"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 19 de febrero de 2016

Canina compañía




1

    Es natural que las personas saquen a pasear a sus perros después de que estos, se la han pasado de inquietos toda la mañana, mordiendo la alfombra, la ropa, los zapatos… cualquier cosa; o se la pasan ladrando hasta reventar los oídos. Uno de estos perros es Rambo, cuya dueña fastidiada de escucharlo ladrar toda la mañana, lo ha sacado de paseo. Se cansará y la dejará tranquila, eso es lo que espera. El vecindario está atestado de perros con correa y  Rambo ha podido saludar algunos viejos amigos. Complacido, ha  logrado orinarse en los postes de teléfono, de luz y troncos de árboles donde con ayuda de su agudo olfato, ha podido reconocer que por lo olido, hay nuevos perros en el vecindario. Afortunadamente la dueña de Rambo conoce al dueño del perro recién llegado, y ambos dueños (o dueñas) se han puesto a platicar muy a gusto. Después de que se han olisqueado las colas ambos perros, comienzan, igual que sus dueños, a platicar como si fueran unas personas.
    —Vaya, sí que eres grande como yo. ¿Cómo te llaman?
    —Me llaman Rambo.
    Ambos perros están enormes, de raza bóxer. Claro que no tan enormes como un danés o san bernardo, pero ellos se creen grandes al lado de los tantos perritos miserables que se encuentran en su camino. Grandes en apariencia y grandes en actitud, con las orejas y la cola bien enhiestas.
    —Soy Boby y acaban de adoptarme. ¿Cuánto tiempo tienes con tu amo?
    —Un año. También me adoptaron. Mi primer amo se ha ido por una temporada, y por ahora me están cuidando.
    —Ya veo. ¿Y te cuida bien?
    —No me quejo. Me saca los fines de semana y me da de comer cuando se lo pido —manifestó con indiferencia Rambo, aunque... dejando ver una oculta molestia.
    —Ya me he dado cuenta que tu amo es una hembra. Antes tenía un amo hembra. Debes creerme si te digo que tener un amo hembra es lo mejor.
    Rambo vaciló, pero al fin se decidió a hablar.
     —Pues a mi no me agrada que mi amo sea hembra —declaró—. Se asusta cuando ladro a algún perro que no quiere respetarme; no me lleva a los callejones donde le pido que me lleve a como sí lo hace mi amo. No conduce en motocicleta o bicicleta  y por lo tanto no puedo correr a como yo quiero hacerlo. Tengo que seguir su paso lento y demasiado tímido, que no van conmigo ni con mi personalidad. Algunos amigos míos me hacen burla cuando me ven con ella. Otros perros le ladran y comienza a gritar, como si pidiera mi ayuda, pero no quiere que yo vaya para que les dé una lección. Me castiga si la jaló con mi fuerza, que es natural. Yo no tengo la culpa que ella sea demasiado débil. Un día que me escapé, me castigó dos semanas, no dejándome salir. Un amo hembra es lo peor que me puede pasar. Antes ella tenía un perro pequeño. Cuando lo mordí, se lo llevaron. Creo que murió. No obstante ella tiene que cuidarme porque mi amo se lo pidió. No, a mí no me parece que tener un amo hembra sea lo mejor, como tú piensas.
    —Estoy de acuerdo con lo que dices —manifestó Boby—, que ellas no saben lo que sí necesitamos. Sucede que preferimos amos varones porque ellos son quienes mejor nos entienden; son geniales y saben exactamente lo que pensamos. Nos echan a pelear con otro perro y nos entregan de vez en cuando con perras para que nos apareemos con ellas. Es genial. Pero los amos hembra te lo compensan, créeme: porque un amo hembra tiene el mismo agujero que tiene una perra, por lo tanto, podemos cogérnosla si la convencemos.
   Escandalizado, Rambo retrocedió un par de pasos, jalando la tibia mano de su dueña.
    —¡Pero qué dices! ¿Hablas en serio?
    —Te lo aseguro, mira, déjame enseñarte. —Boby se acercó por detrás del amo de Rambo y le olió el trasero, sin que ésta se diera cuenta—. Mira, huele.
    —Ya la he olido. Conozco muy bien su olor.
    —Acércate, anda.
    Rambó, displicente, se acercó y olió el trasero de su amo.
    —¿Lo hueles?
    —Lo olí, pero no entiendo a qué quieres llegar. Es el agujero por donde mean. Ellos mean igual que nosotros, pero no saben reconocer sus propios orines y menos de los de otros.
    —Sí, ellos no saben usar su olfato; pero lo que quiero que aprendas es a reconocer cuándo ellas están deseosas y cuándo no. En este momento ella está deseosa, es decir: en celo; pero lo disimula frente a los de su propia especie; mas no puede ocultar su aroma a nuestras narices, ni cuando usan los apestosos perfumes; no te has dado cuenta porque no has puesto demasiada atención. Te aseguro que si tú la tratas de montar, ella cederá, dejándote jugar con ella. Puede que al principio no lo haga. Debes tener paciencia y ser insistente. Una vez al mes arrojan sangre, y en el lapso de estos días, ellas están tan calientes que no les importa que un perro las monte, te lo aseguro.
    —Es absurdo.
    —¡Se siente igual, te lo aseguro! —dijo Boby, liberando un ladrido de emoción.
    —Pero… no me lo imagino. Ellos están de pie y nosotros…
    —No seas tonto. ¿Has visto que se pueden agachar?
    —Lo he visto.
    —Se pueden poner a cuatro patas y a tu altura. Les encanta que uno se mueva atrás de ellas. A veces te ayudan a meterlo porque te diré que puede resultar difícil. Ya cuando lo tienes adentro, simplemente te dejas llevar. Ellas te adorarán porque un perro dura más que uno de su propia raza. Yo mismo lo he visto. Los amos varones tienen un miembro enorme y con esto nos llevan bastante ventaja; pero a ellas no les importa el tamaño sino cómo las calientes previamente a la penetración. Es decir: antes de montarte en ellas, primero debes lamerles el culo, las nalgas, el ano; y por último la zona donde ellas orinan. Debes intentarlo, amigo, alguna vez. Es lo máximo: cogerte a tu amo. Te recomendaré algo y que debes hacer cuanto antes mejor. Siempre cuando tu amo tenga los pies descubiertos, acércate y lame los dedos de sus pies. Si lo haces bien, ella tratará de tenerlos más tiempo descubiertos en tu presencia. Lo hará a propósito. Les encanta: pero sólo si pierden el asco de tu larga  y mojada lengua. Gánatela. Pórtate bien con ella. Sé cariñoso. No hagas travesuras. Defiéndela de los extraños que la acosan, ládrales, ponlos en su lugar. Diles que es tuya y sólo tuya. Ponte triste. A ellas les encanta que te veas tierno y adoptes una actitud sumisa. Ya sé, esto es humillante, pero hazlo sólo con ella. Valdrá la pena, te lo aseguro. Cuando te tenga confianza, lame no sólo sus dedos sino también la planta de su pie, sus tobillos, sus pantorrillas. Hazlo bien y probablemente te dejará lamer su atesorada parte. Mi amo rociaba delicioso caldo de carne de cerdo en su parte para que yo lo lamiera. Así fue como me di cuenta que eso les gustaba. Debes tener cuidado de no morderla o te matará. A algunos amigos les sucedió. Ella debe perder el miedo. Si no la lastimas la primera ocasión, será distinto para la segunda. Mi amo se estremecía y me recompensaba con croquetas cada cinco minutos.
    Rambo se despidió de su amigo, quedando totalmente estupefacto con lo que le acababan de contar; y había quedado muy interesado ya de probar los consejos de Boby con su temporal dueña. Hacía tiempo que no se apareaba y estaba muy deseoso de desahogarse. Boby había dicho que no había mucha diferencia respecto a los agujeros humano-perro y esto lo emocionó bastante.

2

    Cynthia  notó un comportamiento distinto al acostumbrado del feo perro de su novio del que cuidaba. Ya no era grosero, ni mordía los objetos como zapatos, pantuflas, las patas de las sillas, el correo, etcétera; tampoco ladraba todo el día, a como acostumbraba. Ni para exigir la obligada comida. La dejaba dormir tranquila por las noches y los vecinos ya no se quejaban, lo cual era un alivio. Entraba a la casa y se quedaba quieto, sumiso y adorable como un gatito. Luego de llegar cansada del trabajo, Rambo la recibía con cariñosas y sobradas atenciones. Movía su cola y ladraba de gusto, cosa que no sucedía. También había agarrado satisfacción por lamer los dedos de los pies de Cynthia, luego de quitarse los apretados zapatos. Qué asco sintió cuando la lamió por primera vez, que tuvo que bañarse con harto jabón, secar sus dedos y rociarlos con talco perfumado para apartarse de esa horrible sensación de suciedad. La segunda vez que lamió sus pies, le dio extraordinaria flojera bañarse, y sólo se echó un poco de agua tibia y loción abundante. La tercera vez sintió los lengüetazos sabrosos, desconociéndose; apartó el pequeño pie y echó un poco de agua. La cuarta vez se rindió totalmente al incesante, agradable y reconocido cosquilleo. No sólo fueron los dedos sino también la planta del pie y los delgados tobillos.
    Un día encontró al perro durmiendo profundamente sobre su cama, sobre la colcha. Dormía placentero. En otro momento lo hubiera echado a patadas, mas le dio mucho pesar despertarlo y sacarlo de su privado cuarto. Se acostó a su lado. Se portó muy bien durante toda la noche. No hacía sus asuntos adentro de la casa y ya no perseguía a los gatos de los vecinos. Lo bañaba, y el perro se dejaba que lo enjabonara y lo perfumara. Ahora dormía con ella por las noches. Su perrito querido, que Rambo mató con una sacudida de mandíbulas feroces, pronto quedó en el olvidó.
    Un día, mientras ella estaba entregada al placer gustoso de mensajear con el teléfono, Rambo se encimo sobre de ella y comenzó a moverse. Cynthia, puesto que estaba tendida sobre la cama, boca abajo y con ropa interior, saltó del colchón escandalizada. “¡Largo, largo de aquí!” Mas esto fue el inicio de su perseverancia y la cosa se volvió a repetir, no sólo en la cama sino en cualquier parte donde ella estuviera acostada. “¡¿Qué haces?! ¡Ay, Rambo!, que yo no soy una perra. Anda, baja”. Rambo bajó de la cama pero al poco rato, lo volvió a intentar. “Ay, Rambo, qué voy hacer contigo. Necesitas una compañera con urgencia pero yo no soy esa compañera. Anda, bájate”. Rambo sólo lo hacía determinados días del mes, curiosamente muy próximo a la menstruación de su dueña.
    Con el tiempo, Cynthia se acostumbró a que se le encimara y moviera el enorme animal, justo después de tumbarse sobre la cama. Sentado en sus dos patas traseras, la miraba dócil y paciente. “Yo sé lo que estás buscando”, decía picarona ella. Y el perro movía la cola, como si lo entendiera. Después de diez minutos, éste se cansaba y se retiraba. Podía entenderse que salía frustrado de la habitación para irse a beber agua del escusado. Después regresaba y se echaba, cansado, sobre la suave y confortante alfombra. A veces Cynthia volteaba a mirar al excitado animal, resultándole de lo más divertido. “¿Ya? ¿Quedaste satisfecho?”, le decía ella. Y como si fuera una invitación, a veces el perro volvía a subírsele. “¿De nuevo? Bueno, desahógate, porque no te voy a comprar una perra”.
    Cynthia aprendió  a consentir la fuerza con la cual el perro se aferraba a sus grandes y sensibles caderas. Un día, levantó ligeramente el trasero, en automático, como si le jugara una broma al estúpido animal; no obstante, fue su cuerpo quien había reaccionado al movimiento, al calor, a la presión, a la energía liberadora. Llegó a sentir, pequeños estremecimientos de éxtasis que no precisamente le desagradaron. Al momento corrió al perro con enfado, sintiéndose de lo más culpable, sintiéndose de lo más depravada.
    Ya no lo invitaba a su habitación, pero un día, inesperadamente, dejó la puerta abierta. Cuando entró el animal, encontró a una desconocida Cynthia, desnuda y tendida sobre la cama, como esperándolo. Tenía aliento a alcohol y parecía, había tenido un juego sexual previo. El perro, como de costumbre, se subió a la cama y empezó a dar los primeros lengüetazos a la piel mojada, divirtiéndola. Habían hecho las paces.
    El perro la calentaba, eso era una realidad. Sabía cómo lamerle el culo y sin necesidad de pedírselo. Sólo bastaba con que ella se tirara sobre la cama. Le regalaba al menos dos orgasmos que la dejaban satisfecha para el siguiente duro día de trabajo. No era mejor que un consolador pero sí era un buen complemento. Había superado el complejo de culpabilidad porque se había enterado (por foros en Internet), que algunas mujeres entrenaban a sus mascotas para que les hicieran el cunnilingus, lo cual provocó que no se sintiera tan anormal dentro de la población femenina.
    Después de que el perro le regalara el placer del cunnilingus, puso sus zarpas sobre sus caderas, y comenzó a montarla, cosa que no había hecho antes. El perro estaba jadeando. Se movía y estrellaba en la zona carnosa de Cynthia, a fin de atinarle a un punto que con urgencia, no encontraba. Ella hacía lo suyo, masturbándose con sus dedos húmedos desde la parte baja del abdomen. Estaba siendo sobreestimulada, y mucho en parte por la acción poderosa y rítmica del viril animal. El perro era estúpido y no hacía más que rozar  y rasguñar la frágil dermis, no obstante, cuando menos se lo esperó, sintió el delgado gusano introduciéndose por sus internas paredes. El perro había entrado y no tenía pensado salirse hasta concluir con su desenfrenado gozo.
    Cynthia estaba siendo penetrada tempestivamente. Ya no sentía deseos de seguir con el repugnante sexo, pero tampoco hacía algo para detenerlo. Se limitaba a voltear de vez en cuando, a ver al grotesco animal atrás de ella, en su locura eufórica por encontrar su propio orgasmo; y le inundó como nunca antes, una espantosa culpa, un horror indescriptible que la sublevó. Escuchaba los jadeos del perro y casi podía asegurar que no eran muy distintos de los jadeos humanos, de los jadeos del hombre, de los jadeos de su novio.
    El perro había liberado un chillido agudo de liberación, de desprendimiento, para luego detenerse, tomar aire y saltar al piso, ante la mirada tímida y avergonzada de su poseedor. Volteó la cabeza antes de salir del cuarto como si le dijera “estuviste magnífica, mañana lo repetimos, o tal vez más tarde, sólo dame tiempo”. Tal vez fue la imaginación de su amo, pero juraba, que hasta le guiñó el ojo.  Cynthia cerró la puerta y se sentó recargándose en la base de ésta, llorando de manera desconsolada. El perro ladró como desesperado atrás de la puerta. Aulló y rascó toda la noche. Su amo no le abrió hasta la mañana siguiente. Sujetó al perro con una correa y lo subió al auto sin decir palabra alguna. Ese sería el último viaje de Rambo. No dijo qué hizo con él ni dónde abandonó el cuerpo; lo que sí hizo, fue decirle a su novio una vez que regresó, que Rambo había escapado de su casa un día que se quedó la puerta abierta. Aún están las fotografías de Rambo pegadas en los postes de la colonia donde aparentemente se perdió. Incluso hay una recompensa de 2000 pesos por quien lo encuentre o brinde informes de su paradero.