"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

miércoles, 16 de enero de 2013

Sueños húmedos


    Francisca ha tenido de nuevo ese “horrible” sueño. Se siente tan angustiada de estos atosigadores sueños, que en lugar de ir a trabajar, hace una desesperada llamada para citarse con su sabia hermana, al otro lado de la ciudad. Es su confidente, y ha demostrado guardar secretos, aunque le quemen los pies.
    Se han citado en un conocido restauran. Se saludan de beso, se abrazan y, después de una superficial conversación a mitad de la comida, Francisca por fin le confiesa el insondable secreto que tanto la aqueja. Le confiesa que al dormir, a su edad, es presa de sueños húmedos.
    —Ah, eso no es tan malo —le dice su hermana—. Lo que pasa es que ya no has  tenido relaciones, ¿o me equivoco? A mí me sucedía cuando…
    —Ese no es el problema —dice—. Lo que sucede es que el participante activo dentro de mis sueños, es mi propio hijo.
    ¡Vaya si Francisca se ha ruborizado tras descubrirse!, pero al mismo tiempo, siente que el peso de su carga, se ha aliviado, aunque sea un poco.
    —¡Jesús! —dice la otra, totalmente escandalizada.
    —Es horrible, lo sé, pero no tengo forma de evitarlos —dice Francisca, enteramente afligida—. Ni siquiera me atrevería a decírselo a algún psicólogo, Dios mío, qué vergüenza. Qué va a pensar de mí: que quiero acostarme con mi propio hijo; ¡Dios me libre!
    —Pero debes hacerlo, Francisca, ir con un especialista. Eso no es normal.
    —¡Lo sé!
    —No creo que él sea tan idiota para tener esas sospechas, y peor aún, llegar  a una conclusión tan absurda—opina su intranquila hermana.
    —¡Claro que no! Dios me libre de tal acusación.
    Francisca está determinada a no ir con ningún psicólogo, y sobre esto gira la conversación de los quince minutos que por cierto, pasaron volando. Un pugna, un estira y afloja que no llegó a ninguna parte.
    —¿Y no te estás equivocando al confundirlo? Tal vez es otro hombre y no tu hijo.
    —¡Claro que es! Y en ese momento no me importa que él sea. Ay, Dios me perdone de lo que acabo de decir. Digo, estoy tan cachonda en ese instante que hasta le pido… No, no me atrevo ni a repetirlo.
    —Y es que en sueños, uno no piensa, uno no es el mismo —dice la convaleciente hermana.
    —Todo es gozo cuando estoy en el sueño. Y despierto hasta relajada, como si de verdad hubiera ocurrido. Incluso mojada. Sería fantástico y no tendría queja alguna, si en vez de mi hijo fuera otro hombre. Pero no es así. Despierto, y entonces viene la horrible culpa, la que me lleva a decir: ¡Qué hice! ¡Qué clase de madre soy!
    —Pero tú no has hecho nada, Francisca.
    —¡Lo sé!
    —Son sólo sueños, eso debes entender.
    —¿Y por qué vienen? ¿Tú qué pensarías si otra persona te lo confesara? Estoy segura que pensarías que esa persona que te lo dice, está teniendo ideales incestuosos.
    —No digas eso.
    —¿Qué más?
    —¡Claro que no! Yo te conozco de toda la vida y jamás pensaría que…
    —Y te agradecería que ni lo imagines.
    —¡Es más!, si no quieres ir con un psicólogo, hay una vecina mía que sabe interpretar bien los sueños. Y hasta conoce algo de magia negra.
    —¿Una bruja?
    —Te puede si no ayudar, al menos te puede dar algún consejo que no puedo entregarte yo y que necesitas en este momento. Yo misma le he pedido favores.
    —Ay, hermana; esas son timadoras.
    —Vamos, no perdemos nada.
    —No lo sé…
    —Anda.
    De esta manera, ambas mujeres, no tan convencida una, la otra sí, de conseguir solución, fueron a donde vive la bruja, que no estaba lejos de donde estaban. Entraron a  la casa de bruja. Francisca pensó encontrar todo tipo de fetiches esotéricos cosa que no fue así. Pasaron a la cocina de la mujer, y allí, con una tasa de té caliente, hablaron del vergonzoso tema que no escandalizó a la bruja ni su semblante hizo acusación de prejuicio alguno. Para sorpresa de las mujeres, la bruja no dio una inmediata explicación al sueño sino que hizo una serie de preguntas que, en apariencia, no tenían nada que ver con el tema a discutir.
    —¿Qué edad tiene tu hijo?
    —Diecisiete.
    —¿Está estudiando?
    —Sí. Pero… ¿Esto qué tiene qué ver?
    —Por favor responda a mis preguntas. ¿Usted está separada?
    —Sí.
    Una vez que concluyó su interrogatorio, cruzó los dedos y dijo lo siguiente a las confundidas mujeres, centrando su mirada conocedora sobre la bella Francisca.
    —Tu hijo te hizo un trabajo de brujería. Tú tienes esos sueños porque es tu hijo quien los solicitó, al brujo o la bruja al que pidió el trabajo. Ahora contesto sus preguntas, sólo déjeme terminar. Entre a su cuarto, y trate de encontrar una foto de usted, de cuerpo completo y con poca ropa. Pudo habérsela tomado cuando usted se bañaba o…
    —Sé cómo la consiguió —interrumpe la hermana de Francisca—. Lo que pasa es que mi hermana ha posado un par de ocasiones para una revista de caballeros.
    —Son más de dos —la corrige Francisca—. Hace poco posee nuevamente.
    —¡Francisca! ¿Por qué no me lo habías dicho?
    —Ah, ya veo —dice la bruja—. Consiguió la foto muy fácil.
    —Pero esto es ridículo —dice incómoda Francisca.
    —Usted puede decir lo que quiera de mi trabajo, pero hágalo cuando haya buscado y no encontrado lo que le estoy diciendo. Su hijo tiene, junto a la foto suya, una fotografía de él, también desnudo. La foto está en este orden: la foto de él atrás, la suya adelante, atadas con un doble listón de color negro y rojo. Hallará también cabello suyo y una imagen que no tiene que ver con ustedes dos, pero muestra una pose sexual, porque le aseguro que cada noche es distinta, la pose, cuando lo hacen. También habrá…
    —Es suficiente. Todo esto que dice… es absurdo. ¿Cómo usted va a pensar que mi hijo…?
    —Él la desea, señora. La desea como mujer. Y como sabe que eso es imposible en la realidad, a usted la posee en los sueños, donde usted no es capaz de tener íntegra su consciencia; donde es más vulnerable.
    —Respóndame una duda —interrumpe nuevamente la hermana—. ¿Mi sobrino tiene los mismos sueños que tiene mi hermana y puede recordarlos cuando se despierta?
    —Por supuesto; si no, no tendría caso.
    —¡Jesús bendito!
    —Mientras que la señora, su hermana, despierta sintiéndose culpable, para el chico, es totalmente distinto.
    —¡Vámonos de inmediato! —dice Francisca—. Ya he escuchado suficiente de esta bruja timadora. No le voy a pagar ni un centavo, ¿lo oyó? Lo que ha dicho es asqueroso.
    Francisca sale enojadísima de la casa de la bruja. Cómo se arrepiente de escuchar a su hermana, y se lo hace saber. Se enoja con ella, porque piensa que la bruja no guardará el secreto, y siendo Francisca una figura conocida, teme que su carrera corra tremendo riesgo. Incluso podría echar a perder la vida de su prometedor hijo.
    Estando ya en su casa, se mete en su bañera y permanece en el agua caliente por casi una hora. Ya relajada, se tumba en la cama y medita en lo que le ha recomendado buscar la bruja. Y dice en voz alta: “Está loca.” Se le caen los párpados y se duerme.
    En el lugar donde está, tres hombres la están compartiendo. Uno le está dando por el culo, otro por el coño y el tercero por la boca. Es inusitado, pero en los sueños suele ocurrir. Uno puede ver la escena desde la perspectiva de una tercera persona, es decir, que el soñador sabe que él es el actor de la obra pero también sabe que él es el espectador. Así es como Francisca se da cuenta que los tres hombres que se están moviendo alrededor de ella, es en realidad uno: su propio hijo. Francisca despierta, con un único pensamiento: que el problema está empeorando.
    Guillermo ha ido a la escuela y regresa hasta muy tarde, o eso es lo que ha asegurado. La madre de Guillermo abre la puerta, y, silenciosa, entra a la habitación de su hijo.
    Diez minutos después, Francisca halla un gigantesco póster. Al desenrollarlo, Francisca se reconoce a sí misma, en el papel, en una pose que la hace inmediatamente ruborizar. En altos tacones y mirada traviesa, ofrece el voluptuoso culo a la lente de la cámara que la sigue.  Encolerizada, hace trocitos el póster. No sólo ha encontrado el póster sino también toda la colección de revistas donde ella ha posado con poca ropa o completamente desnuda. No desnudos pornográficos, porque ella huye de éste tipo de fotografía. Son desnudos estéticos. Sensuales; auspiciados por la precaución. Son arte.
    Se sienta casi desfallecida en el borde de la cama. Está devastada,  a punto de salir del cuarto. Lo desea. De pronto su vista llega a posarse sobre un viejo tenis. Debajo del ropero está su compañero: silencioso, acusador. Son tenis que su hijo ya no se pone, y esto hace que ese tenis se vuelva todavía más sospechoso. Francisca se agacha. Aparta el tenis de un manotazo y encuentra una caja de zapatos: limpia, a diferencia del resto de los objetos que están ahí. Aparta la tapa. ¡Bingo! Todo, igual como lo dijo la bruja, estaba.
    El muchacho entra a su cuarto donde ya lo esperaba su madre. Encuentra el póster y las revistas, hechas pedazos. También está la caja donde tenía el trabajo de brujería. En el suelo está la imagen pornográfica de un trío. Y a pesar de que su hermana le dijo que no lo enfrentara, que tuviera calma en caso de ser cierto lo que dijo la bruja, Francisca casi se le va a los golpes:
    —¡¿Qué es todo esto?! ¿Ah? ¡Te estoy preguntando!
    El chico está inmóvil, cabizbajo, aún con la mochila colgando del hombro.
   —¡¿Tú crees que a mí me gusta lo que estoy haciendo?! ¡Anda, dime! ¡¿Tú crees que me gusta?! ¡Yo no estudié! No tuve la oportunidad que yo te estoy dando. No tengo mayor talento, tampoco inteligencia para conseguir un trabajo decente, pero lo que hago es honrado. Gano dinero para darte comida, techo, estudio, ¡me mato por ti! Dios me concedió este cuerpo para ganar un poco de dinero. ¿Es honesto o no?  ¡Tu madre no es una prostituta! No ando en la calle, entregándome con cualquier hombre, ¿o sí? ¿Cuántos hombres has visto que entran en esta casa? ¿Ah? Dios es testigo que nunca me he entregado a ningún otro hombre que no fuera tu padre. ¡Tú preferiste quedarte conmigo teniendo la opción de irte con él!, dime, ¿lo hiciste por que te enamoraste del cuerpo de tu madre? ¿Por eso guardas todas esas fotografías mías? ¿Por eso me haces brujería? ¡¿Estás enfermo a qué?! —y ¡zas!, golpea a su hijo. Es la primera cachetada que recibe el chico, en toda su vida, que no tiene el valor ni de levantar la cara—. Dime, ¡¿estás enfermo?! ¡Te estoy hablando! —¡Zas!, otra cachetada, y al chico se le saltan las lágrimas de la vergüenza—. ¡Si estás enfermo, ahora mismo te llevo con los loqueros para que te ayuden! Ahora mismo tiras todas esas porquerías que he encontrado. Mañana mismo te llevo a un centro psiquiátrico —sentencia, y el regaño continua hasta muy altas horas de la noche.
    Francisca se levanta. Esta vez no hubo sueños húmedos, y es un alivio y una confirmación de que todo lo que dijo la bruja, salió verdad.  Al pasar por la habitación de su hijo se da cuenta que éste, ya se ha levantado. Ha recogido su cuarto y ha quedado limpio. Deduce que está en el baño, y lo comprueba luego de acercarse a la puerta, ya que ha escuchado la regadera abierta.  Tras casi una hora de seguir escuchando que el agua sigue escapando, Francisca toca a la puerta para preguntar si ya va a salir.  No hay respuesta. Preocupada, mueve la manija y como no está el seguro puesto, con pasos vacilantes, ella entra. El agua sigue cayendo. Francisca pregunta si se encuentra él allí, si se encuentra bien. La cortina del baño impide visibilidad directa. Él sigue sin responder. “Tal vez no está”, piensa, entonces se aproxima, aparta la cortina y, envuelto en una nube de vapor, halla el aterrador descubrimiento que la hace lanzar un pavoroso grito. Colgado del soporte de la regadera, yace el inerte cuerpo de Guillermo…, su hijo.