la hermana menor, bien se daba cuenta de los peligros que conlleva meterse dentro de las redes sociales; vaya usted a saber cómo lo aprendió; tal vez escuchando a las amigas que tenía en su escuela; tal vez poniendo atención a las noticias, cosa sencilla que sus hermanas no lo hacían o lo veían lejano, ajeno de su vida. Supo dónde y a qué hora. Ellas estaban emocionadas, que porque el tipo era guapísimo y que estaba loco por una de las hermanas: Cecilia. Marisa se preocupó tanto que, en la mañana del domingo fue a buscar por, vaya a saber qué, digamos que por inercia fue a buscar a Miguel, la única fuente protectora aparte de su ausente madre. Antes de que éste saliera de su casa para trabajar con la moto, lo despertó temprano. “Miguel, baja ya, que Marisa no te va estar esperando todo el tiempo que quieras”, le ordenó su madre. “Es un flojo”, dijo doña Sandra, su madrina. Miguel bajó con los cabellos alborotados y la cara blanca, los ojos chinguiñosos. Marisa le contó todo. “No te preocupes”, le dijo él; “yo estaré ahí. Mientras, no le digas todavía nada a tu madre”. Se lo dijo en la puerta de su casa, ahí donde antes Marisa encontró un guante empolvado, algo desvencijado por el constante uso;  era el guante de piel que Miguel utilizaba cuando trabajaba con la moto-taxi.

***

    En la tarde noche, Miguel las trajo, a las dos hermanas en su moto-taxi; ambas estaban como avergonzadas. Tan apenadas estaban que ese día se portaron como niñas regañadas y buenas; no le dijeron nada a Marisa ni por supuesto nada a su madre; estaban calladas, incluso hicieron el quehacer. Marisa alcanzó escuchar de Angélica que si no hubiera sido por Miguel, que justo a tiempo pasó por ahí…, que quién sabe qué hubiera pasado. “Sí, fue mucha suerte”, aceptó  la otra.

***

    Marisa tenía el guante de Miguel encima de su buró. Lo había lavado. Había prometido devolverlo esa misma tarde en favor del trabajo. Miguel era bueno, lo había comprobado. Mientras Cecilia y Angélica yacían en profundo sueño, Marisa estiró la mano, buscó el guante, lo encontró, se lo puso. Con el guante en su mano, ella comenzó a recordar todo lo bueno que Miguel había cultivado en su vida. A falta de un padre estaba el vecino Miguel; un hermano mayor. Quizá en una ocasión le vio como un padre.
    Suave, qué suave era el guante de Miguel.    
    Ella había visto que los cinco dedos de Miguel se asomaban en aquel negro guante de chico malo, mas en ella, sólo las yemas de los dedos alcanzaban a asomarse y eso le causó una corta y silenciosa risa. ¿Iba dormirse con el guante puesto? Claro que no. Se quedó mirando el techo, el techo oscuro.
    Qué suave era el guante. Suave. Muy suave.
    Oh, y ese olor… el olor de Miguel.
    Y le cruzó por la cabeza llevar el guante ahí… a esa zona tremendamente sensible. Llevarlo ahí, qué locura. El guante era de Miguel y ella iba por decirlo así: ¿ella iba a coger con el guante? “Dios mío, qué locura”.
    Pero qué bien se sentía el guante cada que lo frotaba contra su tersa y virginal blanca piel. Suave, muy suave…
    Oh no; ya se estaba perdiendo en el delirio, en la inconsciencia.
    “Quiero tocarme. Lo necesito”.
    Era peligroso masturbarse en la cama, pero ese día, ese día no le importó porque con ella estaba Miguel. Comenzó a tocarse, con el guante puesto, pensando en Miguel, su mano varonil, tocándola…
    Su respiración se hizo entrecortada; el latir de su corazón iba a delatarla, no eso no...
    “Oh, ah, ah…”
    Comenzó a morderse los labios para no hacerse notar, y era difícil no sacar un chillido ahogado o un gemido aplastado de vez en cuando. “Aaaaaah, sí”. La expansión. La cosquilla en su cabeza. Las contracciones. Por fin terminó. Había sido “silencioso”, grandioso. Momento de ver los daños. “Dios mío”, estaba toda mojada. Nunca antes había salido tanto líquido de su vagina. Sus dedos, el guante… “No importa, mañana lo lavo de nuevo”, se dijo así misma, entregándose al placentero sueño que la venció.  

***

    Lunes por la mañana. Miguel y Marisa estaban platicando. Miguel se acercó a contarle todo lo sucedido sin omitir detalle alguno. “Era un ruco”, dijo él; “quería ser el novio de tu hermana, y ella estaba toda asustada; Angélica sólo la miraba, escondiendo su risa nerviosa”. Los dos estaban riéndose  y Marisa no recordaba cuándo había reído tanto.  “No le dijiste a tu madre ¿o sí?”
    —No, todavía no, y no sé si…
    —No le digas, creo que ya aprendieron la lección —dijo Miguel
    Se despidieron.
    —¡Espera! —dijo ella, recordando su guante. Se metió a su casa  y en menos de un minuto ella regresó. El guante regresó a su dueño.
   —¡Qué sorpresa!; pensé que lo había perdido en la calle. ¿Dónde estaba?
    Y qué feliz se había puesto Miguel de ver de nuevo su guante; y qué feliz también se sintió Marisa de haberlo complacido.     
   —Lo veo más limpio. ¿Lo lavaste?
    La pregunta produjo un repentino estremecimiento ominoso sobre Marisa. Llegó el recuerdo, el recuerdo vergonzoso. El guante frotándose y calentándose encima de su vulva, ¡los dedos dentro de su vagina! ¡Lo había olvidado! Inesperadamente, en un movimiento espontáneo, Miguel llevó la suave prenda hacia su nariz.
    ¡¡¡Dios mío!!
    —Huele rico, huele bien.
    Marisa quedó estupefacta, incrédula, avergonzada, sobrexcitada, a lo que acababa de escuchar. ¿Acaso había dicho Miguel… que sus jugos, olían bien? Sintió de nuevo ese frío estremecimiento de pies a cabeza, pero esta vez, ese estremecimiento fue como el que se produce en las grandes dichas.