"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

miércoles, 2 de enero de 2013

Una promesa para Mary



    La familia Rodríguez ha recibido una imprevista visita. El perro, mascota de la casa, rápido es silenciado por su amo, y empieza a mover su cola alrededor del hombre, como si le simpatizara la voz del recién llegado. 
    “¡Esto sí que es una sorpresa!”, dice Benjamín. “¡Pásale, cuñado, cuánto tiempo sin verte!” Los hombres se abrazan efusivamente, y los ojos de ambos hombres brillan porque su sinceridad es evidente. Comparten una broma sobre el peso que han ganado en los años sin verse, y se echan unas risotadas como buenos amigos que son. Ahora le toca el turno a María Antonieta, que con una sonrisa forzada, saluda a nuestro invitado.
    “¡Mary, mira qué linda estás!”
    ¿Cómo has estado? ¿Por qué no nos avisaste que vendrías?
    “Porque era una sorpresa”.
    “¡Niños, niños, vengan a saludar  a su tío!”, grita Benjamín.
    “Uno, dos, tres, ¡vaya, cuántos niños!”
   Son dos varoncitos de seis y siete años. La pequeña tiene cuatro.
    “¡Qué lindos! ¿Cómo se llaman?”
    Uno  a uno es presentado por su papá. Son tímidos y se esconden detrás de su madre, menos la niña, que presenta orgullosa su muñeca de trapo.
    “Se llama Bety”.
    “¿Bety? No te dijo tu papá que la llamarás así, ¿o sí?” Benjamín se ríe,  pero se ha puesto un poco colorado y nervioso porque, seguramente sabe de lo que está hablando su cuñado. María Antonieta acaba de saber algo, y por la forma en que ha mirado a su marido, intuimos que esta noche preguntará a Benjamín quién es esa Bety, de la que ha hecho referencia su hermano. 
    Los niños vuelven a sus juegos. Benjamín y su cuñado pasan a la sala. María Antonieta se ha metido a su cuarto y al poco rato ha salido vestida con otra ropa. Lleva a la sala una pequeña botana mientras prepara algo de comer. Los hombres cuentan lo que han hecho con sus vidas desde que no se ven. Ocho años sin verse ni hablarse les ha parecido una brutalidad de tiempo. Benjamín todavía no entiende por qué se alejó su casi hermano, si se llevaban muy bien.
   “Decían que éramos como uña y mugre, ¿recuerdas, cuñado?”
    “Claro que lo recuerdo”.
    ¡Amor, deja eso! Ven aquí, y platica con nosotros, ¿quieres?”,  grita Benjamín hacia la cocina. “Disculpa. No sé qué tiene.”
    “No te preocupes”.
    “¡Debo hacer la comida!”, dice ella desde la cocina, justificándose. “Por cierto, necesito que vayas por crema, tostadas y algo de queso. Queso canasto. ¿Puedes ayudarme?”
    “¿Qué? ¿Ahora?”
    “Es para la comida, ¡claro que ahora!”
    “¿Me esperas un momento, cuñado?”
   “Claro, claro”.
    “¡Ah, y también helado para los niños!”
    En cuanto los niños han escuchado la palabra “helado”,  han pedido ir con su padre, saltando alrededor suyo.
    “¡Yo quiero ir, yo quiero ir!”
    “Ustedes se quedan con su madre. Si voy con ustedes me voy a tardar”.
    “¡Quiero ir, quiero ir!”
     “¡Llévalos, qué te cuesta!”, dice María Antonieta.
    “Oh, está bien. Espérame, cuñado, ahora vuelvo. ¿O quieres ir también? Vamos al Super, está aquí cerca, a dos cuadras”.
    “Estoy cansado. Mejor los espero”.
    “Bueno, no tardamos. ¡Amor, dale la botella que guardo en la alacena!”
    “No, no. Refresco, mejor. Ya dejé la bebida”, declara el hombre.
   “¡¿Ya no tomas?! Caray. ¡Un refresco, Amor! ¿De qué sabor?”
    “El que sea”.
    “¡Del que sea! Ahora vuelvo.”
    En cuanto Benjamín y los niños cierran la puerta del zaguán, María Antonieta escucha unos pasos de botas  pesadas en el piso de su cocina.
    “Sigues tan hermosa como siempre. No, la verdad es que los años te han asentado muy bien. Te ves increíblemente hermosa”.
    “Hicimos un trato. ¿Lo has olvidado?”, dice ella, sin girarse, en tono de reclamación. Está preparando una ensalada.
    Él se acerca y con la confianza de quien sabe lo que obtendrá, la toma por la cintura y ella se sobresalta al instante de sentir las manos, apartándose como un gato a la amenaza del agua.
    “No me toques”.
    “Qué dices… No me vas a salir que ya no sientes nada por mí”.
    “Hicimos un trato”.
    “Lo intenté, lo intenté, pero no puedo olvidarte y sé que tú tampoco puedes olvidarme”.
    “Te quiero fuera de mi vida”, manifiesta solemne ella.
    “No, eso no quieres. Te alegra verme, admítelo. Lo supe en cuanto te pusiste ese vestido de una sola pieza junto con esos tacones altos. Tú sabes que esa vestimenta me excita. No puedes negar que querías lucirte conmigo; decirme con tu cuerpo que sigues igual de hermosa. Y lo conseguiste. Y yo también me he cuidado, ¡mira!”
    “Eso es ridículo. ¡Te dije que me dejes!”
    “Apuesto a que no llevas ropa interior debajo de ese lindo vestido. Te conozco demasiado bien. Echaste a tu esposo y a tus hijos para que…”
    “Eres asqueroso”.
    “¿Qué pasa, hermanita? ¿Ese putito de Benjamín no sabe tratarte como mujer?”
    “Ese ´putito´, como lo has llamado, es el padre de mis tres hijos, y el mejor esposo que pueda tener una mujer”.
   “¿En serio?”
    “¡Te dije que me sueltes!”
    Forcejean. Caen cucharas, sartenes, cacerolas y algunas verduras al suelo. Ambos están jadeando por el esfuerzo de tomar el control. Los dos están cansados. Él la ha sometido, sujetándola por detrás.
    “Te ha malcriado, hermanita, pero es algo que se puede corregir”.
    Así, sometida, la encima sobre la mesa, con los pechos aplastándose contra la madera. Ella está jadeando, tomando aire con cada respiración que él permite. Cada que trata de liberarse, él la estrella contra la mesa, sujetándola violentamente de los cabellos.
    “Definitivamente te ha malcriado, pero yo te haré ese favor de recordarte lo que olvidaste. ¡Estate quieta! Vaya, tendré que azotarte, como los viejos tiempos.”
    “¡Púdrete!”
    “¿Qué me pudra? ¿De dónde sacas ese lenguaje? Ahora sí que me enfadaste.”
    Se desprende de su cinturón y por cada movimiento brusco que ella hace, él la azota.
    “¡Maldito!”
    Zas, otro azote al trasero de ella.
    “¡Hijo de puta!”
    Zas, otro azote.
    “Benjamín no tardará en venir”.
    “Lo sé, y por eso debemos darnos prisa”. Su mano grande comienza a moverse suavemente por toda la zona azotada.  “Vamos, pequeña; no quiero seguirte pegando.”
    Ocurre un silencio.   
    “El maldito es un marica”.
    “Lo sé”.
    Deja caer al suelo el cinturón porque siente que ya no lo va a necesitar. Él ahora está sobando las nalgas que martirizó.
    “Dios, tienes un culo precioso. Te han crecido las caderas”.
    “Apúrate, que no tardan en venir”.
    Desabrocha su pantalón y libera la tiesa verga que tiene, que desde hacía rato estaba babeando.
   “No, allí no”, dice ella. “Ya sabes cuál es tu lugar”.
    “¿Él no lo ha usado?”, pregunta curioso.
    “No lo he dejado”, dice ella, disponiendo su cuerpo para que sea penetrado. “Allí no entran maricas. Rápido, ¿tienes problemas?”
    “Estás demasiado estrecha. No entra. Estás fuera de forma.”
    “Usa la mantequilla, toma”.
    “Esa es mi nena. Veamos… Ajá.  Oh, qué diferencia”.
    “¡Ah!”
    “Está adentro. Bien…”
    “¡Ah!”
    “Esta mantequilla lo ha facilitado todo. Siente cómo se hunde”.
    “Ah… ah…”
    “Definitivamente te ha hecho bien todos estos años. Estoy tan caliente que voy a terminar pronto.
    Hasta el perro en el patio puede oír los gemidos placenteros de María Antonieta.
    “Esa es mi nena. Libérate. Aquí va una profunda. Vas a sacarla por tu boca, te lo aseguro”.
    “¡Aaah!”
    “¡Ja, qué te pareció! He practicado. Lo hago mejor, ¿verdad? Es un truco que me enseñaron. Da la sensación de tenerla enorme”.
    “Cállate y sigue moviéndote”.
    “Estás muy caliente. Aquí va otra”.
    “¡Aaaah!”
    “Oh… aquí viene”, dice él, no aguantando más la agónica descarga que se aproxima. “Sí… sí… sí… ¡Ah!, aaahh… aaahhh… Excelente… Excelente...”
    Se desploma en la espalda combada de la mujer, aún con su verga adentro, desinflándose, entregando las últimas contracciones y escupiendo los residuos al intestino.
    “Esto fue increíble”, dice él.
    Cuando ella recupera el aliento que había perdido, le dice, con voz cariñosa.
    “En serio… tienes que irte.”
    “Pero qué dices”, dice él a su espalda. “Tú me amas y yo te amo. Deja a ese marica y huyamos los dos”.
    “¿Y mis hijos? Yo amo a mis hijos”.
    “Entonces nos los llevamos.”
    “¿Y luego qué?”, objeta ella. “Piensa. Ellos crecerán. Harán preguntas. Vamos, déjame levantarme”.
    María Antonieta marcha a la habitación adjunta, allí se limpia con un clínex el ano pegajoso que chorrea la viscosidad. Acomoda el vestido y se auxilia de un espejo para peinarse los cabellos. Luego regresa.
    “Que las hagan. Son dos varoncitos. Tienes una niña. Haremos lo que nuestro padre hizo con nosotros”.
    “Ni se te ocurra”.
    “¿Por qué? No te arrepientes, ¿o sí? ¿O sí?”
    “No lo sé…”
    “¿Que no lo sabes?”
    “No, no… digo que no es lo que quiero para ellos. Quiero que tengan una vida normal. Y Benjamín es un buen padre.”
    “¿El marica?”
    “No lo llames así”.
    “Tú también lo llamaste así”.
    “Estaba cachonda”.
    “Lo sé. ¿Hace cuánto que no te azotaba?”
    “No lo recuerdo. Pero no nos salgamos del tema. Yo quiero a Benjamín. Lo amo y amo a mis niños”.
    “¿Y a mí no me amas?”
    “Es… es distinto. Escucha; si me quieres, y quieres que yo esté contenta y feliz, sal de mi vida”.
    “Cómo me pides eso”.
    Ella se aproxima hasta donde está él sentado. Se arrodilla a sus pies y le mira desde abajo, con los ojos suplicantes de una doncella herida.
    “Me amas, ¿verdad? Y tú prometiste hacerme feliz. Esto es lo que te pido. Esto es lo que te pide tu adorada hermanita. Papá decía que naciste para satisfacerme, pues esto es lo que quiero. ¿Lo harás?”
    “No lo sé. Él no se refería a esto”.
    “Naciste para satisfacerme, recuérdalo. Déjame ser feliz. Yo puedo serlo, pero si tú estás por aquí… me será difícil. Tendré problemas. ¿Viste cómo perdí la cabeza tan sólo de verte? Yo te amo, pero nuestro amor es diferente y nunca será comprendido. Prométemelo que te irás. Prométeme que saldrás de mi vida. Déjame vivir mi sueño”.
    “Eso es imposible”.
    “Te lo suplico”.
    “No… no lo sé…”
    “Te lo suplico, prométemelo”.
   “Está bien, está bien. Lo prometo”.
   “Gracias. Gracias…”
    Ambos terminan abrazados. Benjamín los encuentra en la cocina, hablando y riendo como los tiempos pasados.
    “Vaya, hice bien en dejarlos solos”, dice Benjamín, dejando sobre la mesa la crema, las tostadas y el queso-crema, pero no era queso-crema sino queso canasto. Cuando le dicen su error, todos se echan a reír, incluyendo los niños que están comiendo su helado y están manchándose la ropa limpia.     

1 comentario: