"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 19 de octubre de 2012

Relato de una mujer cachonda


Comprobé que era una persona sexualmente deseable cuando, vistiendo leggis, faldas cortas o jeans ajustados, ponía nerviosos hasta a los hombres de mi propia familia. Comencé a vestirme provocativa desde muy chica y llegué a pensar que podía tener a cualquier hombre que yo deseara. Me gusta salir a la calle y mostrar mis piernas. Me gustan mucho mis piernas, especialmente cuando uso tacones y hago bastante ruido al caminar, como si me anunciaran. En la escuela, en los salones de clase, los maestros tenían que cerrar la puerta cuando escuchaban mis tacones aproximarse a su salón, me causaba gracia; sigue siendo lindo que me consideren una distracción, hay gente que suele pasar desapercibida y pienso que eso es lo más horrible del mundo. Suelo interrumpir conversaciones, quehaceres, obligaciones, lo que sea; me encanta que volteen a verme: hombres, mujeres, de cualquier edad. Me gusta seducir a la gente, mamá dice que lo hago desde que era una niña pero ahora soy muy consciente de mi coquetería y sé que me aprovecho de eso. Si les contara que hasta ilusioné a algunos maestros de mi escuela y hasta al director del plantel, y si no me creen, pregunten por qué tengo ocho de calificación final en mi certificado, cuando por lo menos, merecía un tres. Yo no aprendí nada de la escuela, nunca me interesó. Darme cuenta que era una mujer atractiva fue algo que me llegó y consideré como un regalo que Dios me debía, ya que hasta la secundaria, nadie me pelaba por la razón justificada de tener un cuerpo de tabla. No saben las veces que lloré en el baño. Llegué a sentir vergüenza de que todas mis amigas tuvieran su faje con su novio y yo nada, que no tuviera a nadie; mas sucedió en mí algo como una metamorfosis, sucedió que el gusano se transformó en linda mariposa y para pronto, quería volar desde ya.
    A excepción de mis dos mejores amigas, todos pensaban que ya había perdido la virginidad con uno de los tantos chicos que me mosqueaban, que anduve arrastrando. Por mi parte, habría perdido la virginidad desde hace mucho, porque ganas no me faltaban;  lo que sucede es que tenía un miedo pavoroso a quedar embarazada; ningún método anticonceptivo para mí era de mi fiel confianza (ya saben, lo que es ser ingenua). No quería que me sucediera como lo que le ocurrió a mis dos hermanas mayores: que las dos eran madres solteras y con un montón de chamacos arruinándoles la existencia (pobres estúpidas). Mamá fue muy clara en advertirme que si con ese ejemplo no aprendía yo nada, mejor que me «largara de casa». Estaba amenazada al igual que papá, que por cierto, la tía nos contó que en el pasado, el muy desgraciado nos abandonó para irse a vivir con una zorra. Seis meses después llegó papá de rodillas a la puerta del zaguán y pidiendo perdón a mamá. Total que regresó nuestro papá (de todo esto yo ni cuenta me di). No es que haya recordado de pronto que tenía familia, sino que la diabetes le empeoró la salud, y para colmo, la zorra no le dejó ni un centavo para gastar (le salió cabrona, como debe de ser). A Papá lo recuerdo siempre sentado en su viejo sofá, con sus lentes colgando de su nariz y leyendo el periódico del día que le traía mi hermano por conmiseración. Lo recuerdo como un hombre sumiso e inútil.
    Como decía, tenía yo un miedo brutal a quedar embarazada, pero al mismo tiempo, sentía unas ganas tremendas de tener sexo con alguien. Me acariciaba y me gustaba; y precisamente porque me gustaba, pensaba yo que el placer se incrementaría bastante si eran otras manos las que tocaran y acariciaran mi piel. Justo a la hora de dormir, parecía yo gata en celo al momento de cerrar la puerta de mi habitación. Después de ver algunas películas porno en la computadora, desnuda me iba a la cama. Abría y levantaba las piernas; posaba mis dos dedos sobre el pubis, los labios, toda esa zona. Me gustaba y no me cansaba de oírme. Tenía unas ganas depravadas por levantar una verga, es decir: que esa verga se despertara y se inquietara por considerar mi cuerpo toda una delicia, toda una exquisitez del más estricto chef; ah, pero no quería cualquier verga, quería una verdadera verga como las que veía en esas películas tres equis (a falta de conocer una real). Había visto el pequeño pene de un niño (de mis sobrinos jaja), y me preguntaba yo: “¿Esa porquería de pene llega a convertirse en una verga?: pues préstenme una para cultivarla ¿no?, jaja”.
    Deseaba anhelosamente una verga para mí solita; quería acariciarla, olerla, palparla con la punta de mi lengua; saborearla y chuparla como si fuera mi biberón. Verla crecer. Mi primer sustituto fue una zanahoria que robé de la cocina, jaja. Entró fácil pero no me calentó nada. Como estaba decidida a que un día me iba a entrar «verdadera verga», probé con un plátano, y después con un enorme pepino que entró completito. Me dolió un poquito porque no lo lubriqué adecuadamente. Después me compre uno de esos vibradores (y que todavía conservo, ustedes saben). La cosa fue distinta con este maravilloso juguete, porque con ese sí disfrutaba de lo lindo. El canijo juguetito se movía hacia adentro, daba vueltas, y uno podía controlar la velocidad de su movimiento. Ajúuua. ¡Se convirtió en mi juguete favorito!
    El coraje que tuve fue el de enterarme que una compañera de la escuela, una ñoña, tuvo sexo con uno de mis ex novios. Por mí que se quedara con él (que por cierto, resultó ser una buen chico porque reconoció al niño y se juntó con ella), pero lo que me molestó realmente fue que esa ñoña, ya la había probado, había sentido la verga de un hombre mientras que yo seguía con mi pinche aparatito para desesperadas. Quería ver una, quería tenerla frente a mí, tanto, que un par de veces mi primo me sorprendió viéndole la bragueta, imaginándome abriéndosela y extrayendo el bello aparato con mis temblorosos y excitados dedos; sí, admito que quería verla, y admito que quería comérmela si me hubiera dejado. Qué feliz habría sido si me hubiera dicho aunque sea con los ojos: “¿La quieres? ¡Es tuya!”; y aunque sabía que no iba a ser tan magnífica como la de un actor porno, sí iba a calentarme y bastarme. Veía tanto esas películas que hasta me había rasurado todo el vello del pubis, a fin de que mi vulva luciera igual a la de esas putas viejas. Por ingenuidad pensaba que así era como debía lucir una vulva de mujer. Hasta la fecha, me gusta mi vulva cubierta de pelos. No miento en decir que se asemeja a una bonita flor, con sus pétalos sedosos y rosados, saludando al que la disfrute observar. Ya no me rasuro desde que dejé de ver esas estúpidas películas  para machistas.
    Aquel día me desperté como a eso de las tres de la madrugada, bien cachonda, como nunca antes en mi vida había ocurrido. Me había ido a acostar temprano porque según me sentía yo mal (un pretexto, porque la verdad es que me había enojado con mi novio por una tontería que no recuerdo). A la casa había llegado toda la familia y un montón de gorrones, digo, conocidos nuestros para festejar el 16 de Septiembre. Había música y mucha comida. Estaban también nuestros vecinos y compadres de nuestros papás. Estaban también los nuevos pretendientes de mis dos hermanas: en conclusión, un desmadre. Se quedaron a beber, a cantar y a bailar hasta muy de madrugada. Escuchaba sus sonoras  risas de todas estas personas desde mi cuarto. Tal vez era su energía, su vibra, lo he pensado, el caso es que yo ardía, ardía en deseos de tener sexo. Aparté el cobertor porque sentía una clase de calor que no podía aliviarse con echarse un poquito de aire con un ventilador; aparté también la sábana y, quedando completamente desnuda, comencé a acariciarme vigorosamente. Comencé con los senos, largo rato, hasta que terminé frotándome la entrepierna. Tuve un primer orgasmo y no me pude detener; quería más, más, ¡más, por el amor de Dios! Me coloqué boca abajo y apoyada con mis rodillas, levanté mi culo, alto, muy alto (a veces hacía esto para calentarme más rápido, para imaginarme que tenía un hombre detrás de mí). Ojala llegara alguien y me la metiera, pensaba yo. Ojalá, ojalá…. Sentía que ardía por dentro  y más de una vez pensé en bajar a donde estaba la fiesta, bajar para buscar lo que imperiosamente pedía mi cuerpo; es decir: que quería yo una verga para meterla con urgencia a mi culo. Y mientras hundía mis dedos por los dos agujeros, pensé en mi querido vibrador que estaba a metro y medio de distancia de la cama, adentro del ropero y envuelto en una blusa que ya no usaba. Pensé en buscarlo, traerlo y usarlo, pero no lo hice, no lo hice porque me encontraba ya demasiado caliente para romper el delicioso ritmo. Mis dedos me deleitaban pero no bastaba, ¡no bastaba! 

    Repentinamente la puerta se abrió. Debió alguien escuchar mi ruego, mi suplica en voz alta. Ya lo he dicho, todos esos hombres me deseaban. Las luces se prendieron. ¡Apágala, apágala y cierra la puerta!, le dije sin voltearlo a ver,  sin romper mi maravillosa postura. Entrando se encontró con lo mejor que podía regalarle el mundo: mi deseoso culo. Mis dedos  seguían moviéndose desde la parte de abajo. Sabía que era un hombre (lo sabía porque lo había llamado, jaja). Escuché su jadeo. Métemela, le rogué, métemela por favor.  Me pareció que de eso pedía su limosna porque al instante sentí sus manos posándose sobre mis caderas. No me importaba quién fuera, yo sólo quería que me la metiera; quería solamente su verga, ¡su verga! Palpó mis nalgas hasta separarlas. Fue palpando hasta colocarla adonde apuntaban mis dedos. Yo misma la dirigí. Sentí la puntita caliente: húmeda y palpitante, ¡ah, ricura! Se fue hundiendo, deslizándose deliciosamente hasta que encontró su primer obstáculo: las paredes que la atraparon. Empujó suavemente, hundiéndose más profundo. Liberé un delicioso ruido. Volvió a empujar  y sentí que llegó la muy cabrona hasta la matriz. Gemí de frenesí. Dios mío, ¡sí que era larga! Me empaló totalmente, allí fue cuando me volví loca. Ah… ah…ah comenzaron las dolorosas pero deliciosas embestidas que tanto tiempo anhelé. ¡No te detengas, por favor no te detengas!, le pedía, al mismo tiempo que estrellaba su pelvis contra mis nalgas. Mi vagina chasqueaba y era música para mis oídos.
    Terminó pronto (o se me hizo poco el tiempo) pero no me importó porque ya había tenido esa noche tres prolongados orgasmos casi consecutivos. Estaba feliz. Apagó la luz y cerró despacito la puerta al tiempo que yo seguía sintiendo los placenteros espasmos en mi entrepierna. Estaba cansada y muy satisfecha por la cogida que el desconocido me había dado. Amanecí desnuda, e incluso meada, en el mismo lugar que me dejó cuando él se desprendió de mi cuerpo. No sé quién me cogió, pero se lo agradezco  porque desde ese día, el fuego que sentía yo por dentro, se apagó, regresando a su estado de apacible normalidad.
    Si me preguntan que por qué no estoy preocupada si pudo haber sido uno de mi familia, sí, puede ser, pero qué más da si yo fui quien se lo pedí. Pudo haber sido mi padre, pudo haber sido mi hermano, pudo haber sido alguno de mis tíos o mis primos; pero también pudo haber sido un suertudo vecino o un padrino. Ninguno de todos estos hombres me dio indicios de sospecha, ni ninguno de mi familia se acercó para guiñarme un ojo siquiera. Para mí es algo que quedó en el olvido, y si escribo esto es para ya jamás volver a tocar el tema. Pero antes de despedirme del lector, diré algo más que quizá llegue a tranquilizarlo (o a intranquilizarlo todavía más, jeje). Sucede que en el cuarto de cachivaches inútiles, mientras buscaba un no-recuerdo-qué-cosa, me encontré con un cinturón, y adherido a éste, un tremendo vivorón, tan  detallado y perfecto, que pudo haberlo usado aquel día una de las mujeres; posiblemente una de mis hermanas e incluso, porque no: mi propia madre. Aquella verga de silicona se calentaba en su superficie, era de pila recargable y se movía como un gusano inquieto. Mejor terminamos con esto, antes que se me siga quemando el cerebro, sobre quién pudo haber sido. Tal vez en otro capítulo la haga de Sherlock, ¿no?