"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 11 de enero de 2013

Un hijo



El hombre no es más que el medio; el fin es siempre el hijo.
Así hablaba Zaratustra. Nietzsche


    Un día de enero, que no tenía nada que hacer, fui a molestar a Mariana. Dos veces toqué al zaguán. Abrió la puerta. “Sorpresa”, le dije, y, tras una breve vacilación que no logré interpretar de ella, nos abrazamos.
    Pasamos por un vestíbulo y luego por un elegante comedor. Me llevó hasta la cocina y ahí me dio de desayunar. Le conté que me había perdido. A fin de cuentas, fui yo el que cometiera el error de confundir una calle con otra. Tenía tiempo de no verla. Llegamos al tema que la afligía. Dio tantos rodeos antes de decirme que su esposo y ella, estaban buscando un hijo con desesperación.
    —¡Qué cosas tiene la vida! —le dije—. De lo que yo más me cuido, es de ya no tener hijos sin conseguirlo. Estoy dando manutención a cuatro niños, y ya ni he visto a dos de ellos.
    —¿María no te los deja ver?
    —¿Maria? No, con ella está todo bien. Hablo de mis otros hijos.
    —¿Quién es la otra?
    —¿Te acuerdas de Edith?
    —Claro.
    —Estábamos muy borrachos cuando pasó. Ni siquiera lo recuerdo. Se embarazó y sus papás no la dejaron abortar. Para colmo, fueron gemelos. Un niño y una niña.
    —¡Qué hermoso! Edith te odiaba, ¿no?
    —Sí, y me sigue odiando. Me deja sin tragar. Me está matando, pues me exige cada día más dinero que no puedo ganar. Estoy pensando seriamente en irme de México.
    —No te puedes escapar de la ley —me dijo ella. Estaba en short y calzaba unas sandalias muy coquetas.
    —¿No sabes hasta cuándo debo de darles dinero?
    —N… no, no lo sé. Como nunca yo he… Pues nadie que conozco le ha pasado eso. Claro, exentándote.
    Me levanté de mi silla y fui a servirme un poco de café, sabiendo dónde ella había puesto la cafetera. A veces me sucede que olvido que estoy en otra casa y yo sé que debo ser más respetuoso. Debí pedirlo y no tomarlo. Ella sonrió, luego de ver lo que hice, como diciendo: nunca cambiarás. Cuando pasé a su lado percibí su delicioso aroma. Se había pintado el cabello de rojo y le quedaba muy bien. Desde mi lugar me la quedé mirando, hasta el punto de incomodarla. Bajó los ojos y se ruborizó. Antes de casarse, a los dos nos gustaba bailar. Lo que me gustaba más bailar con ella, era el reggaetón, y no es que me gustara ese tipo de música; hablo de bailar y divertirse con el ritmo que te posee, que toma control de tu cuerpo y de todos tus sentidos, al punto de hacerte olvidar todos tus problemas. Me restregaba el culo y yo movía mi pelvis candorosamente, sosteniéndola de sus caderas. La primera vez que lo bailamos, mi entrepierna se abultó y ella se echó a reír en mi avergonzada cara.
    Fuimos al vestíbulo y hablamos de nuestras experiencias pasadas, de nuestros amigos de juerga, de los secretos que no les revelamos y lo que nunca nos confesamos. Hablamos de temas superficiales y de cuanta cosa se nos atravesó en la cabeza. Reímos mucho. Me enteré que los martes, los jueves y los viernes, trabajaba en una guardería; que tanto su esposo como ella estaban ahorrando dinero para pagar un tratamiento que les “garantizaba” el ansiado embarazo que no conseguían. Yo le pregunté si era muy caro, y ella dijo: “Carísimo”.
    —Dime la verdad —habló ella, poniéndose seria—. ¿Alguien te dijo que no podíamos tener hijos?
    Yo me quedé callado, dejando que ella interpretara mi discreto silencio a como le viniera en gana. Ella sabía que no me gustaba delatar a nadie.
    —Marcela, ¿verdad?
    No hablé pero torcí ridículamente mi labio. Ella tuvo su respuesta.
    El cielo se nublo y el viento se hizo, de pronto, tempestivamente gélido. Las cortinas de una de las ventanas se levantaron, avisándonos del cambio de humor en el ambiente. Miró el reloj de pared y luego dijo: “Ay no; se me olvidaba que tengo que recoger unas fotos”. Justo cuando yo iba a decir que ya me iba, ella me pidió que la acompañara. Fue inesperado. Se metió a un cuarto y salió con un abrigo muy curioso, a cuadros; se puso también unos mallones oscuros y unas diminutas botas, quedando muy atractiva. Salimos en una camioneta Suburban; yo iba en el asiento de copiloto y en diez minutos llegamos a la Plaza Teresa. Luego de recoger las fotos (porque fue madrina de bautizo según me dijo), pasamos al supermercado. Compramos toda una despensa y un paquete de cervezas. Las cervezas yo las pagué orgullosamente.   
    Regresamos a casa y la ayudé a meter las cargadas bolsas a la cocina. Fui a orinar al baño y ella se quedó, concentrada, acomodando los artículos en los gabinetes. Al salir me fue inevitable no ver las fotografías de ella y de su esposo Gabriel, sobre el pasillo: los dos sonrientes, los dos abrazados. Gabriel estaba quedándose  cada día más calvo. Usaba gafas y gustaba vestir de traje. Vi varios diplomas y reconocimientos suyos. Regresé a la cocina y abrimos las cervezas. Me dijo que ya tenía tiempo que no probaba una. Dio un buen trago que evidenció su sed de hacía meses. Tampoco fumaba y eso fue una total sorpresa. Le di un cigarrillo y ella lo aceptó. Las cervezas se acabaron. Al poco rato se quitó el abrigo. Seguía haciendo frío allá fuera. De regreso al vestíbulo, comenzamos a ver las fotos. Vi el bebé que dormía placenteramente en los brazos de su atractiva madrina. Los padrinos que posaban. La fiesta. En cada foto donde salía con el bebé, a ella se le notaba la tremenda simpatía, el afecto y el devoto atesoramiento por lo que no tenía, por el instante capturado. Le dije que ya se me había hecho tarde, que tenía que ir a otro lugar. No se creyó mi mentira. “Te voy a dar un regalo”, dijo, y se fue a uno de los cuartos de arriba. En una mesa me llamó la atención unos libros gruesos que pensé eran novelas gráficas de Supermán o Batmán. Descubrí que eran catálogos, catálogos de bolsos. El precio de cada uno rebasaba lo que me pagaban en toda una quincena. Me asusté. Iba yo a cerrar el catálogo cuando me encontré con la foto de Mariana, posando con un enorme bolso. “Vaya”. Cuando ella regresó, me entregó un par de boletos para una obra musical. Vi el precio de cada uno y, mi cara me delató una vez más.
    —A Gabriel no le gustan, pero a mí me encantan —dijo, refiriéndose a la obra—. ¿Podrías acompañarme para ese día?
    Vi la fecha y todavía faltaba una semana.
    —Gabriel está de viaje y necesito un acompañante.
    —Claro —le dije, y a ella se le iluminaron los ojos.

***

    Llegado el día, la obra no me gustó pero lo que me compensó, fue que la tuve todo el tiempo descansando sobre mi hombro. Regresamos pronto a su casa. Conocía a Gabriel y me resultaba un tipo agradable. Era médico obstetra. No tenía vicios y se portaba muy cariñoso con su mujer, o eso era antes. Me daba gusto por ella, porque aunque no había terminado la preparatoria, tenía lo que siempre deseó: una casa bonita, una camioneta, un tipo que la quería, un trabajo que le gustaba, un contrato con una revista... Me incomodaba hablar de mí cuando hablaba con ella, porque aunque había terminado mi carrera, no acababa de tener ni el diez por ciento del éxito que su esposo tenía. Mariana anduvo conmigo, todo el tiempo que estuve estudiando. Admiraba mi inteligencia, mis sueños, mas en cuanto descubrió que sólo eran sueños y nada de hechos, se fue alejando y abriendo camino, sola y descubriendo la vida. No sé en qué momento conoció a Gabriel.
    Salimos unas seis veces más, en quince días, y en todas estas salidas, nos respetamos, pero fue en la última salida cuando Mariana, en el umbral de la puerta, me dijo lo siguiente:
   —Lo he pensando mucho.
    —¿De qué?
    Noté que estaba muy seria y le pregunté de nuevo, que a qué se refería.
    —De hacerme un hijo —dijo, sin el mayor pudor.
    Me quedé callado, sin saber qué decir. Ella fue quien rompió el silencio, diciendo:
    —Gabriel tiene una deficiencia de espermas sanos. Un hijo nos resulta muy caro, y no me refiero al dinero. Hemos intentado mucho. Quiero un hijo y lo quiero sentir crecer, aquí, en mi vientre. Pasar por esos nueve meses de gestación y verlo salir; cargar con mi retoño, cuidarlo, cambiarlo, alimentarlo. Estoy desesperada, ¿no lo entiendes? Gabriel y yo… Un hijo nos uniría mucho. A mi familia con la de él… ¿Sabes que no soy tan aceptada en su familia? Yo lo amo.
    —Has tomado mucho. Debes descansar.
    —¡Vete al diablo!
    Y se volteó a llorar, abrazando su cuerpo. Me coloqué detrás de ella y la abracé con ternura. Besé su cabello. Me quedé pensando con mi quijada cerca de su nuca. “Un hijo”, le dije, y ella repitió: “Sí, un hijo”. Seguí pensando.
    La empujé hacia donde estaba un sofá, y comenzamos a besarnos. Besé su barbilla, sus labios, su mejilla, su cuello… Al calor del momento, entre agitadas respiraciones, ella fue desvistiéndose con la urgencia de quien sabe no debe perder tiempo en la única oportunidad que tiene. Una vez que quedó desnuda, me entretuve bastante besando su piel y sobándole los senos, algo que no le agradó muy bien, pero que lo consintió para satisfacerme. Allí entendí que no me quería a mí, sino sólo mi semilla. Ella misma me bajó el pantalón. Había subido los talones al asiento, con las rodillas flexionadas y los muslos bien abiertos, a modo de quedar como una M sobre el sofá. Finalmente me hundí profundo dentro de su cuerpo.
    Al mes y medio siguiente me confesó que estaba embarazada, y en su voz noté el dulce encanto de la felicidad obtenida. Fue sincera en decirme que Gabriel no se creyó el cuento de que él era el padre, y fue porque los vecinos le contaron que me habían visto salir con ella en un par de ocasiones. Tenía planes de irse a vivir con su madre. Fue reiterativa en decirme que ella sola se iba a hacer cargo del niño. Me di cuenta por la conducta que tenía conmigo, que debía dejar de buscarla.
    El último mensaje que recibí de ella, decía algo así: “Estoy muy feliz. ¡Fue niño! De nuevo muchas gracias. Te amo”. Adjuntó una tierna foto del bebé, de ella y de Gabriel. A fin de cuentas, ella y él habían vuelto a juntarse y eso me llenó de sincera alegría.