No recuerdo un
acto en mi juventud de la cual deba yo arrepentirme, no tanto, como el vil acto
que cometí teniendo ya mi familia. Estábamos jugando a las cartas. Las cervezas
se iban acabando junto con los cigarros, cuando, maldita sea la hora, empezamos
a hablar sobre mujeres. Hablábamos de qué mujer que conociéramos, tenía el mejor
culo. Todos estuvimos de acuerdo que esa debía ser doña Lucrecia, quien a sus
cuarenta años, seguía teniendo un cuerpo espectacular. Era dueña de una tienda de
abarrotes y sus tres hijas la ayudaban a adminístrala. La menor de estas hijas
estaba por concluir la primaria. Se había casado con un fulano que nunca
terminamos de conocer. Unos policías se lo llevaron por no pagar cuota, y jamás
lo volvimos a ver. Los policías estaban pagando condena pero del hombre, nada
se sabía. Entonces alguien dijo que si de culos íbamos a hablar, entonces
debíamos hablar del culo de Lizbeth, que nada le pedía al de doña Lucrecia.
Hubo un silencio con miradas preocupadas, miradas inquietadas que se dirigieron
hacia mi persona. Aquel que lo había dicho tengo por seguro que no buscaba fastidiarme
y crear un escándalo, sino que, en su embriaguez sincera, estaba compartiendo
conmigo un sentir de todos, un sentir secreto que no se atrevían a decir.
—Sí,
tienes razón —dije, y todos se echaron a reír.
En las
noches pensaba en Lizbeth, en las posiciones en que los hombres se la debían poseer.
En vano la sustituía en la cama con mi desinteresada y flácida esposa.
Un día
recibí un mensaje a mi celular que decía algo así (no lo recuerdo bien porque
lo borré una semana después, cuando la policía comenzó a realizarme preguntas):
“Yo sé que
te la quieres coger. Si quieres te puedo ayudar; sé cómo hacerlo y que no haya
problemas”.
La primera
reacción que tuve fue de un enojo incontrolable. El enojo fue debido a que mi
deseo reprimido fue más que evidente para otra persona. Ese mismo día fui a la
cantina donde me reunía con mis amigos, y allí encontré al hijo de puta que me
había enviado el mensaje.
—A qué te
refieres —le pregunté, a fin de no equivocarme.
—Ya sabes
—me dijo con indiferencia. Estaba bebiendo una cerveza en compañía de otro
tipo.
—No, no
sé; ¿por qué no me dices? ¿De quién estás hablando?
Pagó su cerveza,
se despidió de su amigo y salimos de la cantina.
—Tú
quieres cogerte a Lizbeth, y yo te ofrezco mi ayuda.
No me
gustó el tono con el que lo dijo. Al tipo lo odiábamos por ser el más cerdo de
todos. Lo sujeté de la camisa y le dije:
—No te
pases de listo.
—Está
bien, está bien… —chilló—. Me equivoqué, discúlpame.
Un mes
después, y no lo voy a negar, fui yo quien lo buscó.
—No
aguanto más —le dije.
—Lizbeth
es una preciosura, y te comprendo. —Me sentía tan puerco como él, mas no me
importaba. Después de todo, él era el único en todo mi mundo que me comprendía.
Sabía cómo me sentía cada que tenía a Lizbeth cerca de mí, oyendo los tacones
de sus zapatos y dejando en el aire el perfume exquisito de su hermoso cuerpo. Yo
ocultaba mi excitación con mi falsa actitud conservadora, cuando de momento
ella aparecía como una sensual beldad, moviendo sus infinitas curvas… invitándome
a desearla, a tomarla.
Yo sabía
la ruta y el horario que tenía Lizbeth en el trabajo; y después de varios
intentos frustrados (porque mi cómplice debía esperar a que estuviera sola),
logró subirla al auto con la amenaza de matarla si no obedecía, auxiliándose de
una pistola que yo conseguí. Él me la llevó vendada de ojos hasta un aislado
departamento que él mismo me proporcionó y que yo mismo supervisé. Con un
pasamontañas cubriéndome la cabeza, entré al cuarto donde la tenía amordazada.
“No me haga daño”, me dijo mi pobre Lizbeth que yacía acostada sobre la cama.
Por fin la tenía para mí, por fin… Tomé mi tiempo para desnudarla. Comencé a
besar cada centímetro de su piel. Se estremecía cada que mis labios la tocaban.
“No, no, no por favor”. Gimoteaba. Para cuando me desnudé, ya no era yo. Mi
cómplice me estaba observando desde una oscura esquina que fue el pago por
ayudarme.
Me deslicé
delicado dentro de su precioso cuerpo. La miré unos segundos, de frente, contemplándola en toda su desnudez. “Oh,
mi Lizbeth… Cuánto esperé por este hermoso momento”; y no importándome su impotente llanto, llanto de resignación,
comencé el ansiado y mecanizado vaivén, entregándome a un placer infinito. Lo prolongué tanto como me fue posible. La
potente descarga de un ansiado orgasmo resultó insostenible, y me derrumbé sobre
su precioso cuerpo. Liberado. Extasiado. Volteé a ver a mi cómplice y él estaba
con el miembro de fuera, tan complacido y satírico, que quise en ese momento
matarle de varios disparos. Lo hice tiempo después, cuando quiso chantajearme.
La dejamos
sobre la carretera, a dos cuadras de la casa. Treinta minutos después, recibí
la llamada de mi angustiada esposa. “¡Tu hija fue abusada, ven pronto!”