"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 18 de enero de 2013

Una tarea de suma dedicación


    ¡Vaya gritos que el bebé lanza a la silenciosa noche! Deben escucharse esos chillidos hasta la calle contigua. Por supuesto que los vecinos tienden a molestarse. Fastidiados, algunos tocan a la puerta de la madre y dicen: “Señora, tenemos que levantarnos temprano y no podemos dormir”. “Ay, discúlpenme”, dice la señora, y no sabe cómo disimular la vergüenza que siente, cada que los vecinos se quejan. Va y carga al niño. Los vecinos pronto se dan cuenta que la tarea no es tan sencilla, pero al menos le han dado a saber lo grave de su malestar.
    La señora no tiene mucho que ha llegado a la colonia y no saben tanto de ella, sólo que es madre soltera, tiene dinero y un bonito auto. Viste elegante, como mujer ejecutiva. Sale en la mañana, a eso de las ocho, llevándose al niño con ella y en la tarde regresan, a eso de la siete u ocho de la noche. De vez en cuando la visitan; han visto a un hombre tocar y salir de su puerta, se rumora que es el padre del niño llorón, pero también dicen que es el novio de la mujer. Nadie se ha atrevido a preguntar, ¡ah!, sí, sí que lo hicieron; fue la vecina metiche, aquella que nadie quiere encontrarse ni en el camino rumbo al infierno. Siempre está hablando pestes de las personas. Según la opinión de un conocido vecino: se cree la señora perfecta, “pero como suele ocurrir”, dice el vecino, “habla de los demás para no tener que hablar de la turbia vida que ella tiene”. Pero dejemos a la vecina metiche, que no es pieza importante de nuestra historia. La vecina, con su cara de comadreja quiso averiguar quién era el hombre que entraba a la casa de la señora del niño, y qué respuesta recibió; escribámosla: “Eso a usted no le interesa”, dijo la señora del niño, y en sus narices le cerró la puerta. Habrá quien la aplauda, habrá quien la repruebe, nosotros no vamos a realizar ningún juicio porque no nos compete.
    Ha ocurrido de nuevo, como cada noche, el niño pega el grito, y, cuando los vecinos pensaban que nuevamente serían castigados sus sensibles oídos, sucede que el bebé ha dejado de llorar. ¡Qué agradable silencio! ¡Dormir, qué rico! Y en la mañana, la mujer sale con su niño en brazos como de costumbre. En la tarde regresan. La noche se vuelve a repetir. El niño ya no llora y la gente puede dormir a gusto. ¡Felicidades por la señora que ha aprendido a silenciar a su hijo!, opinan todos sus vecinos.
    Uno de los hombres de las nacientes sospechas toca la puerta de la casa de la mujer. Tiene una clave secreta para ser reconocido. Toc-toc-toc. Toc-toc-toc. Con una sonrisa, y vaya que eso es raro vislumbrar en ella, lo recibe y lo invita a pasar.
    —¿Y cómo van las cosas? Decías que los vecinos ya te tienen harta, ¿siempre sí te piensas mudar otra vez? —hace la pregunta el hombre.
    —No, siempre no me voy a mudar. Ya lo resolví —dice alegre la mujer.
    —Eso es excelente —opina el hombre—. ¿Y qué problema era?
    —El niño. Lloraba mucho por las noches. Ya te lo había dicho.
    —¿Sólo eso? ¡Pero qué quejosos! Yo pensaba que tenía que ver con… otras cosas.
    La conversación en los siguientes treinta minutos gira con respecto a otro tema. Terminando de cenar, los dos se ponen cariñosos, después de tanto coquetear. La mujer es sujetada por el hombre; la besa, y ella le responde a sus inquietos y acalorados besos. Se tumban a lo largo del sofá: ella abajo y él arriba. Él le descubre sus grandes y lechosos pechos, ¡cómo no hacerlo! Atrapa uno y se pone a beber del pezón como si fuera un bebé. ¡Qué sabroso! “Oye, deja algo para el niño”, le reclama ella, y él se retira, pero sólo para quitarse la sudada camisa y para desabrocharse el estorboso pantalón. Ella tiene la falda recogida hacia arriba, y su diminuta ropa interior es visible en medio de sus dos carnosos muslos. Él ha liberado la grandiosa verga, y ella al verla, le pide que se ponga un preservativo porque ha dejado de tomar pastillas.
    —No traje —le dice, echándose sobre de ella. Está jalándole la tanga hacia abajo, moviéndose muy rápido. Jadiando le dice—: Mañana, mañana las compras.
    —Vete a la chingada —dice ella, y lo aparta abruptamente, liberándose de sus  manos. Se sube la tanga y el fulano, con la verga todavía afuera, la persigue.
    —Anda, bonita. Por favor.
    La tiene agarrada de la mano, y con las yemas de los dedos, acaricia deliciosamente el hueco de la palma femenina.
    —Ya me pasó una vez, y no quiero que se repita—le dice ella.
    —Lo sé… Mañana te acompaño a comprar una pastilla, aquella de emergencias o del día siguiente.
    —No lo sé… No le tengo confianza a esa pastilla.
    —O si me esperas… voy a la farmacia y vuelvo. Pensé que traía uno, juraba que lo traía. Se me ha de haber caído el maldito condón.
    En eso, el niño comienza a llorar estrepitosamente.
    —Ve, entonces —le dice ella— en lo que atiendo al bebé. Toma las llaves para que no toques.
    El fulano sale, y, estando a diez metros de la casa, él encuentra el condón en la bolsa del recién comprado saco. “Mira dónde estabas, canijo”. Contento por el hallazgo, entra silencioso a la casa. No la encuentra en la sala, así que va hasta la recamara de ella, donde supone, está con el bebé, que por cierto, se ha callado.
    —Qué gritos tenía, ya entiendo porqué los vecinos se quejaban —dice él, entrando a la recamara y sorprendiéndola en una repulsiva escena—. ¡¿Pero qué haces?!
    La mujer, impasible, está chupando el diminuto pene del bebé. Como ella lo ha ignorado y no piensa perder el ritmo, ofendido, él tiene que apartarla, echándola hacia atrás casi con vehemencia. Con desconcertada sorpresa, luego de apartarla, él descubre que el pene del bebé está erecto, como un pequeño dedo, un dedo meñique. Y como si protestara el niño, comienza a llorar en cuanto ella se ha apartado.
    —¿Ves lo que hiciste? —increpa ella—. Anda, cállalo a ver si puedes.
    Después de veinte minutos de ensordecedor llanto, de ver que el niño no quiere leche, ni que lo carguen, ni que lo paseen, acepta que ella le chupe los testículos para silenciarlo; entonces el bebé se calla, quedándose hasta dormido.
    —¿Quién es el padre de ese bebé?
    —Eso no te interesa.
    —¿Cómo no me va a interesar? Eso es anormal. A ningún bebé se le para el pito como he visto con ese niño.
    —Es hora de que te vayas.
    —¡No hasta que me digas de quién es ese niño!
    —No te voy a decir.
    —Debe ser del diablo.
    —¡Lárgate!
    —Okey. Me voy…, pero esto no se va quedar así.
    —Haz lo que quieras.
    El fulano sale de la casa llevándose todo el desconcierto con él. Pensando si debe o no acusarla con alguna autoridad competente.
    Unos días antes, después de que uno de los vecinos se quejara que no lo dejaban dormir lo llantos agudos del niño, la mujer, pensando que necesitaba nuevos pañales, lo revisó. Estaba limpio.
    —No quieres leche, no quieres dormir, no quieres mis brazos, ¿entonces qué quieres? —le reclamó la mujer—. Te voy a dar un baño a ver si con eso basta.
    Le dieron su baño a la inocente criatura. Lo sacó de la tina, lo secó y, como era una costumbre de ella, jalarle el prepucio del pene delicadamente antes de ponerle el pañal (por recomendación del doctor, porque sucede que el niño, no podía orinar adecuadamente. El prepucio es esa piel arrugada que recubre al glande y envuelve al pene. Bueno, a veces sucede que está tan apretado, que lo recubre por completo, y no deja que la pipi del niño, salga. Se hace un globito porque la uretra está obstruida. Cuando se abre delicadamente, comienzan a salir las gotitas de orina atrapadas. El doctor le recomendó a la madre los ejercicios que debía hacer con su niño, para no tener que pensar en una futura operación tan temprana. Tenía que jalarle el prepucio, hacia abajo y hacia arriba, teniendo mucho cuidado para que no se desgarre. Esto era tarea de ella). Esa noche, con asombro vio que al hacer esta tarea, el pene del bebé iba creciendo por la estimulación cuidadosa. Por supuesto que la desconcertó. “Ah, te gusta. Eres un pillín”, le dijo solamente.  Pronto se acostumbró y no dijo ni pensaba decirlo a nadie. Y lo mejor de todo es que esta manipulación dejaba rendido al niño, así que la mujer prefirió hacerlo durante las noches. Esa fue la solución, hacerlo durante las noches para que no llorara y perturbara el sueño de los vecinos pero más importante: el sueño de ella.
    —Cuántas mujeres se pelearán por tu cosita, cuántas mi muchachito —le estaba platicando ella, cariñosa, amorosa, orgullosa de su pequeño hombrecito.
    Inesperadamente, en la manipulación, salió un chorro caliente como el que sale disparado de una jeringa, que llegó a su cara. ¿Acaso era semen? No tenía la consistencia del semen, pero era blanco.
    —¡Mira nada más! ¡Te has vaciado en mi cara! Eres un pillín, un pillín… Creo que ya no será falta que siga yo haciendo esto.
    Pero los seguía haciendo, con tal de callar al niño. Tal vez el niño lo pedía, lo exigía, no lo sabemos.
    Qué motivó a la mujer a usar su boca en lugar de sus manos, tal vez la temporada de sus días fértiles y la falta de sexo en su vida. Estaba excitada con aquel pequeño remedo de verga, y que sí servía; tenía todas las funciones de un pene normal. Era como una verga a escala. El prepucio ya estaba abajo, y ya tenía la apariencia de una cabecita de flecha esponjosa. Llevó el diminuto aparato a la boca, y lo tragó por completo, con todo y bolitas. Al tiempo que hacía la felación, comenzó a masturbarse. Mmmmm.
    Nuestro personaje, volvió a tocar a la puerta de la mujer, y fue una sorpresa verlo.
    —Vaya, pensé que ya no  ibas a regresar —dice la mujer, con aire de indiferencia. Al parecer estaba a punto de realizar aquello que él ya imagina, porque el niño está llorando.
    —No le he dicho a nadie.
    —¿Y quieres que te lo agradezca?
    —Claro que no. Pero debes decírselo a un doctor. Digo… es que eso… no es normal. Ni lo que haces.
    Él la ha seguido hasta la alcoba donde ya tiene al niño listo: desnudo y moviendo los cortos y regordetes pies.
    —Si no te molesta, voy a estar ocupada en los próximos diez minutos. Te puedes quedar allí, pero no quiero escuchar queja o reclamo alguno.
    Él se queda observándola. Ella inclinada hacia su niño, moviendo únicamente la cabeza: arriba abajo, derecha izquierda. El niño se calla.
    —¿Querías saber de quién es el niño? —hace una pausa—. Es tuyo.
    —Mentira.
    —Como quieras.
    Quiera admitirlo o no, el se siente excitado tras la revelación. Quiera admitirlo o no, el hombre de pronto tiene el entusiasmo de coger con la mujer mientras ella hace aquella incestuosa tarea. Quiera admitirlo o no, está orgulloso de ese muchachito precoz. Él se ha acercado, la toma de las caderas y comienza a aflojarle el pantalón, con sus manos rodeándole la cintura. Él está jadeando, totalmente deseoso de poseerla. Ella deja que las prendas resbalen, que se aparten. Abre las piernas y dispone el culo, preparándose para que la embistan.
    —¿No importa que no me coloque el condón? —todavía pregunta el hombre, como burlándose de lo sucedido la noche anterior, cuando esto se convirtió en un problema.
    —Si no me la metes ahora, te lo voy a cortar y te la voy a meter a ti—dice amenazante ella, y para pronto, vemos un cuadro de lo más inusual. Mientras ella está chupándole los genitales al bebé, el hombre con frenesí, se la está jodiendo por el culo.

miércoles, 16 de enero de 2013

Sueños húmedos


    Francisca ha tenido de nuevo ese “horrible” sueño. Se siente tan angustiada de estos atosigadores sueños, que en lugar de ir a trabajar, hace una desesperada llamada para citarse con su sabia hermana, al otro lado de la ciudad. Es su confidente, y ha demostrado guardar secretos, aunque le quemen los pies.
    Se han citado en un conocido restauran. Se saludan de beso, se abrazan y, después de una superficial conversación a mitad de la comida, Francisca por fin le confiesa el insondable secreto que tanto la aqueja. Le confiesa que al dormir, a su edad, es presa de sueños húmedos.
    —Ah, eso no es tan malo —le dice su hermana—. Lo que pasa es que ya no has  tenido relaciones, ¿o me equivoco? A mí me sucedía cuando…
    —Ese no es el problema —dice—. Lo que sucede es que el participante activo dentro de mis sueños, es mi propio hijo.
    ¡Vaya si Francisca se ha ruborizado tras descubrirse!, pero al mismo tiempo, siente que el peso de su carga, se ha aliviado, aunque sea un poco.
    —¡Jesús! —dice la otra, totalmente escandalizada.
    —Es horrible, lo sé, pero no tengo forma de evitarlos —dice Francisca, enteramente afligida—. Ni siquiera me atrevería a decírselo a algún psicólogo, Dios mío, qué vergüenza. Qué va a pensar de mí: que quiero acostarme con mi propio hijo; ¡Dios me libre!
    —Pero debes hacerlo, Francisca, ir con un especialista. Eso no es normal.
    —¡Lo sé!
    —No creo que él sea tan idiota para tener esas sospechas, y peor aún, llegar  a una conclusión tan absurda—opina su intranquila hermana.
    —¡Claro que no! Dios me libre de tal acusación.
    Francisca está determinada a no ir con ningún psicólogo, y sobre esto gira la conversación de los quince minutos que por cierto, pasaron volando. Un pugna, un estira y afloja que no llegó a ninguna parte.
    —¿Y no te estás equivocando al confundirlo? Tal vez es otro hombre y no tu hijo.
    —¡Claro que es! Y en ese momento no me importa que él sea. Ay, Dios me perdone de lo que acabo de decir. Digo, estoy tan cachonda en ese instante que hasta le pido… No, no me atrevo ni a repetirlo.
    —Y es que en sueños, uno no piensa, uno no es el mismo —dice la convaleciente hermana.
    —Todo es gozo cuando estoy en el sueño. Y despierto hasta relajada, como si de verdad hubiera ocurrido. Incluso mojada. Sería fantástico y no tendría queja alguna, si en vez de mi hijo fuera otro hombre. Pero no es así. Despierto, y entonces viene la horrible culpa, la que me lleva a decir: ¡Qué hice! ¡Qué clase de madre soy!
    —Pero tú no has hecho nada, Francisca.
    —¡Lo sé!
    —Son sólo sueños, eso debes entender.
    —¿Y por qué vienen? ¿Tú qué pensarías si otra persona te lo confesara? Estoy segura que pensarías que esa persona que te lo dice, está teniendo ideales incestuosos.
    —No digas eso.
    —¿Qué más?
    —¡Claro que no! Yo te conozco de toda la vida y jamás pensaría que…
    —Y te agradecería que ni lo imagines.
    —¡Es más!, si no quieres ir con un psicólogo, hay una vecina mía que sabe interpretar bien los sueños. Y hasta conoce algo de magia negra.
    —¿Una bruja?
    —Te puede si no ayudar, al menos te puede dar algún consejo que no puedo entregarte yo y que necesitas en este momento. Yo misma le he pedido favores.
    —Ay, hermana; esas son timadoras.
    —Vamos, no perdemos nada.
    —No lo sé…
    —Anda.
    De esta manera, ambas mujeres, no tan convencida una, la otra sí, de conseguir solución, fueron a donde vive la bruja, que no estaba lejos de donde estaban. Entraron a  la casa de bruja. Francisca pensó encontrar todo tipo de fetiches esotéricos cosa que no fue así. Pasaron a la cocina de la mujer, y allí, con una tasa de té caliente, hablaron del vergonzoso tema que no escandalizó a la bruja ni su semblante hizo acusación de prejuicio alguno. Para sorpresa de las mujeres, la bruja no dio una inmediata explicación al sueño sino que hizo una serie de preguntas que, en apariencia, no tenían nada que ver con el tema a discutir.
    —¿Qué edad tiene tu hijo?
    —Diecisiete.
    —¿Está estudiando?
    —Sí. Pero… ¿Esto qué tiene qué ver?
    —Por favor responda a mis preguntas. ¿Usted está separada?
    —Sí.
    Una vez que concluyó su interrogatorio, cruzó los dedos y dijo lo siguiente a las confundidas mujeres, centrando su mirada conocedora sobre la bella Francisca.
    —Tu hijo te hizo un trabajo de brujería. Tú tienes esos sueños porque es tu hijo quien los solicitó, al brujo o la bruja al que pidió el trabajo. Ahora contesto sus preguntas, sólo déjeme terminar. Entre a su cuarto, y trate de encontrar una foto de usted, de cuerpo completo y con poca ropa. Pudo habérsela tomado cuando usted se bañaba o…
    —Sé cómo la consiguió —interrumpe la hermana de Francisca—. Lo que pasa es que mi hermana ha posado un par de ocasiones para una revista de caballeros.
    —Son más de dos —la corrige Francisca—. Hace poco posee nuevamente.
    —¡Francisca! ¿Por qué no me lo habías dicho?
    —Ah, ya veo —dice la bruja—. Consiguió la foto muy fácil.
    —Pero esto es ridículo —dice incómoda Francisca.
    —Usted puede decir lo que quiera de mi trabajo, pero hágalo cuando haya buscado y no encontrado lo que le estoy diciendo. Su hijo tiene, junto a la foto suya, una fotografía de él, también desnudo. La foto está en este orden: la foto de él atrás, la suya adelante, atadas con un doble listón de color negro y rojo. Hallará también cabello suyo y una imagen que no tiene que ver con ustedes dos, pero muestra una pose sexual, porque le aseguro que cada noche es distinta, la pose, cuando lo hacen. También habrá…
    —Es suficiente. Todo esto que dice… es absurdo. ¿Cómo usted va a pensar que mi hijo…?
    —Él la desea, señora. La desea como mujer. Y como sabe que eso es imposible en la realidad, a usted la posee en los sueños, donde usted no es capaz de tener íntegra su consciencia; donde es más vulnerable.
    —Respóndame una duda —interrumpe nuevamente la hermana—. ¿Mi sobrino tiene los mismos sueños que tiene mi hermana y puede recordarlos cuando se despierta?
    —Por supuesto; si no, no tendría caso.
    —¡Jesús bendito!
    —Mientras que la señora, su hermana, despierta sintiéndose culpable, para el chico, es totalmente distinto.
    —¡Vámonos de inmediato! —dice Francisca—. Ya he escuchado suficiente de esta bruja timadora. No le voy a pagar ni un centavo, ¿lo oyó? Lo que ha dicho es asqueroso.
    Francisca sale enojadísima de la casa de la bruja. Cómo se arrepiente de escuchar a su hermana, y se lo hace saber. Se enoja con ella, porque piensa que la bruja no guardará el secreto, y siendo Francisca una figura conocida, teme que su carrera corra tremendo riesgo. Incluso podría echar a perder la vida de su prometedor hijo.
    Estando ya en su casa, se mete en su bañera y permanece en el agua caliente por casi una hora. Ya relajada, se tumba en la cama y medita en lo que le ha recomendado buscar la bruja. Y dice en voz alta: “Está loca.” Se le caen los párpados y se duerme.
    En el lugar donde está, tres hombres la están compartiendo. Uno le está dando por el culo, otro por el coño y el tercero por la boca. Es inusitado, pero en los sueños suele ocurrir. Uno puede ver la escena desde la perspectiva de una tercera persona, es decir, que el soñador sabe que él es el actor de la obra pero también sabe que él es el espectador. Así es como Francisca se da cuenta que los tres hombres que se están moviendo alrededor de ella, es en realidad uno: su propio hijo. Francisca despierta, con un único pensamiento: que el problema está empeorando.
    Guillermo ha ido a la escuela y regresa hasta muy tarde, o eso es lo que ha asegurado. La madre de Guillermo abre la puerta, y, silenciosa, entra a la habitación de su hijo.
    Diez minutos después, Francisca halla un gigantesco póster. Al desenrollarlo, Francisca se reconoce a sí misma, en el papel, en una pose que la hace inmediatamente ruborizar. En altos tacones y mirada traviesa, ofrece el voluptuoso culo a la lente de la cámara que la sigue.  Encolerizada, hace trocitos el póster. No sólo ha encontrado el póster sino también toda la colección de revistas donde ella ha posado con poca ropa o completamente desnuda. No desnudos pornográficos, porque ella huye de éste tipo de fotografía. Son desnudos estéticos. Sensuales; auspiciados por la precaución. Son arte.
    Se sienta casi desfallecida en el borde de la cama. Está devastada,  a punto de salir del cuarto. Lo desea. De pronto su vista llega a posarse sobre un viejo tenis. Debajo del ropero está su compañero: silencioso, acusador. Son tenis que su hijo ya no se pone, y esto hace que ese tenis se vuelva todavía más sospechoso. Francisca se agacha. Aparta el tenis de un manotazo y encuentra una caja de zapatos: limpia, a diferencia del resto de los objetos que están ahí. Aparta la tapa. ¡Bingo! Todo, igual como lo dijo la bruja, estaba.
    El muchacho entra a su cuarto donde ya lo esperaba su madre. Encuentra el póster y las revistas, hechas pedazos. También está la caja donde tenía el trabajo de brujería. En el suelo está la imagen pornográfica de un trío. Y a pesar de que su hermana le dijo que no lo enfrentara, que tuviera calma en caso de ser cierto lo que dijo la bruja, Francisca casi se le va a los golpes:
    —¡¿Qué es todo esto?! ¿Ah? ¡Te estoy preguntando!
    El chico está inmóvil, cabizbajo, aún con la mochila colgando del hombro.
   —¡¿Tú crees que a mí me gusta lo que estoy haciendo?! ¡Anda, dime! ¡¿Tú crees que me gusta?! ¡Yo no estudié! No tuve la oportunidad que yo te estoy dando. No tengo mayor talento, tampoco inteligencia para conseguir un trabajo decente, pero lo que hago es honrado. Gano dinero para darte comida, techo, estudio, ¡me mato por ti! Dios me concedió este cuerpo para ganar un poco de dinero. ¿Es honesto o no?  ¡Tu madre no es una prostituta! No ando en la calle, entregándome con cualquier hombre, ¿o sí? ¿Cuántos hombres has visto que entran en esta casa? ¿Ah? Dios es testigo que nunca me he entregado a ningún otro hombre que no fuera tu padre. ¡Tú preferiste quedarte conmigo teniendo la opción de irte con él!, dime, ¿lo hiciste por que te enamoraste del cuerpo de tu madre? ¿Por eso guardas todas esas fotografías mías? ¿Por eso me haces brujería? ¡¿Estás enfermo a qué?! —y ¡zas!, golpea a su hijo. Es la primera cachetada que recibe el chico, en toda su vida, que no tiene el valor ni de levantar la cara—. Dime, ¡¿estás enfermo?! ¡Te estoy hablando! —¡Zas!, otra cachetada, y al chico se le saltan las lágrimas de la vergüenza—. ¡Si estás enfermo, ahora mismo te llevo con los loqueros para que te ayuden! Ahora mismo tiras todas esas porquerías que he encontrado. Mañana mismo te llevo a un centro psiquiátrico —sentencia, y el regaño continua hasta muy altas horas de la noche.
    Francisca se levanta. Esta vez no hubo sueños húmedos, y es un alivio y una confirmación de que todo lo que dijo la bruja, salió verdad.  Al pasar por la habitación de su hijo se da cuenta que éste, ya se ha levantado. Ha recogido su cuarto y ha quedado limpio. Deduce que está en el baño, y lo comprueba luego de acercarse a la puerta, ya que ha escuchado la regadera abierta.  Tras casi una hora de seguir escuchando que el agua sigue escapando, Francisca toca a la puerta para preguntar si ya va a salir.  No hay respuesta. Preocupada, mueve la manija y como no está el seguro puesto, con pasos vacilantes, ella entra. El agua sigue cayendo. Francisca pregunta si se encuentra él allí, si se encuentra bien. La cortina del baño impide visibilidad directa. Él sigue sin responder. “Tal vez no está”, piensa, entonces se aproxima, aparta la cortina y, envuelto en una nube de vapor, halla el aterrador descubrimiento que la hace lanzar un pavoroso grito. Colgado del soporte de la regadera, yace el inerte cuerpo de Guillermo…, su hijo.

viernes, 11 de enero de 2013

Un hijo



El hombre no es más que el medio; el fin es siempre el hijo.
Así hablaba Zaratustra. Nietzsche


    Un día de enero, que no tenía nada que hacer, fui a molestar a Mariana. Dos veces toqué al zaguán. Abrió la puerta. “Sorpresa”, le dije, y, tras una breve vacilación que no logré interpretar de ella, nos abrazamos.
    Pasamos por un vestíbulo y luego por un elegante comedor. Me llevó hasta la cocina y ahí me dio de desayunar. Le conté que me había perdido. A fin de cuentas, fui yo el que cometiera el error de confundir una calle con otra. Tenía tiempo de no verla. Llegamos al tema que la afligía. Dio tantos rodeos antes de decirme que su esposo y ella, estaban buscando un hijo con desesperación.
    —¡Qué cosas tiene la vida! —le dije—. De lo que yo más me cuido, es de ya no tener hijos sin conseguirlo. Estoy dando manutención a cuatro niños, y ya ni he visto a dos de ellos.
    —¿María no te los deja ver?
    —¿Maria? No, con ella está todo bien. Hablo de mis otros hijos.
    —¿Quién es la otra?
    —¿Te acuerdas de Edith?
    —Claro.
    —Estábamos muy borrachos cuando pasó. Ni siquiera lo recuerdo. Se embarazó y sus papás no la dejaron abortar. Para colmo, fueron gemelos. Un niño y una niña.
    —¡Qué hermoso! Edith te odiaba, ¿no?
    —Sí, y me sigue odiando. Me deja sin tragar. Me está matando, pues me exige cada día más dinero que no puedo ganar. Estoy pensando seriamente en irme de México.
    —No te puedes escapar de la ley —me dijo ella. Estaba en short y calzaba unas sandalias muy coquetas.
    —¿No sabes hasta cuándo debo de darles dinero?
    —N… no, no lo sé. Como nunca yo he… Pues nadie que conozco le ha pasado eso. Claro, exentándote.
    Me levanté de mi silla y fui a servirme un poco de café, sabiendo dónde ella había puesto la cafetera. A veces me sucede que olvido que estoy en otra casa y yo sé que debo ser más respetuoso. Debí pedirlo y no tomarlo. Ella sonrió, luego de ver lo que hice, como diciendo: nunca cambiarás. Cuando pasé a su lado percibí su delicioso aroma. Se había pintado el cabello de rojo y le quedaba muy bien. Desde mi lugar me la quedé mirando, hasta el punto de incomodarla. Bajó los ojos y se ruborizó. Antes de casarse, a los dos nos gustaba bailar. Lo que me gustaba más bailar con ella, era el reggaetón, y no es que me gustara ese tipo de música; hablo de bailar y divertirse con el ritmo que te posee, que toma control de tu cuerpo y de todos tus sentidos, al punto de hacerte olvidar todos tus problemas. Me restregaba el culo y yo movía mi pelvis candorosamente, sosteniéndola de sus caderas. La primera vez que lo bailamos, mi entrepierna se abultó y ella se echó a reír en mi avergonzada cara.
    Fuimos al vestíbulo y hablamos de nuestras experiencias pasadas, de nuestros amigos de juerga, de los secretos que no les revelamos y lo que nunca nos confesamos. Hablamos de temas superficiales y de cuanta cosa se nos atravesó en la cabeza. Reímos mucho. Me enteré que los martes, los jueves y los viernes, trabajaba en una guardería; que tanto su esposo como ella estaban ahorrando dinero para pagar un tratamiento que les “garantizaba” el ansiado embarazo que no conseguían. Yo le pregunté si era muy caro, y ella dijo: “Carísimo”.
    —Dime la verdad —habló ella, poniéndose seria—. ¿Alguien te dijo que no podíamos tener hijos?
    Yo me quedé callado, dejando que ella interpretara mi discreto silencio a como le viniera en gana. Ella sabía que no me gustaba delatar a nadie.
    —Marcela, ¿verdad?
    No hablé pero torcí ridículamente mi labio. Ella tuvo su respuesta.
    El cielo se nublo y el viento se hizo, de pronto, tempestivamente gélido. Las cortinas de una de las ventanas se levantaron, avisándonos del cambio de humor en el ambiente. Miró el reloj de pared y luego dijo: “Ay no; se me olvidaba que tengo que recoger unas fotos”. Justo cuando yo iba a decir que ya me iba, ella me pidió que la acompañara. Fue inesperado. Se metió a un cuarto y salió con un abrigo muy curioso, a cuadros; se puso también unos mallones oscuros y unas diminutas botas, quedando muy atractiva. Salimos en una camioneta Suburban; yo iba en el asiento de copiloto y en diez minutos llegamos a la Plaza Teresa. Luego de recoger las fotos (porque fue madrina de bautizo según me dijo), pasamos al supermercado. Compramos toda una despensa y un paquete de cervezas. Las cervezas yo las pagué orgullosamente.   
    Regresamos a casa y la ayudé a meter las cargadas bolsas a la cocina. Fui a orinar al baño y ella se quedó, concentrada, acomodando los artículos en los gabinetes. Al salir me fue inevitable no ver las fotografías de ella y de su esposo Gabriel, sobre el pasillo: los dos sonrientes, los dos abrazados. Gabriel estaba quedándose  cada día más calvo. Usaba gafas y gustaba vestir de traje. Vi varios diplomas y reconocimientos suyos. Regresé a la cocina y abrimos las cervezas. Me dijo que ya tenía tiempo que no probaba una. Dio un buen trago que evidenció su sed de hacía meses. Tampoco fumaba y eso fue una total sorpresa. Le di un cigarrillo y ella lo aceptó. Las cervezas se acabaron. Al poco rato se quitó el abrigo. Seguía haciendo frío allá fuera. De regreso al vestíbulo, comenzamos a ver las fotos. Vi el bebé que dormía placenteramente en los brazos de su atractiva madrina. Los padrinos que posaban. La fiesta. En cada foto donde salía con el bebé, a ella se le notaba la tremenda simpatía, el afecto y el devoto atesoramiento por lo que no tenía, por el instante capturado. Le dije que ya se me había hecho tarde, que tenía que ir a otro lugar. No se creyó mi mentira. “Te voy a dar un regalo”, dijo, y se fue a uno de los cuartos de arriba. En una mesa me llamó la atención unos libros gruesos que pensé eran novelas gráficas de Supermán o Batmán. Descubrí que eran catálogos, catálogos de bolsos. El precio de cada uno rebasaba lo que me pagaban en toda una quincena. Me asusté. Iba yo a cerrar el catálogo cuando me encontré con la foto de Mariana, posando con un enorme bolso. “Vaya”. Cuando ella regresó, me entregó un par de boletos para una obra musical. Vi el precio de cada uno y, mi cara me delató una vez más.
    —A Gabriel no le gustan, pero a mí me encantan —dijo, refiriéndose a la obra—. ¿Podrías acompañarme para ese día?
    Vi la fecha y todavía faltaba una semana.
    —Gabriel está de viaje y necesito un acompañante.
    —Claro —le dije, y a ella se le iluminaron los ojos.

***

    Llegado el día, la obra no me gustó pero lo que me compensó, fue que la tuve todo el tiempo descansando sobre mi hombro. Regresamos pronto a su casa. Conocía a Gabriel y me resultaba un tipo agradable. Era médico obstetra. No tenía vicios y se portaba muy cariñoso con su mujer, o eso era antes. Me daba gusto por ella, porque aunque no había terminado la preparatoria, tenía lo que siempre deseó: una casa bonita, una camioneta, un tipo que la quería, un trabajo que le gustaba, un contrato con una revista... Me incomodaba hablar de mí cuando hablaba con ella, porque aunque había terminado mi carrera, no acababa de tener ni el diez por ciento del éxito que su esposo tenía. Mariana anduvo conmigo, todo el tiempo que estuve estudiando. Admiraba mi inteligencia, mis sueños, mas en cuanto descubrió que sólo eran sueños y nada de hechos, se fue alejando y abriendo camino, sola y descubriendo la vida. No sé en qué momento conoció a Gabriel.
    Salimos unas seis veces más, en quince días, y en todas estas salidas, nos respetamos, pero fue en la última salida cuando Mariana, en el umbral de la puerta, me dijo lo siguiente:
   —Lo he pensando mucho.
    —¿De qué?
    Noté que estaba muy seria y le pregunté de nuevo, que a qué se refería.
    —De hacerme un hijo —dijo, sin el mayor pudor.
    Me quedé callado, sin saber qué decir. Ella fue quien rompió el silencio, diciendo:
    —Gabriel tiene una deficiencia de espermas sanos. Un hijo nos resulta muy caro, y no me refiero al dinero. Hemos intentado mucho. Quiero un hijo y lo quiero sentir crecer, aquí, en mi vientre. Pasar por esos nueve meses de gestación y verlo salir; cargar con mi retoño, cuidarlo, cambiarlo, alimentarlo. Estoy desesperada, ¿no lo entiendes? Gabriel y yo… Un hijo nos uniría mucho. A mi familia con la de él… ¿Sabes que no soy tan aceptada en su familia? Yo lo amo.
    —Has tomado mucho. Debes descansar.
    —¡Vete al diablo!
    Y se volteó a llorar, abrazando su cuerpo. Me coloqué detrás de ella y la abracé con ternura. Besé su cabello. Me quedé pensando con mi quijada cerca de su nuca. “Un hijo”, le dije, y ella repitió: “Sí, un hijo”. Seguí pensando.
    La empujé hacia donde estaba un sofá, y comenzamos a besarnos. Besé su barbilla, sus labios, su mejilla, su cuello… Al calor del momento, entre agitadas respiraciones, ella fue desvistiéndose con la urgencia de quien sabe no debe perder tiempo en la única oportunidad que tiene. Una vez que quedó desnuda, me entretuve bastante besando su piel y sobándole los senos, algo que no le agradó muy bien, pero que lo consintió para satisfacerme. Allí entendí que no me quería a mí, sino sólo mi semilla. Ella misma me bajó el pantalón. Había subido los talones al asiento, con las rodillas flexionadas y los muslos bien abiertos, a modo de quedar como una M sobre el sofá. Finalmente me hundí profundo dentro de su cuerpo.
    Al mes y medio siguiente me confesó que estaba embarazada, y en su voz noté el dulce encanto de la felicidad obtenida. Fue sincera en decirme que Gabriel no se creyó el cuento de que él era el padre, y fue porque los vecinos le contaron que me habían visto salir con ella en un par de ocasiones. Tenía planes de irse a vivir con su madre. Fue reiterativa en decirme que ella sola se iba a hacer cargo del niño. Me di cuenta por la conducta que tenía conmigo, que debía dejar de buscarla.
    El último mensaje que recibí de ella, decía algo así: “Estoy muy feliz. ¡Fue niño! De nuevo muchas gracias. Te amo”. Adjuntó una tierna foto del bebé, de ella y de Gabriel. A fin de cuentas, ella y él habían vuelto a juntarse y eso me llenó de sincera alegría. 

miércoles, 9 de enero de 2013

Crisis


Siendo las tres de la mañana con cuarenta y tres minutos, Leonardo se levanta de la cama, como si estuviera poseído por algún demonio, totalmente desnudo. Levanta el colchón y extrae un arma semiautomática, a la que ha recargado previamente con un cartucho de diez mortales balas. Sale de la habitación, llevando la peligrosa arma consigo. Abre el cuarto contiguo, enciende la luz y una vez que visualiza su objetivo, se monta sobre el inmóvil cuerpo, provocando que la mujer despierte de un abrupto sobresalto. Sus ojos le dan a saber que alguien tiene un arma apuntando a su cabeza. Queda paralizada a causa del miedo, y rápidamente un sudor frío comienza perlar su frente.
    “Si gritas te mato”.
    Un púdico rubor colorea su estupefacto rostro, luego de descubrir la identidad y el estado inmoral de su atacante.
    “Ahora vas a hacer lo que yo te diga”.
    Y la mujer ha tratado de gritar y de liberarse, sin conseguirlo y sólo ha provocado el enojo del adolescente. Sometida, nuevamente recibe la cruel amenaza que la termina, reprimiendo de todo intento.
    Una rodilla la deja debajo de la axila de la mujer y la otra rodilla, poco arriba del hombro femenino derecho.
    “Ahora quiero que abras la boca”.
    Frente a la mujer, está el grueso y venoso miembro de Leonardo que palpita por perpetrar en la virginal boca femenina.
    “¡Ábrela te digo!”
    La mujer está sollozando, ahogándose en silencio con su interminable llanto.
    “Todos se van a morir, pero si haces esto, te prometo que los salvarás”.
    Con la quijada temblorosa, resignada hace lo que le pide, y Leonardo, sumerge el erecto miembro a la húmeda boca de la mujer. No satisfecho,  empuja la pelvis para que el miembro entre profundo y llegue hasta su garganta, liberando él un gemido de redención. De esta manera, comienza a moverse adelante y atrás, sosteniendo la cabeza de la mujer con impúdico y vehemente placer.
    “Ah, ah…”
    Ella no lo hace como él quiere, y la golpea con la palma abierta, entonces ella corrige pese a la repugnancia que la subleva.
    “Eso es, así, así…”
    Como una bestia embrutecida, da rienda suelta a su reprimida pasión. La boca de la mujer pronto se llena de semen, y él, con el arma aún en su mano, la obliga a limpiarle el rosado glande. Una vez que ha quedado satisfecho, preso de una gravísima depresión, huye como cobarde violador. Sentado sobre el borde de la cama de su habitación, levanta la mano, se apunta con el arma al temporal derecho de su cabeza, y sin pensarlo, jala del gatillo, ¡bang!, volándose así los sesos.

lunes, 7 de enero de 2013

La mancha



La marcha del metro se encuentra afectada por una sorpresiva e impetuosa lluvia y el operador en turno, se ha visto obligado a realizar intermitentes pausas provocando que todos los trenes, irremediablemente, se retrasen en más de diez minutos de su horario convencional. En cuanto llega el tren al andén, y las puertas se abren como grandes bocas de serpiente, con tal de abordar y llegar pronto a su destino, la gente prácticamente se arroja sobre la montaña de cuerpos apretujados, provocando que el trayecto se convierta en toda una odisea para el recién involucrado.
    Unos cuarenta minutos antes, antes de que comenzara a hacerse recia la lluvia, antes de que se armara todo un alboroto en el interior del vagón, antes de que la palanca de emergencia fuera jalada y el señor Jota fuera violentamente sometido, todo parece fluir en una agradable calma típica del mes de abril. El señor Jota estaba sentado en uno de los asientos, esos asientos individuales para gente discapacitada que el lector debe conocer muy bien. Flemático se encontraba el señor Jota cuando de golpe, las puertas del vagón se abrieron. Regularmente el señor Jota se hace el dormido a fin de no ceder su cómodo y preciado asiento, ganado a golpe de suerte y otras veces a base de arrojos violentos que le merecen una que otra vez recordarle a su querida madre; pero oh si no es graciosa la vida: esta vez fue distinto. Un grupo de mujeres hicieron acto de presencia para apartar al hombre de su parsimoniosa somnolencia. Teniendo casi treinta años de viajar en el metro, el señor Jota creía haberlo visto todo; pero nada lo preparó para el descubrimiento que a continuación hizo.
    Eran tres mujeres: dos jóvenes y una mujer madura. Escuchándolas, comprobó que la mujer era la madre. Éstas jovencitas tenían casi la misma estatura que la mujer, mas conservaban en sus actitudes y candorosos rostros, todavía los rasgos infantiles que denunciaban una evidente falta de madurez. Reían, y sus risas eran de princesas cáusticamente consentidas como las princesas de los cuentos de hadas. Pero no fueron las risas de las princesas las que llamaran poderosamente la atención del hombre, no. Una de ellas, presumía dentro de unos leggins desgastados un bien redondeado trasero, justo como le gustaban al hombre. No había comparación alguna con el trasero flácido de su hermana o incluso con el  voluminoso trasero de su madre a un lado. Ante el exótico descubrimiento, produjo en el hombre una viva impresión junto a una punzada maravillosa de excitación.
    La lluvia hizo su aparición, azotando con su implacable furia las ventanas, que rápido fueron cerradas por quienes fueron sus primeros acusadores. El tren comenzó a frenar. Para entonces el hombre había ya entregado el asiento a la inocente madre, y ahora, habiendo ganado la confianza de la mujer, tenía a las dos ingenuas jovencitas muy cerca suyo. Y en cada apertura de puertas, la víctima, un tanto empujada por la gente y otro tanto acorralada por quien la acechó desde un inicio, no tardó en pegarse involuntariamente de espaldas contra el señor Jota.
    En el vagón ya no cabía un cristiano más, ¡pero seguían entrando! Qué barbaridad: en cada estación salían dos personas pero en su lugar entraban cuatro. Cómo se acomodaban, sólo Dios sabe. La gente estaba sudando a caudales, pero mucho más transpiraba el señor Jota que, calladito, se movía extrañamente a las espaldas de la jovencita. Sin que alguien lo detuviera, sus manos también bordeaban los ondulados límites de la candidez. La aludida sintió unas manos grandes y desconocidas que se ceñían  y rozaban a sus caderas, a sus muslos; no dijo nada a su madre pensando que era algo inevitable no padecer por la implacable situación en la que se encontraba. El señor Jota aprovechó esta otra ingenuidad y la atrajo hacia él todavía  más. 
    El tren frenaba intempestivo y la gente, involuntariamente se apretujaba hasta los extremos de la tolerancia, por tanto, nadie se dio cuenta que la jovencita recibía más empellones en proporción con los que estaba recibiendo la totalidad. Por fin la madre notó que algo extraño  ocurría con la sobresaliente incomodidad de su hija y con el gesto torcido del hombre cerca de ella. Movió la cabeza, levantó el cuerpo, estiró ambas manos para apartar los cuerpos que le estorbaron y así mirar la proximidad del hecho. El descubrimiento la horrorizó. El grito de la mujer rompió con el condescendiente silencio.
    —¡Viejo asqueroso! ¡Viejo desgraciado!
   La gente no sabía de quién estaba hablando y buscaban desesperados al viejo, al asqueroso, al desgraciado.
    —¡Está manoseando a la niña, a mi niña! ¡La palanca! ¡Jálenla!
    Alguien no lo dudó, y jaló. Fue una mujer indignada.
    El señor Jota pronto fue dominado por un par de hombres que comenzaron a golpearlo, hasta que llegó una autoridad y colocó una endeble línea de orden.
    Las puertas están abiertas. El timbre ha comenzado a escucharse desde que jalaron la palanca de emergencia. La gente de otros vagones sale para examinar qué está ocurriendo, averiguando de inmediato que se están llevando a un hombre, que por cierto: tiene la bragueta abierta.
    El timbre deja de sonar porque el conductor del tren ha insertado la llave correcta en el sitio donde se pidió el urgente auxilio. El tren reanuda su marcha. La exaltada madre de las niñas, acusa, señala, acompaña a los hombres de autoridad a imponer la denuncia que le han solicitado realizar. Sus hijas siguen sus enérgicos pasos mas no saben lo que ha ocurrido, ni saben lo que dirá su madre a las autoridades. La niña que fue victima del pervertido, mientras camina, ha descubierto que en su trasero hay una misteriosa mancha que solo ella con los dedos ha sabido su extensión medir: es húmeda en el margen y un tanto viscosa en el centro. Lo lleva a la nariz y la madre lo advierte. Recibe una cachetada y la mujer la acusa de ser una cochina. La niña comienza a llorar. No sabe lo que hizo.

miércoles, 2 de enero de 2013

Una promesa para Mary



    La familia Rodríguez ha recibido una imprevista visita. El perro, mascota de la casa, rápido es silenciado por su amo, y empieza a mover su cola alrededor del hombre, como si le simpatizara la voz del recién llegado. 
    “¡Esto sí que es una sorpresa!”, dice Benjamín. “¡Pásale, cuñado, cuánto tiempo sin verte!” Los hombres se abrazan efusivamente, y los ojos de ambos hombres brillan porque su sinceridad es evidente. Comparten una broma sobre el peso que han ganado en los años sin verse, y se echan unas risotadas como buenos amigos que son. Ahora le toca el turno a María Antonieta, que con una sonrisa forzada, saluda a nuestro invitado.
    “¡Mary, mira qué linda estás!”
    ¿Cómo has estado? ¿Por qué no nos avisaste que vendrías?
    “Porque era una sorpresa”.
    “¡Niños, niños, vengan a saludar  a su tío!”, grita Benjamín.
    “Uno, dos, tres, ¡vaya, cuántos niños!”
   Son dos varoncitos de seis y siete años. La pequeña tiene cuatro.
    “¡Qué lindos! ¿Cómo se llaman?”
    Uno  a uno es presentado por su papá. Son tímidos y se esconden detrás de su madre, menos la niña, que presenta orgullosa su muñeca de trapo.
    “Se llama Bety”.
    “¿Bety? No te dijo tu papá que la llamarás así, ¿o sí?” Benjamín se ríe,  pero se ha puesto un poco colorado y nervioso porque, seguramente sabe de lo que está hablando su cuñado. María Antonieta acaba de saber algo, y por la forma en que ha mirado a su marido, intuimos que esta noche preguntará a Benjamín quién es esa Bety, de la que ha hecho referencia su hermano. 
    Los niños vuelven a sus juegos. Benjamín y su cuñado pasan a la sala. María Antonieta se ha metido a su cuarto y al poco rato ha salido vestida con otra ropa. Lleva a la sala una pequeña botana mientras prepara algo de comer. Los hombres cuentan lo que han hecho con sus vidas desde que no se ven. Ocho años sin verse ni hablarse les ha parecido una brutalidad de tiempo. Benjamín todavía no entiende por qué se alejó su casi hermano, si se llevaban muy bien.
   “Decían que éramos como uña y mugre, ¿recuerdas, cuñado?”
    “Claro que lo recuerdo”.
    ¡Amor, deja eso! Ven aquí, y platica con nosotros, ¿quieres?”,  grita Benjamín hacia la cocina. “Disculpa. No sé qué tiene.”
    “No te preocupes”.
    “¡Debo hacer la comida!”, dice ella desde la cocina, justificándose. “Por cierto, necesito que vayas por crema, tostadas y algo de queso. Queso canasto. ¿Puedes ayudarme?”
    “¿Qué? ¿Ahora?”
    “Es para la comida, ¡claro que ahora!”
    “¿Me esperas un momento, cuñado?”
   “Claro, claro”.
    “¡Ah, y también helado para los niños!”
    En cuanto los niños han escuchado la palabra “helado”,  han pedido ir con su padre, saltando alrededor suyo.
    “¡Yo quiero ir, yo quiero ir!”
    “Ustedes se quedan con su madre. Si voy con ustedes me voy a tardar”.
    “¡Quiero ir, quiero ir!”
     “¡Llévalos, qué te cuesta!”, dice María Antonieta.
    “Oh, está bien. Espérame, cuñado, ahora vuelvo. ¿O quieres ir también? Vamos al Super, está aquí cerca, a dos cuadras”.
    “Estoy cansado. Mejor los espero”.
    “Bueno, no tardamos. ¡Amor, dale la botella que guardo en la alacena!”
    “No, no. Refresco, mejor. Ya dejé la bebida”, declara el hombre.
   “¡¿Ya no tomas?! Caray. ¡Un refresco, Amor! ¿De qué sabor?”
    “El que sea”.
    “¡Del que sea! Ahora vuelvo.”
    En cuanto Benjamín y los niños cierran la puerta del zaguán, María Antonieta escucha unos pasos de botas  pesadas en el piso de su cocina.
    “Sigues tan hermosa como siempre. No, la verdad es que los años te han asentado muy bien. Te ves increíblemente hermosa”.
    “Hicimos un trato. ¿Lo has olvidado?”, dice ella, sin girarse, en tono de reclamación. Está preparando una ensalada.
    Él se acerca y con la confianza de quien sabe lo que obtendrá, la toma por la cintura y ella se sobresalta al instante de sentir las manos, apartándose como un gato a la amenaza del agua.
    “No me toques”.
    “Qué dices… No me vas a salir que ya no sientes nada por mí”.
    “Hicimos un trato”.
    “Lo intenté, lo intenté, pero no puedo olvidarte y sé que tú tampoco puedes olvidarme”.
    “Te quiero fuera de mi vida”, manifiesta solemne ella.
    “No, eso no quieres. Te alegra verme, admítelo. Lo supe en cuanto te pusiste ese vestido de una sola pieza junto con esos tacones altos. Tú sabes que esa vestimenta me excita. No puedes negar que querías lucirte conmigo; decirme con tu cuerpo que sigues igual de hermosa. Y lo conseguiste. Y yo también me he cuidado, ¡mira!”
    “Eso es ridículo. ¡Te dije que me dejes!”
    “Apuesto a que no llevas ropa interior debajo de ese lindo vestido. Te conozco demasiado bien. Echaste a tu esposo y a tus hijos para que…”
    “Eres asqueroso”.
    “¿Qué pasa, hermanita? ¿Ese putito de Benjamín no sabe tratarte como mujer?”
    “Ese ´putito´, como lo has llamado, es el padre de mis tres hijos, y el mejor esposo que pueda tener una mujer”.
   “¿En serio?”
    “¡Te dije que me sueltes!”
    Forcejean. Caen cucharas, sartenes, cacerolas y algunas verduras al suelo. Ambos están jadeando por el esfuerzo de tomar el control. Los dos están cansados. Él la ha sometido, sujetándola por detrás.
    “Te ha malcriado, hermanita, pero es algo que se puede corregir”.
    Así, sometida, la encima sobre la mesa, con los pechos aplastándose contra la madera. Ella está jadeando, tomando aire con cada respiración que él permite. Cada que trata de liberarse, él la estrella contra la mesa, sujetándola violentamente de los cabellos.
    “Definitivamente te ha malcriado, pero yo te haré ese favor de recordarte lo que olvidaste. ¡Estate quieta! Vaya, tendré que azotarte, como los viejos tiempos.”
    “¡Púdrete!”
    “¿Qué me pudra? ¿De dónde sacas ese lenguaje? Ahora sí que me enfadaste.”
    Se desprende de su cinturón y por cada movimiento brusco que ella hace, él la azota.
    “¡Maldito!”
    Zas, otro azote al trasero de ella.
    “¡Hijo de puta!”
    Zas, otro azote.
    “Benjamín no tardará en venir”.
    “Lo sé, y por eso debemos darnos prisa”. Su mano grande comienza a moverse suavemente por toda la zona azotada.  “Vamos, pequeña; no quiero seguirte pegando.”
    Ocurre un silencio.   
    “El maldito es un marica”.
    “Lo sé”.
    Deja caer al suelo el cinturón porque siente que ya no lo va a necesitar. Él ahora está sobando las nalgas que martirizó.
    “Dios, tienes un culo precioso. Te han crecido las caderas”.
    “Apúrate, que no tardan en venir”.
    Desabrocha su pantalón y libera la tiesa verga que tiene, que desde hacía rato estaba babeando.
   “No, allí no”, dice ella. “Ya sabes cuál es tu lugar”.
    “¿Él no lo ha usado?”, pregunta curioso.
    “No lo he dejado”, dice ella, disponiendo su cuerpo para que sea penetrado. “Allí no entran maricas. Rápido, ¿tienes problemas?”
    “Estás demasiado estrecha. No entra. Estás fuera de forma.”
    “Usa la mantequilla, toma”.
    “Esa es mi nena. Veamos… Ajá.  Oh, qué diferencia”.
    “¡Ah!”
    “Está adentro. Bien…”
    “¡Ah!”
    “Esta mantequilla lo ha facilitado todo. Siente cómo se hunde”.
    “Ah… ah…”
    “Definitivamente te ha hecho bien todos estos años. Estoy tan caliente que voy a terminar pronto.
    Hasta el perro en el patio puede oír los gemidos placenteros de María Antonieta.
    “Esa es mi nena. Libérate. Aquí va una profunda. Vas a sacarla por tu boca, te lo aseguro”.
    “¡Aaah!”
    “¡Ja, qué te pareció! He practicado. Lo hago mejor, ¿verdad? Es un truco que me enseñaron. Da la sensación de tenerla enorme”.
    “Cállate y sigue moviéndote”.
    “Estás muy caliente. Aquí va otra”.
    “¡Aaaah!”
    “Oh… aquí viene”, dice él, no aguantando más la agónica descarga que se aproxima. “Sí… sí… sí… ¡Ah!, aaahh… aaahhh… Excelente… Excelente...”
    Se desploma en la espalda combada de la mujer, aún con su verga adentro, desinflándose, entregando las últimas contracciones y escupiendo los residuos al intestino.
    “Esto fue increíble”, dice él.
    Cuando ella recupera el aliento que había perdido, le dice, con voz cariñosa.
    “En serio… tienes que irte.”
    “Pero qué dices”, dice él a su espalda. “Tú me amas y yo te amo. Deja a ese marica y huyamos los dos”.
    “¿Y mis hijos? Yo amo a mis hijos”.
    “Entonces nos los llevamos.”
    “¿Y luego qué?”, objeta ella. “Piensa. Ellos crecerán. Harán preguntas. Vamos, déjame levantarme”.
    María Antonieta marcha a la habitación adjunta, allí se limpia con un clínex el ano pegajoso que chorrea la viscosidad. Acomoda el vestido y se auxilia de un espejo para peinarse los cabellos. Luego regresa.
    “Que las hagan. Son dos varoncitos. Tienes una niña. Haremos lo que nuestro padre hizo con nosotros”.
    “Ni se te ocurra”.
    “¿Por qué? No te arrepientes, ¿o sí? ¿O sí?”
    “No lo sé…”
    “¿Que no lo sabes?”
    “No, no… digo que no es lo que quiero para ellos. Quiero que tengan una vida normal. Y Benjamín es un buen padre.”
    “¿El marica?”
    “No lo llames así”.
    “Tú también lo llamaste así”.
    “Estaba cachonda”.
    “Lo sé. ¿Hace cuánto que no te azotaba?”
    “No lo recuerdo. Pero no nos salgamos del tema. Yo quiero a Benjamín. Lo amo y amo a mis niños”.
    “¿Y a mí no me amas?”
    “Es… es distinto. Escucha; si me quieres, y quieres que yo esté contenta y feliz, sal de mi vida”.
    “Cómo me pides eso”.
    Ella se aproxima hasta donde está él sentado. Se arrodilla a sus pies y le mira desde abajo, con los ojos suplicantes de una doncella herida.
    “Me amas, ¿verdad? Y tú prometiste hacerme feliz. Esto es lo que te pido. Esto es lo que te pide tu adorada hermanita. Papá decía que naciste para satisfacerme, pues esto es lo que quiero. ¿Lo harás?”
    “No lo sé. Él no se refería a esto”.
    “Naciste para satisfacerme, recuérdalo. Déjame ser feliz. Yo puedo serlo, pero si tú estás por aquí… me será difícil. Tendré problemas. ¿Viste cómo perdí la cabeza tan sólo de verte? Yo te amo, pero nuestro amor es diferente y nunca será comprendido. Prométemelo que te irás. Prométeme que saldrás de mi vida. Déjame vivir mi sueño”.
    “Eso es imposible”.
    “Te lo suplico”.
    “No… no lo sé…”
    “Te lo suplico, prométemelo”.
   “Está bien, está bien. Lo prometo”.
   “Gracias. Gracias…”
    Ambos terminan abrazados. Benjamín los encuentra en la cocina, hablando y riendo como los tiempos pasados.
    “Vaya, hice bien en dejarlos solos”, dice Benjamín, dejando sobre la mesa la crema, las tostadas y el queso-crema, pero no era queso-crema sino queso canasto. Cuando le dicen su error, todos se echan a reír, incluyendo los niños que están comiendo su helado y están manchándose la ropa limpia.