Francisca ha tenido
de nuevo ese “horrible” sueño. Se siente tan angustiada de estos atosigadores
sueños, que en lugar de ir a trabajar, hace una desesperada llamada para citarse
con su sabia hermana, al otro lado de la ciudad. Es su confidente, y ha
demostrado guardar secretos, aunque le quemen los pies.
Se han citado en un conocido restauran. Se
saludan de beso, se abrazan y, después de una superficial conversación a mitad
de la comida, Francisca por fin le confiesa el insondable secreto que tanto la
aqueja. Le confiesa que al dormir, a su edad, es presa de sueños húmedos.
—Ah, eso no es tan
malo —le dice su hermana—. Lo que pasa es que ya no has tenido relaciones, ¿o me equivoco? A mí me
sucedía cuando…
—Ese no es el problema
—dice—. Lo que sucede es que el participante activo dentro de mis sueños, es mi
propio hijo.
¡Vaya
si Francisca se ha ruborizado tras descubrirse!, pero al mismo tiempo, siente
que el peso de su carga, se ha aliviado, aunque sea un poco.
—¡Jesús! —dice la
otra, totalmente escandalizada.
—Es horrible, lo
sé, pero no tengo forma de evitarlos —dice Francisca, enteramente afligida—. Ni
siquiera me atrevería a decírselo a algún psicólogo, Dios mío, qué vergüenza.
Qué va a pensar de mí: que quiero acostarme con mi propio hijo; ¡Dios me libre!
—Pero debes
hacerlo, Francisca, ir con un especialista. Eso no es normal.
—¡Lo sé!
—No creo que él sea tan idiota para tener esas sospechas,
y peor aún, llegar a una conclusión tan
absurda—opina su intranquila hermana.
—¡Claro que no!
Dios me libre de tal acusación.
Francisca está
determinada a no ir con ningún psicólogo, y sobre esto gira la conversación de
los quince minutos que por cierto, pasaron volando. Un pugna, un estira y afloja
que no llegó a ninguna parte.
—¿Y no te estás
equivocando al confundirlo? Tal vez es otro hombre y no tu hijo.
—¡Claro que es! Y
en ese momento no me importa que él
sea. Ay, Dios me perdone de lo que acabo de decir. Digo, estoy tan cachonda en ese instante que hasta le pido…
No, no me atrevo ni a repetirlo.
—Y es que en sueños,
uno no piensa, uno no es el mismo —dice la convaleciente hermana.
—Todo es gozo
cuando estoy en el sueño. Y despierto hasta relajada, como si de verdad hubiera
ocurrido. Incluso mojada. Sería fantástico y no tendría queja alguna, si en vez
de mi hijo fuera otro hombre. Pero no es así. Despierto, y entonces viene la horrible
culpa, la que me lleva a decir: ¡Qué hice! ¡Qué clase de madre soy!
—Pero tú no has hecho
nada, Francisca.
—¡Lo sé!
—Son sólo sueños,
eso debes entender.
—¿Y por qué vienen?
¿Tú qué pensarías si otra persona te lo confesara? Estoy segura que pensarías
que esa persona que te lo dice, está teniendo ideales incestuosos.
—No digas eso.
—¿Qué más?
—¡Claro que no! Yo
te conozco de toda la vida y jamás pensaría que…
—Y te agradecería
que ni lo imagines.
—¡Es más!, si no
quieres ir con un psicólogo, hay una vecina mía que sabe interpretar bien los
sueños. Y hasta conoce algo de magia negra.
—¿Una bruja?
—Te puede si no ayudar, al menos te puede dar
algún consejo que no puedo entregarte yo y que necesitas en este momento. Yo
misma le he pedido favores.
—Ay, hermana; esas
son timadoras.
—Vamos, no perdemos
nada.
—No lo sé…
—Anda.
De esta manera,
ambas mujeres, no tan convencida una, la otra sí, de conseguir solución, fueron
a donde vive la bruja, que no estaba lejos de donde estaban. Entraron a la casa de bruja. Francisca pensó encontrar
todo tipo de fetiches esotéricos cosa que no fue así. Pasaron a la cocina de la
mujer, y allí, con una tasa de té caliente, hablaron del vergonzoso tema que no
escandalizó a la bruja ni su semblante hizo acusación de prejuicio alguno. Para
sorpresa de las mujeres, la bruja no dio una inmediata explicación al sueño
sino que hizo una serie de preguntas que, en apariencia, no tenían nada que ver
con el tema a discutir.
—¿Qué edad tiene tu
hijo?
—Diecisiete.
—¿Está estudiando?
—Sí. Pero… ¿Esto
qué tiene qué ver?
—Por favor responda
a mis preguntas. ¿Usted está separada?
—Sí.
Una vez que
concluyó su interrogatorio, cruzó los dedos y dijo lo siguiente a las
confundidas mujeres, centrando su mirada conocedora sobre la bella Francisca.
—Tu hijo te hizo un
trabajo de brujería. Tú tienes esos sueños porque es tu hijo quien los solicitó,
al brujo o la bruja al que pidió el trabajo. Ahora contesto sus preguntas, sólo
déjeme terminar. Entre a su cuarto, y trate de encontrar una foto de usted, de
cuerpo completo y con poca ropa. Pudo habérsela tomado cuando usted se bañaba
o…
—Sé cómo la
consiguió —interrumpe la hermana de Francisca—. Lo que pasa es que mi hermana
ha posado un par de ocasiones para una revista de caballeros.
—Son más de dos —la
corrige Francisca—. Hace poco posee nuevamente.
—¡Francisca! ¿Por
qué no me lo habías dicho?
—Ah, ya veo —dice
la bruja—. Consiguió la foto muy fácil.
—Pero esto es
ridículo —dice incómoda Francisca.
—Usted puede decir
lo que quiera de mi trabajo, pero hágalo cuando haya buscado y no encontrado lo
que le estoy diciendo. Su hijo tiene, junto a la foto suya, una fotografía de
él, también desnudo. La foto está en este orden: la foto de él atrás, la suya
adelante, atadas con un doble listón de color negro y rojo. Hallará también
cabello suyo y una imagen que no tiene que ver con ustedes dos, pero muestra una
pose sexual, porque le aseguro que cada noche es distinta, la pose, cuando lo
hacen. También habrá…
—Es suficiente. Todo
esto que dice… es absurdo. ¿Cómo usted va a pensar que mi hijo…?
—Él la desea,
señora. La desea como mujer. Y como sabe que eso es imposible en la realidad, a
usted la posee en los sueños, donde usted no es capaz de tener íntegra su
consciencia; donde es más vulnerable.
—Respóndame una
duda —interrumpe nuevamente la hermana—. ¿Mi sobrino tiene los mismos sueños
que tiene mi hermana y puede recordarlos cuando se despierta?
—Por supuesto; si
no, no tendría caso.
—¡Jesús bendito!
—Mientras que la
señora, su hermana, despierta sintiéndose culpable, para el chico, es
totalmente distinto.
—¡Vámonos de
inmediato! —dice Francisca—. Ya he escuchado suficiente de esta bruja timadora.
No le voy a pagar ni un centavo, ¿lo oyó? Lo que ha dicho es asqueroso.
Francisca sale enojadísima de la casa de la
bruja. Cómo se arrepiente de escuchar a su hermana, y se lo hace saber. Se
enoja con ella, porque piensa que la bruja no guardará el secreto, y siendo
Francisca una figura conocida, teme que su carrera corra tremendo riesgo.
Incluso podría echar a perder la vida de su prometedor hijo.
Estando ya en su
casa, se mete en su bañera y permanece en el agua caliente por casi una hora.
Ya relajada, se tumba en la cama y medita en lo que le ha recomendado buscar la
bruja. Y dice en voz alta: “Está loca.” Se le caen los párpados y se duerme.
En el lugar donde
está, tres hombres la están compartiendo. Uno le está dando por el culo, otro
por el coño y el tercero por la boca. Es inusitado, pero en los sueños suele
ocurrir. Uno puede ver la escena desde la perspectiva de una tercera persona,
es decir, que el soñador sabe que él es el actor de la obra pero también sabe
que él es el espectador. Así es como Francisca se da cuenta que los tres
hombres que se están moviendo alrededor de ella, es en realidad uno: su propio
hijo. Francisca despierta, con un único pensamiento: que el problema está
empeorando.
Guillermo ha ido a
la escuela y regresa hasta muy tarde, o eso es lo que ha asegurado. La madre de
Guillermo abre la puerta, y, silenciosa, entra a la habitación de su hijo.
Diez minutos
después, Francisca halla un gigantesco póster. Al desenrollarlo, Francisca se
reconoce a sí misma, en el papel, en una pose que la hace inmediatamente
ruborizar. En altos tacones y mirada traviesa, ofrece el voluptuoso culo a la
lente de la cámara que la sigue.
Encolerizada, hace trocitos el póster. No sólo ha encontrado el póster
sino también toda la colección de revistas donde ella ha posado con poca ropa o
completamente desnuda. No desnudos pornográficos, porque ella huye de éste tipo
de fotografía. Son desnudos estéticos. Sensuales; auspiciados por la
precaución. Son arte.
Se sienta casi
desfallecida en el borde de la cama. Está devastada, a punto de salir del cuarto. Lo desea. De
pronto su vista llega a posarse sobre un viejo tenis. Debajo del ropero está su
compañero: silencioso, acusador. Son tenis que su hijo ya no se pone, y esto
hace que ese tenis se vuelva todavía más sospechoso. Francisca se agacha.
Aparta el tenis de un manotazo y encuentra una caja de zapatos: limpia, a
diferencia del resto de los objetos que están ahí. Aparta la tapa. ¡Bingo!
Todo, igual como lo dijo la bruja, estaba.
El muchacho entra a
su cuarto donde ya lo esperaba su madre. Encuentra el póster y las revistas,
hechas pedazos. También está la caja donde tenía el trabajo de brujería. En el
suelo está la imagen pornográfica de un trío. Y a pesar de que su hermana le
dijo que no lo enfrentara, que tuviera calma en caso de ser cierto lo que dijo
la bruja, Francisca casi se le va a los golpes:
—¡¿Qué es todo
esto?! ¿Ah? ¡Te estoy preguntando!
El chico está
inmóvil, cabizbajo, aún con la mochila colgando del hombro.
—¡¿Tú crees que a mí
me gusta lo que estoy haciendo?! ¡Anda, dime! ¡¿Tú crees que me gusta?! ¡Yo no
estudié! No tuve la oportunidad que yo te estoy dando. No tengo mayor talento,
tampoco inteligencia para conseguir un trabajo decente, pero lo que hago es
honrado. Gano dinero para darte comida, techo, estudio, ¡me mato por ti! Dios
me concedió este cuerpo para ganar un poco de dinero. ¿Es honesto o no? ¡Tu madre no es una prostituta! No ando en la
calle, entregándome con cualquier hombre, ¿o sí? ¿Cuántos hombres has visto que
entran en esta casa? ¿Ah? Dios es testigo que nunca me he entregado a ningún
otro hombre que no fuera tu padre. ¡Tú preferiste quedarte conmigo teniendo la
opción de irte con él!, dime, ¿lo hiciste por que te enamoraste del cuerpo de
tu madre? ¿Por eso guardas todas esas fotografías mías? ¿Por eso me haces brujería?
¡¿Estás enfermo a qué?! —y ¡zas!, golpea a su hijo. Es la primera cachetada que
recibe el chico, en toda su vida, que no tiene el valor ni de levantar la cara—.
Dime, ¡¿estás enfermo?! ¡Te estoy hablando! —¡Zas!, otra cachetada, y al chico
se le saltan las lágrimas de la vergüenza—. ¡Si estás enfermo, ahora mismo te
llevo con los loqueros para que te
ayuden! Ahora mismo tiras todas esas porquerías que he encontrado. Mañana mismo
te llevo a un centro psiquiátrico —sentencia, y el regaño continua hasta muy
altas horas de la noche.
Francisca se levanta.
Esta vez no hubo sueños húmedos, y es un alivio y una confirmación de que todo
lo que dijo la bruja, salió verdad. Al
pasar por la habitación de su hijo se da cuenta que éste, ya se ha levantado.
Ha recogido su cuarto y ha quedado limpio. Deduce que está en el baño, y lo
comprueba luego de acercarse a la puerta, ya que ha escuchado la regadera
abierta. Tras casi una hora de seguir
escuchando que el agua sigue escapando, Francisca toca a la puerta para preguntar
si ya va a salir. No hay respuesta.
Preocupada, mueve la manija y como no está el seguro puesto, con pasos
vacilantes, ella entra. El agua sigue cayendo. Francisca pregunta si se
encuentra él allí, si se encuentra bien. La cortina del baño impide visibilidad
directa. Él sigue sin responder. “Tal vez no está”, piensa, entonces se aproxima,
aparta la cortina y, envuelto en una nube de vapor, halla el aterrador
descubrimiento que la hace lanzar un pavoroso grito. Colgado del soporte de la
regadera, yace el inerte cuerpo de Guillermo…, su hijo.