"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 28 de diciembre de 2012

Tequila Saporengo



   El tío Antonio tenía su departamento a doscientos metros de la casa de donde vivimos. No había venido a pasar la Navidad así que, por la tarde del mismo día 25, mamá me obligó a llevarle un poco de la cena que engullimos en compañía de otros tíos, abuelos, primos, sobrinos, conocidos, etc. No tenía muchos deseos de ir a visitarlo, darle el abrazo y el blablablá de buenos deseos. No, no quería ir. Este tío me caía mal. Me consideraba un vago por el hecho de haber dejado muy pronto la escuela y de servir de un mal ejemplo para mis emprendedores hermanos. Cada que le resultaba oportuno, restregaba su brillante intelecto a la gente inculta, a la que sabía, no podía objetarlo. Tenía dinero y presumía de haberlo ganado sin ayuda alguna, lo cual era una mentira porque mamá me había confidenciado que fue su abuelo, el que le ayudó con el puntual pago de sus colegiaturas. Era un malagradecido, un tipo pedante. Un tipo insoportable. Pero mamá lo estimaba y estaba muy orgullosa de él, porque de vez en cuando le daba dinero o le traía la despensa del mes.
    Toqué el timbre en dos ocasiones. “No está, ya la hice”, me dije a mí mismo; y ya me iba cuando, en la cerradura de su puerta, vi la solitaria llave insertada, con un vistoso llavero, un puerquito columpiándose en el vacío. “Qué pendejo, dejó la llave puesta”. Cruzó por mi cabeza la exigida idea de llevarme la llave y entregársela, cuando llegara a contar el problema a la familia, pero algo me movió a entrar.
    El departamento era un asco. Había vasos, platos desechables, frituras en el suelo, latas de cerveza, botellas de refresco. También hallé restos de pizza y comida preparada. El tío Antonio había tenido su propia fiesta y es por eso que no había llegado a darnos el abrazo tradicional, cosa que festejé. El estéreo estaba prendido pero no se escuchaba ningún sonido. Fui a la cocina y dejé mi carga sobre la mesa. No tenía pensado dejarla ahí, por supuesto, pero lo hice para poder robarme una cerveza que se me antojó. Con la bebida en la mano, fui a asomarme a la recamara. En la cama nadie había dormido, mas sin embargo, estaba arrugada, como cuando alguien se revuelca en la colcha o da saltos como niño inquieto. Habrán salido a desayunar, pensé. Pasé al baño y oriné ruidoso. Efectivamente no había nadie en el departamento y ya me disponía a salir, cuando en eso, que escucho como un ronquido que vino desde la sala. Allí no vi nada, pero cuando me acerqué, a lo largo y sobre el asiento del sofá, cubiertos por una toalla de baño, hallé dos cuerpos. Los dos, semidesnudos.
    Me dio un brinco el corazón y quería salir de allí corriendo. Se trataba de mi tío Antonio y de una chica que aún no conocía. Fui a la cocina por la carga que había olvidado, pero me inmovilicé, luego de que llamaran mi atención unas botellas con la etiqueta de tequila Saporengo, “¿qué cosa?”;  el nombre me obligó a acercarme y así comprobar que no me había equivocado al leerlo. “¡No mames!” Yo conocía el tequila Saporengo porque uno de mis cuates lo adulteraba. La vendía a bajo precio en los bares de la colonia Nápoles. Si uno la combinaba con otra bebida, o la tomaba con moderación, no había problema alguno; pero si uno se excedía, uno quedaba seriamente intoxicado. No había duda de que el tío Antonio se había intoxicado con la bebida.  Fui de nuevo a la sala y traté de despertarlos: los moví, les hablé, los cacheteé. No lo logré. Supuse que despertarían hasta dentro de unas dos o tres horas, porque los muy tontos habían tratado de curarse la resaca con el mierdoso tequila. Me quedé observándolos, riéndome y burlándome de su estupidez. Luego recordé, que tenía que acomodarlos a manera que no se ahogaran con su propia saliva (la experiencia me lo había enseñado), procurando que no se obstruyera su respiración. Los dejé sentaditos. Al hacerlo, distinguí mejor el cuerpazo de la mujer. “Ay, wey: está rebuena. Pinche tío sí sabe escogerlas”.  Estaba en brasier; llevaba puesta una falda semicircular, abierta de un lado. No tenía zapatos, pero cuando los encontré, sentí una excitante necesidad de colocárselos. Luego de escucharla roncar, me di valor para meter cada uno de sus zapatos en sus pequeños pies. Cuando concluí mi morbosa tarea, dejé mi mano en su tobillo que estaba frío, sin dejar de mirarla. Eché un vistazo a mi tío y él se había ladeado hacia el otro lado. Roncaba como un animal. Yo estaba sudando y respirando por la boca, y mis dedos fueron subiendo por las suaves y perfumadas pantorrillas de la mujer. “En mi vida voy a encontrar una vieja como ésta”, me decía a mí mismo. Llegué a sus rodillas y no pude detenerme. Subí mi mano hasta sus carnosos muslos, invitándome a continuar. Subí su falda, y ya se imaginarán lo que encontré. Para ese instante, yo ya no era dueño de mí mismo. Moví la prenda hacia un lado y descubrí la acanelada grieta, con muy poco y finito vello púbico. La toqué con mis dedos y hundí uno de éstos, clavándose hasta lo profundo de sus entrañas; estaba caliente, húmedo y muy suave adentro. Pasé la lengua por los labios de la vulva, deleitándome largo rato. Ya tenía la verga de fuera cuando levanté sus muslos. Apenas la hundí y comencé a darle: clap, clap, clap, se escuchaban los chasquidos de su vagina cuando se la metía. Eché a mis hombros sus tobillos y me sumergí en un delirio indescriptible. Creo haberle llenado la matriz de un litro de leche.
    Regresé a casa con la comida, con las llaves y con unas ganas de mear insoportable. “No está nadie en casa –le dije a mamá- pero encontré estas llaves muy cerca de su puerta. Creo que son de mi tío”. 
    “¿No las probaste?”
    “No”.
    “Pero si quiere, puedo ir y…”
    “No-no, no, mejor deja que llegue”.
    “Eso pensé también”.
    En el año nuevo, el tío Antonio vino acompañado de la chica y la presentó como su amiga, la diseñadora gráfica. Vino vestida con un abrigo muy vistoso, y aunque llevaba puestas unas botas de tacón de aguja, me sacaba como treinta centímetros de altura. “¡Ay, wey!” Nos dimos el abrazo de año de nuevo, y aunque nos despedimos con un tímido apretón de manos y beso de cordialidad, estaba convencido de volver a cogérmela.
    Esto no sucedió, porque dos meses después, se comprometió con mi tío, y al año siguiente, se casaron; claro, después de dar a luz a un hermoso bebé que tenía, dijeron, un parecido increíble conmigo. Fue un año increíble. Espero este año que llega, sea todavía mucho mejor que el anterior.