"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

sábado, 20 de febrero de 2016

Princesa



Re-editado
(Una bonita familia)

    Tenemos a dos niños y un hombre dentro de un cuarto bien iluminado, con varias lámparas reflectoras de piso y espejos rectangulares y cóncavos, diligentemente colocados, a fin de ahuyentar cualquier sombra en algún recoveco derivado de la maquinación a acontecer. Hay bastantes cámaras en una mesa de trabajo, tanto cámaras de video como cámaras fotográficas. Algunas están desarmadas. También, en el mismo cuarto, hay un par de roperos desvencijados con bastante ropa adentro como para hacer una fiesta de disfraces. La mayor parte del tiempo estos muebles están abiertos, escupiendo tanto ropa limpia como ropa sucia. En la esquina, donde no llega la luz, hay un escritorio, con varios teléfonos celular y muchísimos discos apilados, etiquetados con números y letras.
    —Yo no quiero hacer eso otra vez —dice la niña, haciendo un mohín de desagrado.
    El hombre deja la cámara y se le acerca. Habla con paciencia y afecto. Hace promesas. La niña, luego de saber que puede obtener todavía más recompensas, se hace la difícil hasta que llegan, adulto e infanta, a un común acuerdo que tiene que ver con muñecas de moda, azúcar, y horas extra dentro de un conocido parque de diversiones.
    El niño, con los pantalones abajo y con aspecto enfermizo, pronto lo vemos retorciéndose como serpiente a causa de las cosquillas que la linda niña de cabellos dorados, le provoca con oficio. Este niño ha aceptado realizar este sacrificio a cambio de que el hombre compre toda la caja de chicles que su padrastro le pidió que vendiera. Sabe que si no vende todos los chicles, recibirá una tremenda zurra, no comerá y no dormirá en su cama. No había vendido ningún chicle en casi medio día, y fue el miedo a su padrastro y a una promesa bienhechora, que lo empujaron a subirse al auto de un completo desconocido. En el asiento trasero se hallaba una pequeña, al cual el hombre la presentó como su pequeña hija: una niña linda ataviada con un elegante vestido color azul y encaje blanco, mismo que tenía en sus calcetitas, a la altura de sus tobillos. El niño conoció a la madre de la niña y la mujer parecía una hermosa virgen de catedral. Tenía el cabello rubio, lo ojos verdes y era muy alta, más alta que el hombre. Y su piel, su piel era blanca como la leche.
    —¡Papá!
    La niña se ha escandalizado luego de que el miembro del niño, de pronto cobrara una repentina vida, asemejándose a una pequeña y delgada víbora de un solo ojo.
    —¡Vaya! ¿Cuántos años dijiste que tenías, mocoso? —pregunta el hombre, entre sorprendido y complacido—. ¡Eres todo un hombrecito! ¡Mira qué grande lo tienes! No, no, no te asustes. Eso es normal. Déjame enseñarte unas fotos —y el hombre va y regresa de su escritorio y le enseña una serie de fotografías para adultos, que no hacen más que abochornar al pequeño. A fin de cuentas, logra levantarle el ánimo—. ¡Linda, vuelve a lo tuyo!, y tú, recuerda nuestro trato.
    La niña está indecisa. La niña ya no quiere acercarse a la fea víbora que la asustó.
    —Míralo, míralo. ¿Ya ves? Ha vuelto a ser el mismo, el mismo gusanito que tenía antes. ¡No habrá parque de diversiones si no haces lo que te digo! No quiero esa cara, ya los sabes.
    La niña, aún enfadada, se acuclilla, y vuelve a hundir la cabeza para realizar la humillante tarea, que es provocar cosquillas (como lo llama su padre), a un niño piojoso de la calle. Chupa y lame el gusanito, lo ha hecho antes, pero ninguno se había convertido en fea víbora como la que ha visto este día.
    —¡No! Espera, espera, tengo una mejor idea—dice el hombre, interrumpiéndola—. Linda, bájate los calzones, rápido. Inclínate. Las manos a las rodillas. No, así no; así, así.
    El hombre levanta el vestido de la niña, y, le pide que lo sostenga con una mano para que no se baje y pueda enseñar a la lente de la cámara y en su totalidad, las pequeñas y redondas nalgas, junto a las delgadas piernas que posee. Toma fotos. Luego acerca al niño, y lo obliga a colocar las manos sobre las caderas de la niña, en una clara pose de penetración. Corre hasta donde se encuentra su cámara y obtiene otro par de fotografías que lo ponen muy contento y excitado. Más no queda satisfecho. Se acerca y se queda pensando, no apartando de su vista la pose sexual de los niños.
    —Vas a meter tu gusano allí cuando lo tengas grande, ¿entiendes? Quédate así, linda. No vayas a levantarte. Aquí, ¿me oíste? 
    —¡Ay! Me picaste, papá.
    —¿Ves, mocoso?  Aquí donde está mi dedo. Aquí donde se hunde.
    —¡Ay!
    —Levántate, linda, y vuelve a hacerle cosquillas hasta que vuelva a tener su gusanito duro.
    —No, ya no quiero.
    La niña vuelve a hacer su berrinche y el hombre nuevamente lo vemos realizando promesas que no va a cumplir, o tal vez sí, no lo sabemos. Después de una hora de prueba y error, el niño ya sabe lo que tiene que hacer una vez que  tiene el “gusano duro”, o la víbora, como lo ha llamado la niña. Ésta se inclinará, se subirá el vestido y él se colocará detrás de ella; le meterá el gusano en la ranura donde el hombre metió su dedo antes; después sujetará las caderas de ella y empujará con fuerza; sacará su gusano pero no lo sacará todo, sino que dejará un trocito adentro; posiblemente la niña trate de escapar y él tiene que sujetarla fuertemente (esto se lo dijo en secreto el amable hombre); luego volverá a empujar y volverá a sacar un trocito, hasta que el hombre diga “Es suficiente”. 
    —Ahora, ahora, inclínate linda. ¡Tú, donde te dije! Aquí.
    —¡Ay! ¡Me duele! —grita la niña.
    —Sigue mocoso, sigue mocoso. Esto está genial. Dale, dale.
    —¡Ya no quiero, ya no quiero!
    Y, aunque el niño trató de impedir que huyera, la niña ha salido chillando por la puerta trasera.
    —Déjala —le dice al niño—. Irá con su mamá y me acusará de lo que le hicimos. Bueno…—Revisa su cartera y le entrega lo acordado, más diez pesos como bono extra—. Ahora vamos, que tengo que dejarte.
    El hombre ha ido ha dejar al niño a la calle donde lo recogió. Cuando regresa a su casa, su esposa, linda y hermosa como la describimos, está despreocupada dentro de su alcoba, probándose unos zapatos nuevos que acaba de comprar. Le pregunta si obtuvo un buen video de los niños.
    —Quedó genial —dice el hombre, no logrando ocultar el entusiasmo que lo subleva—. Por cierto, tu hija ya no es virgen.
    —Sí, de eso ya me di cuenta. A ver si no la lastimaste, pendejo. Ahora está dormida. Ya llamé a Genaro para que la revise. ¿Tú te la cogiste?
    —Fue el pinche mocoso. Debiste oír a tu putita hija. “Oh, oh, ah. Más, más”, ja, ja.
    —Llegó llorando conmigo y diciendo: “Papá me lastimó, papá me lastimó”. Pensé que tú la habías tocado.
    —Nos darán una buena lana por el video. Querías ir a París, ¿no es cierto?
    —Italia.
    —Ya tengo comprador. ¿Recuerdas al obispo que tanto ha pedido fotos de la niña? Ya le hablé del video. Lo quiere y lo va a pagar.
    —Dáselo al doble de lo acordado.
    —¡Me saliste cabrona!
    —No la parí para pedir miserias. Ah, y desde hoy, nada de pordioseros para mi hija. Es una princesa y va a ser tratada como tal.