Re-editado
(Una bonita familia)
(Una bonita familia)
Tenemos a
dos niños y un hombre dentro de un cuarto bien iluminado, con varias lámparas
reflectoras de piso y espejos rectangulares y cóncavos, diligentemente colocados,
a fin de ahuyentar cualquier sombra en algún recoveco derivado de la
maquinación a acontecer. Hay bastantes cámaras en una mesa de trabajo, tanto
cámaras de video como cámaras fotográficas. Algunas están desarmadas. También,
en el mismo cuarto, hay un par de roperos desvencijados con bastante ropa
adentro como para hacer una fiesta de disfraces. La mayor parte del tiempo
estos muebles están abiertos, escupiendo tanto ropa limpia como ropa sucia. En
la esquina, donde no llega la luz, hay un escritorio, con varios teléfonos
celular y muchísimos discos apilados, etiquetados con números y letras.
—Yo no
quiero hacer eso otra vez —dice la niña, haciendo un mohín de desagrado.
El hombre
deja la cámara y se le acerca. Habla con paciencia y afecto. Hace promesas. La
niña, luego de saber que puede obtener todavía más recompensas, se hace la
difícil hasta que llegan, adulto e infanta, a un común acuerdo que tiene que
ver con muñecas de moda, azúcar, y horas extra dentro de un conocido parque de
diversiones.
El niño,
con los pantalones abajo y con aspecto enfermizo, pronto lo vemos retorciéndose
como serpiente a causa de las cosquillas que la linda niña de cabellos dorados,
le provoca con oficio. Este niño ha aceptado realizar este sacrificio a cambio
de que el hombre compre toda la caja de chicles que su padrastro le pidió que
vendiera. Sabe que si no vende todos los chicles, recibirá una tremenda zurra,
no comerá y no dormirá en su cama. No había vendido ningún chicle en casi medio
día, y fue el miedo a su padrastro y a una promesa bienhechora, que lo empujaron
a subirse al auto de un completo desconocido. En el asiento trasero se hallaba
una pequeña, al cual el hombre la presentó como su pequeña hija: una niña linda
ataviada con un elegante vestido color azul y encaje blanco, mismo que tenía en
sus calcetitas, a la altura de sus tobillos. El niño conoció a la madre de la
niña y la mujer parecía una hermosa virgen de catedral. Tenía el cabello rubio,
lo ojos verdes y era muy alta, más alta que el hombre. Y su piel, su piel era
blanca como la leche.
—¡Papá!
La niña se
ha escandalizado luego de que el miembro del niño, de pronto cobrara una
repentina vida, asemejándose a una pequeña y delgada víbora de un solo ojo.
—¡Vaya!
¿Cuántos años dijiste que tenías, mocoso? —pregunta el hombre, entre
sorprendido y complacido—. ¡Eres todo un hombrecito! ¡Mira qué grande lo
tienes! No, no, no te asustes. Eso es normal. Déjame enseñarte unas fotos —y el
hombre va y regresa de su escritorio y le enseña una serie de fotografías para
adultos, que no hacen más que abochornar al pequeño. A fin de cuentas, logra
levantarle el ánimo—. ¡Linda, vuelve a lo tuyo!, y tú, recuerda nuestro trato.
La niña
está indecisa. La niña ya no quiere acercarse a la fea víbora que la asustó.
—Míralo,
míralo. ¿Ya ves? Ha vuelto a ser el mismo, el mismo gusanito que tenía antes.
¡No habrá parque de diversiones si no haces lo que te digo! No quiero esa cara,
ya los sabes.
La niña,
aún enfadada, se acuclilla, y vuelve a hundir la cabeza para realizar la
humillante tarea, que es provocar cosquillas (como lo llama su padre), a un
niño piojoso de la calle. Chupa y lame el gusanito, lo ha hecho antes, pero
ninguno se había convertido en fea víbora como la que ha visto este día.
—¡No!
Espera, espera, tengo una mejor idea—dice el hombre, interrumpiéndola—. Linda,
bájate los calzones, rápido. Inclínate. Las manos a las rodillas. No, así no;
así, así.
El hombre
levanta el vestido de la niña, y, le pide que lo sostenga con una mano para que
no se baje y pueda enseñar a la lente de la cámara y en su totalidad, las
pequeñas y redondas nalgas, junto a las delgadas piernas que posee. Toma fotos.
Luego acerca al niño, y lo obliga a colocar las manos sobre las caderas de la
niña, en una clara pose de penetración. Corre hasta donde se encuentra su
cámara y obtiene otro par de fotografías que lo ponen muy contento y excitado.
Más no queda satisfecho. Se acerca y se queda pensando, no apartando de su
vista la pose sexual de los niños.
—Vas a
meter tu gusano allí cuando lo tengas grande, ¿entiendes? Quédate así, linda.
No vayas a levantarte. Aquí, ¿me oíste?
—¡Ay! Me
picaste, papá.
—¿Ves,
mocoso? Aquí donde está mi dedo. Aquí donde se hunde.
—¡Ay!
—Levántate, linda, y vuelve a hacerle cosquillas hasta que vuelva a tener su
gusanito duro.
—No, ya no
quiero.
La niña
vuelve a hacer su berrinche y el hombre nuevamente lo vemos realizando promesas
que no va a cumplir, o tal vez sí, no lo sabemos. Después de una hora de prueba
y error, el niño ya sabe lo que tiene que hacer una vez que tiene el
“gusano duro”, o la víbora, como lo ha llamado la niña. Ésta se inclinará, se
subirá el vestido y él se colocará detrás de ella; le meterá el gusano en la
ranura donde el hombre metió su dedo antes; después sujetará las caderas de
ella y empujará con fuerza; sacará su gusano pero no lo sacará todo, sino que
dejará un trocito adentro; posiblemente la niña trate de escapar y él tiene que
sujetarla fuertemente (esto se lo dijo en secreto el amable hombre); luego
volverá a empujar y volverá a sacar un trocito, hasta que el hombre diga “Es
suficiente”.
—Ahora,
ahora, inclínate linda. ¡Tú, donde te dije! Aquí.
—¡Ay! ¡Me
duele! —grita la niña.
—Sigue
mocoso, sigue mocoso. Esto está genial. Dale, dale.
—¡Ya no
quiero, ya no quiero!
Y, aunque
el niño trató de impedir que huyera, la niña ha salido chillando por la puerta
trasera.
—Déjala
—le dice al niño—. Irá con su mamá y me acusará de lo que le hicimos.
Bueno…—Revisa su cartera y le entrega lo acordado, más diez pesos como bono
extra—. Ahora vamos, que tengo que dejarte.
El hombre
ha ido ha dejar al niño a la calle donde lo recogió. Cuando regresa a su casa,
su esposa, linda y hermosa como la describimos, está despreocupada dentro de su
alcoba, probándose unos zapatos nuevos que acaba de comprar. Le pregunta si
obtuvo un buen video de los niños.
—Quedó
genial —dice el hombre, no logrando ocultar el entusiasmo que lo subleva—. Por
cierto, tu hija ya no es virgen.
—Sí, de
eso ya me di cuenta. A ver si no la lastimaste, pendejo. Ahora está dormida. Ya
llamé a Genaro para que la revise. ¿Tú te la cogiste?
—Fue el
pinche mocoso. Debiste oír a tu putita hija. “Oh, oh, ah. Más, más”, ja, ja.
—Llegó
llorando conmigo y diciendo: “Papá me lastimó, papá me lastimó”. Pensé que tú
la habías tocado.
—Nos darán
una buena lana por el video. Querías ir a París, ¿no es cierto?
—Italia.
—Ya tengo
comprador. ¿Recuerdas al obispo que tanto ha pedido fotos de la niña? Ya le
hablé del video. Lo quiere y lo va a pagar.
—Dáselo al
doble de lo acordado.
—¡Me
saliste cabrona!
—No la
parí para pedir miserias. Ah, y desde hoy, nada de pordioseros para
mi hija. Es una princesa y va a ser tratada como tal.