"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 19 de febrero de 2016

La manzana mordida




Escribió el nombre de su esposa en un buscador de Internet. Había leído en el periódico la noticia de que unos piratas cibernéticos, habían secuestrado y hurtado información dentro de una comunidad de infieles. El hombre no le tomó interés a la noticia hasta que sus amigos comenzaron a hablar de manera reiterada sobre el que consideraron: escandaloso asunto. “¿Comunidad de infieles? ¿Alguien había escuchado eso?”. “Tal vez nuestras esposas se encuentren allí”. “Tal vez somos unos cornudos y ni nos hemos dado cuenta”.
    A lo mejor sólo encontraría un chisme, un rumor reciente que la involucrara con un fulano. Tenía algunos nombres en la cabeza, como aquel conductor de televisión que cada que se encontraba con Rebeca, no perdía oportunidad alguna para lisonjear sus grandes ojos color avellana; también estaba aquel ejecutivo y que le ofrecía trabajar en un proyecto diferente que él llamaba vanguardista y que en las reuniones, tanto la hacía reír con los bastos chistes que se sabía. Y no olvidar el fulano que le escribió un poema y que se lo cantó en su cumpleaños, conmoviéndola hasta las lágrimas.
    Transcurrían los minutos y a cada clic del ratón había un cierto temor latente de despertar, dentro del laberinto cibernético, al Minotauro que realmente no deseaba conocer. Con más de veinte años de matrimonio, dos hijos casados y uno cursando la universidad, la idea de que su esposa fuera infiel no le era tanto remota a sus pensamientos, pues ella no se cansaba de decir que ya había cumplido con su papel de madre, en el objetivo planteado de sacar sus hijos adelante. “Ahora debo pensar en lo siguiente”, dijo ella. Y no fue hasta varios años después que él reflexionó sobre todo esto, teniendo la sensación de que no fue el amor mutuo lo que en principio los matrimonió, sino más bien, la obsesión de cumplir con una imperiosa voluntad individual, una fría y solemne perspectiva, de verse ella misma en el tradicional rol de esposa-madre ante su familia, ante la sociedad, ante su público. A decir verdad, luego de casarse, él le planteó la idea de no tener hijos, y aún recuerda el tremendo escándalo que hizo, la inopinada amenaza de divorciarse de inmediato si él no le cumplía con la tradicional obligación, relegándolo al simple papel de macho semental que a primera instancia no le pareció tan insoportable.
    Seguía buscando y mientras lo hacía, reconocía a su esposa como una mujer brillante y comprometida con sus valores éticos y religiosos. Cuidaba su imagen ante la gente, ante los miles de televidentes que miraban su programa que con esmero y profesionalidad, conducía. A veces se obsesionaba y trabajaba abnegadamente las horas extras. Como madre, como esposa, era, fue, excelente. Sus hijos no habían salido idiotas, fastidiosos, mimados, sino que habían buscado su propio camino, lo buscaban. Como dijo: como madre había cumplido.
    Después de un rato de búsqueda, constató que no existían fotos comprometedoras de ninguna clase como al principio supuso. Recordó (sonriendo) que ni siquiera él, tenía una buena foto de su mujer, posando de manera sensual. Menos ellos las tendrían. Y en la playa, era muy recatada y cuidadosa en el aspecto de resguardar su bien delineado cuerpo. Lo que sí había en los hilos del buscador, fueron videos salaces, sobre el programa que tenía a su cargo y que ya llevaba varios años en el aire y con altos niveles de audiencia. Eran videos hechos por aficionados, por pervertidos. Los videos tenían comentarios, cientos de comentarios soeces, comentarios exaltados que enaltecían en atrevimiento el solemne trasero de la guapa conductora. Otros pervertidos igual que ellos les aplaudían, el pésimo trabajo de edición expuesta. Y pensó el hombre, que el orgulloso productor debía tomarle mucho tiempo, grabar un montón de programas y escoger, escrupulosamente, un par de valiosas escenas, de dos, máximo tres segundos, en el momento en que, ella, su esposa, mostraba involuntaria a la cámara la ondulada y femenina espalda. Y se volvía lento el video, y se escuchaba una música embelesadora, emulando el canto de las sirenas al expectante paso del navegante, el paso de un extraviado Jasón. Allí estaba el momento oportuno, el momento ansiado del mirón de Acteón, acosando a la bella Artemisa. Y el vellocino se mostraba por fin, en una escena notable, el trasero, en un segundo plano, la forma de un corazón que comenzaba donde terminaba la espalda. La cámara  respetaba la privacidad de una mujer casada, sus atributos, pero entregando, involuntariamente, al ojo del fetichista, el delirio. “Vaya si hay gente loca”, se dijo. Después de mirar varias veces el video, y reconocer que nada le arrebataban, ni a él ni a su esposa, consintiendo el derecho de libertad de cada persona, se abandonó de la repentina y exaltada ira que al principio lo desangró. Y quedó sosegado y tal vez estupefacto, por la gran cantidad de personas que lo habían visto, buscado, tecleado el nombre de Rebeca para dar con aquel anodino video. Eran casi un millón, “válgame Dios, en qué pierde su tiempo esta gente”. Y vaya, cuántos admiradores tenia.

***

    Ya en la alcoba se detuvo a mirarla, en el ritual que antes le pareció trivial. Aun descalza, su pronunciado trasero, el corazón que sobresalía debajo del camisón y cuyo final terminaba en las conspicuas rodillas, ya un resplandor, una estrella, un pulsar que sobresalía en demasía. Ella hablaba sobre lo que le sucedió en el estacionamiento, un golpe que recibió en la defensa de su auto, el tipo con pinta de militar que la asustó pero que resultó ser un admirador, al tiempo hablaba  y al tiempo ya cepillaba su sedoso cabello. La miraba ebrio, las proporciones del cuerpo de su esposa como si fuera un pequeño, un pulgarcito en tierra desconocida. Las caderas. Los hombros. La caja torácica. Las piernas.
    —Te estás riendo.
    —No me estoy riendo.
    —Te estoy viendo por el espejo.
    —Bueno…, sí, me estoy riendo.
    —No es para reírse, me asusté muchísimo.
    —¿Te has dado cuenta que tienes muchos fans en Internet?
    —Si, ya me di cuenta.
    —En Internet.
    —Supongo —dijo insensible.
    Y ella comenzó hablar de otro asunto y él la escuchó embelesado hasta que la vio acostarse. Habló otro poco y luego su voz fue apagándose, haciéndose suave. Él seguía pensando. “Me halaga que hablen de mi mujer. Me halaga que me envidien”. Él la tenía. Cuántos hombres pagarían por semejante privilegio. Cuántos.

***

    Pero no era cierto. El pensamiento del falso dominio. Intranquilidad. El suplicio de Tántalo. El trasero de su esposa que no le pertenecía, aún no. “No lo conozco”. No lo conocía. Cuántos años y aún no lo conocía. Debía admitirlo, admitir que estaba aburrido de su mujer. La rutina del matrimonio había matado el deseo sexual que había entre ambos… hasta hoy, cuando alguien (muchos), suspiraban por su mujer, por su trasero, el trasero que lo tenía a su alcance y que antes no era más que un solo trasero como los demás. Cuántos años compartiendo cama, y nunca, nunca…
    Una de sus manos se levantó como paloma al vuelo y aprehendió el gran trasero redondo, el objeto codiciado. Ella apenas habló, dijo estar cansada, que no empezara. Todos esos comentarios obscenos (no podía negar) lo habían puesto eufórico, cachondo. Se preguntaban si su esposo (hablaban de él), se lo hacía por el culo. La verdad es que no. Nunca. Ella no gozaba con el sexo. Hasta parecía que lo odiaba. Abría las piernas y se dejaba querer, como una muerta. Lo hacían cada cuatro o cinco meses. Apenas lo habían hecho la semana pasada. Terminó en cosa de cinco minutos. Él se había conformado. Bastaba con masturbarse en el baño y bastaba con saber que tenía una gran mujer, una gran esposa; pero eso ya no le bastaba. Él quería el trasero de esta multideseada mujer para él y lo conseguiría a toda costa.
    Apretó. Sobó. Ella se movió hasta la orilla del colchón y se apretó como un molusco. “Advertido estás, que dormirás con el perro si continúas”, amenazó dominante. Tuvo que detenerse. Detenerse.

***

    “Ni siquiera le he visto el culo”, se dijo mientras se bañaba. “Un esposo debe conocer a su mujer, de pies a cabeza y yo no la conozco”. Fue a trabajar y desde ese día, comenzó a mirar el programa, aburrido pero conducido por su deseada esposa. Estaba realmente guapa. Los maquillistas le quitaban diez o quince años. Entregaba la imagen de una señora decente, sensual, admirable. Y la ropa, los tacones… “Cuánto tiempo he estado ciego”.
    —La ropa sólo me la prestan. La entrego cuando termina la grabación —dijo ella.
    —¿Y los zapatos?
    —También los zapatos.
    —Eran unos zapatos muy bonitos.
    —Me lastiman esos zapatos. Es un tormento usarlos durante toda la grabación. Pero debo usarlos.
    —¿Debes? ¿Te dijo Charly que los debes usar?
    —No, pero… Es para la televisión. Debo verme…
    —¿Sensual?
    —No es la palabra que yo quería decir, pero… ¿Y ese milagro que viste el programa? Nunca lo ves.
   —Una compañera lo estaba mirando —mintió. Ella se estaba quitando el maquillaje—. ¿Has buscado tu nombre en Internet?
    —No.
    —Por curiosidad… te busqué.
    —No me digas.
    —Hay muchos videos tuyos. Para muchos de tus fans, eres muy atractiva.
    —Se lo debo a Sarita. ¿Recuerdas a Sarita?
    Ambos se acostaron esa noche y el volvió a mostrar su calor interior. Ella dijo que acababan de hacerlo hacía un par de semanas, que no empezara de nuevo. Él trató de persuadirla.
    —Por Dios, ¡soy tu esposo!
    —¿Y por eso crees que tienes derecho a tenerme cuando tú quieras? Estás equivocado. Todo el día me la paso defendiendo los derechos de las mujeres y ahora resulta, que tú me quieres hacer lo mismo, tenerme de esclava, de tenerme a tus pies, no puedo creerlo. Estoy, realmente decepcionada. Habíamos llegado a un acuerdo.
    Ella habló y habló. Terminó llorando. No dejó que la abrazara, que intentara consolarla. Pidió perdón. Durmieron.

***

    El hombre se había vuelto un adicto a los videos de Internet. No miraba los programas de su mujer, pero sí ponía bastante atención a los nuevos videos que la gente, los fans, los pervertidos, subían a la red. Él mismo comenzó a subir comentarios abyectos de manera anónima.
    “Esto me recuerda al rey Candaules, que estaba orgulloso del trasero de su mujer”. La pintura estaba en el museo de Estocolmo. Ella se cubrió los ojos. La obesa mujer enseñaba, presuntuosa al pintor, al espectador, al ministro Giges, su trasero desnudo. Él miró la pintura indiferente y no comprendió la sobrada jactancia del rey cuando mostró la controvertida pintura; y ahora lo comprendía. Ahora.

***

    Era una lástima, una verdadera lástima. Dios había privilegiado a su mujer con un ostentoso, perfecto, sensual trasero, la verdadera manzana prohibida que nadie tenía el privilegio de saborear, ni siquiera ella. Una verdadera lástima. Lo embarraba a la cara de los demás, los Adanes, mostrándolo a los tantos pecadores, tentando a pecar. Tal vez para eso nació, para eso la puso Dios allí, en la televisión donde Él sabía nadie la iba a tener, a disposición de los hambrientos Tántalos. Ni siquiera su marido, el marido ciego que nunca se dio cuenta de lo que tenía hasta que un pervertido, un profeta de los nuevos tiempos, escupió a sus palmas, talló a sus ojos y le devolvió la vista. Dios la tiene en su jardín. Protegida. Astuto: Sin concupiscencia, sabía iba a mantener a su hija a salvo, y a salvo también el fruto prohibido. Desgraciado. Dios era un desgraciado, un egoísta. ¿Para qué? ¿Para qué? Si tan sólo… Si ella fuera un poco más… un poco generosa. Un poco. ¡Lo normal!
    Con estos pensamientos él la esperó a que llegara, a que terminara de bañarse, a que fuera a su recámara. Ella salió del baño con una toalla enrollada en su cabeza y otra toalla alrededor de su cadera. Ambas toallas del mismo color. Rosa. Las toallas fueron compradas en New York.

***

    Él está detrás de la puerta. Desnudo. Ella escucha la proximidad de él. Lo percibe, lo encuentra. Ella se turba y quiere reír y no puede. “¿Y ahora tú?” La pregunta que se ha alimentado de aire y que se pierde en el aire. Él que la mira resuelto. Ella que lo nota distante, desconocido. Respira ruidoso, no habla. Las huellas húmedas en el suelo. Ambos descalzos. El pecho velludo de él, su parte expuesta y hasta ofensiva a la vista. Una palabra: naco, atraviesa el pensamiento de ella. Las mejillas ruborizadas. Estúpido el hombre que piensa que con exhibirse, la mujer perderá la razón, ha dicho una amiga de ella. Ella no termina de decir “Mira, yo no sé qué mosco te picó pero vístete porque…” cuando él la ha sujetado para arrastrarla a la cama, jalándola de un brazo como si fuera una muñeca de trapo. La arroja y cae boca abajo. La tiene aplastada de su cabeza, sometida como si fuera un cocodrilo. Igual puede morder como uno si se da la vuelta. La toalla de su cabeza, aún enrollada sale lanzada al aire. El teléfono está sonando desde hace rato. La toalla cae sobre un premio al mejor programa familiar y este premio se rompe al chocar contra el alfombrado suelo. Él la tiene sujeta de los húmedos cabellos. Ella está gritando, ella está maldiciendo. “Te di muchas oportunidades”, dice él. El teléfono exige que se detenga. “Tú me obligaste”. Ella sigue rugiendo, lucha, no se cansa de hacerlo, no se cansará jamás. “Loco, demente”. Él aparta la toalla de un tirón y descubre el vellocino de oro que brilla refulgente ante sus ojos y que se iluminan de insaciable apetito. Las dos esferas, los dos hemisferios granulados, el corazón desnudo, la fruta prohibida ha caído del árbol. El precioso espectáculo lo embriaga, lo devora como a un desertor. Mide el volumen. Cada hemisferio es basto para aniquilar cualquier mente insana o sensata del hombre; cada hemisferio es basto para aniquilar una legión de demonios o corromper una legión de valientes ángeles. “He aquí mi tesoro”, pronuncia conquistador. “Es mi derecho, mi propiedad que me negabas”. Los hemisferios los separa una delgada e inhóspita línea umbrosa. La carne es dura. Los muslos son firmes, exigidos para sostener un opulento altar, una estructura milenaria. Pellizca, soba, amasa. “Ni siquiera lo conozco”, repite en su delirio. Separa los universos con un rígido pulgar y un dedo índice. La línea se agranda. Por fin se muestra ante sus ojos, el ano enrojecido pináculo del altar. La erección le ha exigido empalarla, a no esperar más. Moja un dedo y lo entierra. Caliente, dice el natural sensor. Las paredes lo oprimen, palpitan. Abandona el dedo y conduce, ansioso, el órgano hacia el tabernáculo que parece hacer un mohín. Ella oprime las nalgas, las deforma. La cabeza del asaltante se dobla. Dos dedos que ahora moja, que hunde, que hienden, que abren camino. El esfínter que sede, que se lubrica, el asterisco que se distiende. La acometida que de nueva cuenta llega, más violenta, más impaciente. El glande que con empuje entra, no invitado a través del recto, feroz, abusivo, al tiempo que ella se desgarra la garganta, en un agónico gemido. La mandíbula se aprieta. El coxis, la médula espinal y los nervios sacros se sacuden al tamaño del conquistador. Se ha roto cuatro uñas al aferrarse de la sábana. El invasor resbala despacio por el colon. Toma su ritmo. Ella resiste. Se adapta. Pronto, él encuentra su alivio, su desahogo. Demasiado pronto. Un hilo de savia blanca escurre, escapa, mancilla, adorna. Todo ha concluido. El Adán se retira satisfecho. Eva queda tirada, maltrecha, violentada. “Tú me obligaste”, dice antes de alejarse.

***


    Él está viviendo con otra persona. Se ha divorciado. Sus hijos lo siguen buscando y no se explican el porqué de la separación. Ella, su ex, sigue conduciendo su programa. No le habla. Ella sigue mostrando su culo al aire, su manzana, la manzana que ya no es prohibida, que ha sido mordida y abandonada en el impúdico paraíso carnal del pecador.