Re-editado
No la has sentido moverse en más de una
hora, y tú piensas que se encuentra en el sueño de Morfeo. Estás sudando, respirando
agitadamente. Te das vuelta para comprobar que tus suposiciones son las correctas,
y entonces, entonces… Sorpresa. Ella también está despierta.
En un murmullo te pregunta si no puedes dormir.
“Yo tampoco”, te dice. Musa soberbia y
confusa, ángel, espectro, medusa... Te distrae su cabello, sus ojos… Tiene ojos asesinos, en sus semblantes divinos,
ángel femenino... Cual princesa encantada, eres mimada por un
hada de rosado color. Labios rosados, sangre
de clavel.
Ella también te está mirando, pero no
piensa en los poemas de Rubén Darío. En qué pensará, te mata la curiosidad. En vano busqué a la princesa, que estaba
triste de esperar. Ambos sonríen de estarse mirando mutuamente. La tierra se vuelve loca, el cielo a la
tierra invoca cuando sonríe esa boca. Siguen riéndose hasta que la
necesidad te empuja, de apartar los cabellos de su mejilla. Esclavo de unos ojos bellos. Has rozado
su piel. ¡Carne, celeste carne de la
mujer! Arcilla, ambrosia, ¡oh maravilla!, la vida se soporta, tan doliente y
tan corta, solamente por eso, ¡roce, mordisco o beso a ese pan divino para la
cual nuestra sangre es nuestro vino!
Está pensando. Está pensando. Moja sus
labios; abre la boca y te pregunta si es bonita.
“Tan bonita como
Roxana”.
“¿Quién?”
Qué cosas dices,
qué cosas dices. Por supuesto que ella no conoce a Roxana de Rostand. Vacías tu
intelecto.
“Antes decías que yo era fea. ¿Tan
rápido has cambiado de opinión?”
Sus ojos están brillando. Esperanza. Spes.
Se ha empujado
hacia adelante para acercarse, y, sin apartar la mirada, te palpa (debajo de la
sábana) el bulto tieso y palpitante. Y ella te ha callado con su caliente aliento,
con su boca. Miel y leche debajo de tu
lengua. Su mano se mueve. Desabrocha y libera. Le dices todo lo que
sientes al tiempo que su mano liviana, gozosa, aviva tu frenesí. Suplicas y balbuceas
cuando ella te monta y te jinetea. Y cuando regresas los ojos a la tierra,
cuando regresan también los de ella, te das cuenta, te das cuenta, que ambos,
los amantes soñadores, consagrados místicamente uno a otro, no son los mismos.
Te empuja.
“¡Lárgate!”
Y tratas de pedir
explicación y ella retrocede, como asustada.
“¡Dije que te largues!”
A la mañana siguiente, ambos salen del
hotel y para el atardecer, ambos están comiendo en la sala
con tu padre, tu madre y un hermano pequeño.
“¿Y qué tal durmieron en el hotel?”,
pregunta interesada tu madre.
“Bien”, responde con inapetencia
ella; pero tú sabes que está mintiendo. Tú sabes que encontraron una única
habitación en el único motel a 150 kilómetros de llegar a la ciudad; que
tuvieron que conformarse con compartir una cama, y que, a media noche, tú
tuviste que salir a dormir en el auto porque tu hermana te sacó airadamente de
la habitación que ambos injustamente pagaron. Potro sin freno se lanzó mi instinto, mi juventud montó potro sin
freno; iba embriagada y con puñal al cinto; si no cayó, fue porque Dios es
bueno.