"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

lunes, 22 de febrero de 2016

Trastorno



Trastorno (Re-editado)

    En la madrugada, alguien irrumpió en el dormitorio de Geraldine para echársele encima. Antes de que los padres de la joven intervinieran, Geraldine forcejeaba en el colchón con un completo desconocido. Las luces se encendieron y revelaron así la identidad del atacante. Fue una desagradable sorpresa la que se llevaron todos. En una improcedente escena, estaba Carlos, tratando de abusar de su propia hermana.
    —¡Qué haces, hijo de la chingada!
    Lo cierto es que ni con las luces, ni con el grito que había entregado su exaltado padre, Carlos se negó a abandonar la endiablada empresa, y éste tuvo que apartarlo por la fuerza como si la vida de su hija estuviera en juego. Detenerlo resultó una tarea increíblemente difícil  ya que su hijo estaba como poseído. Una sobrenatural fuerza lo impulsaba a apartarse de las manos de su padre para volver con su hermana, quien ya se había refugiado en los brazos de su madre. El joven sólo contaba con 17 años. Su hermana tenía la misma edad puesto que ambos habían nacido el mismo día. Fue una golpiza la que recibió Carlos, tan severa, que quedó noqueado. La familia ya no durmió pensando en qué cartas iban a tomar para el asunto que era bastante grave. Geraldine y su madre, tan pronto amaneció, fueron a la farmacia más lejana para comprar la pastilla anticonceptiva en caso de emergencias, como medida precautoria. Geraldine dijo que no había ocurrido la penetración, aún así, su madre la revisó y desconfió del líquido seminal encontrado sobre los muslos juveniles de su bella hija, como si fuera un barniz de uñas, muy cercano a la vulva.
    Carlos amaneció amarrado, con un ojo cerrado y desconociendo la principal causa de su martirio. Pensaron que estaba fingiendo y su padre le dio una serie de bofetadas que de poco sirvieron al interrogatorio. Le contaron por fin lo sucedido. Cabe aclarar que se vio bastante sorprendido cuando se lo dijeron. Tal vez estaba drogado o ebrio, y buscaron en su cuarto alguna sustancia que pudiera comprobar estas primeras suposiciones. Movieron todo lo movible dentro de su cuarto. Estaba limpio. Su indignada madre dijo que iba a denunciarlo y no importaba que lo encerraran con tal de que se disciplinara. Su padre no estaba de acuerdo con esta estricta medida. “Él no puede ya vivir con nosotros”, decía su madre. “¡Pero él no lo recuerda!”, decía su benevolente padre y quien se sentía un tanto identificado con esta situación. Carlos lloraba inconsolablemente en un rincón apartado de la conversación. Lo cierto es que Carlos estaba como enloquecido esa madrugada, al momento en que se cometía el abuso. Al final optaron por advertirle de que si volvía a atacar a su hermana, lo iban a denunciar para que las autoridades lo castigaran. Geraldine no estuvo de acuerdo con esta suave medida, así que escapó de su casa para irse a vivir con una amiga un par de semanas, reservándose el motivo de su precipitada huida. No fue fácil convencerla de que regresara, pero desde ese día, las puertas de ambos dormitorios se aseguraron.

***

    Geraldine despreciaba a su hermano con sus fulminantes miradas. La relación entre ellos se había roto y no guardaban -sus padres- esperanzas de que todo esto cambiara, hasta que ocurrió lo siguiente. Todavía no era noche pero Geraldine había dormido desde la tarde. Los padres, que se preparaban para descansar, fueron alertados no por los gritos de Geraldine sino por los gritos angustiantes de Carlos, quien con ambas manos, luchaba por apartar la cabeza de Geraldine, muy cercana a su entrepierna. A primera vista, sus padres pensaron que Geraldine se estaba vengando al tratar de lastimar a su hermano por lo que le había hecho, pensamiento que fue desmentido al momento de observar cómo ésta, presa de una inexplicable lujuria, estaba desesperadamente intentando bajarle los pantalones a su confundido hermano. Geraldine tenía los ojos abiertos pero yacían como fijos en un solo punto: su hermano (cosa similar ocurrida a Carlos). Sus padres no podían creer lo que estaba ocurriendo en su propia casa. El padre de Geraldine tuvo que sujetarla hasta que se tranquilizó, cayendo poco después plácidamente en sus brazos, presa de un inusual y embriagador sueño. Contaron lo ocurrido a Geraldine cuando despertó, y ella pensó que su hermano había colocado algo en su comida, puesto que no recordaba lo sucedido. “Tú me pusiste algo, maldito, maldito”, le gritó, arrojándosele con los puños cerrados. Optaron por llevarlos con un psicólogo. Contaron lo ocurrido de los “accidentes”. El especialista los examinó de manera individual, escuchando muy atentamente las versiones de ambos. No encontró nada que implicara que tuvieran una relación anormal o que mintieran, pero sí recomendó un urgente estudio que los llevó a la clínica del trastorno del sueño. Los doctores hicieron los estudios correspondientes llegando a una sólida conclusión: los gemelos eran victimas de un trastorno del sueño llamado sexomnia. La sexomnia es, en palabras del doctor, “un trastorno en el cual, las personas suelen tener actividad sexual estando dormidos y, que sucede en la etapa profunda del sueño. Son casos extremadamente raros, pero se piensa, que no se tienen más registros porque la gente no suele hablar de lo que ocurre en su propia casa. La vergüenza es el motivo. Los familiares prefieren guardar el secreto y, en los pocos casos que llegan a saberse, piensan que fue una clara violación, así que el “enfermo”, es llevado injustamente al reclusorio. Las personas implicadas no recuerdan lo ocurrido debido al estado de inconsciencia en la que se encontraban al momento de la agresión, que fue lo que ocurrió aquí”. Los padres confesaron que cuando los gemelos tenían seis años, padecían de sonambulismo, un punto clave, pero que nunca se imaginaron que hubiera algo parecido relacionado con el sexo. Los doctores hicieron bastantes preguntas a los gemelos y también a los padres. Era un caso único el suyo: que ambos tuvieran el trastorno causado probablemente por el estrés. Dieron medicamentos y fueron sometidos a psiquiatría, no obstante, seguían cerrando con seguro las puertas para que no se repitiera el bochornoso acto. En apariencia todo volvió a la normalidad. En apariencia.

***

    Transcurrieron varios años, y Carlos, presa de su indoblegable virilidad, tomaba los medicamentos, pero, a diferencia de los años pasados, ya no colocaba el seguro a su puerta. Tampoco sus padres colocaban llave por fuera -habiendo ganado su confianza-. Y es que Carlos, tenía ligera esperanza de que su hermana olvidara tomar el medicamento y se lanzara contra él, a como hizo aquel día. Esta vez no iba a gritar para llamar a sus padres. Aquella vez lo hizo porque los problemas lo estaban ahogando con intensiones de asesinarlo. Esta vez lo disfrutaría, al cabo que ella ni lo recordaría. Y es que desde que supo que hubo un intentó suyo por tomar posesión de ella, su libidinosa cabeza no se cansaba de imaginar lo ocurrido. Su hermana Geraldine, quien contaba ahora con 21 años, había alcanzado los matices de una mujer sensual, madura y muy coqueta. Tenía una sonrisa irresistible y era capaz de desencadenar la pasión más salvaje oculta dentro de los hombres. Él ya se había dado cuenta de lo enteramente deseada que era por sus amigos. “Tienes suerte de que viva contigo”, “cómo te envidio, cómo envidio que la veas despertar”, “quiero tenerla, quiero tener a tu hermana”, “mira ese hermoso par de piernas, ¿la has visto desnuda?”, “y ese culo; ¡lo que daría por tenerlo enfrente de mí!”, “tómale una foto y yo te pago lo que quieras, pero que sea una buena foto”, “¿podrás hablarle de mí?”.  Todo ese cotorreo descomedido causó mella a sus pensamientos. Dejó de verla más como su hermana y comenzó a mirarla más como la mujer que era. Ella lo había perdonado sabiendo que la agresión no fue intencional, sabiendo también por supuesto que ella había actuado de manera similar. Ya no tenía desprecio por él. Incluso era más atenta, más amiga, más tierna. Había veces en las cuales, cansada, se tumbaba sobre la cama para dormitar un rato, importándole muy poco que la puerta no estuviera cerrada, o que sus prendas, fueran demasiado sensuales para despertar apetitos dentro de la casa, como los cortos shorts que vestía. Tumbada boca abajo y con las piernas desnudas, era contemplada parsimoniosamente por su acalorado hermano. Regocijado, la miraba con el rabillo del ojo cuando, con las manos, se acariciaba la superficie de los muslos, conteniendo sus exaltados anhelos de poseerla. Y ella hasta parecía que gustaba de provocarlo, luego de salir del baño con una toalla y luego de calzarse las zapatillas o pintarse las uñas con el pie arriba de una silla, enseñando los muslos y la atrayente ropa íntima. O a veces olvidaba asegurar la puerta del baño mientras ella estaba en la regadera. Carlos entraba y ella estaba al otro lado de la cortina. Se transparentaba su cuerpo y él la contemplaba pocos segundos antes de que lo descubrieran. Una vez, él, olvidó cerrar la puerta del baño y, pensando que ya se había marchado a la escuela, ella lo sorprendió en plena masturbación. Lo miró con sorpresa, timidez, con turbación: un sentimiento no exactamente desagradable. En pleno delirio, no vio cuándo ella abrió la puerta y lo pilló. Había visto, con ese dulce rubor de mujer, primero lo que tenía en sus manos, más bien: lo que sobresalía de sus manos. Ella cerró la puerta pidiendo  sinceras disculpas. Geraldine huyó a toda prisa, mas algo se había removido en la columna vertebral de su hermano Carlos, y que provocara, una excitación suya fuera de toda proporción.
    Como hombre machista que era, comenzó a asistir al gimnasio. Quería un cuerpo atlético que despertara la lujuria dentro de las mujeres y lo consiguió; pero lo curioso es que se apartaba de ellas. Sólo quería a una mujer: Geraldine. Ahora él era quien gustaba de provocarla, aunque nada le indicaba que su hermana lo deseara como él a ella. Sus amigos seguían insistiendo en que les consiguiera una cita. Ella los considera unos nacos por los "modales" aprendidos en la calle. A su hermano también lo consideraba un naco pero nunca se lo había dicho a la cara. Ésta tenía particulares gustos por los hombres inteligentes. Tenía a famosos  y guapos arquitectos pegados en las portadas de sus libretas, tipos con anteojos y cabello recortado en impecables trajes italianos. Carlos seguía imaginando con poseer a su hermana. Era una tortura para él tenerla cerca y no ceñirle la cintura como él quería, o atraparla para sentarla en su excitado regazo. Tenía la medida de sus caderas y lo guardaba como número de devoción a la lotería. Medía sus manos y sabía que cabían perfectamente en cada una de las nalgas de su sensual hermana. Sus cortos escotes le anunciaban unos perfectos senos, donde imaginaba sopesándolos y masajeándolos. En su cabeza había hilado la manera de poder acerarse a ella, mas no pasaba de ser mera fantasía. Él se desvestía y, con el miembro enhiesto, entraba al cuarto de Geraldine para decirle:
    —Tú naciste con una vagina y yo con una verga. ¿Por qué tú crees que fue así?
    Y ella, no encontrando objeción al "brillante raciocinio", de inmediato sucumbía a la tentación de degustar el sabroso miembro.
    —Desde que lo vi, no he podido quitármelo de la cabeza —decía ella, y hacía desaparecer la verga dentro de su boca.
    —Sí, hermanita; cométela. Es tuya. Naciste sólo para hacer una cosa: comerte mi verga.
    Y en otras ocasiones, cuando vestía esos diminutos shorts, imaginaba que se la tiraba en la cocina; que la volteaba y que la arrojaba contra la mesa. Ella boca abajo contra la madera y él tomándose el tiempo para metérsela por detrás, apartando ese sexy short o haciéndolo a un lado. Eran meras fantasías. Era más fácil que por accidente, ella olvidara tomar su medicamento y entrara a su cuarto una vez más a como lo hizo aquella noche, donde su mirada no tenía otro fin que saborear lo que escondía en sus pantalones. “Y si en vez de entrar a mi cuarto, -se preguntaba-, hubiese entrado al cuarto de mis padres, ¿habría pasado lo mismo? ¿Habría buscado el miembro de mi padre?” Otra persona estaba preocupada por el mismo pensamiento y esta persona era su madre. “Estos niños son capaces de arrojarse a uno, puesto que están enfermos”, le dijo a su esposo. “Si se le echó encima a su hermana, qué me espero yo”, dijo la mujer. Su esposo le manifestó que no estuviera pensando en aquellas cosas, mas sabía era inevitable no hacerlo. Por un tiempo la señora cargó con una piedra dentro del bolsillo, temiendo que le sucediera lo ocurrido a su hija. Se defendería con la piedra, claro. Por el contrario, a su esposo no le preocupaba el hecho de que, a mitad de la noche, su hija se arrojara desesperada pidiendo sexo que a la mañana siguiente olvidaría haber tenido. Llevó a su cabeza esta situación y se preguntó seriamente si tendría la fuerza necesaria para rechazarla. Resulta que estando excitado, en su imaginación, él no la rechazaba. Se culpaba de tener estos pensamientos incestuosos hacia su propia hija. Geraldine se había convertido en una mujer muy guapa, parecida a su madre de cuando era joven. Era como si hubiera rejuvenecido, y a veces era como hablar con su mujer, volteando hacia el pasado.

***

    Los niños crecen con suma rapidez, y el padre de Geraldine apenas recordaba la infancia de sus hijos. No eran videos dentro de su cabeza, sino fotografías borrosas o mal tomadas. Había un rostro de bebé, un rostro de niña, aquí y allá, en completo desorden. Estaba una niña jugando con sus muñecas, la niña era Geraldine, quién más. Poco conservaba de aquella niña. Los hijos son unos, cuando tienen seis años y otros, cuando tienen trece. Una vez más vuelven a cambiar cuando cumplen los 18 años. Recordaba una fiesta, de cuando cumplió sus diez. Geraldine estaba en una de las fotografías borrosas de su cabeza. Sopló las velas, apagándolas. Había sido una niña muy cariñosa que pedía los brazos y besaba las mejillas de su padre. Se sentaba en sus piernas. Después, ya no pedía los brazos sino dinero que es lo que le importaba. Hablaba más tiempo con sus amigas que con su familia. Cinco fotografías, a lo mucho seis, y esa era la corta historia de su hija mientras la ayudó a crecer. Su esposa seguramente recordaba muchas fotografías más. Una madre retiene los recuerdos de sus hijos mientras que el padre de éstos, suele olvidarlos; y él no quería aceptar que fuera con una intención malévola-evolucionista, como si los genes decidieran  apartarlo de los recuerdos con la tentativa de no ver a la hija como hija por el resto de su vida; que de ser la única pareja en el mundo, podría procrear fácilmente con ella: de esta manera se garantizaría la supervivencia de la especie humana. La amenaza de la extinción no estaba en juego en su casa, pero el padre de Geraldine salía a mitad de la noche y madrugada  esperando encontrarse con su hija en su estado durmiente. No estaba seguro que de suceder el encuentro, sería capaz de consumirlo; pero él seguía saliendo a los pasillos.

***

    Carlos se cansó de esperar, y un día, se paró frente al cuarto de su hermana y con el corazón queriéndole salir por la boca, hizo girar el picaporte. La puerta lentamente cedió. “Qué tonta, lo olvidó”, se dijo  a sí mismo. Iba a retroceder, pero ya estando adentro, se le ocurrió una idea. A diferencia de su padre, él sí podía justificar un posible comportamiento pecaminoso.
    Entregó un paso hacia adelante y la vio hundida en profundo sueño, hundida la cabeza en su almohada. Dio un segundo paso y el edredón se removió en la penumbra de la habitación. Era demasiado tarde para echarse atrás. Ella había despertado y levantado la cabeza para ver quién estaba al pie de su cama, observándola. No estaba tan dormida como él había pensado. “¡Diablos, va a gritar!”, se dijo al momento. Pero no gritó. No grito ni cuando arrojó el edredón al suelo y se encimó sobre su femenino cuerpo. Quizá pensó lo mismo que él. Quizá deseaba lo mismo que él. Quizá estaba igual de dormida. No lo sabía. Lo importante es que estaba encima de ella.
    Le habían dicho que fue violento con ella cuando sucedió el intento de abuso, que parecía un animal, así que retiró la ropa interior de manera brusca. Fue increíble, ella lo dejó. Para sorpresa suya, abrió las piernas para recibirlo. “Debe estar dormida”, pensó. “¡No!”. La escuchó decir algo, ¡lo cual revelaba que no estaba dormida! Este hallazgo lo excitó de sobremanera, el saber que ella también lo deseaba. También quiso hablar, pero qué fuerza tuvo para saber contenerse. Luego de estrellarse salvajemente, sus sexos se fundieron en un ruido agudo y jadeante que produjo Geraldine. Ella se colgó de su cuello y lo abrazó con las piernas. Carlos se quedó inmóvil por un momento, seguramente para darse la idea incuestionable de que estaban unidos por fin en cuerpo, como tantas veces lo fantaseó. Estaba oscuro y él habría deseado verla al momento en que la tenía empalada; habría deseado verse en un espejo: ambos cuerpos, desnudos y bañados por el rocío de una luz artificial en una perfecta sincronía, el inicio del ritual de apareamiento humano. No obstante, al estar sus ojos acostumbrados a la indisoluble oscuridad, a la luz débil de una luz plateada colada por la ventana, logró verla y ella también lo veía a él. Ambos respiraban agitadamente por la boca cuando comenzó la fricción de sus sexos.
    Su madre dormía plácidamente en otra recamara, sin imaginar que su esposo -puesto que la puerta de Geraldine había quedado abierta- observaba a los gemelos inmerso en un trance hipnótico de descreimiento. Evocó recuerdos que había olvidado. Había visto a esos dos jugando en la tina cuando eran niños. Su madre los bañaba juntos. Geraldine en ese entonces había preguntado por qué su hermano tenía una “cosita” que ella no tenía. “Porque por allí hacen pipí los hombres”, dijo su madre. Geraldine, no quedándose con la duda, preguntó a su padre si él tenía lo mismo que tenía su hermano. “Todos los hombres lo tienen, hija”, dijo él. Los gemelos se acompañaban al baño. Aprendieron juntos a ir. Geraldine se sentaba para hacer pipí. Carlos hacía pipí de pie. Se miraban mear el uno al otro. Dejaron de acompañarse cuando Carlos comenzó a burlarse de la “raya” de su hermana donde él tenía su “cosita”. Y ahora veía a los gemelos en pleno acto sexual, habiendo perfeccionado el acoplamiento de la “raya” con la “cosita”, por la cual fueron concedidos. Lo que no quisieron decirles en su momento, sobre cómo erotizar sus partes, ellos lo habían descubierto. Pasó por su cabeza irrumpir el impactante acoplamiento, pero, pensando que ambos yacían dormidos, no quiso interrumpirlos, especialmente porque no quería armar otro tremendo alboroto. Mañana lo olvidarían e iba a resultar perjudicial para ambos si se los hacía saber. Fue eso o fue el morbo de  quedarse a ver, a sus propios hijos, teniendo relaciones sexuales. Él también estaba respirando por la boca.

***

    Carlos regresó a su cama y fingió no saber nada de lo ocurrido al día siguiente. Geraldine hizo lo mismo: no dijo nada. Su padre también guardó silencio pero estaba preocupado. Geraldine, al no saber lo ocurrido, podía embarazarse. Se acercó con ella y le preguntó si todo estaba bien.
    —¿Sigues tomando tu medicamento?
    —Te refieres a…
    —Sí. Ése.
    —Hace dos años que lo dejé.
    —¿Dos años?
    —El doctor dijo que ya los podía suspender, si quería.
    —¿El doctor te dijo eso?
    —Sí. Descuida papá, eso ya no volverá a suceder. Te lo prometo.
    —Ese es tu caso, pero debes cuidarte de…
    —¿de Carlos? A él también le dijeron lo mismo, pero él sigue tomándolos. No te preocupes papá. Eso ya pasó. Ya quedó atrás.
    Su padre no quedó satisfecho, y no tuvo valor para decirle lo que había visto. Optó por resignarse de ocurrir un embarazo, sabiendo que la apoyaría de pretender abortarlo. Colocaría desde ese instante atención a su actitud.
    Carlos por su parte intentó repetir la experiencia al día siguiente sin poder conseguirlo. Un seguro en la puerta de Geraldine impidió su objetivo. Ella tuvo sumo cuidado de no provocar ruidos innecesarios e involuntarios que pudieron haberla delatado  -ignorando que fue inútil-, pero cuando sus padres no estuvieron en el segundo encuentro consensuado, no cabe duda que sus alaridos extasiados se escucharon fuera de la habitación. Carlos abrió la puerta en un horario determinado, ¡y la encontró ya lista!: desnuda y en posición sumisa. No volvió a ocurrir.
    Ella preguntó un día:
    —Escuché pasos afuera de mi puerta. ¿Estás tomando tu medicamento?
    —A veces se me olvida —dijo él.
    —Pues tómatelo, porque no es la primera vez que los escucho.

***

    Se volvió distante y se enfadaba por cualquier motivo de insignificancia. Sus impredecibles abruptos de humor, hicieron que Carlos no comprendiera la actitud de su hermana para con él, cuando había pensado cosa muy distinta. Había premeditado que Geraldine se portaría más amable, cálida, cariñosa: consecuencias de estar más enamorada. Y él habría estado dispuesto a confesarle que en esas noches de sexo apasionado, él estaba despierto contrario a lo que ella pensaba. No podía decir que fue violada puesto que lo consintió. Aún rezumbaban los alaridos que le provocó en aquella inolvidable noche; cómo ella se aferró  a su cuerpo, arañándole la espalda, pidiéndole que no se detuviera, “que no parara por nada del mundo”. Estaba claro que lo había aceptado. Carlos habría estado dispuesto a declarar un amor incestuoso, pero este caótico comportamiento de Geraldine obstaculizó su proceder, así como la valentía necesaria para saltar, solo, por un abismo llamado familia. ¿Estaría un lecho de rosas esperándole al fondo del abismo? ¿Estaría Geraldine esperándole si se arrojaba? No tenía esa seguridad confiable. Lo único que sabía, es que ella se había entregado a él. ¿Lo hizo por amor? Terminó por convencerse que sí. Tiempo era lo que necesitaba para meditarlo. Tiempo para él y tiempo para ella.

***

    La noticia de que iba a casarse pulverizó las ilusiones de su hermano Carlos. Sus padres aceptaron con grata sorpresa la noticia, y ese mismo fin de semana conocieron al afortunado hombre. Era un tipo bien parecido, alto, esbelto, casi un gemelo de Carlos pero con anteojos. Es común que las personas escojan personas parecidas a sus consanguíneos, pensando que se llevarán igual de bien que con quienes vivieron casi media vida. Pero también está la hipótesis de que podrían desear, inconscientemente, tener una relación incestuosa y acostarse con sus consanguíneos.
    El novio pidió su mano. Hubo celebración. El futuro yerno iba a la casa provocando los celos justificados de Carlos, quien se había retraído últimamente en su enclaustrada habitación. La boda tenía que realizarse lo más pronto posible ya que Geraldine -esto sí que enfadó a sus padres- estaba embarazada.
    —¡Seremos abuelos! —dijo la madre—, eso sí que no me esperaba. Estoy enojada porque no llevaron las cosas como Dios desea que se hagan, pero estoy contenta de que…—hizo una pausa para mirar a su esposo— decidan formar juntos una familia; de que te cases hija mía. Parece que elegiste un buen hombre, sólo el tiempo lo determinará.
    Carlos, que parecía un fantasma autóctono, iba y venía con su cara descompuesta como la de un ermitaño ofendido. Le molestaba que Geraldine sonriera y hablara demasiado  de la próxima boda. No le agradaba en lo más mínimo esa insoportable preeminencia del que aquel hombre gozaba mientras se paseaba por toda la casa como si ya viviera allí. Y el escozor que sentía cuando aquel hombre se encerraba en el cuarto de Geraldine por varias horas. Carlos daba vueltas y vueltas en su habitación, conteniéndose de no tumbar la puerta. Su futuro cuñado había intentado llevarse bien con el hermano de su prometida pero sólo se llevaba disgustos cuando lo trataba.
    —Son celos de hermano —decía la madre un tanto pueril—. No hagas caso. Estuvieron en mi vientre y así han crecido, juntos. Geraldine es más grande que él, por una hora. Festejábamos sus cumpleaños el mismo día, pero como Carlos siempre ha sido celoso de su hermana y de nuestra atención, festejamos el suyo antes, un día antes. Últimamente ninguno de los dos quiere una fiesta, pero cuando eran niños, la exigían. Juntos jugaban. Juntos hacían todo. En el kínder no querían salir a recreo si no salían los dos. Cuando eran chiquitos no se sabía quién era quién, pues ambos tenían el cabello largo. Tengo fotografías, te las enseñaré.
    Con la boda a la vuelta de la esquina, Carlos se volvió todavía más intolerable e insolente en las conversaciones a la hora de comer.
    —Cómo te vas a casar —le decía a su hermana, como burlándose— si no lavas ni tu propia ropa. No sabes ni cocinar.
    —Pero ya aprenderé —decía Geraldine, sonriendo; apoyándose de la mano de su hombre que la amaba con locura.
    No tenía duda de que ese niño que esperaba Geraldine, era suyo, y mientras más lo anunciaba a su firme cabeza, más odio sentía por aquel intruso que trataba de robarse a su familia.
    —¿Y es buena en la cama? —le preguntó al cuñado, que no lo esperaba.
    —¿Qué cosa?
    —Mi hermana. ¿Es buena en la cama?
    Ofendido, éste respondió que eso no le incumbía.
    —Ah, vamos. ¿Es que no podemos hablar de eso? Quieres que seamos amigos, ¿no? Yo quiero saber si mi hermana es buena en la cama. Disfrutas haciéndoselo por el culo, o prefieres la posición aburrida del misionero.
    El hombre se levantó molesto, dispuesto a no seguir escuchando.
    —¡Ven aquí y hablemos como dos hombres!

***

    A Carlos le dio por beber. Llegaba en la madrugada y armaba un tremendo escándalo tanto en la calle como dentro de la casa. Lo habían corrido de su trabajo por pelearse con un compañero. Se había distanciado incluso de sus amigos.
    —¿Que qué voy a ser con mi vida?; no tengo idea, padre. No tengo idea. Bebo por una razón que no te voy a decir porque te enfadarías conmigo. Tú y mamá. Además tú hacías lo mismo, ¿lo recuerdas? ¿Tú por qué tomabas?
    A veces se caía en el piso y allí amanecía, con la camisa llena de vómito y los pantalones mojados.
    —Qué asco me das, Carlos; qué bajo has caído —le manifestó con repugnancia su hermana.
    —Todo es tu culpa.
    —¿Mi culpa? No culpes a otros cuando la culpa es solamente tuya. Cobarde eres en no enfrentar tus propias culpas.
    —¿Cobarde? Tal vez…
   Hasta allí se quedó la conversación entre ambos, pero un día…
    —¿Quieren saber por qué bebo? —Su hermana estaba presente y la quedó mirando—. Es porque… mi linda hermana se va a casar. No, no me voy a callar. Ustedes me lo preguntaron muchas veces y yo les voy a responder esta vez. Ella se va a casar y yo no quiero que se case. Tienes razón, mamá, son celos de hermano; pero no son sólo celos de hermano: también son celos de hombre. No soy cobarde, hermana, y te lo demostraré hoy. Yo te amo.
    —Pero qué dices —manifestó escandalizada su madre—. Tú y ella son…
    —¿hermanos?, sí. Pero también somos amantes, ¿o no? Tú te me entregaste —le dijo a Geraldine.
    —No sé de qué estás hablando —dijo ella, nerviosa y retrocediendo horrorizada por la confesión.
    —Yo fingí esas noches. ¡Estaba despierto! Tú me deseabas y yo a ti.
    —¡Largo! —gritó indignada ella.
    —¡No temas en declararlo!
    —¡Largo! —volvió a decir.
    —Olvida la boda y declárame tu amor como yo lo estoy haciendo ahora. Nada va a pasar, de eso me encargaré. Nos iremos de aquí —Carlos intentó tomar su mano, pero fue apartada de un violento manotazo.
    —¡Que se largue, mamá! —gritó Geraldine.
    —Te amo.
    —¡Estás loco! —gritó escondida detrás de su madre.
    —Has perdido el juicio —dijo su madre casi sin voz—. Es tu hermana. Cómo puedes pensar que…
    —Pregúntele si pensaba eso cuando se me entregó.
    —¡Ella estaba durmiendo!
    —No estoy hablando de esa noche. ¡Pregúntele de la anterior noche!
    La señora buscó respuesta en los sinceros ojos cristalinos de su bella hija.
    —¡Miente! ¡Está borracho!—manifestó ésta.
    —Se me entregó. Yo entré a su habitación y ella…
    —¡Miente, miente, miente! —se cubría los oídos Geraldine para no escuchar.
    La señora estaba al borde de abofetear a su hijo cuando intervino su esposo, que pronto la apartó.
    —¡Ese niño es mío, es mío! —dijo a su padre—. Yo amo a mi hermana. ¡La amo y ella va a tener un hijo que es mío! —Las mujeres se encerraron en una de las recamaras para no seguirlo escuchando—. ¡Aquél no la quiere, yo en cambio la amo. ¡Ya no me puedes golpear porque ya no soy un niño!
    —Tienes razón, pero baja la voz —dijo su padre, quien se había mantenido extrañamente ecuánime—. Ven, acompáñame. Hablaremos mejor afuera, de hombre a hombre. Deja que ellas hablen también.
    Salieron a la calle. Carlos explicó a su padre que todo lo de la boda era una farsa; él sabía que Geraldine estaba mintiendo acerca de querer a otro.
    —Ella me quiere a mí pero sabe que ustedes no lo aprobarán, y por eso se casará con aquél. Pero es mi hijo. Ella lo quiere tener y por eso ha armado todo esto de la boda y se ha conseguido un inútil que pueda responder por el niño.
    —Puede que tengas razón —dijo su padre, sorprendiendo a su hijo—. ¿Recuerdas el día que no llegamos a casa?
    —Lo recuerdo.
    —Estábamos adentro.
    —¿Adentro de la casa?
    —Llegamos tarde y no quisimos… despertarlos, para avisarles. Los escuchamos mientras ustedes estaban....
    —¿Nos… escucharon?
    —No sabes qué tuve que hacer para detener a tu madre. Tú dices que no estabas dormido.
    —No lo estaba.
    —Tu hermana lo consintió.
    —Así es.
    Siguieron caminando.
    —Nosotros también tenemos la culpa.
    —No, eso no es cierto —dijo Carlos—. Desde pequeño sentía una conexión con ella que no entendía, y que se intensifico cuando…
    —Debimos… evitar que esto volviera a repetirse. ¿Tú sabes que la relación entre hermanos está prohibida? Aunque quisieran estar juntos, no podrían. La ley lo prohíbe. Te encerrarían.
    —Pero yo la amo.
    —Puede que te haya amado también, pero ahora se va a casar, entiéndelo.
    Carlos escuchaba a su padre, atento.
    —Pero ella no está enamorada de ese imbécil.
    —No seas necio.
    —¡Ella va a tener un hijo mío!
    —No podemos saberlo.
    —¡Es mío! —dijo febrilmente.
    —Tu madre está hablando con ella y puede que ya sepa de quién es ese hijo ahora. Entonces lo sabremos.
    —Regresemos y preguntémosle de una vez —manifestó excitado Carlos.
    —Debes respetar la decisión que tome. Si dice que no es tuyo y que ama a Ernesto, deberás aceptarlo. Si dice que es tuyo, cancelaremos la boda.
    —Ajá, conque ese es su plan. Mamá hará que diga que no es mi hijo porque no está dispuesta a aceptar nuestra relación. La convencerá de que…
    —Yo ya he hablado con tu madre. Aceptara lo que su hija le diga —dijo su padre.
    —¿Estás seguro?
    —Ya te dije que he hablado con ella.
    —Si dice que no es mío, le diré todo a ese idiota con quien se quiere casar.
    —¿Quieres arruinar su vida?
    —¡No dejaré que vaya con él! —decretó tercamente.
    —Debes aceptar lo que ella decida.
     —La escucharé, sí, pero sé que es mío ese hijo, aunque diga que no. ¿Tú aceptarías nuestra relación?
    —Si ella dice que se quiere quedar contigo y que es tu hijo, lo haré —dijo su padre, sabiendo que eso quería escuchar su hijo.
    —Regresemos y preguntémosle.
    —Sí, regresemos.
    Dieron vuelto a la esquina, pero al hacerlo, y como si fuera burla del destino, se encontraron con dos rufianes. Pidieron carteras, relojes y teléfonos móviles.
    —Entrégaselos, hijo. La vida es más importante que los objetos, que el dinero.
    El ladrón apuntó con su arma  a Carlos y exigió  también los tenis que llevaba puestos.
    —Sólo así serás hombrecito —le dijo Carlos.
    —¡Entrégaselos, hijo! Hazlo por mí, por tu madre, ¡por tu hermana!
    —Por ella, padre; no porque me apunten con un arma.
    Carlos hizo lo que le dijo su padre, pero al hacerlo, torpemente intentó arrebatar el arma de su asaltante. Su compañero, temiendo que el de mayor edad –el padre de Carlos- interviniera y el asalto saliera de su total control, disparó en tres ocasiones, hiriendo incluso a su propio compañero. Carlos quedó tendido en los brazos de su padre, desangrándose. Los rufianes huyeron en una motocicleta a toda velocidad.

***

    Geraldine confesaba a su madre que el hijo que esperaba era de su hermano y no de Ernesto, su prometido.
    —¡Cómo pudiste! —exclamó su madre.
    —¡No sé, no sé por qué lo hice! —dijo la hija, cubriéndose la cara con ambas manos de la vergüenza que sentía de confesar aquello.
    —Ahora tu hermano piensa que tú le amas.
    —Yo no pensé que… estuviera despierto.
    —No entiendo cómo pudiste; ¡y con tu propio hermano!
    —Perdóname, mamá, perdóname —decía su hija, quien lloraba como una niña de siete años.
     Su madre cambio el tono de su voz y aconsejó a su hija, abrazándola:
    —Tienes que decirle que lo que hiciste, fue un error; que esa noche…
    —Fueron… dos noches, mamá.
    —¡Hija!
    —¡Lo siento, mamá!
    —Bueno, esas dos noches… fue porque… estabas drogada.
    —Sabrá que fue mentira, tú no lo conoces —dijo Geraldine preocupada.
    —Yo te las daré —dijo su madre—. Tu padre las… Bueno, no importa, no importa.
    —Sí, mamá, lo haré.
    —Debes decirle que ese hijo que esperas no es de él. Dios quiera que nazca sano.
    —Lo haré, mamá; se lo diré.
    —Espero que pueda aceptarlo. Dios nos haga el favor de poder convencerlo.
    El teléfono sonó en ese instante. Dejaron que se perdiera la llamada pero al poco rato volvió a sonar. Volvió a perderse la llamada  y volvió a sonar. La insistencia obligó a la señora a levantar por fin el auricular. Un vecino le informó lo que había visto y oído sobre la calle.

***
    Carlos sobrevivió a los dos disparos y fue trasladado al hospital más cercano donde recibió los cuidados que lentamente le devolvieron la salud. En todo el tiempo que estuvo internado, Geraldine acompañó a sus padres y no había día que no rogara a Dios por la vida de su hermano, caído en desgracia. En la hora de visita lo acompañaba, y sosteniendo su mano, lloraba junto a él. Cuando salió fuera de peligro y comenzó  su recuperación, Geraldine se marchó de la casa. Unos decían que se habían ido a vivir a Guadalajara, otros, que se salieron del país.
   —¡Ustedes me la esconden! —gritó a sus padres cuando regresó a la casa. Rompió varios objetos y muebles de valor. Buscó en el cuarto de su hermana, una pista que le dijera dónde podía estar en ese momento. Nada.
    Ella se había casado con Ernesto y las fotografías enviadas al teléfono de su madre y padre lo corroboraban. Carlos, después de mucho tiempo, llegó a resignarse que jamás volvería a ver a Geraldine. Ni a su hijo. Sólo tenía una fotografía del niño cuando recién había nacido. “Les presento a su nieto. Lo llamaremos Leonardo”, escribió Geraldine.

***
    Años después, en Navidad, Geraldine se presentó con dos niños: uno de cuatro años y otro de seis. Carlos había llegado acompañado de su mujer, cuya redonda panza indicaba que estaba embrazada. “Finalmente  estamos de nuevo juntos”, dijo el padre, satisfecho del ansiado encuentro. Los hermanos se abrazaron frente a la familia, frente a tíos, primos, sobrinos y muchos amigos.
    —Tú debes ser Leonardo —dijo Carlos al pequeño de seis años—. Tienes los mismos ojos de tu madre.
    Geraldine lo había escuchado y debió haber sentido un pinchazo de incomodidad.
    —Saluda a tu tío Carlos —manifestó ella.
    —Hola, tío Carlos —dijo tímido el niño.
    ¿Se animó a venir porque le dijeron que Carlos se había juntado? Probablemente. Apenas cruzaron un par de palabras durante la cena. Eran las dos de madrugada y la fiesta aún continuaba, cuando Geraldine entró a su viejo cuarto para acostar a los niños. Carlos se paró al pie de la puerta y la contempló como antes solía hacerlo.
    —Lo remodeló mamá —dijo, refiriéndose al cuarto.
    —Está lindo —dijo ella.
    Carlos se acercó a la cama y se quedó mirando a los niños.
    —¿Ernesto no está de viaje, cierto?
    Geraldine siguió arropando a sus hijos como si no hubiera escuchado.
    —¿Desde cuándo no está contigo?
    —Ernesto está de viaje —manifestó con risible  endurecimiento.
    —Mírame —dijo él, dejando caer su mano sobre la de ella, cubriéndola y provocando que se sobresaltara ante un temor conocido—. No me has querido mirar a los ojos desde que llegaste. No lo has hecho porque no sabes mentirme.
    —Retira tu mano por favor. —ordenó ella, mirándolo con severidad.
    Geraldine seguía igual de bella. El cabello lo tenía hacia un solo lado: cayendo los castaños bucles a sus pequeños hombros. Había llegado con un vestido rojo y un calzado abierto de remaches y correa, en una combinación de café y rojo, resaltando el color de su piel. Siempre había tenido hermosos pies. Había unas visibles arrugas debajo del ojo y cuello, pero que no hacían más que resaltar su madurez de mujer.
    —Te busqué por mucho tiempo.
    —Pensé que ya lo habías superado.
    —Ernesto resultó ser un idiota, ¿cierto?
    Ella retiró su mano y se levantó iracunda, dispuesta a salir del dormitorio. Él no la perdió de vista, se colocó detrás de ella y la ciñó por la cintura.  Usó la otra mano para cerrar la puerta.
    —No te atrevas, Carlos —lo amenazó ella—.  Gritaré.
    —Cubriré tu boca con la mía.
    —Sigues igual de enfermo. Qué dirá tu mujer. Tiene seis meses de embarazo. ¿Quieres arriesgarte a perder lo que has ganado?
    —No hace más que recordarme a ti.
    La atrajo hacia él. Ella se resistió a ser besada, pero no con la fuerza exigida para detenerlo, para decirle que se detuviera. La besó. No fue un beso agradable. La atrajo más hacia él, pegándola a su cuerpo, a su pecho. Ella dejó de luchar.
    —No puedes engañarme —susurró a su pequeña oreja. Con suma ternura acarició la cabeza y ella comenzó a gimotear y a estremecerse como flor vencida—. Huiste. Preferiste huir, a decirme que me amabas. Preferiste irte con él, y a quien no amabas. Por qué lo hiciste, Geraldine.  Oh, cuanto te extrañé. No sabes cuánto te extrañé. Pero estás aquí y no pienso dejarte de nuevo.
    —No lo hagas… —rogó ella—. Te lo suplico. No lo hagas de esta manera.
    —Dime que me amas y me detendré.
    —Yo no te amo.
    —Mientes. Tú te me entregaste y el producto de esa entrega está allí, dormido en esa cama. Míralo. Míralo y dime si fue un error. Míralo.
    —No me hagas esto —dijo ella con voz ahogada.
    —Míralo. Nunca tuve duda de que no fuera mi hijo.
    Carlos la acercó a la cama y la obligó a que lo mirara.
     —¿Fue un error? Respóndeme. ¿Qué dijiste? No te escucho. ¿Fue un error?
    —No lo fue. No lo fue —dijo ella con las lágrimas desbordándose de sus ojos.
    —No lo fue porque…
    —¡Basta! —exclamó ella, en una actitud bravía—. Debí decírtelo desde ese día.
    —Lo sabía. Te conozco demasiado bien para...
    —No, no me conoces —dijo ella—. Me acosté contigo no porque te amaba. Me acosté contigo porque te deseaba. Eso es todo. Producto de ese deseo es este hijo, que es tuyo y también es mío. Un niño a quien amo con todo mi corazón, con toda mi alma.  Yo no te amo, Carlos, entiéndelo por favor.
    —Pero tú te me entregaste —dijo Carlos, sintiendo que la tierra se le meneaba.
    —En ese momento… fui tuya. Y tú fuiste mío. Nos amamos y ambos gozamos de nuestros cuerpos. No, no me entregué a ti. Nos entregamos. Lo volvimos a repetir porque yo quería comprobar que lo que sentía, era amor por ti y no deseo. Eres un magnífico amante pero comprobé que yo no sentía amor hacia ti. Créeme que si lo hubiera sentido, habría sido la primera en decírselo a nuestros padres.
    —No, no, no, no —decía Carlos como si las palabras lo quemaran por dentro—. Tú me amas. Tú me amas y lo estás negando.
    —Te quiero porque eres mi hermano. Porque crecimos juntos. Porque me acostumbré a ti. Porque me regalaste días muy divertidos.  Porque me acompañabas a los lugares donde me daba miedo caminar. Porque me defendiste en muchas ocasiones. Te quiero. Pero entiende que no te puedo amar como sí amo a mi esposo.
    En ese momento alguien tocó a la puerta y ésta se abrió de golpe. Era el padre de éstos.
    —¿Todo bien? —preguntó. Geraldine estaba de pie y Carlos sentado en el borde de la cama. Cabizbajo.
    —Sí, papá. He hablado con Carlos sobre lo que teníamos pendiente de arreglar.
    —Me parece bien —dijo éste—. Si ya terminaron, ¿puedes bajar? Ernesto acaba de llegar.
    Carlos respondió como si a él se hubieran dirigido.
    —Oh, no puedo creerlo —dijo ella con regocijo—. Me había comentado que no iba a poder venir. Oh, estoy tan contenta. Bajo enseguida. Gracias papá.
    Carlos y su padre se quedaron en el cuarto. Geraldine se había marchado.
    —¿Estás bien, hijo? —preguntó preocupado. Éste no respondió—. Jessica también te estaba buscando. Prometí que te llevaría con ella. Es una linda chica. Te puedes quedar aquí un rato en lo que…
    —No —dijo éste, levantándose con ánimo fingido—. Iré ahora mismo.
    Antes de salir se quedó mirando al pequeño Leonardo, contemplándolo largo rato. Evocó recuerdos de cuando jugaban, a que ambos hermanos eran en realidad esposos. Geraldine sentó un muñeco de trapo sobre la mesa y dijo que ése era el hijo de ambos. “¿Y cómo se va a llamar?”, preguntó Carlos. “Pues Leonardo”, dijo con obviedad su hermana. Leonardo había obtenido un cuerpo, tal como pinocho. Leonardo ahora era un niño de carne y hueso.


La prodigiosa noche de Salomón

Re-editado

Había colocado una cámara oculta para espiar a Ivonne. La cámara tenía forma de bolígrafo y no era fácil que la descubriera porque para eso había que fijarse que entre los veinte bolígrafos metidos en el lapicero, uno, sólo uno era distinto. Pero aunque lo hubiera encontrado, el bolígrafo, ¿éste se delataría por su función? Quién sabe. Tal vez diría la mujer: “Oh, ¿y este bolígrafo? Está chistoso. Tiene como un ojito. No sabía que lo tenía. Alguien me lo habrá regalado. No me acuerdo. Bueno, allí se queda”. Y no se daría cuenta aunque lo hubiera encontrado, pero tal vez sí, ¿cómo saberlo? Pero bueno, Ivonne todavía no lo encontraba.
    Justo los viernes, Salomón se metía al cuarto de su madre y retiraba el disimulado, valioso bolígrafo. Uno: para extraer las grabaciones. Dos: para recargar la cámara-espía. Las cámaras de video son cada vez más pequeñas. Caben en un botón, o en este caso, en un bolígrafo. Cuestan una fortuna, pero es dinero bien invertido para los aficionados como Salomón.
    Salomón era un chico especial, y por ende, sus padres lo consentían de sobremanera. Le daban dinero. Le compraban lo que les pedía. La cámara-espía por supuesto no la compraron ellos; se la compró él mismo sin que lo supieran. La pidió cuando la vio por televisión. Preguntaron: “¿Es usted mayor de edad?”, y él dijo que sí lo era, aunque no lo era. Llegó a un acuerdo con los vendedores, y como éstos, tienen vendida una parte de su alma al diablo, se la vendieron. Cuando era pequeño, el psicólogo dijo a sus padres que él iba a necesitar clases especiales porque él era un “niño especial”. Un maestro acudía a enseñarle de nueve a dos de la tarde. Salomón había encontrado un excitante pasatiempo para el tiempo restante: espiar a las personas. Con su cámara-espía que llevaba a todas partes, no se aburría. Tenía dos computadoras. Una, más reciente que la otra. Tenía también una tableta que no utilizaba. También tenía un teléfono de última generación y tres consolas de videojuegos. No le permitían el acceso a Internet, así que nunca imaginaron que Salomón estaría haciendo “cosas indebidas” con sus modernos equipos.
    Ivonne es una actriz de telenovelas y teatro. También canta y baila. Es una mujer sensual y por ende, la siguen tomando en cuenta a pesar de que casi cumple los cincuenta años de edad. Le dijeron que mientras más tardara en tener un bebé, más complicado sería el parto, no obstante, el día que sucedió el parto, no tuvo complicaciones a la hora de tener el bebé. Que naciera con deficiencias, eso era otra cosa. Pero esto es un juego de azar, y al que le toca perder, pierde, y al que le toca ganar, gana. Otras mujeres de la edad de Ivonne, luego de parir un hijo, ganan, y su recompensa es tener unos hijos sanos y de intelecto promedio. A esta mujer le tocó perder, y ni modo. Claro que perder y ganar también es mera percepción de cada uno, porque si le preguntáramos a Ivonne, que cómo se sintió al haber perdido, ella por supuesto nos responderá que ella no perdió sino que ganó. Claro. Percepción.
    Ivonne se casó casi a los treinta y cinco años con un cantante grupero que poco tiempo después, el muy infiel, la dejó por otra mujer, más joven. Cualquier otro hombre hubiera envidiado que tuviera a la sensual Ivonne, y que sólo un idiota, teniéndola a ella, buscaría otra. Pues esto hizo el idiota y habrá tenido sus razones. Tuvieron solo un hijo: Salomón.
    En las cámaras y entrevistas, Ivonne sonríe como toda una reina. Le han inventado chismes en revistas de espectáculos, como todas las luminarias. Saben que no la pueden fastidiar. Por lo regular, Ivonne con su conocido humor y tolerancia ciclópea, siempre deja en mal a todas esas revistas de la farándula que la persiguen continuamente. La única nota que emocionalmente sí la hirió, fue cuando publicaron escuetamente que había tenido un hijo idiota, y que por ende, vino la separación con su pareja. La revista tuvo que pedir disculpas, y es que la gente, benevolente, se había molestado con el artículo, que mostraba una triste insensibilización hacia una mujer que a nadie hacía daño. Ahora saben que la gente respeta a Ivonne; que la quieren y que pelearán puntualmente para defenderla. Si tú la encuentras en la calle, y le pides tomarte una foto con ella, o un autógrafo, te la concede amablemente con su característico tono maternal. Así es Ivonne.
    Cuando sale a cantar, en los rodeos, deja al descubierto sus largas y bien torneadas piernas. Su cuerpo es de tentación. Los cortos escotes que usa, dejan ver sus enormes pechos de mujer madura: brillantes y esféricos como bien te los puedes imaginar. En las gradas, se escuchan los incontenibles chiflidos de los excitados hombres y mujeres. Es un pandemonio. Las mujeres quieren tener su cuerpo a su edad, y piden que revele su secreto. Disciplina, nutrición y ejercicio, es lo que les dice, mas no se quedan contentas y vuelven a preguntar, claro. ¿Operaciones? No. Ella dice que es totalmente natural y que nunca se hará una operación con tal de retrasar su edad, a como hacen muchas. Le creemos, sí, porque es Ivonne.
    Como Salomón es su único hijo, lo ama con idolatría. El padre de vez en cuando visita a su hijo, y le trae un regalo, o le deja dinero en efectivo. Ivonne nunca le ha negado el derecho de ver a su hijo. Cuando ella regresa a su casa, lo primero que hace es saludar a su hijo con un beso en la frente. “Papito, ya llegué. ¿Cómo te portaste?” La niñera, luego se va, y no pone queja alguna porque Salomón es bien portado y muy amable con la señora que lo tiene a su cargo. Hace lo que le dicen. Se encierra en su cuarto y allí permanece hasta que lo llaman a comer. Lo ven que tiene encendida la computadora, y lo dejan. Piensan que Salomón sólo juega, pues cuando ellos entran a su cuarto, él tiene abierto un videojuego. “Ya no juegues tanto, mi amor”, le dice su madre; pero no le quita la computadora para ver qué más tiene abierto, qué más está viendo. Si se la quitara, vería que tiene abierta una carpeta con cientos de videos en su interior, y que la mayoría de estos videos, son de ella. La tiene grabada cuando se viste por las mañanas. Cuando se retira a dormir. Cuando hace su equipaje y busca por todo el ropero, la ropa que desea ponerse. La tiene cuando busca sus llaves, o su teléfono que siempre deja en cualquier lugar. La tiene grabada cuando se peina el cabello, viéndose en el espejo de su tocador. La tiene cuando escoge sutilmente la esencia para ese día. La tiene grabada cuando se unta crema en las manos, la cara y las sensuales piernas. La tiene cuando revisa su propia computadora. Cuando se pone a hablar con alguien y se tiende sobre la cama. La tiene cuando entra al baño y sale con una toalla, cubriendo el setenta por ciento de su cuerpo. La tiene cuando sale a buscar a su hijo y luego regresa, satisfecha de verlo. Sí, Salomón tiene muchos videos de estos. Y separados de estos videos, están los otros. Están en una carpeta mejor escondida. Ella aparece desnuda saliendo del baño, o entrando. Desnuda cuando se pone una tanga o unos calzoncitos con encaje rojo o negro; porque de esos son los que le gustan. Desnuda cuando cambia de sostén o se revisa los apacibles senos, en busca de una anormalidad. Los palpa, los sopesa, habla con ellos. La tiene desnuda, cuando se unta crema sobre todo el cuerpo; cuando se remueve en la noche, y la sábana se desliza y cae al suelo como arrancada por un diablillo.
    Salomón se sintió atraído por el cuerpo de su madre cuando vio una película para adultos. Su madre la vio unos minutos, no le gustó y la guardó en su recámara. “Qué barbaridad, qué video tan sucio”, dijo. Salomón vio dónde la guardó. Salomón vio cómo el hombre se monta a la mujer, y la trata como una muñeca descompuesta, decía Bukowski. No encuentra otro desnudo en la casa que le atraiga más, puesto que la niñera es una señora obesa y por supuesto, nada sensual; además de que es vieja. No obstante, las amigas de Ivonne, que a veces llegan a la casa, son guapas como las mujeres que salieron en el video. Son altas y de cabello rojo y rubio. Algunas tienen ojos verdes y son tan blancas como las hojas de un cuaderno de notas. Algunas de ellas salen en televisión como conductoras, cantantes, bailarinas, actrices. Salomón ya tiene identificadas sus favoritas, por ejemplo, la que sale en el clima y habla con voz chillona. La que sale en el canal dos y baila, y grita al hablar. Ella tiene un trasero grande, a pesar de ser delgada. No tan grande como el de Ivonne, pero es grande. Son encantadoras las amigas de su madre, pero lo que le molesta, es que lo tratan con compasión, con ternura. Él quisiera que lo trataran como un adulto, ¡y que lo besaran como un adulto!, eso sería grandioso; mas eso es un quimérico sueño y se ha resignado sutilmente. “¡Ay, cómo has crecido!”, dicen. “¿Este es Salomoncito?” Ahora es más grande que ellas, pero siguen diciéndole Salomoncito. Puede cargarlas y someterlas a la altura de cualquier hombre viril, pero insten en llamarlo Salomoncito. Y cuando están ellas en la casa, no hace más que imaginar sus cuerpos desnudos.
    Tiene una televisión en su cuarto, pero no hay programación para adultos. Tanto la niñera como su madre lo restringen sobre qué contenidos ver y qué no. Salomoncito no puede convertirse en un adulto porque no lo dejan. Su madre piensa que siempre será un niño. Cuando él quiere ver una película, por ejemplo de vampiros, lo acompañan: qué barbaridad. Pero a veces se ha escapado de la vigilancia perpetua, y fue como logró ver la película porno. Ah, qué gran película. Es mejor que los libros. Los libros dicen en tres renglones que el hombre deposita el esperma en la vagina de la mujer, pero verlo, cómo jadean, cómo se mueven, cómo lo gozan, es lo que no dicen los aburridos libros. El aprendió a masturbarse. En el video, el hombre es estimulado por la boca de la mujer, pero también con sus manos. Si tuviera un pene pequeño, le resultaría fácil, pero Salomoncito debe utilizar las dos manos para llegar al clímax. Y toda esa sustancia viscosa y caliente no es tampoco como la que describen los libros. No dicen a qué huele, a qué sabe. Es la semilla que debe germinar dentro de la mujer. El video porno que vio le mostró cómo pudo haber sido la relación de su padre con Ivonne. Él debió también meterle el miembro en la boca y también en el ano. Él descargó dentro de la vagina de Ivonne, y fue como se embarazó y nació. Debió ser fantástico; especialmente porque Ivonne era mucho más guapa que aquellas mujeres, con un cuerpo mucho más bonito. Ivonne tiene unos muslos enormes y en cambio esas chicas son un tanto flacas. Ivonne tiene un trasero del doble de tamaño del que tienen aquellas famélicas mujeres. Sí, debió ser fantástico poseerla.
    Salomón no conoce otra mujer que se desnude y que sea real, que su madre que lo sobreprotege. La ha espiado por mucho tiempo y conoce todos los lunares que se dejan ver. Antes lo bañaba en la tina; pero dejó de hacerlo cuando él tuvo una involuntaria erección mientras ella le lavaba los testículos. Se puso roja hasta las orejas. “Papito, tú te debes lavar allí desde ahora”, le dijo, y desde entonces ella dejó de bañarlo. Cuántos años tenía, no rebasaba ni los diez. Y es que con tanto fármaco, tanta hormona que le dieron para estimular su cerebro, a fin de que nazcan y desarrollen neuronas y pueda ser un niño promedio, como efectos secundarios, toda esa vitamina se alojó en el lugar menos sospechado; fue a dar en su aparato reproductor. Como arbolito en primavera, el tronquito de su pene creció. Los doctores no lo quisieron reconocer, pero Ivonne les dijo que los iba a demandar porque ellos debían saber lo que recetan. “En primer lugar, le dijimos que era un tratamiento en experimentación y usted estuvo de acuerdo, aquí tenemos su firma”, se defendieron. Y allí estaba su firma, ni qué alegar. Estaba desesperada y buscaba una solución, compresible para cualquier madre primeriza. No había forma de ganar la demanda, le dijo el abogado. El contrato estaba firmado. Pero no había que desalentarse por esto. Los médicos estaban muy sorprendidos y muy interesados en Salomón. Alguien se interesó por el hijo de Ivonne, que hasta le ofrecieron dinero a cambio de realizarle estudios más minuciosos. Y los hicieron, pero cuando Ivonne se enteró de las intenciones de estas ambiciosas empresas, canceló todo acuerdo. Fue el amigo del abogado que con su idea, había tentado a más de un empresario. Los demandados supieron que tal efecto secundario pudo ser causado por los mismos genes defectuosos de Salomón.
    Cuando lo niñera lo notó, su parte sobresaliendo del pantalón, lo aplastó y dijo: “Quítate ese trapo”, pero no era un trapo. “Santo cielo, señora, es su…” Tenía diez años pero ya tenía el pene desarrollado como el de un adulto, con sus pelos y sus erecciones maduras. “No te asustes, Panchita. Así nació” dijo su patrona, tranquilizándola. Y cuando Salomón cumplió sus quince años, el pene ya era totalmente monstruoso. Se sabe que pueden medir hasta casi cuarenta centímetros como el de Rasputín. Incluso se tiene en exposición su legendario pene para que la gente se asombre y convenza de que se da el caso, y cuya medida en exhibición es de casi treinta centímetros, y eso que no está completo. Cuando Salomón vio los pequeños penes de las hombres (en aquella película porno), casi se preocupó por el suyo. Ivonne le había dicho que su pene era “especial”. Él era especial y no podía creer que por culpa de un pene grande, lo tuvieran que obligar a tener clases especiales.
    No había día que no anhelaba  poder utilizarlo, ¡porque para eso era el pene!, había aprendido. Su maestro le dijo que el pene y la reproducción, era necesaria para que la especie humana existiera. El pene se introduce en la vagina de la mujer, le había dicho. ¿La señora Francisca tiene una vagina?, y el profesor dijo que la tenía. ¿Mamá tiene una vagina?, y el profesor le confirmó que también la tenía. Cuando daban las once, Ivonne, pensando que se retiraba Salomón a dormir, ya no lo visitaba a su cuarto, y lejos estaba de imaginar que su hijo, a esa hora, se estaba masturbando con los videos almacenados en su computadora.
    Ivonne comenzó a traer a la casa a un hombre calvo pero musculoso. Tenía tatuajes en todo su cuerpo menos en la cara.  También tenía una moto que hacía un tremendo ruido. Olía a cigarrillo cada que se acercaba a saludar a Salomón. Él y su madre platicaban largo rato en la sala para después pasarse a la cocina, a donde comían. Qué alegre estaba Ivonne. Cocinaba con gusto. Él no apreciaba su comida. Le daba igual, pero a Ivonne eso no le importaba. El hombre no tenía buenos modales. Escupía en el piso de la casa y se limpiaba la boca con cualquier trapo a la mano. Y cuando entraba al baño, no jalaba la palanca. Cuando Salomón entraba, él se carcajeaba afuera de baño. “¿Lo viste? Cuando seas una adulto como yo, serás capaz de sacar algo como eso”. Cuando Ivonne no estaba cerca, él golpeaba el hombro del muchachito. Y le decía: “El día que yo llegue a vivir aquí, tú te vas a tener que comportar como todo un hombrecito. Comenzaré por quemar esos horribles suéteres y pantalones que usas, mírate, pareces un abuelito. Y esos lentes… ¿Quién te pone ese moñito en el cuello? Te ves ridículo. Ya nadie se viste como tú.  ¿Todavía eres virgen?” Llegaba Ivonne y le decía:
    —¿Platicas con él? ¡Qué lindo! Entiende casi todo si le hablas lento y eres amable.
    —Yo soy muy amable con él. Ya somos amigos, ¿no es cierto? ¿Lo ves? Es un buen muchacho. Y si sigue creciendo, va a llegar a mi altura en un par de semanas.
    Sucedió que comenzó a quedarse en la casa. Decía Ivonne: “Ya es tarde para que te expongas en la calle. Quédate en el cuarto de hospedaje y mañana te vas”. Él se quedaba en el cuarto de hospedaje, pero a mitad de la madrugada, se movía al cuarto de Ivonne, cuya puerta no estaba segura, así lo demostró el video grabado por la cámara-espía. Y él se la montaba. Lo hacían de varias posiciones. Salomón se desvelaba para ver en vivo las escenas, extasiado. Se había comprado con el dinero que le entregó su padre, una cámara de transmisión inalámbrica. Era un huevito que montó en un bolígrafo (estaba el peligro de que fuera descubierto pero era más mayor el deseo de ver el sexo que se llevaba a cabo en ese dormitorio, lo que dictaminó que asumiera todos los riesgos posibles). Ella lo obligaba a utilizar el condón, cosa que a él no le gustaba. “No, por allí no”, decía ella, y nada la persuadía a cambiar de parecer. A veces lo hacían dos veces por noche, y al día siguiente, se trataban como si fueran sólo un par de compañeros de trabajo. “Frente a Salomón eres solo un amigo”, le había dicho.
    La prodigiosa noche de Salomón comenzó con unos estruendosos golpes a su puerta. “¡Salomón, sal rápido!”, dijo con voz enérgica. Estaba como enfadado. Salomón abrió la puerta con miedo latente. Apenas lo vio, y Salomón fue jaloneado bruscamente hasta el dormitorio de su madre. Ella estaba inusitadamente dormida. Estaba en camisón y tendida sobre la cama como un cristo crucificado. Salomón se sintió cohibido y quiso regresarse a su cama, sabiendo que Ivonne podía despertar de un momento a otro. De hacerlo, se avergonzaría de su estado presente. Ella no dejaba que la vieran en camisón.
    —¡A dónde vas! —le detuvo—. Ella está durmiendo y no despertará hasta mañana —aseguró. Se acercó a la mujer y le sacudió la cabeza, revolviéndose su cabello como un pompón de porrista de fútbol. Ivonne no despertó a pesar del rudo zarandeo de su cabeza—. Ella me dijo algo que quiero comprobar. Quiero que te bajes los pantalones.
    Se había retirado un par de pasos
    —¿No me oíste?
    Como Salomón no obedeció, le dio un coscorrón y volvió a ordenárselo con voz imperiosa. Salomón dejaba de escuchar cuando le hablaban en voz alta, recordó, mas no le importó. Las manos del chico estaban temblando. Parecía una ardilla acorralada. Impacientado, el hombre fue quien se los comenzó a jalar.
    —¿Duermes con pantalones y cinturón? —Pero salomón no estaba durmiendo. Él vio (en la grabación) cuando su madre y él estaban discutiendo. Luego la invitó a realizar las paces, entregándole una copa con vino adentro.
    —No sé por qué te comportas así —le expresó Ivonne—. Tú me preguntaste: ´¿Has visto un pene más grande que éste?´, y yo te contesté: ´Sí, el de mi hijo´, pero te conté de su enfermedad; lo tiene así porque es una enfermedad la que tiene. A nadie se lo he contado. Bueno, está el abogado, pero a nadie más. No sé por qué te comportas así. —Dicho esto, comenzó a cabecear, hasta caer en profundo sueño.
    —Ningún hombre tiene el pene más grande que el mío —dijo él, que la observaba, y se marchó a traer a Salomón.
    Turbado, éste dio un paso atrás luego de conocer el imponente instrumento del muchachito. Llevó las manos a la nuca, y, sin dejarlo de mirar, dijo lo siguiente:
    —Eso es… eso es monstruoso. Eso no es normal. ¿Cómo va ser normal? Pero está completo. Está…
    Súbitamente, el hombre empezó a reír como un desequilibrado.
    —¡Me ganas! ¡Me ganas, mocoso! Esto no me había pasado. Pensé que nunca alguien iba a ganarme, y tú lo has conseguido. —Se acercó y lo felicitó—. ¡Eres un superdotado!
    Pero la comprobación no le bastó, él quiso verlo en su estado erecto.
    —Tócate.
    Volvió a ordenar:
    —Tócate, quiero verlo crecer. Quiero verlo. ¡Quiero verlo, te dije! ¡Te estoy ordenando que te toques!
    Salomón seguía encorvado. Sumiso.
    —Ah, ya sé.
    Caminó hasta la cama y comenzó a quitarle el camisón a Ivonne. Ella quedó en ropa interior pero sus grandes senos quedaron al descubierto. Salomón se volteó y casi termina huyendo, de no ser porque fue alcanzado por las endurecidas manos del sujeto.
    —Ven aquí. —Lo sujetó del cuello y lo obligó a mirar—. Lo que tienes aquí, es una mujer. Ella es tu madre, sí, pero es una mujer. Una hermosa mujer. Nosotros tenemos un pene y ellas tienen una vagina. Quiero que veas. ¿Sabes qué es una vagina?, te lo voy a mostrar. —Apartó la tanga negra de un tirón, dejándola a la altura de las rodillas. —Como si fuera su profesor,  levantó y abrió las piernas de la mujer, mostrándole los labios íntimos y la raja rosada. Como la tanga le estorbó, la arrancó y la lanzó por el aire—. Esto es una vagina y nosotros insertamos nuestro pene aquí. Apenas descubrió la parte íntima de Ivonne, y Salomón tuvo una espectacular erección—. ¡Eso es! ¡Ese es mi muchacho! —Sus ojos se maravillaron y su boca quedó abierta como la coladera de un drenaje profundo—. Esto… esto es increíble. No creo que exista alguien con algo como eso. Podría ser un bastón. ¡Diablos, y miren esa cabeza! Parece un puño de hombre. Estuvo a punto de medirlo con su puño pero lo que le detuvo, fue el desagradable sentimiento de resultar todavía más humillado, no obstante estaba dando saltos de emoción.
    —Esto tengo que fotografiarlo. Mi teléfono, ¿dónde quedó? —En eso se percata que Salomón, cada que levanta la vista para mirar a Ivonne, resucita su erección—. Que me lleve el diablo si no es lo que creo —dijo el hombre, olvidándose de su teléfono.
    Quedó mirando a Salomón, y éste, agachaba la vista como avergonzado.
    —Tú, pillo. Tú, pillo, quieres cogértela. ¡Tú quieres coger y ya te descubrí! ¡Claro! No eres tan estúpido como ella dice. ¡Yo lo sabía!
    De nuevo comenzó a dar saltos como un chiquillo.
    —¿Sabes cómo hacerlo? —le preguntó emocionado—. Te voy a enseñar. Ven, acércate. No seas tímido. Te digo que ella no despertará hasta mañana; y tú no tienes por qué decírselo. Yo me haré cargo. Ven. Te voy a mostrar.
    Metió la mano y sacó el miembro de su bóxer, para después acercarlo a la vagina de la mujer.
    —Levantas sus piernas. Así. Sus tobillos las colocas sobre tus hombros. ¿Ves? Así. Introduces. ¿Ves? Y luego comienzas a moverte. Adelante, atrás, adelante, atrás. Las caderas. Así, ¿lo ves? Ahora hazlo tú.
    Salomón permaneció en su lugar cuando el hombre se apartó.
    —Salomón, Salomón… Esto lo hago por ti —Comenzó a hablar en voz baja y amable. Lo cierto es que estaba excitado con la idea de ver qué tan profundo podía llegar con su aparato. Estaba seguro que aquello no entraría completo en ninguna mujer. La ranura de Ivonne era diminuta comparada con aquella anaconda de selva—. Anda —lo guió.
    Salomón, cubierto de sudor, no se movía de su lugar. Veía la vulva de la mujer  y parecía que se animaba, mas luego de levantar la vista, posándola sobre la cara durmiente de la mujer, retrocedía. Sus ánimos se disipaban con tan sólo verla.
    —¡Ah, ya sé! —notó de repente el hombre. Volteó a la mujer boca abajo y la dejó de tal manera que sus rodillas cayeron al suelo. El trasero de la mujer estaba expuesto—. Ahora ya no la podrás ver y recordar que es tu madre. Ahora es sólo un trasero, un hermoso trasero de mujer. —Sobó las nalgas—. Es el mejor trasero que hayas visto, te lo aseguro. Lo disfrutarás.
    Aquello dio resultado. Salomón tuvo una erección todavía más increíble que la de hacía un momento. El hombre ya no tuvo que ordenarle nada. Salomón, en un arrebato de incontenible deseo, se acercó al trasero y trató de introducirse con su torpeza de animal impúber. Ya no era Salomoncito. Ya no era el papito de mamá, no. Ahora ella y todas las mujeres sabrían que Salomón era un hombre y que podía comportarse como tal. Estaba desprejuiciado y con un instinto certero de cumplir con su único objetivo en la vida: coger.
    —Eso no va entrar —comentó el hombre, descreído.
    Salomón se estrellaba y rebotaba.
    Volvió a intentarlo. Dio vuelta al glande, de un lado y de otro, torciéndolo; mas fue echado hacia atrás una vez más. Encontró el ano de la mujer, luego de separar las nalgas. No, el ano no. Si no entraba en la ranura menos en el ano. Si entraba en la ranura, posiblemente el ano seguiría. Sujetó la flecha con una mano y con la otra intentó abrir camino sobre los sedoso pliegues, en un frenesí de impaciencia. Se inclinó, abrió las nalgas de la mujer, separó los muslos maravillosamente esculpidos, pero sin conseguir entrar. Nada funcionaba.
    —Déjame ayudarte —dijo impaciente el hombre, ahora excitado con los intentos fallidos: sobre todo por el empeño enloquecedor del chico.
    Salomón sostuvo con una mano el glande y con la otra el endurecido tallo, porque así se lo ordenó su ayudante. Éste abrió los pliegues introduciendo las puntas de los dedos como si quisiera abrir una naranja a partir de un minúsculo rasguño. La punta de la flecha era monstruosa como la cabeza de un recién nacido, no obstante, si de allí había salido antes un pequeñillo Salomón, por qué no habría de entrar una parte “pequeña” de un crecido Salomón.
    La naranja se había partido, y haciendo cloac, logró la anaconda escabullirse por las paredes húmedas interiores, hasta hundirse, atropellándose incluso con los dedos de su ayudante que sacó de inmediato. Debieron pasar casi diez minutos antes de poder conseguirlo. La tarea resultó ardua; pero habían salido triunfantes y lo festejaban. La cabeza del reptil había entrado a la incredulidad de su colaborador. El chico, extasiado, apenas podía dar crédito a lo conseguido. Enloquecido por la excitación, pensaba el chico: “Si tan sólo despertara y me viera… detrás de ella, montándola…”
    —Increíble, ¡increíble! Dónde está mi teléfono, ¡maldita sea, maldita sea! ¿Dónde la habré puesto? Ahora despacio, deslízate. Despacio. Sujétala de sus caderas. Eso es. Despacio. Deslízate.
    Las manos regordetas de Salomón se habían afianzado a las caderas calientes de la mujer, mientras tanto, su colaborador revoloteaba alrededor suyo como un duende alrededor de su olla de oro. Se pasaba de un lado y después del otro. Se asomaba por encima del arco de la espalda de la mujer, y luego por un muslo de Salomón. Metía su cabeza en medio de las piernas del chico y decía: “Está metiéndose, está metiéndose. Sigue. Despacio. Despacio. Deslízate”, y se pasaba a otro lugar. Por momentos llevaba una mano a la boca y decía: “La vas abrir, hermano, la vas abrir. No importa. Dale. Todavía falta por entrar. Puedes entrar más, yo sé que puedes meterla todavía más. Eso es. Empuja. Empuja”.
    Para su asombro, la vagina de Ivonne, tan increíblemente elástica, logró succionar la tremenda anaconda que parecía interminable. Entró completa. “Esto no lo creo, no lo creo”, repetía. “Entró, entró toda. Tienes suerte, hermano, tienes suerte. Esta mujer es increíble”.
    Salomón no esperó la siguiente orden, aunque ya la había dado su observador.
    —Ahora comienza a moverte. Despacio. Despacio. Sal despacio… ¡No, no te salgas todo! ¡Tonto! Ahora entra. Esta vez no será tan difícil. Ya no te ayudaré. Entra solo. Entra... ¿Lo ves? Ella es increíble, increíble. Vuelve a salir. Ahora vuelve a entrar. Bien, lo estás haciendo bien.
    El chico se estrellaba salvajemente, jadeando como una bestia hasta que en un gruñido ahogado, se detuvo. Todavía alcanzó a dar un par de empellones más, intentando prolongar el tiempo lo más que se pudiera. Estaba cumplido.
    —Vete a tu cuarto —ordenó el hombre. Estaba como decaído.
    Luego de terminarse un cigarrillo, regresó su atención a la mujer. Pensó en huir en varias ocasiones, mas al final, se quedó. Había un líquido espeso y viscoso emanando del interior de la vagina de la mujer. Lo limpió con sorprendente paciencia, para después colocarle el camisón desgarrado. La acostó como si fuera una niña y esperó hasta que despertara.
    —Me siento… Me duele la cabeza —dijo ella, abriendo perezosamente los ojos. Trató de levantarse y vaya sorpresa que se llevó, no lo logró—. ¿Te aprovechaste de mí? —acusó con la mirada.
    —Lo hice —respondió impasible.
    Ella guardó la compostura.
    —¿Cuántas veces lo hiciste?
    —No recuerdo.
    —¿No recuerdas? —Su tono había subido de intensidad.
    —Sólo quería ayudarte a dormir. No pensé… que te iba a caer de peso la droga que te di.
    —Y sin mi consentimiento.
    —Te veías tan sensual, que…
    —¿Y Salomón, ya se despertó?
    —Sigue durmiendo.
    Pausa.
    —Duerme como un bebé.
    —No puedo levantarme, en serio.
    Él seguía imperturbable.
    —¿Estás enfadada?
    —¿Y cómo no voy a estarlo? Quiero que te vayas. Esto lo vas a pagar.
    —Está bien, pero antes de irme debo decirte algo. Yo… yo no fui el que te violó.
    —¿Qué dices?
    —Si quieres denunciarme, hazlo, pero entonces tendré que decir lo que vi, y creo que no es lo que quieres.
    Él le relató una historia espantosa sobre su hijo. Él salió al baño, y para cuando entró a la recamara, vaya sorpresa. Retiró al muchacho y lo encerró en su recamara.
    —Estás loco si crees que te voy a creer —dijo indignada ella.
    —Entonces ve, y que te hagan los análisis pertinentes. ¿Crees que yo te dejaría así de adolorida? Sabrán que el esperma que encontraron, es de tu hijo. Lo siento. No quería decírtelo, pero yo no quiero problemas.
    Cerró la puerta y luego de salir de la recámara, un grito desgarrador de mujer causó que ladraran todos los perros de la colonia.