"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 28 de diciembre de 2012

Tequila Saporengo



   El tío Antonio tenía su departamento a doscientos metros de la casa de donde vivimos. No había venido a pasar la Navidad así que, por la tarde del mismo día 25, mamá me obligó a llevarle un poco de la cena que engullimos en compañía de otros tíos, abuelos, primos, sobrinos, conocidos, etc. No tenía muchos deseos de ir a visitarlo, darle el abrazo y el blablablá de buenos deseos. No, no quería ir. Este tío me caía mal. Me consideraba un vago por el hecho de haber dejado muy pronto la escuela y de servir de un mal ejemplo para mis emprendedores hermanos. Cada que le resultaba oportuno, restregaba su brillante intelecto a la gente inculta, a la que sabía, no podía objetarlo. Tenía dinero y presumía de haberlo ganado sin ayuda alguna, lo cual era una mentira porque mamá me había confidenciado que fue su abuelo, el que le ayudó con el puntual pago de sus colegiaturas. Era un malagradecido, un tipo pedante. Un tipo insoportable. Pero mamá lo estimaba y estaba muy orgullosa de él, porque de vez en cuando le daba dinero o le traía la despensa del mes.
    Toqué el timbre en dos ocasiones. “No está, ya la hice”, me dije a mí mismo; y ya me iba cuando, en la cerradura de su puerta, vi la solitaria llave insertada, con un vistoso llavero, un puerquito columpiándose en el vacío. “Qué pendejo, dejó la llave puesta”. Cruzó por mi cabeza la exigida idea de llevarme la llave y entregársela, cuando llegara a contar el problema a la familia, pero algo me movió a entrar.
    El departamento era un asco. Había vasos, platos desechables, frituras en el suelo, latas de cerveza, botellas de refresco. También hallé restos de pizza y comida preparada. El tío Antonio había tenido su propia fiesta y es por eso que no había llegado a darnos el abrazo tradicional, cosa que festejé. El estéreo estaba prendido pero no se escuchaba ningún sonido. Fui a la cocina y dejé mi carga sobre la mesa. No tenía pensado dejarla ahí, por supuesto, pero lo hice para poder robarme una cerveza que se me antojó. Con la bebida en la mano, fui a asomarme a la recamara. En la cama nadie había dormido, mas sin embargo, estaba arrugada, como cuando alguien se revuelca en la colcha o da saltos como niño inquieto. Habrán salido a desayunar, pensé. Pasé al baño y oriné ruidoso. Efectivamente no había nadie en el departamento y ya me disponía a salir, cuando en eso, que escucho como un ronquido que vino desde la sala. Allí no vi nada, pero cuando me acerqué, a lo largo y sobre el asiento del sofá, cubiertos por una toalla de baño, hallé dos cuerpos. Los dos, semidesnudos.
    Me dio un brinco el corazón y quería salir de allí corriendo. Se trataba de mi tío Antonio y de una chica que aún no conocía. Fui a la cocina por la carga que había olvidado, pero me inmovilicé, luego de que llamaran mi atención unas botellas con la etiqueta de tequila Saporengo, “¿qué cosa?”;  el nombre me obligó a acercarme y así comprobar que no me había equivocado al leerlo. “¡No mames!” Yo conocía el tequila Saporengo porque uno de mis cuates lo adulteraba. La vendía a bajo precio en los bares de la colonia Nápoles. Si uno la combinaba con otra bebida, o la tomaba con moderación, no había problema alguno; pero si uno se excedía, uno quedaba seriamente intoxicado. No había duda de que el tío Antonio se había intoxicado con la bebida.  Fui de nuevo a la sala y traté de despertarlos: los moví, les hablé, los cacheteé. No lo logré. Supuse que despertarían hasta dentro de unas dos o tres horas, porque los muy tontos habían tratado de curarse la resaca con el mierdoso tequila. Me quedé observándolos, riéndome y burlándome de su estupidez. Luego recordé, que tenía que acomodarlos a manera que no se ahogaran con su propia saliva (la experiencia me lo había enseñado), procurando que no se obstruyera su respiración. Los dejé sentaditos. Al hacerlo, distinguí mejor el cuerpazo de la mujer. “Ay, wey: está rebuena. Pinche tío sí sabe escogerlas”.  Estaba en brasier; llevaba puesta una falda semicircular, abierta de un lado. No tenía zapatos, pero cuando los encontré, sentí una excitante necesidad de colocárselos. Luego de escucharla roncar, me di valor para meter cada uno de sus zapatos en sus pequeños pies. Cuando concluí mi morbosa tarea, dejé mi mano en su tobillo que estaba frío, sin dejar de mirarla. Eché un vistazo a mi tío y él se había ladeado hacia el otro lado. Roncaba como un animal. Yo estaba sudando y respirando por la boca, y mis dedos fueron subiendo por las suaves y perfumadas pantorrillas de la mujer. “En mi vida voy a encontrar una vieja como ésta”, me decía a mí mismo. Llegué a sus rodillas y no pude detenerme. Subí mi mano hasta sus carnosos muslos, invitándome a continuar. Subí su falda, y ya se imaginarán lo que encontré. Para ese instante, yo ya no era dueño de mí mismo. Moví la prenda hacia un lado y descubrí la acanelada grieta, con muy poco y finito vello púbico. La toqué con mis dedos y hundí uno de éstos, clavándose hasta lo profundo de sus entrañas; estaba caliente, húmedo y muy suave adentro. Pasé la lengua por los labios de la vulva, deleitándome largo rato. Ya tenía la verga de fuera cuando levanté sus muslos. Apenas la hundí y comencé a darle: clap, clap, clap, se escuchaban los chasquidos de su vagina cuando se la metía. Eché a mis hombros sus tobillos y me sumergí en un delirio indescriptible. Creo haberle llenado la matriz de un litro de leche.
    Regresé a casa con la comida, con las llaves y con unas ganas de mear insoportable. “No está nadie en casa –le dije a mamá- pero encontré estas llaves muy cerca de su puerta. Creo que son de mi tío”. 
    “¿No las probaste?”
    “No”.
    “Pero si quiere, puedo ir y…”
    “No-no, no, mejor deja que llegue”.
    “Eso pensé también”.
    En el año nuevo, el tío Antonio vino acompañado de la chica y la presentó como su amiga, la diseñadora gráfica. Vino vestida con un abrigo muy vistoso, y aunque llevaba puestas unas botas de tacón de aguja, me sacaba como treinta centímetros de altura. “¡Ay, wey!” Nos dimos el abrazo de año de nuevo, y aunque nos despedimos con un tímido apretón de manos y beso de cordialidad, estaba convencido de volver a cogérmela.
    Esto no sucedió, porque dos meses después, se comprometió con mi tío, y al año siguiente, se casaron; claro, después de dar a luz a un hermoso bebé que tenía, dijeron, un parecido increíble conmigo. Fue un año increíble. Espero este año que llega, sea todavía mucho mejor que el anterior.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Al diablo con el pasado


    A punto de irse a acostar estaba el matrimonio cuando el marido, hizo una impertinente pregunta a su linda esposa que por supuesto sabemos, no lo esperaba. Le preguntó si había o no chupado el pene de un hombre. Atónita y repugnada con la pregunta, la mujer respondió con un enérgico no; y así comenzó la discusión a la cual nos acercamos a oír.
    —Estoy seguro de que ya se lo hiciste a alguien.
    —Estás loco.
    —Mírame a la cara y dime que me equivoco.
    —Mira, si lo hice, ¿qué importa?
    —¿Cómo no me va importar?
    —¡No importa, Daniel! Yo no te he preguntado si hiciste esto o aquello con alguna novia que tuviste antes de conocerme, ¿o sí?
    —Sabes que yo no tuve novias.
    —Ah, tenías treinta y cinco años, ¡por favor!
    —¿Por favor qué? Te dije la verdad; hasta hablaste con mi mamá, mis amigos…
    —Eso no prueba nada. Eso de haber sido un casto… de haber llevado una vida limpia… No soy ninguna ingenua.   
    —¡¿Ahora me lo dices?!
    —Porque no tiene importancia, Daniel. El pasado es el pasado. Estamos tratando de formar una familia, vivir el presente…
    —Yo sólo quiero que seas sincera conmigo. Llevamos  un año de casados, y si quieres que tengamos una relación sana y duradera, debemos ser sinceros. Te hice una pregunta y tú no quieres responderla, argumentando que no tiene importancia cuando para mí, tu esposo, sí la tiene.
    —Está bien, está bien. Sí, lo hice. ¿Estás contento?
    —¡¿Sí lo hiciste?!
    —¡¿Ves?, por eso no quería decírtelo! ¡Mira cómo te has puesto!
    El hombre empieza a arrojar todo lo que se atraviesa en su camino, la lámpara, el reloj, el florero, incluido la caminadora; le da un puntapié y sale perdiendo porque comienza a brincar a causa del dolor en la espinilla.
    —¡Me molesto porque con esa boca me has besado! Y no sólo a mí, a mi madre, a mi padre, ¡a toda mi familia!   
    —¡Ay, qué barbaridad! —dice sarcástica—. Les contagié algo muy maligno, se van a morir. Llama a una ambulancia, ¡pronto!
    —¡No te burles!
    —¡Eres un hijo de puta!
    —¡La puta eres tú! Le chupaste la verga a alguien y así me has besado, ¡cuántas veces! No puedo creerlo, no puedo creerlo.
    —¡Todo estaba bien hasta que tu amigo el evangélico te metió esas estúpidas ideas.
    —No es evangélico para tu información.
    —Me da igual.
    —No puede ser, no puede ser… ¡¿A quién fue?! ¿A tu ex novio Pedro, el músico?; ¿a Juan Carlos, el maestrito de danza?; ¿a Javier, el que se robó tu perro?
    —Mira tú… ¿Eso te excita? ¿Que te diga a quién se la chupé?
    —¡Vete a la mierda!
    —¡Eso me hubieras dicho cuando me prometiste amor en el altar!  
    —El sólo hecho de pensarlo… ¡Argh, qué asco!
    —¡Ah, sí, ahora te doy asco! Yo te dije claramente: “Tuve novios”. Fui sincera contigo.
    —¡Pero no me dijiste que les chupaste la verga!
    —¡Ah, sólo eso me faltaba! Te iba a decir todos los detalles.
    —Lo que hiciste no tiene perdón. Esto se acabó.
    —¿Ahora se acabó?
    La mujer, enfadada, se aproxima determinada al hombre. Este retrocede, mostrando su repulsión.      
    —Déjame, ¡¿qué haces?!
    —¡Voy a salvar este matrimonio, aunque no sé por qué!
    —¡Déjame! ¿Me vas a ser lo mismo, maldita puta?
    —¡Aquí tienes a tu puta! De saber que esto iba a suceder, hace tiempo que te lo hubiera hecho.
    —¡Te dije que me sueltes!
    La mujer ha bajado el pantalón y el calzoncillo del hombre. Está arrodillada y se ha amarrado a las piernas velludas  y flacas de su marido.
    —¡Suéltalo, suéltalo! Te juro que si no me sueltas…
    Y el hombre ha levantado su puño, pero se ha detenido porque si la golpea, ella puede trozar su delicado miembro. Él piensa que se va a vengar  de todo el insulto que le dijo y se ha preocupado terriblemente.
    —Suéltalo por favor. Esto… no es ninguna broma.
    Tiembla como un chiquillo, mas ella sigue en lo suyo, chupando, succionando. Entonces no le queda más que dejarla hasta que termine. Mala idea, porque en el momento en que la deja, ella da rienda suelta a su experiencia como mujer  y “puta”. Sucede lo que tenía que pasar. Al hombre le está gustando y, en menos de dos minutos que ocurrió todo, echa toda la descarga de semen a la garganta de la mujer. Después se levanta y le planta tremendo beso  a su marido.
    El hombre no puede ni hablar y los densos hilos lechosos aún escurren en las comisuras de su boca. Respira con dificultad y ni siquiera se puede mantener en pie. La mujer sale del baño. Se ha lavado los dientes y le ha soplado a la cara del hombre como con cierta malicia.
    —A dónde, ¿a dónde vas?  —pregunta él, luego de ver que la mujer se dispone a salir a la calle. Lleva encima un abrigo y se ha puesto las botas que usa para las fiestas.   
    —Voy a saludar a tu madre. Lo haré de beso; también a tu padre y a toda tu familia, ¿no te importa o sí?
    La mujer espera la respuesta con una sonrisa cínica en el umbral de la puerta.
    El hombre está como idiota. Después de pensar por casi un minuto, por fin responde:
    —Espera. Yo… yo te acompaño.
    —No hasta que me pidas perdón.
    Ambos se quedan mirando y ella está más segura de conseguir lo que quiere que él, de recuperar su vida íntegra y decente, ya extraviada.
    —Perdón, mi amor. Tenías razón. Al diablo con el pasado.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Los jeans de José Luis



    Es un día como cualquier otro en la vida de José Luis, o al menos eso es lo que ha pensado después de que saltara de la cama. Se viste, lava su cara, se rasura y se peina, echándose bastante gel en los cabellos. Está oscuro y hace frío allá afuera porque se acerca el invierno. No encuentra el saco gris que le gusta, así que se encima el saco de gamuza que casi no le agrada. Es tarde, eso dicen todos los relojes. Sabe que habrá tráfico, lo sabe porque están reparando la avenida. De nuevo regresa a la alcoba, pero esta vez es para despedirse de su esposa quien sigue en la cama y, puesto que yace todavía con un pie en el país de los sueños, apenas si le contesta con un incoherente “sí, mi amor, está en la cocina”.
    “¿En la cocina?”
    “En la cocina, mi amor”.
    “Descansa”.
    “Sí, mi amor”.    
    Ha llegado a la escuela con retraso de cinco minutos pero que nadie le arguye porque se trata del nuevo profesor de Matemáticas. Se adueña del escritorio y comienza a pasar lista a la vivaz clase que no tiene ojos más que para él. No se da cuenta del revoltijo de pensamientos que ha provocado a sus alumnos desde que entró por aquella desvencijada puerta. Es la primera vez que llega a la escuela vistiendo de jeans azules, esos jeans que su esposa le compró un día de su cumpleaños y que por cierto, ya sabe que cuestan muy caros (quién sabe por qué si todos se ven iguales), por lo tanto consideró usarlos, al menos una vez al año. Dos, si le resultan cómodos.
    Debajo de la llamativa hebilla, sobresale un monumental bulto producto de la naturaleza tan sabia, o eso es lo que parece. Cada que se coloca frente al pizarrón, las niñas no pueden evitar mirar hacia otro lugar que no sea la vistosa entrepierna del hombre, de por sí viril y guapo; aunque tratan de evitar la irremediable inercia, su mirada es arrastrada por una imperiosa necesidad de saciar su recién despertado apetito femenino. Los chicos, de apenas catorce años, se muestran ofendidos, y también muy enfadados de sentirse rebasados ante tal muestra de hombría del macho alfa, del maestro que levanta suspiros a las niñas de sus amores.
    Viviana está sentada en la dura butaca, mordiendo la pluma, mordiendo. Nunca había estado tan excitada con un maestro, un maestro de la talla de José Luis. Es un hombre joven, amable, inteligente, guapo, robusto, etcétera, que calza botas picudas, unas botas de cuero de serpiente. El hombre tiene el pie grande y Viviana piensa que si tiene el pie grande, también el pene lo tiene grande como bien lo anuncia su abultada entrepierna. Viviana sigue mordiendo la pluma sin escribir todavía nada en la hoja blanca de su cuaderno de notas. Está sudando. Cruza la pierna de un lado y la vuelve a cruzar después de cinco minutos. José Luis sigue hablando de la a y de la b: de la solución a la ecuación, pero Viviana está pensando en lo misterioso que debe ser el pene de José Luis, porque hay muchas clases de penes, lo sabe ella. Los hay pequeños, largos, gruesos, delgados, con punta, sin punta, etc. De todas las niñas de la clase, Viviana, dice ser la que tiene mayor experiencia en todos los ámbitos de lo sexual. Ya tuvo sexo. Se ha cogido a un chico, a su tercer novio en el Día del amor y la amistad, suficiente para presumir a las precoces amiguitas que la suelen escuchar fuera de clases. Ha cogido a uno, pero ella suele decir que se ha cogido a diez, incluyendo a un policía. Su cuerpo está muy desarrollado y por ende las compañeras le creen. Sus piernas estás carnudas. Su pecho sobresale y por si fuera poco, tiene unas nalgas fuera de lo común. Fuma a la salida de la escuela y se cree la futura modelo de revistas de moda. Algunos maestros como José Luis, piensa que con esa carita divina que tiene, puede que lo consiga la muy bribona.
    José Luis sigue en lo suyo. Escribe y escribe. Viviana imagina a José Luis frente a su butaca. Ha detenido la clase porque ya no aguanta más el deseo corrosivo que lo devora por dentro, el deseo sexual que siente por su bonita estudiante. Coloca una rodilla al suelo y posa sus manos grandes, cubiertas de gis (tiza), encima de las rodillas desnudas de Viviana. Las besa con adorador delirio. Poco a poco, él va deslizando sus húmedos labios hacia arriba, subiéndole la falda y descubriéndole los beatíficos muslos, atrapándolos con los dedos fuertes. Ella lo deja, lo deja que la manosee. “Son tuyas, son tuyas”, ha dicho con la respiración entrecortada. Magnetizado por los marfilados pilares, sediento, él hunde la cabeza entre los tersos muslos, buscando desesperadamente comer la fruta. Una vez que la libera de su conservadora funda, comienza a comérsela con vehemente apetito. Mientras José Luis sigue con su estúpida ecuación, Viviana, con su impúdica imaginación, está mojando su algodonada ropa interior.
    Ahora veamos qué pensamientos tiene Maribel, una chica alta, seria y, aunque no lo reconozca, de baja la autoestima por poseer todavía un pecho plano a su joven edad. Es algo matadita porque lleva un promedio de ocho y nunca ha sacado un cinco de calificación en ningún examen. Se sienta a dos filas de Viviana, la ha escucha alardear y siente pena por ella, por lo zorra que se muestra con los demás, como si resultara un orgullo regalar la vagina a cualquier hombre. Pero en este momento, ella y Viviana han pensado lo mismo, que el maestro de repente se da cuenta de que está loco por ellas, y se acerca a Maribel y Maribel no puede creer lo que José Luis está a punta de realizar y frente a toda la clase. Comienza a desasirse del cinturón, frente a ella, frente a su butaca. Abre el pantalón en V y libera dentro de una espesa mata de vello púbico, el enorme cuerno de toro que apunta palpitante hacia su ruborizada cara. José Luis sin pedirle permiso, levanta la barbilla de Maribel y clava su hinchada serpiente a la boca deseosa de Maribel. Apenas puede respirar, pero Maribel sigue tragando. Ella cree que puede tragarla completita y lo va intentar porque está exorbitantemente excitada. ¡Impresionante, lo ha conseguido! José Luis está orgulloso y acaricia la cabecita de Maribel como si fuera un cachorrito que ha aprendido nuevo truco. Maribel, con toda la cara alargada, da permiso para que José Luis dé comienzo a su apremiante movimiento pélvico. Es aquí donde la dejamos y giramos la mirada para a ver a otro alumno, uno que no esté escribiendo ni escuchando al profesor, ya que sólo de esta manera podremos entrar a su mente y hallar lo que tanto nos interesa.
    Raquel es una muñequita de porcelana. Es de baja estatura y le hacen burla de que parece de sexto de primaria. No lo es, de hecho es más grande que Viviana y Maribel: cuatro meses más grande. Le gusta escribir poemas, pero no de amor porque los considera cursis. Le gusta dibujar. Escanea sus dibujos y luego los ilumina con algún programa de coloreo. Lo hace bastante bien. Suele subir sus dibujos terminados al Facebook donde recibe buenos comentarios, principalmente de niños, niños mucho menores que ella: sus primos, y vaya que son muchísimos. Le piden que haga dibujos para ellos. A veces lo hace, cuando tiene tiempo y deseos. Le gusta la música pop, música nacional. Bien, esta pequeñita no se escapa de tener fantasías de mujer. Suele disimularlo muy bien, pero le gustan los hombres mayores. Ella se imagina que el maestro la ha pasado al pizarrón a dar solución a una estúpida ecuación de primer grado cuyo despeje resulta ridículo para ella. El profesor, desde su escritorio, ha quedado muy complacido de su desempeño, por lo que ahora le gratifica con dejarle tocar la hinchada entrepierna. Tímida, ella se acerca hasta el escritorio donde él está sentado confianzudo, con las piernas abiertas. Él la vuelve invitar y esto da confianza para que todo el recato desaparezca. Levanta la temblorosa mano y palpa. “¡Dios!” Toca y sigue tocando como si dibujara, sintiendo la excitación manar desde dentro de sus dedos hacia todo su sistema circulatorio. “¡Dios, esto está delicioso!” De pronto está ella con la mejilla y la boca frotándose contra el duro bulto: oliendo, amasando y besando la  rugosa zona de mezclilla. A ella no le interesa sacar el miembro, ni verlo. Se excita de esta manera desde que por accidente, tocó el duro miembro de un hombre maduro.
    Romuel, jovencito alto y obeso, está imaginando que José Luis lo ha levantado de la butaca, que le ha desnudado y que lo está amenazando con violarlo si rápido no confiesa que le atraen los hombres. El enorme miembro de José Luis se encuentra en el aire, dispuesto a acometer de un momento a otro sin la mayor consideración hacia el muchacho. “Yo no soy gay, ¡no lo soy!”, dice, pero en su habitación, él se mete una gran variedad de desarmadores en el culo, tratando de ensanchar su ano para que cuando se meta un miembro de a de veras, no le duela como él piensa que debe doler. Mientras tanto el profesor sigue jugando con el apretado ano de Romuel, hasta que éste, no aguantando más su evidente excitación, sujeta el aparato por él mismo, enterrándoselo, en un angustioso pero liberador desahogo.
    Vaya, hemos visto cómo los estudiantes han entrado en calor con los pantalones ajustados de este atractivo hombre. Pero no solamente fueron los alumnos de su clase, sino también le sucedió lo mismo a las profesoras: mayores y jóvenes. Después de clase hubo junta en el salón de reuniones y la maestra de Inglés (joven mujer de 27 años), no pasó por alto la ceñida prenda del profesor José Luis, sentado al lado suyo. Mientras escuchaba a la directora, imaginó que él y ella quedaron de verse en el motel Jardines, a siete cuadras de la escuela secundaria. Importando poco que los dos estuvieran casados, están dentro de la modesta habitación. Él la ha levantado de las nalgas y ella se le ha colgado del cuello, apenas se cerró la puerta. La penetra haciendo a un lado la prenda íntima y, como animal, se la coge en un frenesí pasional.
    La maestra Laura de Filosofía, de casi cincuenta años, se ha sentido como una colegiala excitada, luego de que el profesor José Luis se le acercara para saludarla cordialmente de beso. Por supuesto todo esto sucede bajo la ignorancia de José Luis, quien llega cansado a su casa y con deseos de tomar una urgente siesta. Su mujer en cuanto se da cuenta que lleva puesto el pantalón que le regaló en su cumpleaños treinta y tres, se excita nomás de verlo, pero es una excitación acompañada de un intenso rubor de celotipia. José Luis quería descansar pero sucede que María, su esposa, tiene unas inusuales ganas de coger mientras el niño está distraído, jugando con sus videojuegos. Lo monta y ella sola se inserta en el pequeño pene de su marido, pero que con esos jeans, quién sabe cómo, pero le ha triplicado su tamaño.
    Todavía no termina el mes, pero cuando José Luis vuelve a buscar esos mismos jeans que le dieron suerte, descubre que ya no se encuentran en su guardarropa ni en ningún otro lado de la casa, y es que María se ha dado cuenta que es mejor tener a José Luis junto a ella que andarlo presumiendo con otras mujeres, especialmente con algo que no posee. Lo que no sabe José Luis, es que tiene un pene pequeño, más pequeño que el promedio pero eso, si ya no le importa a su mujer, para qué diablos continuamos con esta historia.         

viernes, 14 de diciembre de 2012

Álbumes



Mi querido amigo, espero te encuentras recuperado de la fractura que tuviste; espero que con ello hayas aprendido la pertinente lección: no montar jamás una moto si la borrachera te lo permite. Te alegrará saber que pronto estaré en la ciudad. Estoy arreglando unos pocos asuntos y en cuanto lo haga, te visitaré para que hablemos muy a  gusto sobre los temas que nos interesan. ¡Tengo mucho que contarte! Déjame adelantarte algo. ¿Recuerdas las fotografías que tomé para la revista Sombras? Aquella, la del anarquista, creyéndose todo un libertador arriba de un autobús. Te cuento, que por ellas un tipo me contactó. Fui a su oficina. ¡Amigo, qué casa! Se notaba que el tipo tenía dinero. Pasé por un retén y hasta parecía que iba a cruzar la frontera, qué cosa. Dijo que me había llamado porque conocía bastante bien mi trabajo, yo lo dudaba, pero luego me mostró las fotografías que publiqué para las revistas En concreto, Sangre y lucha, Personajes  y también las entrevistas que hice para el periódico Oportuno. Dijo admirar mi seriedad y mi profesionalismo para guardar los anonimatos. Se refería al secuestrador del parque, al padre pederasta y al lugarteniente del Ceso, jefe del cártel de Los Martilleros, tipos que entrevisté, según recordarás también. En sí, quería que sacara fotografías para él, fotografías profesionales. Le dije que yo no era ningún profesional sino un aficionado con mucha suerte. Se echó a reír. Firmamos un convenio. Salí de allí y, dos días después me llamó para una sesión de fotos. Me pagaba por hora. ¡Amigo, qué buena lana me ofreció! El viejo me presentó con la modelo, ¡qué chica tan guapa! Imaginé por dónde iba la cosa. El viejo me indicó dónde tenía que fotografiarla, lo seguí, la puerta se abrió y, ¡zas! Tenía todo un estudio para hacer cine. El viejo se fue a sentar a un rincón. La joven comenzó a desnudarse. Saqué veintidós fotografías por seguridad. Siete de perfil, dos de cara, seis de espalda, etc. La chica ya tenía experiencia por lo que facilitó mi trabajo. Me gusta fotografiar los rostros. Las expresiones principalmente. Hasta hice al viejo que le lanzara a propósito una pelotita que hice con un calcetín de ella. Ella la esquivó, después tenía que atraparla. Este juego a ambos les divirtió. Terminamos pronto. Fuimos a la oficina del viejo, yo guardaba mi material mientras el viejo pagaba lo convenido con la joven. Ella tomó el efectivo, no obstante, antes de que la joven se diera la vuelta para marcharse, el viejo hizo un ofrecimiento indecoroso (ya vez, siempre los hay). Antes de las fotografías, el viejo la había entrevistado. Sabía que tenía un hermano, por lo que el ofrecimiento fue éste, tal cual: “Si traes a tu hermano y lo convences de fotografiarte con él, desnudos, estoy dispuesto a pagarles 35  mil pesos. Piénsalo y si aceptan, avísenme para concertarles una cita con mi fotógrafo personal”. Yo no dije nada pero estaba igual de pasmado que ella.
    Debí fotografiar, a lo largo de tres meses, a veinte modelos. A todas ellas, el viejo libertino había hecho el mismo ofrecimiento indecoroso. Y las que no tenían hermanos, pedía que se fotografiaran con el progenitor, o con un familiar suyo pero que fuera hombre. Me estaba dando gusto que nadie aceptara dicho ofrecimiento asqueroso, cuando, a las tres de la madrugada, justo cuando me encontraba durmiendo apaciblemente sobre mi cama, recibí la orden de presentarme a la casa del viejo para una nueva sesión de fotos a la cual llegué con poco retardo y de mal humor.
    Acompañando a una bellísima modelo, estaba un muchachillo como de 17 años. Hice lo que el viejo pidió. Todo fue mi profesional y respetuoso. Me tomó trabajo tranquilizar al muchachito que estaba temblando y sumamente avergonzado de que le tomara fotografías a su flácido miembro. El viejo salió a media sesión de las fotos para luego regresar con un carrito lleno de bocadillos y bebidas alcohólicas. Sobre la charola, estaba el dinero pactado y también una propina. Dijo que era para festejar la valentía del muchachito, que pudo tomar aire cuando le entregué la bata, habiendo concluido la sesión. Pasaron veinte minutos entre bromas y brindis.  Y cuando nadie lo esperaba, el viejo sorprendió a todos con el siguiente ofrecimiento indecoroso: “Les doy 50 mil más, si se realizan sexo oral mutuamente y se dejan fotografiar para mí. Los dejamos solos para que lo platiquen”. Los escuchamos discutir frente a una pantalla de computadora. La joven era la que trataba de convencer al muchachillo, con ademanes, con gritos, después le habló con suavidad. Tenían problemas financieros. La familia. Ella también, que había chocado el auto de su novio. “Será sólo un rato, un rato, cinco minutos, sólo un rato”, no se cansaba de decir la joven. Total que aceptaron. Nos fuimos a otra habitación. Una recámara. El viejo se fue a sentar en un taburete, con vista a la cama, a razón de no perderse detalle alguno. El muchachillo se recostó de espaldas sobre el edredón. Ella se subió encima de él. Ambos abrieron las piernas y metieron la respectiva cabeza entre los muslos de cada uno: torpemente, vergonzosamente, en un decente 69. El viejo dio la orden del inicio de la sesión y ambos comenzaron a lamerse los genitales. “¡Trágalo, trágalo!”, gritó de repente el viejo, tremendamente excitado.  La mujer tragó el semen como le indicaron. Se levantó. Pidió con urgencia un baño. “Derecho y a la izquierda” dijo el viejo. La sesión por segunda ocasión, concluyó.
    Esa misma semana llegó otra joven, acompañada con un hombre de su misma edad. Era su gemelo, según dijo. El viejo no era tonto, pedía las credenciales y las fotografías que lo certificaran. Descubrió que eran falsas. Tenía un hombre a su servicio que le ayudaba al obligado cotejo. Lo vi por primera vez cuando el viejo dudó en primera instancia. Lo llamó desde su oficina. El hombrecito entró y se llevó las fotografías para su necesario análisis. Después regresó y entregó el veredicto. “Son montajes”. El viejo los despidió y recibió de ellos unos cuantos calificativos que remarcaban su despertado enojo.
    De las veinte modelos que fotografié, sólo tres regresaron acompañadas. La primera, es a la que hice referencia. La segunda, es la que presentaron documentos falsos. La tercera, la modelo llegó junto con un tío por parte de su madre. Tomé fotografías de ellos desnudos. Se les hizo la misma oferta indecorosa. Y aunque el tío quería, la modelo no lo permitió. Salió enfadada de la casa, enfadada con el tío, con el viejo, conmigo.
    La gota que derramó el vaso para que yo rompiera definitivamente contrato laboral con el viejo, te cuento, fue por lo siguiente. Me  citó en un lugar. Y mientras me dirigía hacia allá, se me emparejó un auto sobre la carretera Toluca. ¡Qué espanto! Nunca me había asustado tanto. Me tranquilicé un poco cuando  me dijeron que venían de parte del viejo; dijeron que había cambiado de opinión sobre el lugar de la cita y que ellos me llevarían. “Puede llamarlo”, dijeron, y así lo hice. Me contestó el viejo. No mentían. Me pidieron que subiera a su auto y, vacilante, lo hice. Vi que dieron más vueltas que las que recuerdo. Me llevaron hasta una vieja casa abandonada, como si fuera un rapto. El miedo me atenazaba las entrañas. Pensé: “El viejo quiere borrar huellas, quiere desasirse de mí”.  Me tranquilicé cuando pude saludar al viejo. “Esta vez usarás esto. No hagas preguntas.”, me dijo, y me entregó una máscara de luchador. Él tenía otra. Me condujo hasta donde había un grupo de personas. Una mujer estaba llorando. Vi las pistolas y tuve deseos de retroceder y salir huyendo. “Es una actuación”, manifestó el viejo. ”Tú sólo dedícate a lo tuyo y todo estará bien”. Pero no era ninguna actuación el llanto desgarrador de la joven mujer, ni mucho menos los insultos humillantes de los hombres armados hacia los que me parecían eran los cautivos. “¡Tráiganlos!”, ordenó el viejo. Me pareció que el viejo se había hecho de lo servicios de un grupo de rufianes, para qué cosa, estaba a punto de saberlo. Me pareció que habían secuestrado a una pareja, y a la que obligaron a desnudarse frente a la lente de dos cámaras. Una era la mía y otra era de un fulano que videogrababa. “Tú te la vas a coger, ¡¿me oíste?!”, le dijo al sumiso hombre. Los amenazaban con matarlos si no aceptaban cogerse.  Yo no podía creerlo. Mis manos temblaban.  Me obligó a fotografiarlos. Yo temía por mi vida si me negaba. El chico comenzó a darle por el culo sin la mayor vacilación, eso hizo despertar mis primeras sospechas de que el muchachillo y el viejo, habían confabulado para llevar a cabo semejante bajeza (más tarde me lo confirmaría el mismo viejo). “Riégaselo, riégaselo por todo el culo”, le ordenó. “¡Tú -dirigiéndose a mí-, fotografía ese culo bañado por la leche, hazlo!” Cuando concluyó, el viejo hizo llamar a otra pareja que escondían en el interior de una camioneta. Un hombre grande y obeso, se acercó acompañado de una esbelta jovencita que lloraba inconsolablemente. “Tú te la vas a coger si quieres que viva”, le dijo al hombre. “No puedo hacer eso: ¡es mi hija!”, chilló. “Entonces despídete de ella. ¡Llévensela!”, ordenó. El hombre corrió a hablar con la chica. Supe de inmediato que éste también había confabulado con el viejo para montar el escenario y hacer creer a la adolescente que fueron secuestrados y que, no habían tenido otra opción. Fue asqueroso. Me destrozó el corazón los gritos de la jovencita. El hombre se la jodió por el culo como enloquecido toro, hasta dejarla inconsciente.
    El viejo y yo regresamos a su casa, solos, según para revelar las fotos. En su oficina, comenzó a armar un álbum. “Hay mucha gente libertina que hace lo que sea, con tal de cumplir sus fantasías o caprichos sexuales”, me decía, metido en la tarea placentera suya de ordenar las fotos. El álbum comenzaba con las fotos de niños, los hermanitos que, con el paso del tiempo iban creciendo, hasta el instante en que los había fotografiado cogiendo. Terminó uno, siguió con otro. Reconocí algunas de mis fotos. Frente a mi nervioso silencio, dejé que hablara todo lo que quisiera. Armó unos cinco álbumes. Se me quedó grabada la fotografía de un padre de familia, cargando a su pequeña hija. La última foto que metió en ese álbum (y al que llamó Papá e hija), fue la foto que tomé, hacía apenas unas horas. “Es una excelente fotografía, usted sí tiene ese tacto; mire ésta, por Dios. Justo cuando el hombre atraviesa por el orgasmo”, decía el viejo. “¡Y ésta, la niña a un paso del desmayo, como si lo disfrutara! Me fascina su trabajo. Tomar una foto no es cualquier cosa, por eso no me atrevo hacerlo ni dejárselo a cualquiera”. Luego se quejó de las fotografías de las revistas para caballeros. “Hacen retoques a la modelo y eso es la peor atrocidad que deben evitar cometer en su trabajo. Lo mejor es lo natural, sin retoques, usted me comprende. Mienten a la gente, se burlan de ella”. Compartí su opinión. “Y ahora abusan con toda la tecnología que existe”. Después dijo: “Supongo que quiere dejarme. Todos lo hacen, después de estos montajes como el que acabó de ver. Es difícil encontrar buenos fotógrafos como usted, le sugiero que lo recapacite bien. Nunca va encontrar trabajo mejor remunerado que este”. Trató de persuadirme de que continuara con él, cosa que no logró. Pagó todo lo que me debía, incluyendo  lo de ese espantoso día y añadió otra suma, un regalo, según dijo. Antes de irme, con tono que no me agradó dijo: “Espero que sepa guardar la confidencialidad que prometió tener conmigo.” Fue esa pausa que hizo la que me obligara a cambiar inmediatamente de residencia. Nunca estuve tan nervioso y tan paranoico como lo estuve en toda esa larga semana.
    En fin, todo eso lo dejé atrás. Siento asco de que todo eso esté sucediendo, de todo lo que hice. Es lo que me causa tanta ira. Bueno, querido amigo, ya te dije algo y el resto lo platicaremos en persona. Sin más por el momento, se despide de ti tu gran y sincero amigo.

viernes, 19 de octubre de 2012

Relato de una mujer cachonda


Comprobé que era una persona sexualmente deseable cuando, vistiendo leggis, faldas cortas o jeans ajustados, ponía nerviosos hasta a los hombres de mi propia familia. Comencé a vestirme provocativa desde muy chica y llegué a pensar que podía tener a cualquier hombre que yo deseara. Me gusta salir a la calle y mostrar mis piernas. Me gustan mucho mis piernas, especialmente cuando uso tacones y hago bastante ruido al caminar, como si me anunciaran. En la escuela, en los salones de clase, los maestros tenían que cerrar la puerta cuando escuchaban mis tacones aproximarse a su salón, me causaba gracia; sigue siendo lindo que me consideren una distracción, hay gente que suele pasar desapercibida y pienso que eso es lo más horrible del mundo. Suelo interrumpir conversaciones, quehaceres, obligaciones, lo que sea; me encanta que volteen a verme: hombres, mujeres, de cualquier edad. Me gusta seducir a la gente, mamá dice que lo hago desde que era una niña pero ahora soy muy consciente de mi coquetería y sé que me aprovecho de eso. Si les contara que hasta ilusioné a algunos maestros de mi escuela y hasta al director del plantel, y si no me creen, pregunten por qué tengo ocho de calificación final en mi certificado, cuando por lo menos, merecía un tres. Yo no aprendí nada de la escuela, nunca me interesó. Darme cuenta que era una mujer atractiva fue algo que me llegó y consideré como un regalo que Dios me debía, ya que hasta la secundaria, nadie me pelaba por la razón justificada de tener un cuerpo de tabla. No saben las veces que lloré en el baño. Llegué a sentir vergüenza de que todas mis amigas tuvieran su faje con su novio y yo nada, que no tuviera a nadie; mas sucedió en mí algo como una metamorfosis, sucedió que el gusano se transformó en linda mariposa y para pronto, quería volar desde ya.
    A excepción de mis dos mejores amigas, todos pensaban que ya había perdido la virginidad con uno de los tantos chicos que me mosqueaban, que anduve arrastrando. Por mi parte, habría perdido la virginidad desde hace mucho, porque ganas no me faltaban;  lo que sucede es que tenía un miedo pavoroso a quedar embarazada; ningún método anticonceptivo para mí era de mi fiel confianza (ya saben, lo que es ser ingenua). No quería que me sucediera como lo que le ocurrió a mis dos hermanas mayores: que las dos eran madres solteras y con un montón de chamacos arruinándoles la existencia (pobres estúpidas). Mamá fue muy clara en advertirme que si con ese ejemplo no aprendía yo nada, mejor que me «largara de casa». Estaba amenazada al igual que papá, que por cierto, la tía nos contó que en el pasado, el muy desgraciado nos abandonó para irse a vivir con una zorra. Seis meses después llegó papá de rodillas a la puerta del zaguán y pidiendo perdón a mamá. Total que regresó nuestro papá (de todo esto yo ni cuenta me di). No es que haya recordado de pronto que tenía familia, sino que la diabetes le empeoró la salud, y para colmo, la zorra no le dejó ni un centavo para gastar (le salió cabrona, como debe de ser). A Papá lo recuerdo siempre sentado en su viejo sofá, con sus lentes colgando de su nariz y leyendo el periódico del día que le traía mi hermano por conmiseración. Lo recuerdo como un hombre sumiso e inútil.
    Como decía, tenía yo un miedo brutal a quedar embarazada, pero al mismo tiempo, sentía unas ganas tremendas de tener sexo con alguien. Me acariciaba y me gustaba; y precisamente porque me gustaba, pensaba yo que el placer se incrementaría bastante si eran otras manos las que tocaran y acariciaran mi piel. Justo a la hora de dormir, parecía yo gata en celo al momento de cerrar la puerta de mi habitación. Después de ver algunas películas porno en la computadora, desnuda me iba a la cama. Abría y levantaba las piernas; posaba mis dos dedos sobre el pubis, los labios, toda esa zona. Me gustaba y no me cansaba de oírme. Tenía unas ganas depravadas por levantar una verga, es decir: que esa verga se despertara y se inquietara por considerar mi cuerpo toda una delicia, toda una exquisitez del más estricto chef; ah, pero no quería cualquier verga, quería una verdadera verga como las que veía en esas películas tres equis (a falta de conocer una real). Había visto el pequeño pene de un niño (de mis sobrinos jaja), y me preguntaba yo: “¿Esa porquería de pene llega a convertirse en una verga?: pues préstenme una para cultivarla ¿no?, jaja”.
    Deseaba anhelosamente una verga para mí solita; quería acariciarla, olerla, palparla con la punta de mi lengua; saborearla y chuparla como si fuera mi biberón. Verla crecer. Mi primer sustituto fue una zanahoria que robé de la cocina, jaja. Entró fácil pero no me calentó nada. Como estaba decidida a que un día me iba a entrar «verdadera verga», probé con un plátano, y después con un enorme pepino que entró completito. Me dolió un poquito porque no lo lubriqué adecuadamente. Después me compre uno de esos vibradores (y que todavía conservo, ustedes saben). La cosa fue distinta con este maravilloso juguete, porque con ese sí disfrutaba de lo lindo. El canijo juguetito se movía hacia adentro, daba vueltas, y uno podía controlar la velocidad de su movimiento. Ajúuua. ¡Se convirtió en mi juguete favorito!
    El coraje que tuve fue el de enterarme que una compañera de la escuela, una ñoña, tuvo sexo con uno de mis ex novios. Por mí que se quedara con él (que por cierto, resultó ser una buen chico porque reconoció al niño y se juntó con ella), pero lo que me molestó realmente fue que esa ñoña, ya la había probado, había sentido la verga de un hombre mientras que yo seguía con mi pinche aparatito para desesperadas. Quería ver una, quería tenerla frente a mí, tanto, que un par de veces mi primo me sorprendió viéndole la bragueta, imaginándome abriéndosela y extrayendo el bello aparato con mis temblorosos y excitados dedos; sí, admito que quería verla, y admito que quería comérmela si me hubiera dejado. Qué feliz habría sido si me hubiera dicho aunque sea con los ojos: “¿La quieres? ¡Es tuya!”; y aunque sabía que no iba a ser tan magnífica como la de un actor porno, sí iba a calentarme y bastarme. Veía tanto esas películas que hasta me había rasurado todo el vello del pubis, a fin de que mi vulva luciera igual a la de esas putas viejas. Por ingenuidad pensaba que así era como debía lucir una vulva de mujer. Hasta la fecha, me gusta mi vulva cubierta de pelos. No miento en decir que se asemeja a una bonita flor, con sus pétalos sedosos y rosados, saludando al que la disfrute observar. Ya no me rasuro desde que dejé de ver esas estúpidas películas  para machistas.
    Aquel día me desperté como a eso de las tres de la madrugada, bien cachonda, como nunca antes en mi vida había ocurrido. Me había ido a acostar temprano porque según me sentía yo mal (un pretexto, porque la verdad es que me había enojado con mi novio por una tontería que no recuerdo). A la casa había llegado toda la familia y un montón de gorrones, digo, conocidos nuestros para festejar el 16 de Septiembre. Había música y mucha comida. Estaban también nuestros vecinos y compadres de nuestros papás. Estaban también los nuevos pretendientes de mis dos hermanas: en conclusión, un desmadre. Se quedaron a beber, a cantar y a bailar hasta muy de madrugada. Escuchaba sus sonoras  risas de todas estas personas desde mi cuarto. Tal vez era su energía, su vibra, lo he pensado, el caso es que yo ardía, ardía en deseos de tener sexo. Aparté el cobertor porque sentía una clase de calor que no podía aliviarse con echarse un poquito de aire con un ventilador; aparté también la sábana y, quedando completamente desnuda, comencé a acariciarme vigorosamente. Comencé con los senos, largo rato, hasta que terminé frotándome la entrepierna. Tuve un primer orgasmo y no me pude detener; quería más, más, ¡más, por el amor de Dios! Me coloqué boca abajo y apoyada con mis rodillas, levanté mi culo, alto, muy alto (a veces hacía esto para calentarme más rápido, para imaginarme que tenía un hombre detrás de mí). Ojala llegara alguien y me la metiera, pensaba yo. Ojalá, ojalá…. Sentía que ardía por dentro  y más de una vez pensé en bajar a donde estaba la fiesta, bajar para buscar lo que imperiosamente pedía mi cuerpo; es decir: que quería yo una verga para meterla con urgencia a mi culo. Y mientras hundía mis dedos por los dos agujeros, pensé en mi querido vibrador que estaba a metro y medio de distancia de la cama, adentro del ropero y envuelto en una blusa que ya no usaba. Pensé en buscarlo, traerlo y usarlo, pero no lo hice, no lo hice porque me encontraba ya demasiado caliente para romper el delicioso ritmo. Mis dedos me deleitaban pero no bastaba, ¡no bastaba! 

    Repentinamente la puerta se abrió. Debió alguien escuchar mi ruego, mi suplica en voz alta. Ya lo he dicho, todos esos hombres me deseaban. Las luces se prendieron. ¡Apágala, apágala y cierra la puerta!, le dije sin voltearlo a ver,  sin romper mi maravillosa postura. Entrando se encontró con lo mejor que podía regalarle el mundo: mi deseoso culo. Mis dedos  seguían moviéndose desde la parte de abajo. Sabía que era un hombre (lo sabía porque lo había llamado, jaja). Escuché su jadeo. Métemela, le rogué, métemela por favor.  Me pareció que de eso pedía su limosna porque al instante sentí sus manos posándose sobre mis caderas. No me importaba quién fuera, yo sólo quería que me la metiera; quería solamente su verga, ¡su verga! Palpó mis nalgas hasta separarlas. Fue palpando hasta colocarla adonde apuntaban mis dedos. Yo misma la dirigí. Sentí la puntita caliente: húmeda y palpitante, ¡ah, ricura! Se fue hundiendo, deslizándose deliciosamente hasta que encontró su primer obstáculo: las paredes que la atraparon. Empujó suavemente, hundiéndose más profundo. Liberé un delicioso ruido. Volvió a empujar  y sentí que llegó la muy cabrona hasta la matriz. Gemí de frenesí. Dios mío, ¡sí que era larga! Me empaló totalmente, allí fue cuando me volví loca. Ah… ah…ah comenzaron las dolorosas pero deliciosas embestidas que tanto tiempo anhelé. ¡No te detengas, por favor no te detengas!, le pedía, al mismo tiempo que estrellaba su pelvis contra mis nalgas. Mi vagina chasqueaba y era música para mis oídos.
    Terminó pronto (o se me hizo poco el tiempo) pero no me importó porque ya había tenido esa noche tres prolongados orgasmos casi consecutivos. Estaba feliz. Apagó la luz y cerró despacito la puerta al tiempo que yo seguía sintiendo los placenteros espasmos en mi entrepierna. Estaba cansada y muy satisfecha por la cogida que el desconocido me había dado. Amanecí desnuda, e incluso meada, en el mismo lugar que me dejó cuando él se desprendió de mi cuerpo. No sé quién me cogió, pero se lo agradezco  porque desde ese día, el fuego que sentía yo por dentro, se apagó, regresando a su estado de apacible normalidad.
    Si me preguntan que por qué no estoy preocupada si pudo haber sido uno de mi familia, sí, puede ser, pero qué más da si yo fui quien se lo pedí. Pudo haber sido mi padre, pudo haber sido mi hermano, pudo haber sido alguno de mis tíos o mis primos; pero también pudo haber sido un suertudo vecino o un padrino. Ninguno de todos estos hombres me dio indicios de sospecha, ni ninguno de mi familia se acercó para guiñarme un ojo siquiera. Para mí es algo que quedó en el olvido, y si escribo esto es para ya jamás volver a tocar el tema. Pero antes de despedirme del lector, diré algo más que quizá llegue a tranquilizarlo (o a intranquilizarlo todavía más, jeje). Sucede que en el cuarto de cachivaches inútiles, mientras buscaba un no-recuerdo-qué-cosa, me encontré con un cinturón, y adherido a éste, un tremendo vivorón, tan  detallado y perfecto, que pudo haberlo usado aquel día una de las mujeres; posiblemente una de mis hermanas e incluso, porque no: mi propia madre. Aquella verga de silicona se calentaba en su superficie, era de pila recargable y se movía como un gusano inquieto. Mejor terminamos con esto, antes que se me siga quemando el cerebro, sobre quién pudo haber sido. Tal vez en otro capítulo la haga de Sherlock, ¿no? 

martes, 9 de octubre de 2012

Alfa

  
 Tras regresar las lluvias nuevamente el bosque se convierte en un extenso puente de salvación para los innumerables rebaños que lo cruzan, a fin de evitar las zonas inundadas y fangosas, plagadas de cocodrilos y animales carroñeros. La monumental manada compuesta en su mayoría de ñús, movida esencialmente por el hambre, ahora se dirige a un ritmo acelerado hacia las bastas praderas donde habrá mucho césped que devorar. Aplastan y rompen la hierba crecida como pequeños tanquecitos. Se hacen amos de los senderos y al parecer, no habrá nada que pueda cambiar su trayecto.
    En una colina, una figura esbelta y salvaje está observando este mismo espectáculo aunque no con la misma complacencia  de un pájaro curioso o un mono.
   Lía es una habitante y uno de los dueños de este bosque desde algunos años. Lía fue exiliada por no acatar las reglas estrictas de la tribu que la vio nacer. El bosque se ha convertido en su único hogar. Llegó con su hermana Dyla y dos machos viejos, los machos movidos más por el deseo terco de tener una nueva oportunidad, de funcionar como machos de valía porque en la respectiva tribu donde se encontraban, habían sido ya sustituidos por machos mucho más jóvenes y viriles que éstos, aún así, fueron capaces de entregar cuatro hijos a las mujeres.
    El grito de Dyla la ha puesto en alerta, y la tierra ha comenzado a temblar por la repentina y masiva estampida de cuadrúpedos a la vista. Lía ha levantado su lanza de no más de un metro de longitud: un arma rudimentaria pero efectiva. Son cientos de bestias que corren desbocadas, pero ella busca una en particular, el ñú elegido por su hermana. Una banderilla enterrada y un movimiento peculiar delatará al cuadrúpedo porque los arpones están cubiertos con la saliva ponzoñosa del lagarto de cola roja: un desagradable habitante de los pantanos.
    Ha logrado divisar la banderilla llamativa enterrada antes al animal por su talentosa hermana. Reconocida la presa, tensa los músculos; toma vuelo y arroja la lanza con todas sus fuerzas. Atina. Con la doble dosis de veneno, el ñú  termina por desorientarse todavía más, para luego quedar rezagado con el resto de sus compañeros, hasta quedar inmóvil. En el suelo es arrollado y pisado por la manada.
    Pronto amarra a la criatura. Dyla llega poco después. Su presa queda bien sujeta. Ambas tiran con fuerza para llevarse al pesado animal. El ñú es de un peso aproximado de unos cien kilos. Todavía no está muerto, y no lo matarán porque el viaje será largo y no quieren que se descomponga su valiosa carne. La criatura va mugiendo mientras es arrastrada por el camino.
    Diez minutos después han sido interceptadas por un salvaje macho llamado Kión.
    Hay alegría por parte de ellas.
    El macho joven ha echado la pesada criatura sobre su espalda. ¡Cien kilos!, nada más. Estos salvajes son grandes y muy fuertes. Ellas aceptan la ayuda de muy buen agrado; lo siguen muy de cerca mientras él marcha en sórdido silencio como le gusta.
    Dyla le ha preguntado  por su estado de salud, luego de observar que el joven macho se resintió de un dolor en el costado izquierdo, en el instante en que dio un paso en falso. Ambos bromean, y Lía desde atrás y a la distancia se da cuenta de que entre Dyla y Kión existe una relación sospechosa.
    La cabellera de Kión llega a sus hombros: es dorada y ondulante. Está desnudo, o casi, porque un vello espeso, oscuro y minúsculo recubre brazos, hombros, pecho, abdomen y muslos. Estos machos se muestran siempre orgullosos de su viril cuerpo. De pequeños tienen la piel como de  ratones recién nacidos, con vellos invisibles como el de las hembras adultas quienes gustan de mostrar sus redondos senos, también orgullosas pero de su proporción que les otorga un encumbrado estatus.
    Cuando llegan al campamento, los tres se encuentran con el inesperado regreso infructuoso de los dos machos alfa del grupo, quienes habiéndose cansado de su cacería, estaban a la espera de sus hembras. Los dos son unos gigantes, y ni hablar de sus robustos cuerpos, que aunque desgastados por la edad, tienen una masa muscular de consideración.
    De inmediato uno, luego de distinguir al joven en compañía de las dos hembras, se acerca y encara al muchacho; lo derriba de un empujón y éste cae junto con su pesada carga. Kión está muy débil por el camino recorrido. Zeej lo invita a levantarse, lo desafía y se desespera de no hallar la respuesta que él desea obtener de su patético hijo. Lía, madre de este joven, interviene. Kión aprovecha esto para retirarse. Dyla y Lía se quedan discutiendo acerca de la celotipia justificada de Zeej.
    El otro macho de nombre Ayón, los escucha, sólo los escucha sin la intención de intervenir. Este macho tiene un temperamento apacible. Comprende la repentina actitud de su compañero, quien durante mucho tiempo fungió como macho dominante. En los clanes es muy común que un macho alfa maltrate física y psicológicamente a los integrantes de su grupo, en especial a los jóvenes machos. Incluso hasta tiene permitido matar al que le resulte como prescindible o que le falte el respeto.

***

    En un claro dentro del bosque se encuentra Devki, la hija de Dyla. Devki es una hembra adolescente. Su piel es de un tono acanelado. Su cabello es de color blanco con mechones azulados, muy distinto al color dorado  de los machos. Las hembras de muy jóvenes tienen toda la cabeza blanca y conforme crecen, van saliendo de forma azarosa los mechones graciosos de color azul.
    De repente Devki gira la cabeza hacia un lado para ver pasar a Kión, quien camina iracundo en un escape obligado hacia la soledad que prefiere. Las gemelas están jugando a hacer pasteles de lodo. Están siendo cuidadas por su paciente prima. ¡Kión!, grita al verlo una de las pequeñas, pero su hermano no la ha escuchado o no ha querido detenerse. 
    De pequeños Devki y Kión siempre pelearon con uñas y mordiscos. Pero en una ocasión Kión enfermó, tan severamente que la enfermedad casi le arrastra hasta la muerte. Kión no lo supo pero Devki lloró de manera inconsolable y conmovedora durante todos esos días hasta que recuperó la salud el joven.
    Distraído me encuentro en estos recuerdos cuando, un objeto me golpea, y precipitado caigo al suelo, víctima de la gravedad. “¡Le di, le di!”, dice una de las niñas, y es cuando me doy cuenta que he cometido un error fatal, al dejarme notar por la especie estudiada.
    Devki y las niñas me miran con curiosidad y fascinación. Me están confundiendo por un pájaro debido a que tengo dos extremidades posteriores, además de un par de alas con forma de plato. Intento mover mis metálicas alas cosa que me resulta imposible porque me tienen bien sujeto.      
    Las tres me llevaron con sus madres, y tanto Lía como Dyla igual me escudriñan de pies a cabeza. Extendieron una de mis alas, tanto, que  liberé un chillido para satisfacerlas. Había imaginado que me encerrarían hasta que las baterías  se agotaran, cosa que no sucedió. Le fue muy difícil a las niñas separarse de mí, luego de que Lía les aconsejara entregar libertad al que se lo merecía.  

***

Los días de invierno son los más difíciles sin embargo los cuerpos de los machos están tan bien adaptados a la hambruna que no necesitan comer, sorprendentemente hasta por más de dos meses; principalmente porque dentro de todo ese volumen muscular conservan grandes cantidades de proteínas, entregadas por la luz de su divina estrella.
    Sucede cuando la estrella Hunt hace su aparición en el cielo nocturno, y, es durante todo este tiempo, desde que sale hasta que se oculta el astro, cuando las hembras pueden embarazarse.
    El vello espeso y de color oscuro que sale de la ancha espalda de los machos, captura toda la energía luminosa de la estrella de Hunt para transformarla en una sustancia química y viscosa que ellos necesitan para la copulación y la resistencia inmunológica de su raza. Los cuerpos de los machos comienzan a brillar en la oscuridad, debiéndose al oxigeno que entra por ciertos orificios dentro de los vellos y donde existen ciertas células productoras de luz. El oxigeno se combina con una sustancia química que crea su organismo, formándose así un compuesto inestable, y que cuando éste regresa a su estado normal, ocurre la emisión de luz. Ellos en realidad brillan cuando reciben la luz de Hunt.
    Los machos se quedan un par de horas hasta que se cargan completamente de la luz Hunt; después les hacen el amor vigorosamente a sus hembras.
    Los machos dominantes son los que se encargan de proporcionar este placer a sus mujeres, mientras que el resto debe esperar a que se cansen los primeros. También los niños reciben la luz líquida de Hunt pero no de la forma sexual, sino de una forma más paterna. Resulta que a los machos les crecen los senos cuando se cargan con la luz de Hunt. Tienen los senos hinchados por la valiosa sustancia. La luz de Hunt se encuentra en todo su organismo, incluso en la saliva que liberan de sus bocas. Es común ver a los pequeños  ser amamantados por los machos sometidos, y que pueden ser los hermanos mayores o los viejos que ya han dejado de ser productivos (acto que no les satisface pero si lo cumplen al pie de la letra, pueden recibir una recompensa, dependiendo qué tan buen trabajo hicieron con los pequeños).
    Este año, a las adolescentes como Devki ya no las amamantarán como a los pequeños, sino que ahora pasarán a la posición de amante de los machos dominantes. Para dárselo a saber, las obligan a absorber la luz de Hunt del miembro erecto de uno de estos machos.
    De no recibir la luz de Hunt, esta raza no suele vivir hasta el próximo asomo de la nueva estrella.
    La estrella hará su aparición en los siguientes meses: razón por la cual me encuentro en observación.
    En las praderas están las tribus, tribus de al menos unos cincuenta  miembros cada una. Se reparten el territorio y pocas son las veces que se disputan alguna línea fronteriza. Las praderas son largas extensiones de tierra por lo que, hay espacio suficiente para contener a incontables  tribus. En los días cuando hay mucha comida como es el caso de ahora, hasta se dan el lujo de usar la caza de ñús como un entretenimiento para no aburrirse. También hay luchas entre los machos quienes disputan alguna posición de mando dentro de la tribu; muy pocos son los que ascienden de rango en esta temporada. Los que pierden, son sometidos a la burla y el desdén; avergonzados mejor se retiran a probar suerte en alguna otra tribu, lo más lejos posible de donde sufrieron la derrota. Las hembras suelen rechazar a los machos fracasados, y lo que es peor, una derrota puede mantenerse en la memoria de varias generaciones; para ellos es difícil borrar este estigma maldito. Por otra parte, los machos dominantes pocas veces son retados, principalmente porque ellos tienen algunas ventajas con sus contrincantes antes de comenzar la batalla, como por ejemplo, sus rivales llegan ya cansados por contender con al menos dos peleadores anteriores y es por esto que muchos prefieran mejor pasar su vida en un nivel debajo de los machos dominantes, lo que no quiere decir que dejen de intentarlo, es decir, que muchos machos sometidos suelen buscar en alguna otra parte lo que no se atreven a intentar en su propia tribu. Una demostración sucedió hace poco, cuando un grupo de machos  fueron a atacar una tribu pequeña y aislada, ahí sucedió que mataron a los machos alfa y violaron a las hembras,  adueñándose de la tribu sin que nadie objetara de este horrible hecho.


***

    Dyla  fue a buscar a Kión hasta su zona de guardia para ofrecerle algo de comer; allí se queda varias horas a platicar con él; Ayón los ha visto pero no ha intervenido ni dicho nada a su compañero Zeej, quien últimamente anda detrás de Devki. A ella no le interesa Zeej, y lo ha puesto de manifiesto muchas veces con su tajante actitud de rechazo. Zeej no puede obligarla a aceptarle como su amante, además de que no ha recibido el ritual obligado y que se realiza cuando aparece la estrella de Hunt. Este año Devki deberá aceptar que pertenecerá a Zeej. Lo sabe. Zeej desconoce que Devki y Dyla han estado dialogando en secreto.  

***

    Devki ha llegado al campamento con las lágrimas saltando por los bordes de sus ojos, y es que Zeej ha intentado poseerla por la fuerza, algo que Lía, su tía, no está dispuesta a tolerar. Le ha comunicado a Ayón la terrible falta que ha cometido Zeej, sin apegarse al obligatorio ritual. Éste se ha negado a laborar en contra de su compañero y amigo a como se lo ha exigido Lía. Lía se enfada con Ayón. Lía lo ha llamado “cobarde”. Ayón decide ignorarla y se marcha a paso resignado a buscar a su amigo.

***

    Zeej está cansado. Las mujeres ya no quieren estar con él. Y él sabe a qué se debe la razón. Piensa en deshacerse del “problema” y se precipita a buscarlo.
    Cuando lo encuentra, lo sorprenden en pleno acto sexual con la hembra Dyla, amante de Zeej. Ella está con el culo hacia arriba, la espalda combada, jadeando y recibiendo los embates agresivos de la pelvis poderosa de Kión.
    Zeej se ha lanzado con todo su pesado cuerpo a embestir a Kión, derribándolo y llevándose en su paso a la hembra Dyla, quien se aparta de los machos de inmediato para salvar su vida. Zeej está envuelto en una ira irracional que hace llamear sus ojos. Los dos ruedan por el suelo tratando de asestar el golpe mortal.
    Dyla ha encontrado los ojos de Ayón. Dyla le suplica que no intervenga. Ayón finge que no escucha.
    Dyla sabe  que si Kión vence a Zeej, tendrá la posición de macho alfa.
    Zeej y Kión tratan de buscar acomodar los golpes a la garganta, porque es el único sitio vulnerable a un puñetazo poderoso. Es una batalla típica entre machos.
     Después de varios minutos se está haciendo evidente la fuerza disminuida de Zeej ocasionado por la edad. Ayón sigue escuchando a Dyla, quien llora a su lado con una enternecedora emotividad.
    Ayón decide actuar. Es increíble la fortaleza que aún tiene este viejo macho, porque ha arrojado a Kión hacia un lado y ahora está sujetando a su amigo Zeej para que no continúe más con la riña. Habla y trata de convencerlo de que no siga. Zeej está bufando, y no deja de mirar con rencor  y odio profundo a quien en una ocasión, lo amamantó y en sus brazos con suma ternura pudo llamarlo hijo.
    Zeej desiste. Da media vuelta y se marcha.
    Meses después encuentran su cadáver dentro del bosque.

***
   
    Ayón se encuentra amamantando a las dos niñas mientras su cuerpo aún brilla. Lía lo observa con enternecedora mirada.
    En el bosque y debajo de la cúpula celeste se encuentra Devki, quien está succionando con voracidad, de un pene generoso y erecto, la densa luz dadora de vida. Orgullosa, su madre la observa. Una vez que concluya el ritual, ella se retirará al campamento donde dormirá satisfecha, sabiendo que se ha convertido, igual que su madre, en la amante del muchacho quien ahora es el nuevo macho alfa del grupo.
    Me cuesta difícil creer que estas criaturas hayan evolucionado de la tan orgullosa y original especie humana. Me cuesta trabajo creer que alguna vez sus antepasados fueron los amos de su sistema solar. 

domingo, 16 de septiembre de 2012

Cosas del azar

 


    Antecedentes: Marisa y el guante.

    Afuera se escuchó la moto de su vecino Miguel, y Patricio salió en seguida llevando consigo una desvencijada libreta (lo que hace suponer que desde hacía rato lo estaba esperando). “¿Adónde vas?”, preguntó su hermana Marisa, sintiéndose con el suficiente derecho de pedirle explicaciones a su hermano. “No te importa”, le respondió grosero él, cerrándole la puerta al salir.
    Patricio fue con Miguel para pedirle ayuda con una tarea de Taller de Electricidad que no entendía. “¿Qué te pasó en la cara?”, preguntó divertido Miguel. “Me caí”, fue la respuesta que por supuesto su amigo no se creyó. Juntos vieron el diagrama eléctrico y juntos planearon cómo iban a armar el complejo circuito. En el cuarto de Miguel comenzaron la tediosa tarea. Era la primera vez que Patricio entraba en el cuarto de su amigo. Estaba armando el circuito. Patricio comenzó a hacerle un sinfín de preguntas, algunas  incómodas como de si ya había tenido sexo, si ya lo había hecho con la chica que últimamente estaba saliendo con él (y que Patricio había visto desde su ventana). A Miguel no le gustaba hablar de esto y esquivaba las preguntas. “Todavía estás chavo para saber de esas cosas”, fue la respuesta que tuvo. Patricio le pidió que le regalara un condón, porque le dijo que pronto iba a tener sexo. “¿En serio?” Después Miguel preguntó por la tía de Patricio.
    —¿Tía Érika? Con ella no tienes chance —le dijo Patricio.
    —¿Por qué no?
    —Porque ella sólo sale con… —Patricio se interrumpió para no lastimar a su amigo, de decirle que Miguel no tenía dinero, que no tenía trabajo y que… no había terminado ni la preparatoria;  además de que a  su tía le gustaban los hombres exitosos e inteligentes, no obstante él lo admiraba, su libertad, de hacer lo que diera la gana, de saber pelear, de no temerle a nada ni a nadie; de tener una moto, de tener una novia, entre otras cosas.
    —¿Perdedores?
    —No, no perdedores…
    De Miguel se decían muchas cosas; últimamente decían que se estaba metiendo al vicio de la bebida.
    —¿Dónde aprendiste a hacer eso? —cambió de tema Patricio, dirigiéndose al circuito que estaba a punto de concluir Miguel. Básicamente cables, interruptores, sockets, focos, montados sobre una tabla. 
    —Quemando fusibles.
    Al poco rato Marisa tocó a la puerta, preguntando por su hermano, si todavía se hallaba dentro de la casa. Patricio se enfadó que lo buscaran.
    —No te enojes. Tienes suerte de que se preocupe por ti —dijo afectivo Miguel.                                
    —Se está creyendo mi mamá. Es insoportable.
    —Será una excelente madre.
    —Nadie la querrá.
    —¿Que no?
    Un interruptor hizo click, y el foco desparramó toda su luz radial.
    —¿Porque lo dices?
    —Porque es… Tus hermanas son guapas. Hombres no les faltará. 
    —Porque no las conocen. Oye, ¿y esa niña de la foto?
    Miguel levantó la mirada, el retrato estaba en el escritorio, atrás de unos viejos periódicos.
    —Ése eres tú, ¿pero esa niña? ¿Una prima?
    —Mi hermana.
    —¿Tienes una hermana?
    —Tenía… —dijo casi en un hilo de voz—. Murió. Creo que ya quedó. Está listo.
    Durante la comida del domingo, todos estaban reunidos, la familia González; Patricio reveló a su madre sobre lo que había descubierto en la casa de Miguel, y preguntó si ella sabía que Miguel tuvo una hermana.
    —¿Una hermana? —inquirieron con sorpresa Marisa y Cecilia.
    —Miguel estaba muy chico —comenzó a decir Verónica—, tenía creo unos nueve o diez años cuando su hermanita se cayó de las escaleras. Pobre Miguel; qué duro fue para él, pues ella estaba a su cuidado. Tenía tres años la pequeña cuando sucedió el accidente.

***

    A la una de la madrugada se escucharon unas voces exaltadas viniendo de la casa de Miguel. Se llevaba a cabo una exacerbada discusión. Marisa fue despertada y vio cómo Miguel salía de la casa todo enojado. Se perdió su silueta en la penumbra de una solitaria y silenciosa calle.  

***

   Verónica recibió de voz preocupada de Marisa la noticia de que a Miguel lo encontró vagando en una calle mientras se dirigía a la casa, y que se hallaba en un deplorable estado que inquietó a su encantadora hija. Ambas mujeres fueron a buscarlo, lo trajeron con ellas después de que lo persuadieron de regresar a su casa. La familia de Miguel se había marchado de emergencia a visitar al debilitado abuelo del joven. No iban a tardar mucho, supuso Verónica, así que consintió que Miguel viviera con ellos, unos días para no violentar las cerraduras de la casa de su madre, a fin de que se reconciliaran ambas partes; por supuesto con la condición de que dejara la bebida y cualquier otro vicio que tuviera. “Sin dinero… qué vicio he de alimentar”, les dijo. Verónica le dijo que sus padres lo habían estado buscando y que de verdad querían volver a recuperarlo. Miguel contó con tristeza en los ojos, que él también los extrañó; sólo él sabía qué cosas horribles había visto en esos meses que vivió en la calle. La discusión que provocó su huida (dijo), fue causado por el innecesario reproche del duro pasado donde su hermana falleció. Lo culparon directamente. Dijeron que ella valía mil veces más que él. Verónica y Marisa escucharon todo lo que él les dijo con conmovedora atención. Para agradar el momento, le sorprendieron con la noticia de que Angélica ya se había casado hace un año y que ya esperaba bebé. Cecilia (la otra hermana de Patricio) se había juntado con un chico dos años mayor que ella y se habían ido a vivir con los padres del muchacho que habían decidido apoyar a la joven pareja. De esta manera, Patricio y Marisa eran quienes quedaban solteros. Verónica había hallado un compañero, un hombre de cincuenta años a quien no le pareció concordante que Miguel se quedara unos días, el necesario hasta que llegaran sus padres. El hombre era un sujeto con una saliente barriga, un bigote y cejas espesas; de esos sujetos hoscos y de cabeza calva. Poseía dinero y se notaba era muy exigente. Tenía reñidas peleas con Patricio, al que acusaba de haragán sin remedio por reprobar tres materias de su escuela privada que el sujeto pagaba. Patricio prefería salirse a la calle que tener que escucharlo. Miguel presenció una escena de éstas cuando el hombre, por necedad alguna, quería que Patricio se cortara de inmediato ese cabello que le parecía al de un delincuente. Patricio le dijo que no lo iba a obedecer porque en primer lugar, él no era su padre. Vaya la rabieta que hizo el pobre gordinflón. Miguel optó también por salirse a la calle que quedarse a escucharlo. Dormía en el sillón de la sala y solamente aceptaba una comida cuando estaba el hombre de buen humor.
    Desde que Miguel llegó a la casa, Marisa parecía haber despertado de su adormilado estado, que últimamente la caracterizaba. Atenta con una sonrisa, servía los platos para la comida o la cena; ayudaba a su madre en la cocina y era cosa extraña de ella ya que desde que entró a la preparatoria, no había puesto mano auxiliar adentro de la cocina. Acometida fue a la tienda de ropa y compró varios pantalones y playeras para que Miguel dejara de vestirse con la misma ropa prestada de su hermano Patricio. Escuchaba atenta, con los ojos luminosos cuanta palabra superflua saliera de la boca de su invitado. Era muy notorio que la despabilada chica buscara el placer vanidoso de agradar a Miguel; incluso comenzó vestirse de una manera un tanto provocativa, con zapatos altos y descubiertos; con mallones ceñidos a un sinuoso y delgado cuerpo. Difícil le resultaba a él (Miguel) tenerla muy cerca y no experimentar una innegable virilidad en respuesta presente a su revelador atuendo. La dulce niña Marisa había crecido. Tenía los ojos grandes y claros como los de su madre. Era realmente atractiva. Él se dio cuenta del pringado fanatismo hacia su persona, incluso hasta para Patricio fue muy evidente. Cada que regresaba ella de la escuela y lo encontraba a él en el patio de su propia casa, largo rato se quedaban hablando.
    —¿Y piensas tener algún día muchos hijos? —le preguntó curiosa ella. Apartó el cabello de sus ojos y esperó paciente la respuesta.
    —Quizá uno.
    —¿Sólo uno? ¿Y si tu mujer desea más?
    —Entonces… haremos más. —Ambos rieron divertidos.
    Llegó el ogro en su lujoso automóvil. La casa de Marisa ya no era la misma que Miguel recordaba. Todo el patio era cuidado por un viejo jardinero amargado igual que su patrón. Tenían muebles nuevos, piso y paredes lustradas. Tenían planes de vender la casa a buen precio a fin de mudarse a otro lejano lugar. A Marisa tampoco el ogro le caía bien.
    —Siempre discuten —le dijo Marisa—. Él quiere un hijo y mamá ya no quiere embarazarse. Los escucho pelear en la madrugada.
    Era obvio que Verónica lo había aceptado por su dinero. Ya no trabajaba y con más tiempo para ella, había recuperado una sensual figura a sus treinta y siete años. Se había casado muy joven. A los 16 tuvo a su primer hijo: Angélica. Verónica había llegado a la colonia con sus cuatro hijos y con un tipo presumido que en apariencia parecía le doblaba la edad. No era el padre de las primeras dos niñas, según sabía por lo que le contaron. Un día se marchó con su amante y Verónica estuvo a punto de… Dicen que estuvo muy cerca de suicidarse. No cortándose las venas ni nada parecido, sino que dejando de comer. Y los niños los recogió la madre de Miguel, con Angélica de siete años, con Cecilia de seis y los dos pequeños: Patricio y Marisa. Doña Sandra les dio de comer, los aseó, les compró ropa. Y Miguel, de quince años los veía a los cuatro jugando por toda la casa. Él veía que a su madre le encantaba tenerlos junto a ella. Verónica se recuperó y pronto parecía tener la fortaleza para criar a sus hijos ella sola. Tanto a ella como a su hermana, las habían corrido sus padres por fugarse con sus novios. Miguel recordaba aquella mujer hermosa con cuatro hijos. Soñaba con ella, trayéndola a sus fantasías más vulgares de adolescencia incomprendida. Le ayudaba con sus hijos para buscar tener una oportunidad con ella. La tuvo, sólo que ella le prometió que nunca más se volvería a repetir; pero ahora que la volvía encontrar, en lo muy profundo de su ser, la deseó para él, una vez más.

***
    Había transcurrido toda una semana sin que todavía llegaran los padres de Miguel y al ogro le dio por utilizarlo de ayudante para terminar de remodelar la casa de los González. El tipo era un completo idiota que para demostrar que no era ningún inútil, se empeñó a reparar la vieja tubería del fregadero que desde hacía varios días goteaba; una cubeta impedía que llegara la frecuente gota al piso y se encharcara. Gritaba, maldecía, se ensuciaba. Los dos hombres se habían quedado a terminar el importante trabajo en un fin de semana. Miguel regresaba de la tlapalería cuando, al pararse cerca de la puerta logró escuchar un chillido, algún objeto que se cayó, que se rompió en pedazos. Tocó a la puerta. Esperó. Fue una espera eterna. Ahora tocó el escandaloso timbre. El ogro abrió. Estaba nervioso, sudoroso.
    —Ah, Miguel… se me olvidó que trajeras un llave-de-paso.
    —¿Una llave?
    —Sí, sí…
    Y para qué diablos quería una llave-de-paso, se preguntó Miguel. Luego le entregó un billete que para que se tomara una cerveza por allá, porque estaba haciendo demasiado calor. Aquella muestra repentina de benevolencia le hizo sospechar que el tipo escondía adentro algo, ¿pero qué podía ser? Patricio había salido con unos amigos, Verónica y Marisa acababan de salir a comprar algunas cosas. Estaba por darse la vuelta cuando escuchó que desde adentro le llamaron. “¡Miguel!” El ogro estuvo a punto de cerrarle la puerta de no ser porque el joven interpuso el dinámico pie.   
    —¡Ya lárgate! —dijo el ogro, y Miguel se arrojó con todo su peso y fuerza hacia la puerta; el ogro se fue para atrás y cayó.
    Adentro encontró a Marisa, con los jeans desabotonados, con la blusa desgarrada… la cara bañada por el rocío húmedo de las lágrimas que la ahogaban. Sin dudarlo, Miguel se arrojó sobre el voluminoso hombre que la había mancillado, arremetiéndole con salvajes puñetazos, en una furia casi inhumana. Zas, zas, zas. Debieron ser unos treinta golpes. “¡No, Miguel, lo vas a matar!, ¡lo vas a matar!” Marisa misma tuvo que detenerlo. Difícil tarea. A ambos les temblaban las manos, el cuerpo, pero sólo Miguel tenía los nudillos bañados en sangre. Marisa había sido regresada por su madre para recoger un dinero que estaba en la cocina, en el cajón de los cubiertos. Allí estaba el ogro, viéndola como mujer, objeto de su deseo. Intranquila deseó salir lo más rápido posible de la cocina, el sujeto la atrapó de un brazo, le dijo que si ella quería, podía tener lo quisiera; se le declaró, rogó por su amor. Ella hizo como si no escuchara nada, se soltó, se dirigió a la puerta, él la volvió a atrapar, esta vez la ciñó de sus caderas. “Piénsalo”. Ella se volteó y le plantó una severa cachetada. Iracundo se abalanzó sobre de ella. Comenzaron a forcejear. “Lo que quieres es que te eduquen” le dijo él. “Necesitas un hombre”. Las manos grandes y regordetas suyas comenzaron su atropellado cometido: vulnerar a la encantadora joven. Él adherido a la espalda de ella, tratando desde atrás de bajarle el ajustado pantalón; ella, resistiéndose con toda la fuerza que le quedaba. El tipo yacía convertido en un sucio animal. Al ver que Marisa no daba muestras de resignación, le dio un duro golpe en las costillas que la dejó sin aire. Tocaron a la puerta. El tipo no sabía qué hacer ahora. “Guarda silencio”. La amenazó que si no lo hacía, la iba a matar. “Te juro que lo haré”.  El timbre sonó. Marisa se acercó para escuchar quién podía ser, quién podía rescatarla; sería Miguel, «ojalá fuera Miguel». “Ah, Miguel…”, dijo el ogro, y entonces ella se fue acercando, debilitada por el cobarde golpe que recibió. Con toda su voz quebrada lo llamó. Luego él la encontró.
    El tipo se levantó, ensangrentado salió y se marchó en su lujoso auto. Marisa lo amenazó con decirle todo a su madre. Ya no respondió, se marchó sin colocar una sobrada objeción. Cuando Verónica regresó, preocupada de que su hija no volviera, y le contaran todo lo ocurrido, reventó en una incontrolable furia hacia el hombre que estuvo a punto de violar a su inmaculada hija.      Patricio llegó cuando las cosas estaban un poco más tranquilas. Verónica ya había hablado por celular con el hombre, amenazándole que lo iba a acusar ante el Ministerio Público por intento de violación. Patricio preso de una ira similar a la que desplegó su madre, no paraba de decir que si lo volvía a ver, lo iba a matar. Había visto toda la sangre regada en el suelo y que ya su madre estaba limpiando. Le tranquilizaba saber que su admirado Miguel le había dado su merecida paliza; por su parte Miguel yacía aliviado. Marisa se retiró a su cuarto. Patricio quería saber los pormenores de la pelea. Al último, ya entrada la noche quedaron Verónica y Miguel en la sala, hablando sobre el futuro actuar para con el sujeto, de llegar a un acuerdo para que se llevara sus cosas, de demandarlo o no. Luego Verónica se echó a llorar, culpándose de ser una mala madre para sus hijos. Miguel no estuvo de acuerdo. Dijo tantas cosas que admiraba de ella.
    —De no ser por ti… Fue ella, Marisa quien te trajo. Debió presentirlo.
    —Cosas del azar —dijo él.
    —No… no del azar…
    Y Verónica se abalanzó a buscar la boca pequeña de Miguel, en un abrupto de agradecimiento, comprensión y fragilidad.