La maestra de
Desarrollo Organizacional ha llegado puntual, como todos los días a su clase en
el 3-D del turno matutino en la preparatoria.... bueno, no especifiquemos.
Ernesto no trajo una parte de la tarea solicitada y la maestra lo ha amenazado
con reprobarlo si no la trae para el próximo martes. Lo han excluido del equipo
donde se encontraba por la razón de que sus compañeros se han quejado con la
maestra, de que no trabaja con ellos; y ahora tiene que hacer todo el trabajo
él solo, lo cual resulta un castigo demasiado severo para un estudiante que le
importa muy poco la escuela; un estudiante que ve en la educación una pérdida
de tiempo. La tarea consiste en desarrollar todo un plan para (hipotéticamente)
crear y poner en funcionamiento una decente empresa en México, comenzando con
un estudio estadístico de artículos o servicios solicitados por un dominio de
la población. Entre algunas cosas, debe
entrar a varias páginas en Internet, a fin de descargar y llenar los
formatos requeridos para cumplir con todos los requisitos que las leyes imponen.
Son las diez con
cuarenta minutos; ha transcurrido una hora de clase y cada equipo está pasando
a exponer el avance que lleva en su laborioso proyecto. La maestra escucha hasta
con cierta desgana a cada integrante del equipo desde su asiento; opina,
sugiere y critica el desarrollo de los proyectos. La maestra Celia es una mujer
exigente, y en ocasiones demasiado dura con las palabras. A Ernesto más de
cinco veces lo ha avergonzado frente a todo el grupo, diciéndole por ejemplo
que si no quiere estudiar como los demás, mejor que ya no venga, pero que si va
a seguir viniendo, que no siga entregando las “porquerías” que deja como tareas
sobre su escritorio; que no tiene tiempo para él porque su tiempo es demasiado valioso y puede
usarlo en beneficio de otro estudiante que tenga más ganas de salir adelante; o
aquella vez, cuando le rompió su maqueta en su propia cara y lo echó al cesto
de la basura. Cualquiera se iría después de dos experiencias como esas, adjunto
a un par de materias reprobadas, pero a Ernesto no le preocupan las materias
reprobadas ni le incomodan las palabras o regaños de la maestra; decía que le
entran por un oído y le salen por el otro. Secretamente la mayoría de sus
compañeros no pueden evitar sentir lástima por el pobre joven al que la maestra
ya le tiene el ojo encima.
—Pase el siguiente
equipo —dice la maestra, con voz autoritaria. Más de uno tiembla cuando escucha
su nombre y lo pasan frente a la clase atenta y a la mirada inquisidora de la
juzgadora.
Usar el teléfono
está prohibido, pero la clase transcurre
tan aburridamente que a Ernesto se le ha hecho fácil utilizar el aparato para
enviar un apremiante mensaje. Escribe: “Te amo. Te necesito”. La maestra lo ha
visto sacar y teclear el teléfono pero por alguna razón que ya aclararemos más
adelante, se ha hecho la desentendida de que no lo vio. Plup, chilla el celular
de la maestra dentro de su bolso y ella disimula que no lo escuchó cuando la
mayoría sí lo hizo.
La maestra Celia
está cerca de llegar a los cincuenta años, no obstante, tiene una figura
envidiable que ya quisieran tener muchas de
las mujeres de su edad. Usa vestidos que le quedan bastante sensuales
sobre su saludable cuerpo; gusta de usar esos tacones altos y caros de
catálogos de prestigio para resaltar sus largas y todavía bien torneadas
piernas. Con casi veinte años de trayectoria en la enseñanza pública, se sabía
que anteriormente gustaba de utilizar medias oscuras combinándolas con faldas
cortas; ahora la moda es enseñar las piernas bien depiladas que ella sabe lucir
muy bien. Y cuando no lo hace, cuando no enseña las piernas, se mete dentro de pantalones
formales que llegan a resaltar sus anchas y seductoras caderas de donde han
salido sus cuatro sanos hijos. Los estudiantes y también maestros no pueden
negar que al menos una vez han fantaseado con esta hermosa mujer de reservado carácter.
La han visto sonreír, pero esto muy raro encontrarlo en ella. Más de una vez ha
sido postulada como directora sin conseguirlo todavía.
La cosa comenzó
así. A Ernesto le cayó de sorpresa que la maestra le enviara un mensaje a su teléfono
celular. Le dio a entender que como iba a trabajar solo, ella lo iba a ayudar,
facilitándole algunos documentos necesarios para lo que tenía que hacer. La
maestra, utilizando sus influencias, había revisado el expediente del muchacho
en la Dirección, y así fue como se hizo de su número telefónico personal.
Ernesto creyó en todo lo que le dijo y, quedó de esperarla en una esquina,
cerca de una plaza comercial para que le entregara los documentos que él sólo tenía
que rellenar. Cabe decir que estos documentos no se descargan por Internet,
sino que para obtenerlos uno debe de solicitarlos teniendo una cita previa con el
organismo público o institución gubernamental, de allí que resultaran de valía
para nuestro flojo estudiante. Esto fue el viernes, y la maestra quedó de verlo
el sábado por la mañana, con el objetivo de que llevara su tarea, sin retardo
alguno, el próximo lunes cuando toca entregar su clase.
El auto se
estacionó a un lado de donde Ernesto la esperaba. Pip-pip, chilló la bocina.
“Sube”, dijo ella, y esto fue otra sorpresa para el jovencillo. “Es que se me
olvidaron. No sé dónde tengo la cabeza”, manifestó la mujer dentro del vehículo.
El auto emprendió la marcha, dio unas cuántas vueltas hasta que se metió en una
casa con un gran portón de color blanco y rejas doradas; era una bella casa
dentro de un lindo vecindario. Ernesto la siguió hasta la lujosa y limpia sala.
Allí estaban las fotografías de ella, su esposo y sus cuatro hijos, colgados
los dorados cuadros en las blanquecinas paredes. Toda la casa estaba muy limpia
y olía a desodorante de piso. En una recamara se veía la caminadora y la
bicicleta para el ejercicio. Ernesto siguió viendo las fotos. La mujer tenía
una foto de joven. Una total beldad. No se casó tan joven. El más pequeño de
sus hijos, le dijo, tenía la edad suya: diecisiete años. “¿Quieres algo de beber?”
La maestra estaba muy atenta, muy sonriente, muy afectiva; sin duda una faceta
suya que Ernesto ni ningún otro estudiante conocía de ella. “Siéntate, ahora te
traigo los documentos. ¿Tienes alguna duda de lo que tienes que hacer? Ahora
que tenemos tiempo, aprovecha”. Ernesto estaba demasiado nervioso como para
acordarse de alguna duda de la clase. “¿Tiempo para mí?”, pensó. “Había
imaginado que yo era una pérdida de tiempo para su vida”. La maestra, aunque no
llevaba puesto sus conocidos vestidos, estaba bastante guapa, bastante
diferente. Con unos jeans ajustados, unas botas y una blusa blanca; parecía
mucho más joven, así lo consideró su estudiante. Ella se metió a una de las
habitaciones y poco después salió con un sobre amarillo en las manos que dejó
sobre la mesa de centro, en la misma sala. “¿No?, ¿no tienes ninguna duda?
¿Quieres otro jugo? No me digas que quieres tomar una cerveza. ¿Tomas? ¿No? Eso
está bien. Los chicos de tu edad no deben beber porque después, aunque lo
quieran, ya no lo pueden dejar. Mi hijo, el mayor tomaba mucho. También yo
tomaba cuando todavía no tenía a mis hijos. Mi esposo, que en paz descanse,
sufrió mucho conmigo. Sí, así como me ves, tu maestra se emborrachaba”. Ambos
estaban sentando sobre el sofá, y ella hablaba y hablaba; decía que ya no
tomaba pero su aliento decía lo contrario. Con cada risa espontánea y sincera,
se acercaba a su confundido estudiante; cada vez más cerca de lo que la
decencia y el respeto sugerían. De pronto ella acercó su cabeza como si buscara
decirle un secreto, y besó los labios temblorosos del muchacho que no creía en
su propia suerte. La mano de ella había quedado sobre el muslo izquierdo del
joven: muy cerca de su entrepierna, y, sin apartarla, se apoyó de allí mismo
para entregarle otro encantador beso: fresco, húmedo, delicioso. “Estamos
solos, no te asustes”, le susurró, y ella continuó besándolo y haciendo caminar
los dedos hasta llegar a su parte. Lo
besaba, sobre todo en los contornos de la boca, de la barbilla y del manso
cuello. Jaló hacia arriba la playera del chico y comenzó a besar con lengua y
dientes, el agitado y lozano abdomen del muchachillo. La playera voló y cayó
cerca de la pantalla de televisión.
Un perro labrador pedía atención en el patio
trasero y un pajarraco cantaba horriblemente dentro de la cocina. La maestra se
desabotonó la blusa y poco después se desprendió del negro sostén. Eran los
senos más grandes y redondos que Ernesto había visto en su prematura vida.
Sopesó el tamaño con sus convulsas manos. “Chúpalos, son tuyos”, dijo la
maestra, que se retorcía con los calientes y ávidos lengüetazos sobre sus duros
pezones. Él los apretaba con los labios y con los dientes, ¡ummm! Amasaba los
senos sabrosamente como quien no le alcanzan las manos para hacerles tanta diablura
imaginada. Ella, atrapada por el placer desenfrenado, se bajó la falda y un
segundo después: la ropa interior roja. Con todo su peso, se lo montó. Los dos
estaban jadeando cuando ella liberó el erecto miembro de Ernesto para buscarle
el grandioso sitio para el que fue diseñado. “Aaaah”, soltó ella cuando se
empaló sobre su sumiso estudiante. Cualquiera diría que el miembro resbaló
fácilmente dado que ella tenía la experiencia y el agujero ensanchado (por
haber dado cuatro veces la vida) pero no; la vagina estaba como apretada por el
poco uso de los últimos años. Lo cabalgó. Fue moviéndose adelante y atrás,
adelante y atrás, salvajemente.
El chico se vació muy pronto en un sublime
orgasmo que lo dejó sin aliento y al borde del desmayo. Tomaron aire y hablaron
de las intimidades de cada uno, acariciándose y resaltando las cualidades y los
defectos de cada cuerpo. Al rato se fueron a la recámara y allí, él tomó el
control que ya buscaba tener con su inolvidable enemigo. La tiró a la cama boca
arriba y como fiera enloquecida, se le echó encima. Ella abrió las piernas y él
clavó su redonda cabeza donde se unían las dos hermosas extremidades. Besó,
lamió y chupó el sexo de su maestra, quien enloquecida lanzaba alaridos y no
gemidos. El perro ladraba y no se callaba, a diferencia del pajarraco de la
cocina que parecía entender lo que sucedía.
Él elevó los muslos
femeninos, acomodó su pelvis y apuntó su enrojecido glande hacia la grandiosa zona, apoyándose de las rodillas
flexionadas de la mujer. Todo parecía un hermoso sueño hecho realidad. Era todo
un paisaje: la maestra desnuda, abierta de piernas, esperando ansiosamente que
le penetrara. Toda sumisa, toda indefensa, presa a su santa voluntad. Se metió
dentro de ella y agarró su ritmo, golpeándole las carnosas regiones con la
fuerza tempestiva de su recién despabilada virilidad. Los sonidos de las
pasiones incluían los gemidos de la mujer y los ruidos de sus sexos
friccionándose tempestivamente. Aquel sonido no había conocido Ernesto, ni
sabía que existía y que también mucho estimulaba. Parecía una muñeca descompuesta.
Todo su cuerpo se sacudía al empellón viril: en especial los senos, que se zangoloteaban
indómitamente. Más tarde y todavía desnudos, se trasladaron a la cocina movidos
por el apetito despertado y allí, Ernesto la tomó de las caderas, la giró, la empujó
hacia la mesa y se lo enterró profundo; pum, pum, pum. Ella gemía y le rogaba que no se detuviera. “Ah,
ah, oh, ah”. Él arrojó el caliente semen afuera de ella porque así lo dispuso,
diciéndole que era su castigo por maltratarlo tantas veces. Al final, la cosa
terminó mal porque, una vez que el alcohol se le bajó, la mujer se sintió presa
de una terriblemente culpa; se había enfadado con él, diciendo que todo eso no debió haber pasado. Esto fue lo
que ocurrió el fin de semana.
En el resto de la
clase, Ernesto la persigue con la insistente mirada con la nostalgia de quien
necesita el urgente aliento femenino para seguir respirando. Clap, clap, clap,
dicen los tacones de la maestra mientras se mueve de un sitio a otro, y Ernesto
con exultado deleite, se detiene a mirar los tobillos delgados, las
pantorrillas brillantes y las preciosas rodillas que fueron suyas por casi tres
horas, las tres horas que Ernesto jamás olvidaría; y recordaba la vulva
caliente y carnosa de Celia; el espeso vello púbico que tenía y el ano apretado
y moreno donde él dejó huella de su presencia; y por pensar en todo esto, todo
el domingo y noche del sábado, olvidó hacer la tarea.
—El viernes próximo
realizaremos una evaluación que tendrá una puntuación de dos puntos sobre la
calificación final.
La maestra sigue
hablando y es imposible no notar la apremiante mirada del joven que parece que se
la quiere comer nuevamente. Al momento en que la mujer se ha volteado para
escribir sobre el pizarrón, una palpitación en la entrepierna de Ernesto le
recuerda que ese grandioso culo también fue suyo. El potente chorro de leche había salpicado las nalgas, el ano
y la vulva de la mujer.
La
clase termina y la maestra se marcha haciendo ruido con sus tacones: clap,
clap, clap.
Ha sido una agonía
para el muchacho, tener que aguantar hasta la tarde para ir hasta la casa de la
maestra. Ernesto ha tocado el timbre y una puerta dibujada sobre el portón, se
abre con un quejido. Es un chico quien abre la puerta y Ernesto piensa que ella se ha buscado un nuevo amante y por
eso a él lo está rechazando.
—Está… ¿la maestra
Celia?
—Está —dice con
indiferencia el chico. Cierra la puerta y desde el otro lado se escucha—:
¡Mamá, te buscan!
Eso ha sido un
alivio para el joven, escuchar que ha dicho “mamá, y no Celia. Ella abre la
puerta mas en cuanto lo ve, amenaza:
—Si no te vas
ahora, llamo a la policía, porque esto es acoso.
—Llámalos, y te
aseguro que les diré que tú abusaste de
mí.
—Já —exclama
burlona ella—. Eso tú lo imaginaste. Nunca ocurrió y nadie va a creer lo
contrario. Ahora vete.
Antes de que
pudiera cerrar la puerta, Ernesto suplica:
—Espera.
—Márchate, no
bromeo.
—Te amo.
La mujer queda sin
habla como si saboreara la dulce palabra que no había escuchado en muchísimo
tiempo; contempla al chico con suma ternura, con lamento pero también con
tristeza.
—Sólo olvídalo,
¿sí? Fue un error, un error mío. Un accidente. Tomé más de la cuenta. Nunca
podrá haber nada entre nosotros dos, eso es imposible. Tampoco habrá otra
ocasión.
—¿Cómo me pides que
lo olvide?
—Mira, sólo fue sexo, ¿cómo puede haber amor?
Olvídalo. Ya no hablaré más del asunto. Adiós. —Ha cerrado la puerta.
Ernesto sólo piensa
en ella, en su cuerpo. Está contaminado con la esencia de la piel femenina,
totalmente idiotizado. Se queda en la puerta, toda una hora, después se marcha.
Es otro día.
Ernesto no trajo la tarea de nuevo y ha llenado el buzón del teléfono de la
maestra con tiernos y poéticos mensajes. Celia, cansada de sus miradas, su
obsesión y su rebeldía, lo ha acompañado a la Dirección.
—No trabaja —ha
dicho a la orientadora— y yo francamente ya no quiero verlo más en mi clase.
Es un duro golpe
para Ernesto. Es un duro golpe para su corazón, en especial porque siente que
únicamente lo usaron por tres horas y tiraron a la basura, de la misma manera en
que se tira un maldito condón, después de su uso.