"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

miércoles, 9 de enero de 2013

Crisis


Siendo las tres de la mañana con cuarenta y tres minutos, Leonardo se levanta de la cama, como si estuviera poseído por algún demonio, totalmente desnudo. Levanta el colchón y extrae un arma semiautomática, a la que ha recargado previamente con un cartucho de diez mortales balas. Sale de la habitación, llevando la peligrosa arma consigo. Abre el cuarto contiguo, enciende la luz y una vez que visualiza su objetivo, se monta sobre el inmóvil cuerpo, provocando que la mujer despierte de un abrupto sobresalto. Sus ojos le dan a saber que alguien tiene un arma apuntando a su cabeza. Queda paralizada a causa del miedo, y rápidamente un sudor frío comienza perlar su frente.
    “Si gritas te mato”.
    Un púdico rubor colorea su estupefacto rostro, luego de descubrir la identidad y el estado inmoral de su atacante.
    “Ahora vas a hacer lo que yo te diga”.
    Y la mujer ha tratado de gritar y de liberarse, sin conseguirlo y sólo ha provocado el enojo del adolescente. Sometida, nuevamente recibe la cruel amenaza que la termina, reprimiendo de todo intento.
    Una rodilla la deja debajo de la axila de la mujer y la otra rodilla, poco arriba del hombro femenino derecho.
    “Ahora quiero que abras la boca”.
    Frente a la mujer, está el grueso y venoso miembro de Leonardo que palpita por perpetrar en la virginal boca femenina.
    “¡Ábrela te digo!”
    La mujer está sollozando, ahogándose en silencio con su interminable llanto.
    “Todos se van a morir, pero si haces esto, te prometo que los salvarás”.
    Con la quijada temblorosa, resignada hace lo que le pide, y Leonardo, sumerge el erecto miembro a la húmeda boca de la mujer. No satisfecho,  empuja la pelvis para que el miembro entre profundo y llegue hasta su garganta, liberando él un gemido de redención. De esta manera, comienza a moverse adelante y atrás, sosteniendo la cabeza de la mujer con impúdico y vehemente placer.
    “Ah, ah…”
    Ella no lo hace como él quiere, y la golpea con la palma abierta, entonces ella corrige pese a la repugnancia que la subleva.
    “Eso es, así, así…”
    Como una bestia embrutecida, da rienda suelta a su reprimida pasión. La boca de la mujer pronto se llena de semen, y él, con el arma aún en su mano, la obliga a limpiarle el rosado glande. Una vez que ha quedado satisfecho, preso de una gravísima depresión, huye como cobarde violador. Sentado sobre el borde de la cama de su habitación, levanta la mano, se apunta con el arma al temporal derecho de su cabeza, y sin pensarlo, jala del gatillo, ¡bang!, volándose así los sesos.