Es un día como cualquier otro en la vida de
José Luis, o al menos eso es lo que ha pensado después de que saltara de la
cama. Se viste, lava su cara, se rasura y se peina, echándose bastante gel en
los cabellos. Está oscuro y hace frío allá afuera porque se acerca el invierno.
No encuentra el saco gris que le gusta, así que se encima el saco de gamuza que
casi no le agrada. Es tarde, eso dicen todos los relojes. Sabe que habrá
tráfico, lo sabe porque están reparando la avenida. De nuevo regresa a la alcoba,
pero esta vez es para despedirse de su esposa quien sigue en la cama y, puesto
que yace todavía con un pie en el país de los sueños, apenas si le contesta con
un incoherente “sí, mi amor, está en la cocina”.
“¿En
la cocina?”
“En la cocina, mi amor”.
“Descansa”.
“Sí, mi amor”.
Ha llegado a la escuela con retraso de
cinco minutos pero que nadie le arguye porque se trata del nuevo profesor de
Matemáticas. Se adueña del escritorio y comienza a pasar lista a la vivaz clase
que no tiene ojos más que para él. No se da cuenta del revoltijo de
pensamientos que ha provocado a sus alumnos desde que entró por aquella desvencijada
puerta. Es la primera vez que llega a la escuela vistiendo de jeans azules,
esos jeans que su esposa le compró un día de su cumpleaños y que por cierto,
ya sabe que cuestan muy caros (quién sabe por qué si todos se ven iguales), por
lo tanto consideró usarlos, al menos una vez al año. Dos, si le resultan
cómodos.
Debajo
de la llamativa hebilla, sobresale un monumental bulto producto de la
naturaleza tan sabia, o eso es lo que parece. Cada que se coloca frente al
pizarrón, las niñas no pueden evitar mirar hacia otro lugar que no sea la vistosa
entrepierna del hombre, de por sí viril y guapo; aunque tratan de evitar la
irremediable inercia, su mirada es arrastrada por una imperiosa necesidad de saciar
su recién despertado apetito femenino. Los chicos, de apenas catorce años, se muestran
ofendidos, y también muy enfadados de sentirse rebasados ante tal muestra de
hombría del macho alfa, del maestro que levanta suspiros a las niñas de sus
amores.
Viviana está sentada en la dura butaca,
mordiendo la pluma, mordiendo. Nunca había estado tan excitada con un maestro,
un maestro de la talla de José Luis. Es un hombre joven, amable, inteligente,
guapo, robusto, etcétera, que calza botas picudas, unas botas de cuero de
serpiente. El hombre tiene el pie grande y Viviana piensa que si tiene el pie
grande, también el pene lo tiene grande como bien lo anuncia su abultada
entrepierna. Viviana sigue mordiendo la pluma sin escribir todavía nada en la
hoja blanca de su cuaderno de notas. Está sudando. Cruza la pierna de un lado y
la vuelve a cruzar después de cinco minutos. José Luis sigue hablando de la a y
de la b: de la solución a la ecuación, pero Viviana está pensando en lo
misterioso que debe ser el pene de José Luis, porque hay muchas clases de penes,
lo sabe ella. Los hay pequeños, largos, gruesos, delgados, con punta, sin
punta, etc. De todas las niñas de la clase, Viviana, dice ser la que tiene
mayor experiencia en todos los ámbitos de lo sexual. Ya tuvo sexo. Se ha cogido
a un chico, a su tercer novio en el Día del amor y la amistad, suficiente para
presumir a las precoces amiguitas que la suelen escuchar fuera de clases. Ha
cogido a uno, pero ella suele decir que se ha cogido a diez, incluyendo a un
policía. Su cuerpo está muy desarrollado y por ende las compañeras le creen.
Sus piernas estás carnudas. Su pecho sobresale y por si fuera poco, tiene unas
nalgas fuera de lo común. Fuma a la salida de la escuela y se cree la futura
modelo de revistas de moda. Algunos maestros como José Luis, piensa que con esa
carita divina que tiene, puede que lo consiga la muy bribona.
José Luis sigue en lo suyo. Escribe y
escribe. Viviana imagina a José Luis frente a su butaca. Ha detenido la clase
porque ya no aguanta más el deseo corrosivo que lo devora por dentro, el deseo
sexual que siente por su bonita estudiante. Coloca una rodilla al suelo y posa
sus manos grandes, cubiertas de gis (tiza), encima de las rodillas desnudas de
Viviana. Las besa con adorador delirio. Poco a poco, él va deslizando sus
húmedos labios hacia arriba, subiéndole la falda y descubriéndole los
beatíficos muslos, atrapándolos con los dedos fuertes. Ella lo deja, lo deja
que la manosee. “Son tuyas, son tuyas”, ha dicho con la respiración
entrecortada. Magnetizado por los marfilados pilares, sediento, él hunde la
cabeza entre los tersos muslos, buscando desesperadamente comer la fruta. Una
vez que la libera de su conservadora funda, comienza a comérsela con vehemente
apetito. Mientras José Luis sigue con su estúpida ecuación, Viviana, con su impúdica
imaginación, está mojando su algodonada ropa interior.
Ahora veamos qué pensamientos tiene
Maribel, una chica alta, seria y, aunque no lo reconozca, de baja la autoestima
por poseer todavía un pecho plano a su joven edad. Es algo matadita porque lleva un promedio de ocho y nunca ha sacado un
cinco de calificación en ningún examen. Se sienta a dos filas de Viviana, la ha
escucha alardear y siente pena por ella, por lo zorra que se muestra con los
demás, como si resultara un orgullo regalar la vagina a cualquier hombre. Pero
en este momento, ella y Viviana han pensado lo mismo, que el maestro de repente
se da cuenta de que está loco por ellas, y se acerca a Maribel y Maribel no
puede creer lo que José Luis está a punta de realizar y frente a toda la clase.
Comienza a desasirse del cinturón, frente a ella, frente a su butaca. Abre el
pantalón en V y libera dentro de una espesa mata de vello púbico, el enorme
cuerno de toro que apunta palpitante hacia su ruborizada cara. José Luis sin
pedirle permiso, levanta la barbilla de Maribel y clava su hinchada serpiente a
la boca deseosa de Maribel. Apenas puede respirar, pero Maribel sigue tragando.
Ella cree que puede tragarla completita y lo va intentar porque está exorbitantemente
excitada. ¡Impresionante, lo ha conseguido! José Luis está orgulloso y acaricia
la cabecita de Maribel como si fuera un cachorrito que ha aprendido nuevo truco.
Maribel, con toda la cara alargada, da permiso para que José Luis dé comienzo a
su apremiante movimiento pélvico. Es aquí donde la dejamos y giramos la mirada
para a ver a otro alumno, uno que no esté escribiendo ni escuchando al profesor,
ya que sólo de esta manera podremos entrar a su mente y hallar lo que tanto nos
interesa.
Raquel es una muñequita de porcelana. Es de
baja estatura y le hacen burla de que parece de sexto de primaria. No lo es, de
hecho es más grande que Viviana y Maribel: cuatro meses más grande. Le gusta
escribir poemas, pero no de amor porque los considera cursis. Le gusta dibujar.
Escanea sus dibujos y luego los ilumina con algún programa de coloreo. Lo hace
bastante bien. Suele subir sus dibujos terminados al Facebook donde recibe
buenos comentarios, principalmente de niños, niños mucho menores que ella: sus
primos, y vaya que son muchísimos. Le piden que haga dibujos para ellos. A
veces lo hace, cuando tiene tiempo y deseos. Le gusta la música pop, música
nacional. Bien, esta pequeñita no se escapa de tener fantasías de mujer. Suele
disimularlo muy bien, pero le gustan los hombres mayores. Ella se imagina que
el maestro la ha pasado al pizarrón a dar solución a una estúpida ecuación de
primer grado cuyo despeje resulta ridículo para ella. El profesor, desde su
escritorio, ha quedado muy complacido de su desempeño, por lo que ahora le gratifica
con dejarle tocar la hinchada entrepierna. Tímida, ella se acerca hasta el escritorio
donde él está sentado confianzudo, con las piernas abiertas. Él la vuelve
invitar y esto da confianza para que todo el recato desaparezca. Levanta la temblorosa
mano y palpa. “¡Dios!” Toca y sigue tocando como si dibujara, sintiendo la
excitación manar desde dentro de sus dedos hacia todo su sistema circulatorio.
“¡Dios, esto está delicioso!” De pronto está ella con la mejilla y la boca
frotándose contra el duro bulto: oliendo, amasando y besando la rugosa zona de mezclilla. A ella no le
interesa sacar el miembro, ni verlo. Se excita de esta manera desde que por
accidente, tocó el duro miembro de un hombre maduro.
Romuel, jovencito alto y obeso, está
imaginando que José Luis lo ha levantado de la butaca, que le ha desnudado y
que lo está amenazando con violarlo si rápido no confiesa que le atraen los
hombres. El enorme miembro de José Luis se encuentra en el aire, dispuesto a
acometer de un momento a otro sin la mayor consideración hacia el muchacho. “Yo
no soy gay, ¡no lo soy!”, dice, pero
en su habitación, él se mete una gran variedad de desarmadores en el culo, tratando
de ensanchar su ano para que cuando se meta un miembro de a de veras, no le
duela como él piensa que debe doler. Mientras tanto el profesor sigue jugando
con el apretado ano de Romuel, hasta que éste, no aguantando más su evidente excitación,
sujeta el aparato por él mismo, enterrándoselo, en un angustioso pero liberador
desahogo.
Vaya, hemos visto cómo los estudiantes han
entrado en calor con los pantalones ajustados de este atractivo hombre. Pero no
solamente fueron los alumnos de su clase, sino también le sucedió lo mismo a
las profesoras: mayores y jóvenes. Después de clase hubo junta en el salón de
reuniones y la maestra de Inglés (joven mujer de 27 años), no pasó por alto la
ceñida prenda del profesor José Luis, sentado al lado suyo. Mientras escuchaba
a la directora, imaginó que él y ella quedaron de verse en el motel Jardines, a
siete cuadras de la escuela secundaria. Importando poco que los dos estuvieran
casados, están dentro de la modesta habitación. Él la ha levantado de las
nalgas y ella se le ha colgado del cuello, apenas se cerró la puerta. La
penetra haciendo a un lado la prenda íntima y, como animal, se la coge en un
frenesí pasional.
La maestra Laura de Filosofía, de casi cincuenta
años, se ha sentido como una colegiala excitada, luego de que el profesor José
Luis se le acercara para saludarla cordialmente de beso. Por supuesto todo esto
sucede bajo la ignorancia de José Luis, quien llega cansado a su casa y con
deseos de tomar una urgente siesta. Su mujer en cuanto se da cuenta que lleva
puesto el pantalón que le regaló en su cumpleaños treinta y tres, se excita
nomás de verlo, pero es una excitación acompañada de un intenso rubor de
celotipia. José Luis quería descansar pero sucede que María, su esposa, tiene
unas inusuales ganas de coger mientras el niño está distraído, jugando con sus videojuegos.
Lo monta y ella sola se inserta en el pequeño pene de su marido, pero que con
esos jeans, quién sabe cómo, pero le ha triplicado su tamaño.
Todavía
no termina el mes, pero cuando José Luis vuelve a buscar esos mismos jeans que
le dieron suerte, descubre que ya no se encuentran en su guardarropa ni en
ningún otro lado de la casa, y es que María se ha dado cuenta que es mejor
tener a José Luis junto a ella que andarlo presumiendo con otras mujeres,
especialmente con algo que no posee. Lo que no sabe José Luis, es que tiene un
pene pequeño, más pequeño que el promedio pero eso, si ya no le importa a su
mujer, para qué diablos continuamos con esta historia.