Siendo las tres de la mañana con cuarenta y tres minutos,
Leonardo se levanta de la cama, como si estuviera poseído por algún demonio, totalmente
desnudo. Levanta el colchón y extrae un arma semiautomática, a la que ha recargado
previamente con un cartucho de diez mortales balas. Sale de la habitación,
llevando la peligrosa arma consigo. Abre el cuarto contiguo, enciende la luz y
una vez que visualiza su objetivo, se monta sobre el inmóvil cuerpo, provocando
que la mujer despierte de un abrupto sobresalto. Sus ojos le dan a saber que alguien
tiene un arma apuntando a su cabeza. Queda paralizada a causa del miedo, y
rápidamente un sudor frío comienza perlar su frente.
“Si gritas te mato”.
Un púdico rubor colorea su estupefacto
rostro, luego de descubrir la identidad y el estado inmoral de su atacante.
“Ahora vas a hacer lo que yo te diga”.
Y la mujer ha tratado de gritar y de
liberarse, sin conseguirlo y sólo ha provocado el enojo del adolescente.
Sometida, nuevamente recibe la cruel amenaza que la termina, reprimiendo de
todo intento.
Una rodilla la deja
debajo de la axila de la mujer y la otra rodilla, poco arriba del hombro femenino
derecho.
“Ahora quiero que
abras la boca”.
Frente a la mujer, está el grueso y venoso
miembro de Leonardo que palpita por perpetrar en la virginal boca femenina.
“¡Ábrela te digo!”
La mujer está sollozando, ahogándose en
silencio con su interminable llanto.
“Todos se van a morir, pero si haces esto,
te prometo que los salvarás”.
Con la quijada temblorosa, resignada hace lo
que le pide, y Leonardo, sumerge el erecto miembro a la húmeda boca de la mujer.
No satisfecho, empuja la pelvis para que
el miembro entre profundo y llegue hasta su garganta, liberando él un gemido de
redención. De esta manera, comienza a moverse adelante y atrás, sosteniendo la
cabeza de la mujer con impúdico y vehemente placer.
“Ah, ah…”
Ella no lo hace como él quiere, y la golpea
con la palma abierta, entonces ella corrige pese a la repugnancia que la subleva.
“Eso es, así, así…”
Como una bestia
embrutecida, da rienda suelta a su reprimida pasión. La boca de la mujer pronto
se llena de semen, y él, con el arma aún en su mano, la obliga a limpiarle el rosado
glande. Una vez que ha quedado satisfecho, preso de una gravísima depresión,
huye como cobarde violador. Sentado sobre el borde de la cama de su habitación,
levanta la mano, se apunta con el arma al temporal derecho de su cabeza, y sin
pensarlo, jala del gatillo, ¡bang!, volándose así los sesos.