La familia
Rodríguez ha recibido una imprevista visita. El perro, mascota de la casa, rápido
es silenciado por su amo, y empieza a mover su cola alrededor del hombre, como
si le simpatizara la voz del recién llegado.
“¡Esto sí que es una sorpresa!”, dice
Benjamín. “¡Pásale, cuñado, cuánto tiempo sin verte!” Los hombres se abrazan
efusivamente, y los ojos de ambos hombres brillan porque su sinceridad es
evidente. Comparten una broma sobre el peso que han ganado en los años sin
verse, y se echan unas risotadas como buenos amigos que son. Ahora le toca el
turno a María Antonieta, que con una sonrisa forzada, saluda a nuestro invitado.
“¡Mary, mira qué
linda estás!”
¿Cómo has estado?
¿Por qué no nos avisaste que vendrías?
“Porque era una
sorpresa”.
“¡Niños, niños,
vengan a saludar a su tío!”, grita
Benjamín.
“Uno, dos, tres,
¡vaya, cuántos niños!”
Son dos varoncitos
de seis y siete años. La pequeña tiene cuatro.
“¡Qué lindos! ¿Cómo
se llaman?”
Uno a uno es presentado por su papá. Son tímidos
y se esconden detrás de su madre, menos la niña, que presenta orgullosa su
muñeca de trapo.
“Se llama Bety”.
“¿Bety? No te dijo
tu papá que la llamarás así, ¿o sí?” Benjamín se ríe, pero se ha puesto un poco colorado y nervioso
porque, seguramente sabe de lo que está hablando su cuñado. María Antonieta
acaba de saber algo, y por la forma en que ha mirado a su marido, intuimos que esta
noche preguntará a Benjamín quién es esa Bety, de la que ha hecho referencia su
hermano.
Los niños vuelven a
sus juegos. Benjamín y su cuñado pasan a la sala. María Antonieta se ha metido
a su cuarto y al poco rato ha salido vestida con otra ropa. Lleva a la sala una
pequeña botana mientras prepara algo de comer. Los hombres cuentan lo que han
hecho con sus vidas desde que no se ven. Ocho años sin verse ni hablarse les ha
parecido una brutalidad de tiempo. Benjamín todavía no entiende por qué se
alejó su casi hermano, si se llevaban muy bien.
“Decían que éramos
como uña y mugre, ¿recuerdas, cuñado?”
“Claro que lo
recuerdo”.
¡Amor, deja eso!
Ven aquí, y platica con nosotros, ¿quieres?”, grita Benjamín hacia la cocina. “Disculpa. No
sé qué tiene.”
“No te preocupes”.
“¡Debo hacer la
comida!”, dice ella desde la cocina, justificándose. “Por cierto, necesito que
vayas por crema, tostadas y algo de queso. Queso canasto. ¿Puedes ayudarme?”
“¿Qué? ¿Ahora?”
“Es para la comida,
¡claro que ahora!”
“¿Me esperas un momento, cuñado?”
“Claro, claro”.
“¡Ah, y también
helado para los niños!”
En cuanto los niños
han escuchado la palabra “helado”, han
pedido ir con su padre, saltando alrededor suyo.
“¡Yo quiero ir, yo
quiero ir!”
“Ustedes se quedan con
su madre. Si voy con ustedes me voy a tardar”.
“¡Quiero ir, quiero
ir!”
“¡Llévalos, qué te
cuesta!”, dice María Antonieta.
“Oh, está bien.
Espérame, cuñado, ahora vuelvo. ¿O quieres ir también? Vamos al Super, está
aquí cerca, a dos cuadras”.
“Estoy cansado.
Mejor los espero”.
“Bueno, no
tardamos. ¡Amor, dale la botella que guardo en la alacena!”
“No, no. Refresco,
mejor. Ya dejé la bebida”, declara el hombre.
“¡¿Ya no tomas?!
Caray. ¡Un refresco, Amor! ¿De qué sabor?”
“El que sea”.
“¡Del que sea! Ahora vuelvo.”
En cuanto Benjamín
y los niños cierran la puerta del zaguán, María Antonieta escucha unos pasos de
botas pesadas en el piso de su cocina.
“Sigues tan hermosa
como siempre. No, la verdad es que los años te han asentado muy bien. Te ves
increíblemente hermosa”.
“Hicimos un trato.
¿Lo has olvidado?”, dice ella, sin girarse, en tono de reclamación. Está
preparando una ensalada.
Él se acerca y con
la confianza de quien sabe lo que obtendrá, la toma por la cintura y ella se
sobresalta al instante de sentir las manos, apartándose como un gato a la
amenaza del agua.
“No me toques”.
“Qué dices… No me
vas a salir que ya no sientes nada por mí”.
“Hicimos un trato”.
“Lo intenté, lo
intenté, pero no puedo olvidarte y sé que tú tampoco puedes olvidarme”.
“Te quiero fuera de mi vida”, manifiesta
solemne ella.
“No, eso no
quieres. Te alegra verme, admítelo. Lo supe en cuanto te pusiste ese vestido de
una sola pieza junto con esos tacones altos. Tú sabes que esa vestimenta me
excita. No puedes negar que querías lucirte conmigo; decirme con tu cuerpo que
sigues igual de hermosa. Y lo conseguiste. Y yo también me he cuidado, ¡mira!”
“Eso es ridículo.
¡Te dije que me dejes!”
“Apuesto a que no
llevas ropa interior debajo de ese lindo vestido. Te conozco demasiado bien.
Echaste a tu esposo y a tus hijos para que…”
“Eres asqueroso”.
“¿Qué pasa,
hermanita? ¿Ese putito de Benjamín no
sabe tratarte como mujer?”
“Ese ´putito´, como lo has llamado, es el
padre de mis tres hijos, y el mejor esposo que pueda tener una mujer”.
“¿En serio?”
“¡Te dije que me
sueltes!”
Forcejean. Caen
cucharas, sartenes, cacerolas y algunas verduras al suelo. Ambos están jadeando
por el esfuerzo de tomar el control. Los dos están cansados. Él la ha sometido,
sujetándola por detrás.
“Te ha malcriado,
hermanita, pero es algo que se puede corregir”.
Así, sometida, la
encima sobre la mesa, con los pechos aplastándose contra la madera. Ella está
jadeando, tomando aire con cada respiración que él permite. Cada que trata de
liberarse, él la estrella contra la mesa, sujetándola violentamente de los
cabellos.
“Definitivamente te
ha malcriado, pero yo te haré ese favor de recordarte lo que olvidaste. ¡Estate
quieta! Vaya, tendré que azotarte, como los viejos tiempos.”
“¡Púdrete!”
“¿Qué me pudra? ¿De
dónde sacas ese lenguaje? Ahora sí que me enfadaste.”
Se desprende de su
cinturón y por cada movimiento brusco que ella hace, él la azota.
“¡Maldito!”
Zas, otro azote al
trasero de ella.
“¡Hijo de puta!”
Zas, otro azote.
“Benjamín no
tardará en venir”.
“Lo sé, y por eso
debemos darnos prisa”. Su mano grande comienza a moverse suavemente por toda la
zona azotada. “Vamos, pequeña; no quiero
seguirte pegando.”
Ocurre un silencio.
Ocurre un silencio.
“El maldito es un
marica”.
Deja caer al suelo
el cinturón porque siente que ya no lo va a necesitar. Él ahora está sobando
las nalgas que martirizó.
“Dios, tienes un
culo precioso. Te han crecido las caderas”.
“Apúrate, que no
tardan en venir”.
Desabrocha su
pantalón y libera la tiesa verga que tiene, que desde hacía rato estaba
babeando.
“No, allí no”, dice
ella. “Ya sabes cuál es tu lugar”.
“¿Él no lo ha usado?”, pregunta curioso.
“No lo he dejado”,
dice ella, disponiendo su cuerpo para que sea penetrado. “Allí no entran
maricas. Rápido, ¿tienes problemas?”
“Estás demasiado
estrecha. No entra. Estás fuera de forma.”
“Usa la
mantequilla, toma”.
“Esa es mi nena.
Veamos… Ajá. Oh, qué diferencia”.
“¡Ah!”
“Está adentro. Bien…”
“¡Ah!”
“Esta mantequilla lo ha facilitado todo. Siente
cómo se hunde”.
“Ah… ah…”
“Definitivamente te
ha hecho bien todos estos años. Estoy tan caliente que voy a terminar pronto.
Hasta el perro en
el patio puede oír los gemidos placenteros de María Antonieta.
“Esa es mi nena.
Libérate. Aquí va una profunda. Vas a sacarla por tu boca, te lo aseguro”.
“¡Aaah!”
“¡Ja, qué te
pareció! He practicado. Lo hago mejor, ¿verdad? Es un truco que me enseñaron.
Da la sensación de tenerla enorme”.
“Cállate y sigue moviéndote”.
“Estás muy caliente.
Aquí va otra”.
“¡Aaaah!”
“Oh… aquí viene”, dice él, no aguantando más
la agónica descarga que se aproxima. “Sí… sí… sí… ¡Ah!, aaahh… aaahhh… Excelente…
Excelente...”
Se desploma en la
espalda combada de la mujer, aún con su verga adentro, desinflándose, entregando
las últimas contracciones y escupiendo los residuos al intestino.
“Esto fue
increíble”, dice él.
Cuando ella
recupera el aliento que había perdido, le dice, con voz cariñosa.
“En serio… tienes
que irte.”
“Pero qué dices”,
dice él a su espalda. “Tú me amas y yo te amo. Deja a ese marica y huyamos los
dos”.
“¿Y mis hijos? Yo
amo a mis hijos”.
“Entonces nos los
llevamos.”
“¿Y luego qué?”,
objeta ella. “Piensa. Ellos crecerán. Harán preguntas. Vamos, déjame levantarme”.
María Antonieta
marcha a la habitación adjunta, allí se limpia con un clínex el ano pegajoso
que chorrea la viscosidad. Acomoda el vestido y se auxilia de un espejo para
peinarse los cabellos. Luego regresa.
“Que las hagan. Son
dos varoncitos. Tienes una niña. Haremos lo que nuestro padre hizo con
nosotros”.
“Ni se te ocurra”.
“¿Por qué? No te
arrepientes, ¿o sí? ¿O sí?”
“No lo sé…”
“¿Que no lo sabes?”
“No, no… digo que no es lo que quiero para ellos. Quiero que tengan una vida
normal. Y Benjamín es un buen padre.”
“¿El marica?”
“No lo llames así”.
“Tú también lo
llamaste así”.
“Estaba cachonda”.
“Lo sé. ¿Hace
cuánto que no te azotaba?”
“No lo recuerdo.
Pero no nos salgamos del tema. Yo quiero a Benjamín. Lo amo y amo a mis niños”.
“¿Y a mí no me
amas?”
“Es… es distinto.
Escucha; si me quieres, y quieres que yo esté contenta y feliz, sal de mi vida”.
“Cómo me pides
eso”.
Ella se aproxima
hasta donde está él sentado. Se arrodilla a sus pies y le mira desde abajo, con
los ojos suplicantes de una doncella herida.
“Me amas, ¿verdad?
Y tú prometiste hacerme feliz. Esto es lo que te pido. Esto es lo que te pide
tu adorada hermanita. Papá decía que naciste para satisfacerme, pues esto es lo
que quiero. ¿Lo harás?”
“No lo sé. Él no se
refería a esto”.
“Naciste para
satisfacerme, recuérdalo. Déjame ser feliz. Yo puedo serlo, pero si tú estás
por aquí… me será difícil. Tendré problemas. ¿Viste cómo perdí la cabeza tan
sólo de verte? Yo te amo, pero nuestro amor es diferente y nunca será
comprendido. Prométemelo que te irás. Prométeme que saldrás de mi vida. Déjame
vivir mi sueño”.
“Eso es imposible”.
“Te lo suplico”.
“No… no lo sé…”
“Te lo suplico,
prométemelo”.
“Está bien, está
bien. Lo prometo”.
“Gracias. Gracias…”
Ambos terminan
abrazados. Benjamín los encuentra en la cocina, hablando y riendo como los
tiempos pasados.
“Vaya, hice bien en
dejarlos solos”, dice Benjamín, dejando sobre la mesa la crema, las tostadas y
el queso-crema, pero no era queso-crema sino queso canasto. Cuando le dicen su
error, todos se echan a reír, incluyendo los niños que están comiendo su helado
y están manchándose la ropa limpia.
Esta vez quise ser objetivo. Quedó como relato gráfico, jaja.
ResponderEliminar