El enigma de Patricio
Patricio fue el único varón y por lo tanto, el juguete exótico más
solicitado y más disputado por sus dos precoces hermanas: Cecilia, Angélica y
Marisa. Esta última, un año menor que Patricio y a diferencia de las otras dos,
Marisa prefería jugar en solitario, sin interesarse en los juegos impúdicos que
sus dos locas hermanas inventaban, a escondidas de su complaciente madre.
Luego de que llegaban de la escuela y su madre los dejara solos (porque tenía
un empleo vespertino), los niños en completa libertad hacían todo tipo de
diabluras, como por ejemplo: ver películas para adultos. Patricio las veía con
ellas, y cuando jugaba con sus muñecos, él colocaba al hombre arriba y la mujer
abajo. Y cuando las dos niñas muy traviesas le pedían que emulara al hombre de
la película, dando por detrás a una mujer, Patricio orgulloso se paraba al
frente de ellas y comenzaba graciosamente a mover la pelvis, adelante y atrás;
tanto Cecilia como Angélica qué risotadas se echaban con aquel inocente y
gracioso acto de su tonto hermano. Cabía dentro de lo muy habitual, que en el
transcurso de la película, de los jugueteos, lo sometieran y le agarraran los
pequeños testículos a su hermano; y el significado para Patricio de esta
violenta acometida, no era otro similar que el equivalente a recibir un
pellizco, un jalón de orejas y posiblemente una tirón de cabellos. A veces no
entendía por qué a sus hermanas les daba la enorme necesidad de buscarle la
boca para besarlo. Qué asco cuando le metían la lengua. Pero hallaba su
desquite en la escuela. Se metía debajo de la banca. A sus hermanas no les
importaba que les viera los calzones, pero a sus compañeras de la escuela, por
supuesto que sí. Se ruborizaban. Humilladas lo acusaban con la maestra y todo no
pasaba más que a un breve regaño por parte de su madre, y otro tanto de voz de
la propia maestra. Y volvía a ocurrir. Y las niñas a falta de una mejor
justicia, mejor optaban por alejarse de él, de cuidarse, de protegerse, de
avisarse entre ellas. Y a él le gustaba aquel juego de sondeo, de sorpresa y de
recompensa.
Conforme los años transcurrían, los juegos de sus hermanas mayores se hacían
más excéntricos y más originales. De sus amigos escuchaba decir que los besos
de las niñas eran lo más delicioso del mundo. Tocarlas, tocar sus piernas y su
busto. En los forcejeos, Patricio recordaba siempre haber tocado el busto y las
piernas de sus hermanas, y no era gran cosa. Eran niñas a fin de cuentas. Con
respecto a lo de besarlas… Debían estar bromeando porque besar era algo
asqueroso; y recordaba las lenguas de sus hermanas, moviéndose dentro de su
boca.
El tiempo como inevitable perseguidor, siguió su marcha; y ahora cuando lo
besaban, ya no sentía tanto asco como al principio. ¿Habrá sido la adaptación?
Las lenguas se tocaban, las lenguas bailaban. A sus hermanas les gustaba
besarlo. Patricio se estremecía. Gustaba de la cosquillita, la que se sentía
adentro de la boca. Él se reía. Contrario a ellas, que se ponían totalmente
serias y rojas como un jitomate. Se reían solamente cuando le agarraban
sus «cositas» Qué cosquillas le provocaba esos inquietos
tocamientos. Él sabía que ellas no tenían Pilín -porque así ellas le
llamaron a su pene- y como no tenían, no tenía mucho caso tocarlas, de
regresarles la maldad.
Los compañeritos le dijeron que masturbarse era lo máximo. Y preguntó que qué
cosa era aquello. Ellos, con aire de superfluo conocimiento, respondieron al
ingenuo compañerito: “Es cuando te agarras tu «pito» y lo comienzas a
frotar con tu mano. Se «para» y eso se siente rico”. Ah, y lo
hizo al pie de la letra, en el baño. Y su «pito» se «paró», tal
como le dijeron. Arriba abajo, arriba abajo, comenzó a frotar, pero ay
qué cruda decepción: no sentía nada. Pero al menos sabía que Pilín cambiaba de
forma, semejándose a esos gigantes penes de los adultos; y eso sus tontas
hermanas no lo sabían. “Tengo-nuevo-Pilín, tengo-nuevo-Pilín”, salió del baño
diciendo, anunciando la nueva noticia, saltando, dando vueltas, agarrándoselo.
“Tengo-nuevo-Pilín y ustedes no, y ustedes no, jajá, jajá”. La curiosidad fue
mucha. “A verlo”, pidió Cecilia. “A verlo”, pidió Angélica. Dijo que nunca se
los iba a enseñar aunque la verdad es que quería presumir lo suyo a sus
hermanas que, pobrecillas, no tenían. “Agárralo”, fue la orden de Angélica a su
obediente hermana; y lo llevaron al baño. Él, haciéndose el secuestrado, lo
arrastraron como a un muerto. “Es el mismo. Mentiroso”, dijeron insatisfechas,
decepcionadas. “¿Ah, quieren ver?” Patricio comenzó a frotarlo. Vio cómo lo
observaban, a él y su pene, su pene y a él, que se levantaba, que se hacía
tieso, que se pintaba de rojo; y él reía orgulloso. Ellas estaban serías y
azogadas. “¡Tarán!” Mostró el enhiesto aparato como pináculo de su temprana
hombría. Satisfecho de mostrar el orgullo suyo, salió del baño dejándolas
boquiabiertas, con su bulto suavizándose debajo del pantalón.
“Tengo-nuevo-Pilín, tengo-nuevo-Pilín. Marisa, ¿quieres ver mi nuevo Pilín?” Un
desinteresado “No” salió de la boca de su hermana menor, Marisa.
Ah, no debió enseñarles. Lo agarraban entre las dos. ¡Qué fuerzas tenían!; mas
nunca lograron su cometido. “¡Mamá, me lo quieren quitar!”, eran los gritos de
su cobarde hermano. Entonces lo soltaban y corrían como hienas asustadas a ocultarse
a su cuarto.
Cambiando de tema, cada que Patricio quería entrar al baño, o una u otra lo
mantenían ocupado. Se tardaban horas para salir, y salían rojas y sudorosas.
Por sus compañeritos -como de costumbre-, Patricio se enteró de que las niñas
también se masturbaban. “¿Y cómo si no tienen «pito»?” Ah, qué enigma. Y los
niños se quedaban callados. “Se tallan -dijo un osado en un rincón-, ahí donde
no tienen”. Y Patricio descreído se quedó con la duda, ¿cómo lo hacían?
Se planteó responder, ¿y cómo?, sólo existía una manera: espiar a sus dos
locas hermanas. Y un día se escondió dentro del sanitario, debajo de la
regadera, atrás de la cortina de baño; él veía por un hoyito. Angélica pensaba
que Patricio estaba jugando con sus Carros-Monstruos en la azotea. Se bajó la
falda gris de la escuela; los calzones rosas con un moñito quedaron atorados en
los sedosos muslos blancos, perlados. Qué intrigante y nuevo mundo era todo
aquello que le interesaba a Patricio. Sudaba, jadeaba. Escuchó el chorro
potente de una característica meada femenina, una meada de niña. Silencio. Un
tecleo a su celular. Una risa seguida de una majadería. Angélica era la única
que tenía teléfono. Mamá se lo había comprado recientemente en su cumpleaños.
Cecilia también quería uno; ella debía esperar hasta el próximo año. Se levantó
sin dejar de ver la pantalla de su celular. Patricio estupefacto vio el
resaltado triángulo de vello púbico. “¿Pelo?” Angélica se subió los calzones.
La falda. Salió del baño y no hizo aquello tan esperado que vendría a quitar
muchas dudas hostigadoras a su inocente hermano. ¡Plan fallido! Cecilia su otra
hermana no se encontraba en la casa así que ya sería otro día. Y cuando estuvo
a punto de saltar de la bañera, escuchó que la puerta del baño se volvía a
abrir. Entró Marisa. Patricio no tuvo opción que regresar a su sitio. A esperar
a que saliera. Marisa jaló la palanca del inodoro que Angélica olvidó bajar. El
pantalón y los calzones cayeron hasta los tobillos. Marisa no tenía vello
púbico así que Patricio le vio toda la raja rosada. “Aquí viene la meada” pensó
Patricio. No llegó. ¿Qué estaba haciendo? Ella comenzó a tocarse.
¡¿Ella?! Patricio no lo podía creer. Comenzó a frotarse, ahí donde debía
existir y erigirse un magnífico pene como el de Patricio. Su mano derecha se
movía suavemente en los alrededores de su entrepierna, y eran sus dos delgados
dedos los que se movían ágiles y rápidos, en círculos, allí donde iniciaba la
vulva. Después de varios minutos a ella se le hicieron vidriosos los ojos;
arqueó su espalda y lanzó vibrantes gemidos hacia el húmedo aire que se
respiraba, que entraba a los agitados pulmones de quien la espiaba. Era la
primera vez que Pilín se levantaba sin que hubiera mano que lo estimulara.
“Ah… ah… ah…” decía Marisa, cruzando las piernas, levantando las puntitas
de sus pies, abriendo y cerrando los muslos en un agónico y turbulento delirio.
Cuando quedó satisfecha, ella salió del baño, como si nada extraordinario le
hubiera sucedido.
“¿Porque ella sí puede y yo no?”, se dijo así mismo.
“¡Pero si ella es menor que yo!”
Se paró al frente del inodoro y comenzó a jalarse el prepucio. Jaló y jaló.
“Yo quiero sentir igual, yo quiero, ¡yo quiero!”
¿Qué era eso?
Un tirón que inició en el escroto, que subió por su espalda, por su espina
dorsal, hasta llegar a su nuca. Una nueva y primigenia sensación. Se le erizó
la piel. Sintió que su cuerpo se comprimía.
Despacio.
Despacio.
¡Oh,
Dios mío!
Oh.
Oh, ah… ¡oh!, ¡oooohhh! Ahk…
Salió aquella materia desconocida. Pilín escupió, y siguió escupiendo. ¿Agua?
¿Leche? Se le doblaban las piernas a cada sacudida, a cada involuntaria y
placentera contracción.
Todo concluyó.
Pilín comenzó a retraerse quedando como un
objeto marchito, inútil, vergonzoso. Lo había logrado. Había conseguido la
sensación que dijeron sus compañeros iba a sentir si se masturbaba. La
sensación que Marisa había sentido hacía unos cuantos minutos. Buscó la materia
opaca. La encontró. ¿Hasta allá había llegado? Tocó la leche. Pegajoso. ¿Resistol?
La olió. Un olor que jamás olvidaría.