"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

lunes, 22 de febrero de 2016

Debajo de la sábana


Re-editado

    No la has sentido moverse en más de una hora, y tú piensas que se encuentra en el sueño de Morfeo. Estás sudando, respirando agitadamente. Te das vuelta para comprobar que tus suposiciones son las correctas, y entonces, entonces… Sorpresa. Ella también está despierta.
    En un murmullo te pregunta si no puedes dormir. “Yo tampoco”, te dice. Musa soberbia y confusa, ángel, espectro, medusa... Te distrae su cabello, sus ojos… Tiene ojos asesinos, en sus semblantes divinos, ángel femenino... Cual princesa encantada, eres mimada por un hada de rosado color. Labios rosados, sangre de clavel.
    Ella también te está mirando, pero no piensa en los poemas de Rubén Darío. En qué pensará, te mata la curiosidad. En vano busqué a la princesa, que estaba triste de esperar. Ambos sonríen de estarse mirando mutuamente. La tierra se vuelve loca, el cielo a la tierra invoca cuando sonríe esa boca. Siguen riéndose hasta que la necesidad te empuja, de apartar los cabellos de su mejilla. Esclavo de unos ojos bellos. Has rozado su piel. ¡Carne, celeste carne de la mujer! Arcilla, ambrosia, ¡oh maravilla!, la vida se soporta, tan doliente y tan corta, solamente por eso, ¡roce, mordisco o beso a ese pan divino para la cual nuestra sangre es nuestro vino!
    Está pensando. Está pensando. Moja sus labios; abre la boca y te pregunta si es bonita.
    “Tan bonita como Roxana”.
    “¿Quién?”
    Qué cosas dices, qué cosas dices. Por supuesto que ella no conoce a Roxana de Rostand. Vacías tu intelecto.
     “Antes decías que yo era fea. ¿Tan rápido has cambiado de opinión?”
    Sus ojos están brillando. Esperanza. Spes.
    Se ha empujado hacia adelante para acercarse, y, sin apartar la mirada, te palpa (debajo de la sábana) el bulto tieso y palpitante. Y ella te ha callado con su caliente aliento, con su boca. Miel y leche debajo de tu lengua. Su mano se mueve. Desabrocha y libera. Le dices todo lo que sientes al tiempo que su mano liviana, gozosa, aviva tu frenesí. Suplicas y balbuceas cuando ella te monta y te jinetea. Y cuando regresas los ojos a la tierra, cuando regresan también los de ella, te das cuenta, te das cuenta, que ambos, los amantes soñadores, consagrados místicamente uno a otro, no son los mismos.
    Te empuja.
    “¡Lárgate!”
    Y tratas de pedir explicación y ella retrocede, como asustada.
    “¡Dije que te largues!”
    A la mañana siguiente, ambos salen del hotel y para el atardecer, ambos están comiendo en la sala con tu padre, tu madre y un hermano pequeño.
    “¿Y qué tal durmieron en el hotel?”, pregunta interesada tu madre.
    “Bien”,  responde con inapetencia ella; pero tú sabes que está mintiendo. Tú sabes que encontraron una única habitación en el único motel a 150 kilómetros de llegar a la ciudad; que tuvieron que conformarse con compartir una cama, y que, a media noche, tú tuviste que salir a dormir en el auto porque tu hermana te sacó airadamente de la habitación que ambos injustamente pagaron. Potro sin freno se lanzó mi instinto, mi juventud montó potro sin freno; iba embriagada y con puñal al cinto; si no cayó, fue porque Dios es bueno.