"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

lunes, 7 de enero de 2013

La mancha



La marcha del metro se encuentra afectada por una sorpresiva e impetuosa lluvia y el operador en turno, se ha visto obligado a realizar intermitentes pausas provocando que todos los trenes, irremediablemente, se retrasen en más de diez minutos de su horario convencional. En cuanto llega el tren al andén, y las puertas se abren como grandes bocas de serpiente, con tal de abordar y llegar pronto a su destino, la gente prácticamente se arroja sobre la montaña de cuerpos apretujados, provocando que el trayecto se convierta en toda una odisea para el recién involucrado.
    Unos cuarenta minutos antes, antes de que comenzara a hacerse recia la lluvia, antes de que se armara todo un alboroto en el interior del vagón, antes de que la palanca de emergencia fuera jalada y el señor Jota fuera violentamente sometido, todo parece fluir en una agradable calma típica del mes de abril. El señor Jota estaba sentado en uno de los asientos, esos asientos individuales para gente discapacitada que el lector debe conocer muy bien. Flemático se encontraba el señor Jota cuando de golpe, las puertas del vagón se abrieron. Regularmente el señor Jota se hace el dormido a fin de no ceder su cómodo y preciado asiento, ganado a golpe de suerte y otras veces a base de arrojos violentos que le merecen una que otra vez recordarle a su querida madre; pero oh si no es graciosa la vida: esta vez fue distinto. Un grupo de mujeres hicieron acto de presencia para apartar al hombre de su parsimoniosa somnolencia. Teniendo casi treinta años de viajar en el metro, el señor Jota creía haberlo visto todo; pero nada lo preparó para el descubrimiento que a continuación hizo.
    Eran tres mujeres: dos jóvenes y una mujer madura. Escuchándolas, comprobó que la mujer era la madre. Éstas jovencitas tenían casi la misma estatura que la mujer, mas conservaban en sus actitudes y candorosos rostros, todavía los rasgos infantiles que denunciaban una evidente falta de madurez. Reían, y sus risas eran de princesas cáusticamente consentidas como las princesas de los cuentos de hadas. Pero no fueron las risas de las princesas las que llamaran poderosamente la atención del hombre, no. Una de ellas, presumía dentro de unos leggins desgastados un bien redondeado trasero, justo como le gustaban al hombre. No había comparación alguna con el trasero flácido de su hermana o incluso con el  voluminoso trasero de su madre a un lado. Ante el exótico descubrimiento, produjo en el hombre una viva impresión junto a una punzada maravillosa de excitación.
    La lluvia hizo su aparición, azotando con su implacable furia las ventanas, que rápido fueron cerradas por quienes fueron sus primeros acusadores. El tren comenzó a frenar. Para entonces el hombre había ya entregado el asiento a la inocente madre, y ahora, habiendo ganado la confianza de la mujer, tenía a las dos ingenuas jovencitas muy cerca suyo. Y en cada apertura de puertas, la víctima, un tanto empujada por la gente y otro tanto acorralada por quien la acechó desde un inicio, no tardó en pegarse involuntariamente de espaldas contra el señor Jota.
    En el vagón ya no cabía un cristiano más, ¡pero seguían entrando! Qué barbaridad: en cada estación salían dos personas pero en su lugar entraban cuatro. Cómo se acomodaban, sólo Dios sabe. La gente estaba sudando a caudales, pero mucho más transpiraba el señor Jota que, calladito, se movía extrañamente a las espaldas de la jovencita. Sin que alguien lo detuviera, sus manos también bordeaban los ondulados límites de la candidez. La aludida sintió unas manos grandes y desconocidas que se ceñían  y rozaban a sus caderas, a sus muslos; no dijo nada a su madre pensando que era algo inevitable no padecer por la implacable situación en la que se encontraba. El señor Jota aprovechó esta otra ingenuidad y la atrajo hacia él todavía  más. 
    El tren frenaba intempestivo y la gente, involuntariamente se apretujaba hasta los extremos de la tolerancia, por tanto, nadie se dio cuenta que la jovencita recibía más empellones en proporción con los que estaba recibiendo la totalidad. Por fin la madre notó que algo extraño  ocurría con la sobresaliente incomodidad de su hija y con el gesto torcido del hombre cerca de ella. Movió la cabeza, levantó el cuerpo, estiró ambas manos para apartar los cuerpos que le estorbaron y así mirar la proximidad del hecho. El descubrimiento la horrorizó. El grito de la mujer rompió con el condescendiente silencio.
    —¡Viejo asqueroso! ¡Viejo desgraciado!
   La gente no sabía de quién estaba hablando y buscaban desesperados al viejo, al asqueroso, al desgraciado.
    —¡Está manoseando a la niña, a mi niña! ¡La palanca! ¡Jálenla!
    Alguien no lo dudó, y jaló. Fue una mujer indignada.
    El señor Jota pronto fue dominado por un par de hombres que comenzaron a golpearlo, hasta que llegó una autoridad y colocó una endeble línea de orden.
    Las puertas están abiertas. El timbre ha comenzado a escucharse desde que jalaron la palanca de emergencia. La gente de otros vagones sale para examinar qué está ocurriendo, averiguando de inmediato que se están llevando a un hombre, que por cierto: tiene la bragueta abierta.
    El timbre deja de sonar porque el conductor del tren ha insertado la llave correcta en el sitio donde se pidió el urgente auxilio. El tren reanuda su marcha. La exaltada madre de las niñas, acusa, señala, acompaña a los hombres de autoridad a imponer la denuncia que le han solicitado realizar. Sus hijas siguen sus enérgicos pasos mas no saben lo que ha ocurrido, ni saben lo que dirá su madre a las autoridades. La niña que fue victima del pervertido, mientras camina, ha descubierto que en su trasero hay una misteriosa mancha que solo ella con los dedos ha sabido su extensión medir: es húmeda en el margen y un tanto viscosa en el centro. Lo lleva a la nariz y la madre lo advierte. Recibe una cachetada y la mujer la acusa de ser una cochina. La niña comienza a llorar. No sabe lo que hizo.