"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

domingo, 16 de septiembre de 2012

Cosas del azar

 


    Antecedentes: Marisa y el guante.

    Afuera se escuchó la moto de su vecino Miguel, y Patricio salió en seguida llevando consigo una desvencijada libreta (lo que hace suponer que desde hacía rato lo estaba esperando). “¿Adónde vas?”, preguntó su hermana Marisa, sintiéndose con el suficiente derecho de pedirle explicaciones a su hermano. “No te importa”, le respondió grosero él, cerrándole la puerta al salir.
    Patricio fue con Miguel para pedirle ayuda con una tarea de Taller de Electricidad que no entendía. “¿Qué te pasó en la cara?”, preguntó divertido Miguel. “Me caí”, fue la respuesta que por supuesto su amigo no se creyó. Juntos vieron el diagrama eléctrico y juntos planearon cómo iban a armar el complejo circuito. En el cuarto de Miguel comenzaron la tediosa tarea. Era la primera vez que Patricio entraba en el cuarto de su amigo. Estaba armando el circuito. Patricio comenzó a hacerle un sinfín de preguntas, algunas  incómodas como de si ya había tenido sexo, si ya lo había hecho con la chica que últimamente estaba saliendo con él (y que Patricio había visto desde su ventana). A Miguel no le gustaba hablar de esto y esquivaba las preguntas. “Todavía estás chavo para saber de esas cosas”, fue la respuesta que tuvo. Patricio le pidió que le regalara un condón, porque le dijo que pronto iba a tener sexo. “¿En serio?” Después Miguel preguntó por la tía de Patricio.
    —¿Tía Érika? Con ella no tienes chance —le dijo Patricio.
    —¿Por qué no?
    —Porque ella sólo sale con… —Patricio se interrumpió para no lastimar a su amigo, de decirle que Miguel no tenía dinero, que no tenía trabajo y que… no había terminado ni la preparatoria;  además de que a  su tía le gustaban los hombres exitosos e inteligentes, no obstante él lo admiraba, su libertad, de hacer lo que diera la gana, de saber pelear, de no temerle a nada ni a nadie; de tener una moto, de tener una novia, entre otras cosas.
    —¿Perdedores?
    —No, no perdedores…
    De Miguel se decían muchas cosas; últimamente decían que se estaba metiendo al vicio de la bebida.
    —¿Dónde aprendiste a hacer eso? —cambió de tema Patricio, dirigiéndose al circuito que estaba a punto de concluir Miguel. Básicamente cables, interruptores, sockets, focos, montados sobre una tabla. 
    —Quemando fusibles.
    Al poco rato Marisa tocó a la puerta, preguntando por su hermano, si todavía se hallaba dentro de la casa. Patricio se enfadó que lo buscaran.
    —No te enojes. Tienes suerte de que se preocupe por ti —dijo afectivo Miguel.                                
    —Se está creyendo mi mamá. Es insoportable.
    —Será una excelente madre.
    —Nadie la querrá.
    —¿Que no?
    Un interruptor hizo click, y el foco desparramó toda su luz radial.
    —¿Porque lo dices?
    —Porque es… Tus hermanas son guapas. Hombres no les faltará. 
    —Porque no las conocen. Oye, ¿y esa niña de la foto?
    Miguel levantó la mirada, el retrato estaba en el escritorio, atrás de unos viejos periódicos.
    —Ése eres tú, ¿pero esa niña? ¿Una prima?
    —Mi hermana.
    —¿Tienes una hermana?
    —Tenía… —dijo casi en un hilo de voz—. Murió. Creo que ya quedó. Está listo.
    Durante la comida del domingo, todos estaban reunidos, la familia González; Patricio reveló a su madre sobre lo que había descubierto en la casa de Miguel, y preguntó si ella sabía que Miguel tuvo una hermana.
    —¿Una hermana? —inquirieron con sorpresa Marisa y Cecilia.
    —Miguel estaba muy chico —comenzó a decir Verónica—, tenía creo unos nueve o diez años cuando su hermanita se cayó de las escaleras. Pobre Miguel; qué duro fue para él, pues ella estaba a su cuidado. Tenía tres años la pequeña cuando sucedió el accidente.

***

    A la una de la madrugada se escucharon unas voces exaltadas viniendo de la casa de Miguel. Se llevaba a cabo una exacerbada discusión. Marisa fue despertada y vio cómo Miguel salía de la casa todo enojado. Se perdió su silueta en la penumbra de una solitaria y silenciosa calle.  

***

   Verónica recibió de voz preocupada de Marisa la noticia de que a Miguel lo encontró vagando en una calle mientras se dirigía a la casa, y que se hallaba en un deplorable estado que inquietó a su encantadora hija. Ambas mujeres fueron a buscarlo, lo trajeron con ellas después de que lo persuadieron de regresar a su casa. La familia de Miguel se había marchado de emergencia a visitar al debilitado abuelo del joven. No iban a tardar mucho, supuso Verónica, así que consintió que Miguel viviera con ellos, unos días para no violentar las cerraduras de la casa de su madre, a fin de que se reconciliaran ambas partes; por supuesto con la condición de que dejara la bebida y cualquier otro vicio que tuviera. “Sin dinero… qué vicio he de alimentar”, les dijo. Verónica le dijo que sus padres lo habían estado buscando y que de verdad querían volver a recuperarlo. Miguel contó con tristeza en los ojos, que él también los extrañó; sólo él sabía qué cosas horribles había visto en esos meses que vivió en la calle. La discusión que provocó su huida (dijo), fue causado por el innecesario reproche del duro pasado donde su hermana falleció. Lo culparon directamente. Dijeron que ella valía mil veces más que él. Verónica y Marisa escucharon todo lo que él les dijo con conmovedora atención. Para agradar el momento, le sorprendieron con la noticia de que Angélica ya se había casado hace un año y que ya esperaba bebé. Cecilia (la otra hermana de Patricio) se había juntado con un chico dos años mayor que ella y se habían ido a vivir con los padres del muchacho que habían decidido apoyar a la joven pareja. De esta manera, Patricio y Marisa eran quienes quedaban solteros. Verónica había hallado un compañero, un hombre de cincuenta años a quien no le pareció concordante que Miguel se quedara unos días, el necesario hasta que llegaran sus padres. El hombre era un sujeto con una saliente barriga, un bigote y cejas espesas; de esos sujetos hoscos y de cabeza calva. Poseía dinero y se notaba era muy exigente. Tenía reñidas peleas con Patricio, al que acusaba de haragán sin remedio por reprobar tres materias de su escuela privada que el sujeto pagaba. Patricio prefería salirse a la calle que tener que escucharlo. Miguel presenció una escena de éstas cuando el hombre, por necedad alguna, quería que Patricio se cortara de inmediato ese cabello que le parecía al de un delincuente. Patricio le dijo que no lo iba a obedecer porque en primer lugar, él no era su padre. Vaya la rabieta que hizo el pobre gordinflón. Miguel optó también por salirse a la calle que quedarse a escucharlo. Dormía en el sillón de la sala y solamente aceptaba una comida cuando estaba el hombre de buen humor.
    Desde que Miguel llegó a la casa, Marisa parecía haber despertado de su adormilado estado, que últimamente la caracterizaba. Atenta con una sonrisa, servía los platos para la comida o la cena; ayudaba a su madre en la cocina y era cosa extraña de ella ya que desde que entró a la preparatoria, no había puesto mano auxiliar adentro de la cocina. Acometida fue a la tienda de ropa y compró varios pantalones y playeras para que Miguel dejara de vestirse con la misma ropa prestada de su hermano Patricio. Escuchaba atenta, con los ojos luminosos cuanta palabra superflua saliera de la boca de su invitado. Era muy notorio que la despabilada chica buscara el placer vanidoso de agradar a Miguel; incluso comenzó vestirse de una manera un tanto provocativa, con zapatos altos y descubiertos; con mallones ceñidos a un sinuoso y delgado cuerpo. Difícil le resultaba a él (Miguel) tenerla muy cerca y no experimentar una innegable virilidad en respuesta presente a su revelador atuendo. La dulce niña Marisa había crecido. Tenía los ojos grandes y claros como los de su madre. Era realmente atractiva. Él se dio cuenta del pringado fanatismo hacia su persona, incluso hasta para Patricio fue muy evidente. Cada que regresaba ella de la escuela y lo encontraba a él en el patio de su propia casa, largo rato se quedaban hablando.
    —¿Y piensas tener algún día muchos hijos? —le preguntó curiosa ella. Apartó el cabello de sus ojos y esperó paciente la respuesta.
    —Quizá uno.
    —¿Sólo uno? ¿Y si tu mujer desea más?
    —Entonces… haremos más. —Ambos rieron divertidos.
    Llegó el ogro en su lujoso automóvil. La casa de Marisa ya no era la misma que Miguel recordaba. Todo el patio era cuidado por un viejo jardinero amargado igual que su patrón. Tenían muebles nuevos, piso y paredes lustradas. Tenían planes de vender la casa a buen precio a fin de mudarse a otro lejano lugar. A Marisa tampoco el ogro le caía bien.
    —Siempre discuten —le dijo Marisa—. Él quiere un hijo y mamá ya no quiere embarazarse. Los escucho pelear en la madrugada.
    Era obvio que Verónica lo había aceptado por su dinero. Ya no trabajaba y con más tiempo para ella, había recuperado una sensual figura a sus treinta y siete años. Se había casado muy joven. A los 16 tuvo a su primer hijo: Angélica. Verónica había llegado a la colonia con sus cuatro hijos y con un tipo presumido que en apariencia parecía le doblaba la edad. No era el padre de las primeras dos niñas, según sabía por lo que le contaron. Un día se marchó con su amante y Verónica estuvo a punto de… Dicen que estuvo muy cerca de suicidarse. No cortándose las venas ni nada parecido, sino que dejando de comer. Y los niños los recogió la madre de Miguel, con Angélica de siete años, con Cecilia de seis y los dos pequeños: Patricio y Marisa. Doña Sandra les dio de comer, los aseó, les compró ropa. Y Miguel, de quince años los veía a los cuatro jugando por toda la casa. Él veía que a su madre le encantaba tenerlos junto a ella. Verónica se recuperó y pronto parecía tener la fortaleza para criar a sus hijos ella sola. Tanto a ella como a su hermana, las habían corrido sus padres por fugarse con sus novios. Miguel recordaba aquella mujer hermosa con cuatro hijos. Soñaba con ella, trayéndola a sus fantasías más vulgares de adolescencia incomprendida. Le ayudaba con sus hijos para buscar tener una oportunidad con ella. La tuvo, sólo que ella le prometió que nunca más se volvería a repetir; pero ahora que la volvía encontrar, en lo muy profundo de su ser, la deseó para él, una vez más.

***
    Había transcurrido toda una semana sin que todavía llegaran los padres de Miguel y al ogro le dio por utilizarlo de ayudante para terminar de remodelar la casa de los González. El tipo era un completo idiota que para demostrar que no era ningún inútil, se empeñó a reparar la vieja tubería del fregadero que desde hacía varios días goteaba; una cubeta impedía que llegara la frecuente gota al piso y se encharcara. Gritaba, maldecía, se ensuciaba. Los dos hombres se habían quedado a terminar el importante trabajo en un fin de semana. Miguel regresaba de la tlapalería cuando, al pararse cerca de la puerta logró escuchar un chillido, algún objeto que se cayó, que se rompió en pedazos. Tocó a la puerta. Esperó. Fue una espera eterna. Ahora tocó el escandaloso timbre. El ogro abrió. Estaba nervioso, sudoroso.
    —Ah, Miguel… se me olvidó que trajeras un llave-de-paso.
    —¿Una llave?
    —Sí, sí…
    Y para qué diablos quería una llave-de-paso, se preguntó Miguel. Luego le entregó un billete que para que se tomara una cerveza por allá, porque estaba haciendo demasiado calor. Aquella muestra repentina de benevolencia le hizo sospechar que el tipo escondía adentro algo, ¿pero qué podía ser? Patricio había salido con unos amigos, Verónica y Marisa acababan de salir a comprar algunas cosas. Estaba por darse la vuelta cuando escuchó que desde adentro le llamaron. “¡Miguel!” El ogro estuvo a punto de cerrarle la puerta de no ser porque el joven interpuso el dinámico pie.   
    —¡Ya lárgate! —dijo el ogro, y Miguel se arrojó con todo su peso y fuerza hacia la puerta; el ogro se fue para atrás y cayó.
    Adentro encontró a Marisa, con los jeans desabotonados, con la blusa desgarrada… la cara bañada por el rocío húmedo de las lágrimas que la ahogaban. Sin dudarlo, Miguel se arrojó sobre el voluminoso hombre que la había mancillado, arremetiéndole con salvajes puñetazos, en una furia casi inhumana. Zas, zas, zas. Debieron ser unos treinta golpes. “¡No, Miguel, lo vas a matar!, ¡lo vas a matar!” Marisa misma tuvo que detenerlo. Difícil tarea. A ambos les temblaban las manos, el cuerpo, pero sólo Miguel tenía los nudillos bañados en sangre. Marisa había sido regresada por su madre para recoger un dinero que estaba en la cocina, en el cajón de los cubiertos. Allí estaba el ogro, viéndola como mujer, objeto de su deseo. Intranquila deseó salir lo más rápido posible de la cocina, el sujeto la atrapó de un brazo, le dijo que si ella quería, podía tener lo quisiera; se le declaró, rogó por su amor. Ella hizo como si no escuchara nada, se soltó, se dirigió a la puerta, él la volvió a atrapar, esta vez la ciñó de sus caderas. “Piénsalo”. Ella se volteó y le plantó una severa cachetada. Iracundo se abalanzó sobre de ella. Comenzaron a forcejear. “Lo que quieres es que te eduquen” le dijo él. “Necesitas un hombre”. Las manos grandes y regordetas suyas comenzaron su atropellado cometido: vulnerar a la encantadora joven. Él adherido a la espalda de ella, tratando desde atrás de bajarle el ajustado pantalón; ella, resistiéndose con toda la fuerza que le quedaba. El tipo yacía convertido en un sucio animal. Al ver que Marisa no daba muestras de resignación, le dio un duro golpe en las costillas que la dejó sin aire. Tocaron a la puerta. El tipo no sabía qué hacer ahora. “Guarda silencio”. La amenazó que si no lo hacía, la iba a matar. “Te juro que lo haré”.  El timbre sonó. Marisa se acercó para escuchar quién podía ser, quién podía rescatarla; sería Miguel, «ojalá fuera Miguel». “Ah, Miguel…”, dijo el ogro, y entonces ella se fue acercando, debilitada por el cobarde golpe que recibió. Con toda su voz quebrada lo llamó. Luego él la encontró.
    El tipo se levantó, ensangrentado salió y se marchó en su lujoso auto. Marisa lo amenazó con decirle todo a su madre. Ya no respondió, se marchó sin colocar una sobrada objeción. Cuando Verónica regresó, preocupada de que su hija no volviera, y le contaran todo lo ocurrido, reventó en una incontrolable furia hacia el hombre que estuvo a punto de violar a su inmaculada hija.      Patricio llegó cuando las cosas estaban un poco más tranquilas. Verónica ya había hablado por celular con el hombre, amenazándole que lo iba a acusar ante el Ministerio Público por intento de violación. Patricio preso de una ira similar a la que desplegó su madre, no paraba de decir que si lo volvía a ver, lo iba a matar. Había visto toda la sangre regada en el suelo y que ya su madre estaba limpiando. Le tranquilizaba saber que su admirado Miguel le había dado su merecida paliza; por su parte Miguel yacía aliviado. Marisa se retiró a su cuarto. Patricio quería saber los pormenores de la pelea. Al último, ya entrada la noche quedaron Verónica y Miguel en la sala, hablando sobre el futuro actuar para con el sujeto, de llegar a un acuerdo para que se llevara sus cosas, de demandarlo o no. Luego Verónica se echó a llorar, culpándose de ser una mala madre para sus hijos. Miguel no estuvo de acuerdo. Dijo tantas cosas que admiraba de ella.
    —De no ser por ti… Fue ella, Marisa quien te trajo. Debió presentirlo.
    —Cosas del azar —dijo él.
    —No… no del azar…
    Y Verónica se abalanzó a buscar la boca pequeña de Miguel, en un abrupto de agradecimiento, comprensión y fragilidad.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

La tía Érika



La tía Érica

    Un chico atajó sobre el camino a un asustado Patricio a la salida de la escuela, y, éste, sabiendo de lo que le esperaba si se resistía, cerró los ojos y se dejó golpear, una, otra y otra vez, hasta que el chico satisfecho de su cobarde acción, decidió que ya era suficiente por ese día; se marchó no sin antes recordarle que recibiría otra paliza en cuanto le dieran ganas de hacerlo, probablemente… la próxima semana.
     Sea pertinente o no, aclararemos que no hacía mucho tiempo aquel chico que se marchaba a paso vanaglorioso había pretendido hacerse novio de la bella Marisa, la hermana menor de nuestro protagonista, y que al ser despiadadamente rechazado por ésta, tomó un conciliador desquite hacia la enclenque figura del hermano mayor: blanco habitual de los bravucones. Cecilia, la otra hermana del chico, ya estaba en el tercer grado de la secundaria pero a diferencia de Marisa, Cecilia daba oportunidad a los chicos de conquistarla por lo que, con ella no quedaban posibles rencores contra su pequeño e indefenso hermano, que sin deberla ni temerla a nadie, como suele ocurrir, pagaba caro el privilegio de tener hermosas hermanas.
    Patricio llegó tarde a su casa, con la cara inflamada, los pantalones sucios, la camisa ensangrentada  y, bueno, ya se imaginará el lector.
    —¡Dios mío! —exclamó su tía cuando lo vio.
    —¿Otra vez? —manifestó Cecilia y Marisa, casi al unísono.
    Sus hermanas sabían que al chico le gustaba pelearse en la escuela por lo que acostumbradas estaban a su presencia desafortunada.
    —¡Ven, ven!, vamos a lavarte —dijo la tía Érika, quien estaba ese día de visita sorpresa a las casa donde vivían los niños.  
    En la cocina le curaron los moretones.
     Cecilia había salido a realizar una tarea; dijo que regresaría tarde. Angélica, la mayor de todos los hermanos, ya no vivía con ellos debido a que su tía Érika le estaba dando permiso de vivir con ella en su departamento. Además, la escuela preparatoria donde asistía Angélica estaba muy cerca de donde rentaba su tía, a veinte minutos. Angélica había escogido aquella escuela lejos de casa por recomendación de, ¿de quién más?; la tía Érika dijo que allí estudió y dijo que era una magnífica escuela. A Angélica le encantó la idea de irse a vivir con ella, a la que admiraba con intransigente fervor. La tía Érika siendo una mujer atractiva y en apariencia exitosa, tenía un estilo único e inconfundible que era imposible que pasara desapercibido a quien la tuviera muy cerca; irradiaba a su paso una mezcla de sensualidad con carisma. Verónica (madre de estos chicos), hermana mayor de la tía Érika, también tenía un poco de aquella fragancia de su dádiva hermana, y físicamente tenía un existente rasgo que, de no ser porque había sacado de su matriz a cuatro niños hermosos y tenía poco tiempo para ocuparse de ella misma, pudiéramos pensar que, era el vivo retrato de su hermana menor: Érika. A Patricio le encantaba que su tía Erika los visitara, podíamos asegurar que era un fan celoso de sus lindas y bien torneadas piernas. Y qué decir de esa alegría desbordante, mostrando aquella dentadura perfecta, sonrisa de actriz; además regalaba cosas, todo cuanto equipo había en la sala eran regalos de ella hacia sus sobrinos, los cuales podía contarse el estéreo, la consola de videojuegos, el reproductor de DVD de alta fidelidad, y más recientemente el iPod que su hermana Cecilia terminó por descomponer la semana pasada. El tiempo congelado en el recuerdo yacía de cuando ella lo paseaba de un lado a otro, él (Patricio) siendo un bebé llorón, con  el gorrito cubriéndole la mitad de la cara en una fotografía que él guardaba en algún lugar; existía otra fotografía donde ella lo llevaba de su manita, cuidando de que no se cayera en sus primeros y titubeantes pasos de bebé explorador; y en otro momento que quedó inmortalizado, ambos riendo, él ya en el preescolar, al lado de la rueda de la fortuna porque no se quiso subir a causa del repentino miedo ocurrido: en la fotografía ambos estaban comiendo un enorme helado de sabor vainilla. Y lo más reciente, no fotografiado pero igualmente inmortalizado y guardado con devoto recelo, el incidente, el episodio de cuando al abrir sin cuidado la puerta de su propio cuarto, ¡diosa Afrodita!, su tía Erika se estaba cambiando, acabándose de subir unos jeans ajustados recién comprados; vio la diminuta tanga, el triangulo delator, allí, situado donde terminaba la marmolada y curveada espalda, también el hilo rojo que se perdía en medio de las grandes y redondas nalgas mostrándose generosas a su sorpresivo invitado. La tía Érika con la total indiferencia de una noble reina, no mostró ningún titubeo por haber sido sorprendida en el cuarto de su azorado sobrino. “Ay, perdón. Pensé que no estabas en casa. Tomé prestado un ratito tu cuarto. ¿No te enojas verdad?”, así dijo, con cierta coquetería consciente. El resto de día marchó (para ella) como si nada hubiera sucedido, pero, para Patricio, aquella memorable imagen no terminaría por velarse un solo instante de su calenturienta cabeza, convirtiéndose ésta en un inagotable manantial de felices y placenteros sueños.
    En el curso de la vida, hay dos tipos de experiencias: las que producen un indeleble e indiferente impacto y las que entregan una profunda y revestida impresión. Las primeras forman parte de la vida normal, mientras que las segundas, dejan una huella imborrable. De aquí se desprenden los traumas, que son los residuos dolorosos y negativos, mas cabe decir que no todos los traumas son negativos; están los que son positivos y que se distinguen de su opuesto por crear una unión positiva con algo. Ese algo, para nuestro protagonista fue la tanga que tenía puesta la tía Érika, al momento de ser sorprendida. El evento positivo fue que ese día había visto (por primera vez) adjunto a esta seductora prenda, el cuerpo desnudo, maduro y frágil de una bellísima mujer. Y como suele ocurrir a veces, el objeto y/o prenda en cuestión con el evento, causa una impresión tal que, al paso de los años, llega a convertirse en un fetichismo sexual. Patricio tomó el gusto deleitoso por coleccionar tangas y medias que le semejaban a la que vestía ese momento su bella tía. Sabemos que el fetichista tiende a mantener silencio sobre su insólita adscripción, principalmente por el temor a que lo ridiculicen; procura mantenerlo en secreto y eso precisamente realizaba nuestro protagonista. Las prendas femeninas las guardada en una caja de zapatos; únicamente de verlas y tocarlas con las yemas de los dedos, provocaba en él una potente y desmesurada erección. Esto fue al principio, pero más adelante, cuando tuvo la edad de votar, ya no se conformaba con únicamente tocarlas u olerlas; llegó a él un deseo agobiante por verlas puestas en un cuerpo, tanto, que se atrevió él mismo a posar con las tangas para deleitarse en un espejo.
    —¿Cómo te sientes? —preguntó preocupada su tía, quien acababa de entrar a su cuarto luego de tocar. Llevaba puesta un seductor vestido de  una sola pieza, y que le llegaba arriba de las rodillas.
    —…Bien —respondió el tímido chico.
    La tía Érika comenzó a barrer con la mirada el compacto cuarto de su sobrino. Había posters de luchadores, de carros, de monstruos y calaveras. Posters que alguna vez dignificaron su personalidad.  
    —Me gusta tu cuarto —dijo ella, pero evidentemente no quería hablar de su cuarto. Hizo una breve pausa y preguntó lo siguiente—: ¿Te pegan mucho en tu escuela?
    Patricio no quería hablar de este tema; si esto hubiera preguntado su madre o una hermana ya las habría enviado por un tubo; pero no ella, porque ella era su diosa adorada.
    —Puedes contarme.
    Se sentó a su lado, le envolvió su mano. Oh, dios mío, sentía cómo aquello incontrolable se levantaba. ¡Qué suaves y cálidas eran sus manos!
    —¿No le has dicho a tu madre?
    Patricio tenía la mirada sumisa puesta en el suelo pero su mente, su mente yacía tremendamente ocupada en ocultar al animal exaltado que se removía brioso en su entrepierna y que escondía con ambas manos.
    —Yo no sé mucho de estos asuntos —siguió hablando su tía— pero cuando iba a la escuela, tenía muchos compañeritos…
    Y su miembro palpitaba, deseoso de ser liberado. Al lado de sus piernas estaban los muslos de su tía, desnudos, tersos, seductores; y arriba, arriba debía estar la tanga, la tanga cubriendo su… ¿sería roja, negra, azul…? ¡¡Oh, Dios!!  
    —y yo veía que le pegaban hasta que un día…
    La cosita estaba escupiendo, mojándose su pantalón, lo cual empeoraba la cosa.
    —No estoy diciendo que estoy a favor de la agresión, pero en algunas ocasiones…
    De qué estaba hablando, ¡¡de qué!!
    —No aguanto más —dijo repentinamente él.
    La empujó hacia atrás, montándola con todo su peso.
    —¡¿Qué haces?! —exclamó su tía.
    La había sujetado de sus muñecas, bien sujeta, ¿toda esa fuerza tenía a su edad?; y su tía le miraba con el pasmoso asomo del desconcierto.
    —Te amo —le dijo Patricio, mirándola como al que ha descubierto su paraíso.
    —Pero qué… qué tontería. ¡¿Qué no ves que soy tu tía?! ¡¿Qué no ves que tú eres mi sobrino?!
    Para pronto, el chico liberó su tremendo y enrojecido aparato, la cabeza gigantesca como una flecha apuntando directo a la entrepierna de ella. En cuanto su tía vio aquel inmenso animal en medio de una jungla oscura, gritó:
    —¡Nooo!
    En los ojos de Patricio ardía un deseo imperativo por poseerla.
    —¡Patricio!
    ¿Donde estaban las hermanas para ayudar a su tía?, ¿dónde? Lamentablemente Marisa había salido a comprar algo en la tienda de la esquina, y en ese momento sucedía lo que ahora narramos.
    El cuerpo de la tía Érika se revolvió, a fin de liberarse lo más pronto posible, no sabiendo que con sus movimientos de lucha, más excitaban al enloquecido chico. Todos su vestido estaba ya recogido hacia arriba dejando al descubierto y a la vista excitada sus muslos blancos. Sus tacones había desde hace rato caído de su pie. Patricio estaba tendido a lo largo del cuerpo femenino; había hecho lo más difícil que  fue someterla: abrir sus piernas para acercar su pelvis; incluso su miembro ya había golpeado la intimidad femenina un par de ocasiones, sólo había que hacer a un lado la tanga para penetrarla, quiso usar un codo para sujetar una muñeca y poder llevar una mano hacia abajo cuando, su inexperiencia en la violación hizo que su plan de tajo fracasara. Patricio era fuerte pero no tan fuerte como una mujer adulta que antes ha luchado con hombres del doble de su edad. Un puñetazo en la nariz lo regresó a la realidad.
    —Y yo todavía preocupándome por ti… —le reprochó ella, saliendo furiosa de la habitación.
    —No se lo digas a mi madre, te lo suplico —todavía le rogó, pero ni así se salvó de ir a una correccional para menores.
    La puerta se cerró detrás de ella y ante el inclemente silencio, Patricio se culpó de su irreversible estupidez que lo marcaría, por el resto de su joven vida.


lunes, 10 de septiembre de 2012

Marisa y el guante

    Angélica y Cecilia compartían presencia en una ancha cama matrimonial, mientras que su hermana Marisa, “la medrosa”, hacía su apacible  descanso en una cama individual. Las tres dormían en un solo cuarto, el más amplio de toda la casa.
    Marisa las observaba de reojo desde su cama. Callaban luego de que escuchaban a su madre aproximarse a la recamara. Abría la puerta silenciosamente para comprobar que estuvieran las tres dormidas. Después la cerraba y se iba a dormir y no despertaba hasta las once o doce de la tarde del día siguiente. Angélica y Cecilia se la pasaban largo rato hablando de compañeritos de la escuela; que ya hablaban de la traidora, de la zorra, de la lambiscona; que me hizo esto, que me hizo aquello, que ya me las pagará, que no te dejes. Y luego pasaban a hablar de los chicos, compañeros de salón; que ya le salió barba, que Fulano ya tiene pelo en las piernas, que Sutano no, que Perengano se viste bien; que me dijo esto, que me dijo esto otro, que yo creo que quiere a merenganita, que él es «puto» porque no se le declara; y cuando hablaban de maestros guapos se ponían locas y calientes. Angélica era la peor; se acostaba en la cama, se paraba, se volvía acostar, en un diminuto short y en calcetas comenzaba a bailar un sinuoso baile que le enseñó su amiga fulanita; y la otra se le pegaba a la cadera, la música salía de su celular, y «perreaban» como dicen por ahí: Cecilia agarrándole las caderas, Angélica arrojándole el prominente culo que secretamente envidiaba ya su hermana; y echando la cabeza hacia adelante, con la espalda en corva horizontal se movía como una serpiente apoyándose de sus rodillas para no perder el equilibrio; la otra estaba adherida a sus caderas, siguiendo el seductor movimiento que le arrojaba su hermana, y donde únicamente una nalgada bien dada, ¡zas!, cortaba el excitante baile para echarse a la cama y reír a carcajadas, o para pelearse entre ellas, para buscar la venganza por la nalgada bien dada. Levantaban las piernas, las abrían y, con una intención inquieta de niñas descubriendo su sexualidad, metían una almohada en su entrepierna y así  se quedaban a hablar de temas de adultos; una se echaba encima de la otra, se carcajeaban cuando colocaban a un oso de peluche junto a alguna femenina pelvis. “Dale, osito, dale. ¡Cógetela!”. Y el osito (a veces era el reno tuerto y otras veces el conejito mugroso) usado como marioneta: empujaba su rechoncha pelvis hacia adelante y hacia atrás, con la mano de Cecilia impulsándolo, dirigiendo el marcado ritmo. “Oh-sí, oh- sí”, decía la que recibía, moviendo las caderas, subiendo y bajando, subiendo y bajando. “¡Ya basta, eres un idiota!”, y pobre osito o conejito iban a volar hasta algún rincón del bullicioso cuarto. O si no era el osito, con la atorada almohada en la entrepierna, los tobillos de Angélica eran puestos sobre los hombros de Cecilia que actuaba como macho, con un bigote postizo y un sombrero. Y decía sin el mayor pudor: “¿Lo quieres, perra, lo quieres?”; y la otra que le respondía siguiéndole el juego: “Sí, sí, métemelo, métemelo”.  Se agarraban los senos, se pellizcaban las nalgas, se daban besitos de piquito. Pero lo peor era en la noche, ya cayendo en la madrugada, cuando se metían debajo de la sábana y se quedaban calladitas; y Marisa veía que por la forma en que quedaban y se movían (una estaba encima de la otra, acariciándose, lanzando risitas y cuchicheos); daba por hecho que se estaban masturbando. Los susurros como preludio, antes de comenzar con los jadeos y los apagados gemidos, tanto de una como de la otra: se turnaban hasta quedar exhaustas; pero esto sólo lo hacían en viernes, o acaso sábado, para despertarse tarde.  

***

    Marisa amaneció con sueño, sus ojos le picaban, y es que las locas de sus hermanas no la dejaron dormir, con sus juegos viciados y después con sus incesantes y sugestivos ruidos a la una de la madrugada. Siendo día sábado la madre de Marisa tuvo que ir a una junta importante en su trabajo y salió a las ocho de la mañana; por lo regular descansaba todos los sábados y los domingos. El timbre sonó con el característico chirrido inmisericorde.  Marisa abrió la puerta y frente a ella estaba un distraído joven que echaba la mirada hacia la calle, hacia un par de hombres en uniforme azul que buscaban una casa, o a él. Al final era a él. Este los llamó con un agudo chiflido. “Ah, Hola, Marisa, son los del gas”, dijo, y Marisa pareció despertar de su parsimonioso trance, recordando que su madre le había dicho que si llegaban los del gas,  a llenar el tanque estacionario, que Miguel los iba atender, todo con tal de que ningún hombre entrara a la casa y se quedaran con sus tres hermosas hijas, que estaban solas, porque no confiaba en ningún otro hombre que no fuera Miguel, el hijo de doña Sandra, la comadre de Verónica.  Miguel los dirigió hasta la azotea y se quedó allí hasta que los hombres terminaron su resignado trabajo. Miguel pagó en efectivo. Verónica le había entregado el dinero antes de irse, y una propina nada despreciable por el favor. Angélica había dicho alguna vez que a Miguel lo vio entrar un martes en el cuarto de su madre, y desde entonces Marisa lo repudió, aunque ella sabía muy bien que Angélica era muy chismosa, no obstante... el solamente imaginarlo... “Tú eres hija de Miguel”, se burlaba Angélica. “Ve con tu papi, ve con tu papi”.    
    Antes de que Miguel saliera de la casa, fue llamado por Angélica quien (se notaba) acababa de levantarse. “Es que la computadora otra vez se descompuso”. Miguel prometió arreglarla cuando volviera del trabajo. Tenía una moto y la explotaba como si fuera un taxi; la convirtió en moto-taxi, pero únicamente la trabajaba los fines de semana para que sus padres (enojados por gastarse sus ahorros en esa inútil moto) no se la quitaran, no se la vendieran. Marisa siguió con en su intención de lavar la ropa. Había que levantarse temprano para apartar el agua porque sólo en las mañanas llegaba el agua. Luego seguían los trastes. Angélica y Cecilia eran flojas, no lavaban ni su ropa interior. Miguel les prometió arreglar la computadora en la tarde; llegó cuando la madre de Marisa ya estaba en casa. “Vine a arreglar la computadora”, le dijo a Verónica quien sorprendida volteó a ver a Marisa como diciendo: “¿Otra vez se descompuso?” Marisa le dijo con los hombros alzados que a ella ni la viera porque quien había descompuesto la computadora era otra. Miguel entró a la sala donde Patricio (el hermano de Marisa) estaba jugando uno de sus videojuegos en su nueva consola, una Xbox. “¿Quieres jugar, Miguel?” Mientras la computadora estaba cargando el nuevo programa, el joven se dio la oportunidad de jugar un rato con Patricio, quien estaba a punto de saltar al segundo grado de secundaria. Qué rápido estaban creciendo los hijos de Verónica. Miguel había cuidado de todos ellos cuando apenas eran unos críos, sirviendo de niñera algunas veces mientras que en otras: de papá sustituto.
    —Hija, ve y llévale un vaso de agua a Miguel.
    —Pero sólo está jugando con Patricio —dijo con desgana y en desacuerdo Marisa.
    —Anda, hija; por favor. Nos está ayudando. ¿Cuánto me cobra el de las computadoras? Él no nos cobra nada.
    Marisa entregó el vaso de agua de sabor a melón a las manos de Miguel. Patricio pidió también el suyo. “Tu ve por él”, fue su respuesta, y Miguel se echó a reír.

***

    Más tarde, Angélica y Cecilia regresaron del dizque café-internet, y digo dizque porque ya no se les creía en lo que decían; fueron “porque tenían un montón de tarea”. Y vieron con agrado que su computadora ya estaba funcionando. Para pronto se metieron en las redes sociales. En la noche, Marisa escuchó todo, o al menos lo importante: que Cecilia y Angélica quedaron de verse con un tipo que conocieron en la concurrida red social; Marisa, aunque era la hermana menor, bien se daba cuenta de los peligros que conlleva meterse dentro de las redes sociales; vaya usted a saber cómo lo aprendió; tal vez escuchando a las amigas que tenía en su escuela; tal vez poniendo atención a las noticias, cosa sencilla que sus hermanas no lo hacían o lo veían lejano, ajeno de su vida. Supo dónde y a qué hora. Ellas estaban emocionadas, que porque el tipo era guapísimo y que estaba loco por una de las hermanas: Cecilia. Marisa se preocupó tanto que, en la mañana del domingo fue a buscar por, vaya a saber qué, digamos que por inercia fue a buscar a Miguel, la única fuente protectora aparte de su ausente madre. Antes de que éste saliera de su casa para trabajar con la moto, lo despertó temprano. “Miguel, baja ya, que Marisa no te va estar esperando todo el tiempo que quieras”, le ordenó su madre. “Es un flojo”, dijo doña Sandra, su madrina. Miguel bajó con los cabellos alborotados y la cara blanca, los ojos chinguiñosos. Marisa le contó todo. “No te preocupes”, le dijo él; “yo estaré ahí. Mientras, no le digas todavía nada a tu madre”. Se lo dijo en la puerta de su casa, ahí donde antes Marisa encontró un guante empolvado, algo desvencijado por el constante uso;  era el guante de piel que Miguel utilizaba cuando trabajaba con la moto-taxi.

***

    En la tarde noche, Miguel las trajo, a las dos hermanas en su moto-taxi; ambas estaban como avergonzadas. Tan apenadas estaban que ese día se portaron como niñas regañadas y buenas; no le dijeron nada a Marisa ni por supuesto nada a su madre; estaban calladas, incluso hicieron el quehacer. Marisa alcanzó escuchar de Angélica que si no hubiera sido por Miguel, que justo a tiempo pasó por ahí…, que quién sabe qué hubiera pasado. “Sí, fue mucha suerte”, aceptó  la otra.

***

    Marisa tenía el guante de Miguel encima de su buró. Lo había lavado. Había prometido devolverlo esa misma tarde en favor del trabajo. Miguel era bueno, lo había comprobado. Mientras Cecilia y Angélica yacían en profundo sueño, Marisa estiró la mano, buscó el guante, lo encontró, se lo puso. Con el guante en su mano, ella comenzó a recordar todo lo bueno que Miguel había cultivado en su vida. A falta de un padre estaba el vecino Miguel; un hermano mayor. Quizá en una ocasión le vio como un padre.
    Suave, qué suave era el guante de Miguel.    
    Ella había visto que los cinco dedos de Miguel se asomaban en aquel negro guante de chico malo, mas en ella, sólo las yemas de los dedos alcanzaban a asomarse y eso le causó una corta y silenciosa risa. ¿Iba dormirse con el guante puesto? Claro que no. Se quedó mirando el techo, el techo oscuro.
    Qué suave era el guante. Suave. Muy suave.
    Oh, y ese olor… el olor de Miguel.
    Y le cruzó por la cabeza llevar el guante ahí… a esa zona tremendamente sensible. Llevarlo ahí, qué locura. El guante era de Miguel y ella iba por decirlo así: ¿ella iba a coger con el guante? “Dios mío, qué locura”.
    Pero qué bien se sentía el guante cada que lo frotaba contra su tersa y virginal blanca piel. Suave, muy suave…
    Oh no; ya se estaba perdiendo en el delirio, en la inconsciencia.
    “Quiero tocarme. Lo necesito”.
    Era peligroso masturbarse en la cama, pero ese día, ese día no le importó porque con ella estaba Miguel. Comenzó a tocarse, con el guante puesto, pensando en Miguel, su mano varonil, tocándola…
    Su respiración se hizo entrecortada; el latir de su corazón iba a delatarla, no eso no...
    “Oh, ah, ah…”
    Comenzó a morderse los labios para no hacerse notar, y era difícil no sacar un chillido ahogado o un gemido aplastado de vez en cuando. “Aaaaaah, sí”. La expansión. La cosquilla en su cabeza. Las contracciones. Por fin terminó. Había sido “silencioso”, grandioso. Momento de ver los daños. “Dios mío”, estaba toda mojada. Nunca antes había salido tanto líquido de su vagina. Sus dedos, el guante… “No importa, mañana lo lavo de nuevo”, se dijo así misma, entregándose al placentero sueño que la venció.  

***

    Lunes por la mañana. Miguel y Marisa estaban platicando. Miguel se acercó a contarle todo lo sucedido sin omitir detalle alguno. “Era un ruco”, dijo él; “quería ser el novio de tu hermana, y ella estaba toda asustada; Angélica sólo la miraba, escondiendo su risa nerviosa”. Los dos estaban riéndose  y Marisa no recordaba cuándo había reído tanto.  “No le dijiste a tu madre ¿o sí?”
    —No, todavía no, y no sé si…
    —No le digas, creo que ya aprendieron la lección —dijo Miguel
    Se despidieron.
    —¡Espera! —dijo ella, recordando su guante. Se metió a su casa  y en menos de un minuto ella regresó. El guante regresó a su dueño.
   —¡Qué sorpresa!; pensé que lo había perdido en la calle. ¿Dónde estaba?
    Y qué feliz se había puesto Miguel de ver de nuevo su guante; y qué feliz también se sintió Marisa de haberlo complacido.     
   —Lo veo más limpio. ¿Lo lavaste?
    La pregunta produjo un repentino estremecimiento ominoso sobre Marisa. Llegó el recuerdo, el recuerdo vergonzoso. El guante frotándose y calentándose encima de su vulva, ¡los dedos dentro de su vagina! ¡Lo había olvidado! Inesperadamente, en un movimiento espontáneo, Miguel llevó la suave prenda hacia su nariz.
    ¡¡¡Dios mío!!
    —Huele rico, huele bien.
    Marisa quedó estupefacta, incrédula, avergonzada, sobrexcitada, a lo que acababa de escuchar. ¿Acaso había dicho Miguel… que sus jugos, olían bien? Sintió de nuevo ese frío estremecimiento de pies a cabeza, pero esta vez, ese estremecimiento fue como el que se produce en las grandes dichas.           

lunes, 3 de septiembre de 2012

Despertares




Despertares

*1*

    Lorenzo despierta. Se levanta de la cama. Está oscuro, pero la poca luz plateada que logra colarse por la ventana le permite moverse en el entorno. Ha encontrado el apagador. Las luces han encendido y aún no logra recordar el lugar donde se encuentra, el lugar donde despertó. Sale del cuarto en busca de alguien que lo  pueda auxiliar en su memoria. Hay una puerta al frente. La abre despacio e introduce como ratón curioso su cabeza redonda. El cuarto está oscuro. Hay alguien durmiendo sobre la cama. Cierra la puerta sin hacer ruido y sigue sobre el pasillo hasta llegar a unas escaleras descendentes. Baja y encuentra una sala. Escucha voces  en la calle.  Se asoma por la ventana y ve gente caminando de un lugar a otro.  En ese momento alguien sale del algún lugar envuelto en una bata de dormir.
    —¿Dónde estoy? —pregunta el hombre extraviado.
Lorenzo se alza de hombros y dice:
    —Esperaba que usted me dijera.
 Se le ocurre que quizás el que está durmiendo allá arriba sepa responder a ambos.

*2*

    Qué curioso, al igual que Lorenzo de nuestro anterior capítulo, Verónica no reconoce el cuarto donde se encuentra. “Seguramente he hecho el amor con algún idiota de la fiesta”, especula ella. “Ay, no; no de nuevo”.
    Pero…
    Está segura que regresó a  casa acompañada de Julián, sin embargo…  Poco después de que examina el lugar, descubre que no es la casa de su novio. De pronto la puerta se abre y entra una jovencita envuelta en una pijama. ¿Quién es?
    —Hola —dice.
    —Hola —contesta.
    —¿Aquí vives?
    —Nn… no. Yo creía que este era tu cuarto.
    Hay dos camas individuales. Hay dos roperos, un tocador, un escritorio y, todo parece estar cuidadosamente separado para dos señoritas de distinta edad.
    —Ya revisé allá abajo, pero no hay nadie —dice la adolescente—.  Salí hasta la calle y vi a mucha gente caminando. Les pregunté que qué pasaba pero ellas… parecen no saber en qué lugar se encuentran. Me asusté y regresé.
    —Qué raro… —Verónica se asoma por la ventana haciendo a un lado la cortina. Hay mucha gente allá afuera—. Eso sí que es algo extraño. Algo ha de haber pasado.
    Ella está segura que está en casa de algún hombre que conoció en la fiesta; el motivo que da la sospecha, es que no es la casa de Julián ni de ningún otro de sus amigos ni ex novios que ha frecuentado.  Aún tiene los pantalones que vistió en la fiesta, que es prueba suficiente para no volverse loca. El reloj de pared dice que son las cuatro de la mañana.  
    —¿Crees que nos secuestraron? —pregunta asustada la joven.
    —No creo —responde de inmediato Verónica—. Es muy fácil escapar por esa ventana; además dijiste que lograste salir a la calle. Debimos haber tomado algo fuerte en la fiesta para que ambas no recordemos qué estamos haciendo aquí. Seguramente alguien nos trajo.
    —¿Fiesta?
    —¿No fuiste a la fiesta? ¿Hasta dónde recuerdas?
    —Estaba con mis papás viendo una película. Luego me fui a dormir.
    Ambas se quedaron pensativas.
    —Esperaremos a que amanezca como dices. Saldremos de aquí y tan pronto hallemos algo conocido, estoy segura que recordaremos —dice Verónica para tranquilizarla—. Pero a mí se me hace que tú estás en casa —dice, y señala la pijama que lleva puesta. La adolescente sonríe alumbrada por la deducción—. ¿Cómo te llamas?
    —Sa… Sandra.
    —Yo me llamo Verónica. Bueno Sandra, has de haber tomado algo que te dejó aturdida, como yo.
    Se sonríen y luego se quedan pensando. Verónica se pasa a la otra cama y se tumba mirando al techo. La adolescente fue a sacar algo de ropa de los cajones del ropero.
    —Todo esto  me queda —manifestó la adolescente mientras se quita los pantalones y deja a la vista de Verónica su ropa interior—. Creo que tienes razón. Creo que estoy en casa.

*3*

    Alicia tarda en enfocar la vista. Hay demasiada luz. Se sobresalta de ver a dos hombres al pie de su cama. Reconoce al primero.
    —¿Tío?
 Ambos hombres se miran y luego la miran a ella como  si fuera una completa desconocida. Luego pasa a reconocer al segundo.
    —¿Tío? —repite él.
    —¿Es tu tío? —pregunta su hermano.
    —Pues… sí. Y tuyo también.
    Su hermano se revuelve los cabellos.
    Se queda tan desconcertada y piensa que es una broma de ellos dos. Pero su tío no es de las personas que ríen mucho, recuerda.
    —Cre… Creo que perdimos la memoria y necesitamos tu ayuda —le dice su tío.

*4*

    Verónica y Sandra salieron de la casa en cuanto los rayos del sol iluminaron las calles. Han caminado durante media hora. La gente sigue deambulando y ahora parece que en la colonia hay todo un carnaval. Algunos automóviles tratan de abrirse paso entre la muchedumbre que camina como sonámbula. Hay un choque en la esquina y unos individuos están discutiendo. Tanto la radio como la televisión no funcionan, mucho menos lo celulares. Tampoco hay red para conectarse a internet. Algunos ya sufren los estragos de la desesperación y  lloran en medio de la calle. Otros ya comenzaron a cometer actos vandálicos en las tiendas de los supermercados. Verónica aún recuerda a su novio Julián, así que fueron a buscarlo. Ambas quedaron resignadas de su situación después de que se dieran cuenta que toda la ciudad, ha perdido partes de su memoria. La gente incluso se les acerca para preguntarles si los conocen. Incluso hay casos serios donde la gente parece no recordar absolutamente ni qué es una cuchara.
    —Es ahí —dice Verónica, tras reconocer la casa de dos niveles y techo de madera. Tiene las llaves.

*5*

    Lorenzo trata de recordar los hechos de la última noche mientras su “tío” le sirve café en una taza de porcelana. Alicia, sentada al otro lado de la mesa los observa con una curiosidad perspicaz. Los tres tratan de atar los cabos sueltos en el interior de la cocina. Su “hermana” es la única que no perdió la memoria. Todos los vecinos también tienen las mismas preguntas. Algunos saben cuál es su nombre; otros ni eso lo saben como su “tío” Arturo. Lorenzo sí recuerda a sus amigos, su infancia, todo parece estar en orden. Lo único que no recuerda es a su familia. Alicia tiene trece años y Lorenzo tiene veinte; ambos son “hermanos”. Alicia contó que su padre murió cuando ella todavía no nacía; que su madre había enfermado hace una semana y que estaba internada en el hospital. Dijo que Arturo los está cuidando.
    —Esto… esto es un desastre —dice Arturo que no se resigna.  ¿Y si no regresa mi memoria? ¿Qué voy hacer? —Se pasea de un lado a otro, derramando gotas  de café a su bata y piso—. No sé ni de qué trabajo. ¿Lo sabes? —pregunta a Alicia.
    —Es… algo sobre computadoras —dice con un hilo de voz victorioso.
    —Gracias a Dios que sé, qué es una computadora; pero no tengo ni idea qué hago con ella.
    Alicia estira el brazo  para alcanzar unas galletas sobre la mesa.


*6*

    Julián, tras buscar por toda la casa y no hallar a nadie, derrumba exasperado la única puerta que no ha revisado por encontrarse asegurada. Ha encontrado una joven recostada sobre una cama. La bombardea con preguntas. Ella, envuelta en un abrigo no dice ninguna palabra; es más, hasta parece que a ella no le preocupa en lo absoluto que él esté gritándole y que haya derrumbado su puerta. Julián se desespera y aparta de un tirón el abrigo. ¡Dios santo! Descubre un hermoso cuerpo. La joven ni se inmuta. Tiene las piernas desnudas y unos perfectos senos saliendo inconmensurables. Julián traga saliva. Ella abre los ojos. “¿No me quieres responder?” Se encima sobre de ella; permanece sumisa y sin intenciones de ofrecer resistencia. Él lo entiende como una invitación y comienza a besar apasionadamente la garganta mansa de la joven. Luego se sumerge en los senos de la chica y es apresado en un delirio embriagador. Chupa  y muerde los pequeños cilindros rosados.  Se queda unos minutos sobándolos y después se desliza frenéticamente hasta el triangulo suave y moreno de vello púbico que lo embriaga. Se escuchan los primeros gemidos femeninos que estimulan los oídos de Julián -o al menos para él son gemidos-. Se mete entre los muslos sumisos y no perdiendo el tiempo comienza al lamer la ranura carnosa. De rodillas, él sujeta los blancos muslos de ella y los levanta. Ahora él puede ver el asterisco lóbrego y comienza a probarlo con la punta de la lengua, mojándolo. Le ha producido un cosquilleo inesperado a la joven chica. Cada vez que lo estimula, los muslos de la joven se contraen. Es una zona sensible e inexplorada, sabe Julián. Su miembro, escondido en el pantalón, palpita deseoso de clavarse en la joven carne. Rápido lo libera. Con la puntita, es decir, con el glande, hace círculos sobre el lienzo de piel y punto de unión. Lo pasea por toda la vulva caliente. Juega con toda esa sensible zona. La embiste por fin, no aguantando más su deseo de penetrarla. Se deleita con la fricción y deja escapar algunos alaridos involuntarios. En ese momento escucha una voz en la casa.
    —Maldita sea…—refunfuña.
    Detiene su movimiento mecanizado y comienza a subirse los pantalones.

*7*
    —Julián, ¿estás ahí?
    Un joven baja de las escaleras con aspecto desaliñado.
    —¡Verónica! Justo a la que quería ver. Ah, y  vienes con tu hermana.
Ambas mujeres se quedan mirando entre ellas.
    —¿Cómo se llama?
    —Es Sandra. ¿Por qué me preguntas?  
    —Julián… ¿no has perdido tus recuerdos?
    El joven extrae un cigarrillo de uno de sus bolsillos de los pantalones y se toma su tiempo para encenderlo, antes de decir:
    —Ahora que lo dices… no recuerdo dónde estoy. ¿Cómo sabías eso?
    —Porque toda la gente ha perdido la memoria o al menos parte de ella.
    —Bromeas.
    —¡Es la verdad! —expresa Sandra—. Sólo asómate a la calle. Es un desastre.
    —Nosotras también despertamos sin saber dónde nos encontrábamos, pero puesto que a todos le ha sucedido lo mismo… y que las dos nos encontrábamos dentro de la misma casa, supusimos que somos familia. ¡Y ya lo has concretado! —Ambas mujeres están felices.
 A Julián se le ha caído el cigarro de la boca.
    —Pero… ¿cómo es que nosotros no nos olvidamos?  
    —¡No lo sé! Yo no recuerdo a mi familia, ni mi casa… pero todo lo demás está ahí. Es algo muy extraño.
    —Y…
    Julián está de pronto pálido como una hoja de papel. Se agacha para recoger el cilindrillo aún humeando.
    —¿Y… esta es mi casa? —pregunta él a Verónica.
    —¿Te sientes bien?
    —Sí, sí…
    —Es tu casa.
    —Y… ¿tengo hermanos?
    —Dos. Pero ahora sólo estás con tu hermana porque tus padres se fueron a ver a tus abuelos. ¿Está arriba ella? Debo hablar con ella.
    —N… no, no —la detiene, sujetándola de su brazo—. Está durmiendo. Deja que siga hasta que se levante.
    —Si tú sabes sobre la familia de él —dice Sandra a Verónica—, ¿entonces tú sabes quiénes son nuestros padres? —pregunta a Julián.
    —Ahm… sí, así es —responde Julián.
    —¿Sabes si están en la ciudad? —pregunta Verónica.
    —Que yo recuerde… estaban en tu casa. Ayer, que fuimos a la fiesta de Ricardo; dijiste que querías regresar antes de que tu padre se levantara, que era a las cinco de la mañana.
    —¡Por Dios! —lo interrumpe Sandra con las manos en la boca.
    —¿Qué pasa?
    —Cuando me levanté esta mañana, la puerta estaba entreabierta —les avisa Sandra, totalmente alarmada.
    —Lo que quiere decir…  que ambos salieron—deduce Verónica—. Julián, necesitamos tu ayuda. Debemos buscar a nuestros padres y nosotras no podemos reconocerlos. 
   —Pero… —Julián dirige la vista a las escaleras.
    —Es verdad, tu hermana… Vamos a despertarla y...
    —N, no, no… —vuelve a interponerse en su camino.
    —¿Qué esconces, Julián? —lo cuestiona Verónica.
    Él se ha puesto muy nervioso. Ella lo conoce demasiado bien. La asalta la preocupación, así que sube las escaleras.
    —¡Hijo de puta! —se escucha desde arriba.

*8*

    Lorenzo ha salido de la casa. Arturo trató de impedir que saliera pero él, con tono rebelde le dijo que quizás la niña había inventado todo, cosa que Lorenzo sabía que era muy poco probable. En conclusión, fue un pretexto para poder salir. No iba a sentarse a esperar a que todo se resolviera como suponía su supuesto tutor. Tomó la camioneta de la cochera y salió derecho a la carretera: era la camioneta de Arturo, que ni lo recordaba.
    Le  es imposible conducir con gente que se atraviesa a cada momento. Debe ir despacio y esto le desespera sobremanera. Mientras aguarda a que una anciana cruce la avenida voltea a ver la tienda de ropa que está siendo robada por jovencitas. ¿Dónde está la policía? ¡Ajá!, allí, estacionado frente a la tienda de discos que también está siendo saqueada. Una sirena se escucha a lo lejos. Disparos también. También hay humo saliendo de algún lugar. “Esto es el Apocalipsis”, dice en voz alta. Regresa su atención a la carretera y reanuda su marcha.
Tráfico. “Esto de ir en auto fue mala idea”, piensa para sí mismo. Da media vuelta y se mete por una calle estrecha en sentido contrario. Sale a una avenida paralela a otra y aquí se encuentra con más gente desorientada que bloquea el camino. Ya se ha dado cuenta de que los que deambulan con bata de dormir y andan descalzos son los que peor se encuentran mentalmente. Los que están vestidos y caminan por la banqueta son los que han perdido pocos recuerdos. De pronto reconoce una cara entre toda esa gente. “Oh, diablos; es mala señal que camine éste  con sólo bermudas”.
    —¡Paco! —Baja de la camioneta y se cruza en el camino del sonámbulo.
    Este mira desorientado. Tiene la boca abierta y escurre saliva por la comisura de sus labios.
    —¿No me recuerdas, Paco? Soy Lorenzo.
    No recibe ninguna señal de reconocimiento. No recuerda ni quién es él y piensa que está de la chingada.
     Lorenzo queda deprimido y se aparta del camino de Paco. Éste sigue su trayecto, muy fascinado en el redescubrimiento del mundo que transita. Va dejando una huella húmeda en su vacilante andar. Lorenzo se jala los cabellos tras ver tan deplorable escena.
    Regresa a la camioneta y se da de golpes con el volante. Ya preparado para irse, de pronto es distraído. Al otro lado de la banqueta ve a una joven en bata de dormir. Se escandaliza de ver sangre en su bata. Lorenzo enciende el motor y, tras dar un giro en sentido contrario da alcance a la desorientada joven. Tiene la misma mirada extraviada que su amigo Paco. De sus piernas desnudas escurre un hilo de sangre aún caliente.
    —¿Estás bien?
    Lorenzo sabe que no recibirá respuesta, ¿pero qué más puede hacer? La mayoría de la gente que pasa al lado de ella está en su mismo estado, o simplemente decide ignorarla porque piensan que tienen mayores  problemas.  La joven no responde pero de pronto se detiene. Gira sobre sus talones y ahora regresa. Lorenzo se queda pensando un momento y termina por meter reversa y seguirla de nuevo. Está preocupado por ella. Mientras piensa, la sigue por varios minutos hasta que, se vuelve a detener ella pero esta vez,  se mete en un callejón. Se queda estática. De pronto él puede ver que hay alguien más allí. Está en el suelo y Lorenzo sale disparado de la camioneta porque piensa que alguien necesita ayuda. Quizá la sangre que tiene no es de ella sino de esa persona que se encuentra en el suelo. Luego de acercarse halla con el espectáculo más monstruoso que haya visto antes en su vida.  Es un tipo con los pantalones abajo, enseñando las nalgas; el tipo está arremetiendo contra una mujer. Lorenzo descubre que es apenas una jovencita. Está presenciando una violación.

*9*

    —¡Pero yo no sabía! —dice Julián ante los gritos exasperados de Verónica en la habitación donde se cometió el indecente crimen. Sandra los puede escuchar desde la sala de abajo.
    —¡¿Es que eres un maldito pito caliente que en cuanto ve una oportunidad se le echa encima a alguien que no puede defenderse?!
Julián se queda mudo en el rincón y se talla la frente que está toda sudorosa.
    —¡Es tu hermana!
    —¡Ya sé que es mi hermana, pero lo sé por ti! Además… como no me decía nada…
    —¡Es porque ha perdido completamente la memoria!
    —¡¿Y cómo iba a saberlo?!
El altercado se vuelve redundante y parece no tendrá un buen fin.


*10*
   
    Lorenzo ha gritado al hombre que se detenga. Ha utilizado su insulto favorito: “Pedazo de mierda”. El hombre se ha levantado como si le hubiera picado una avispa. Está rabioso. Es un tipo de casi dos metros de altura -claro, así lo ve él porque Lorenzo no llega ni al metro con setenta centímetros-. Sabe que tiene las de perder y huye. El tipo se sube los pantalones de un tirón y ahora lo persigue. Lorenzo llega a la camioneta. Pone el seguro pero no le da tiempo de subir el vidrio de la ventanilla. Apenas enciende el motor cuando una poderosa mano lo inutiliza. Forcejean. ¡Qué fuerza tiene el tipo!, que lo ha sacado por la ventana y ahora lo ha arrojado al suelo como un costal de basura. Recibe una reverenda golpiza en las costillas, cabeza y estómago. Se cubre la nuca y se hace una rosca. No siente los golpes pero sabe que está siendo masacrado. Quizás muera.
    Por fin se ha ido el tipo. Al menos no le mató. Por si fuera poco se ha llevado su camioneta. Se ha llevado a ambas jóvenes. Lorenzo se levanta y cojeando, busca llegar a su casa. Arturo tenía razón: mejor se hubiera quedado.

*11*

    Alicia  sale de su cuarto envuelta en unos pantalones jeans, una chamarra ajustada y lleva puestos  sus tenis favoritos. No tiene imaginación para peinarse ni mucho menos ganas, así que sólo clava los dedos y se mete una diadema de color rojo dejando un fleco colgando en la frente. Regresa a la sala y halla a Arturo sentado en el sofá grande, muy pensativo, muy preocupado. El televisor está prendido pero sólo se observa ruido estático. Él cambia de un canal a otro pero en todos se ve lo mismo.
    —Nada de nada —dice Arturo—. Ya moví la antena para todos lados y nada.
    Se levanta.
    —¿Ya estás lista?
    Planean ir al supermercado. Necesitan comida imperecedera. Algunos medicamentos y herramientas porque dice Arturo que “la cosa se pondrá difícil”.
    —Tu hermano se llevó la camioneta pero hay otro auto que funciona en la cochera.
    —Sí, es de mi madre — expresa Alicia. 
    —¿La camioneta también?
    —No, esa era tuya.
    Él tarda en darse cuenta de lo que acaba ella de decir. Luego Arturo encrespa las cejas y maldice al desgraciado muchacho.
    —Ya me las pagará. Vamos, acompáñame Alicia.  Creo saber conducir.
    —Si no, yo puedo conducir —dice Alicia.
    —¿Tú?
    —Mamá me enseñó…
    Y la enseñó porque había planeado que si, Lorenzo no se encontraba para llevarla de emergencias el día que enfermera, al menos la llevaría su hija. Y es que Lorenzo era un vago de mierda. “Tienes que saber conducir -le había dicho-, porque sabiendo conducir, vas adonde quieras“. Mas el día que enfermó su madre esto no pudo hacerlo; prefirió llamar a una ambulancia y eso fue lo adecuado, le dijeron los paramédicos para más tarde.
    —Probaremos —dijo Arturo—, pero si veo que no puedes hacerlo, yo lo haré.
    Arturo no tiene confianza en sí mismo, nota la jovencita. De cualquier forma le gusta este “tío”, al anterior. Por primera vez estaba disfrutando de su compañía.  Se suben en el cochecito y  salen de la cochera con gran maestría de parte del conductor. Ella está al volante.

*12*
   
    Después de recorrer en auto  por casi dos horas, en un perímetro trazado, regresan de nuevo a la casa de Julián. Sandra se quedó para acompañar a la hermana de éste. En el camino Verónica ha tratado inútilmente de apartar la imagen que se formó en su mente: Julián encima de su propia hermana… que le resulta simplemente repugnante. Él se ha mantenido en silencio la mayor parte del tiempo, lamentándose.
    Verónica salió a buscar a sus padres, preocupada de que éstos estén deambulando con la memoria perdida y exponiéndose a los peligros desatados por toda la ciudad en desorden. Julián aceptó acompañarla, siendo él, el único capaz de recordar a los padres de Verónica. De repente un helicóptero cruza perezosamente el nublado cielo. Es el tercero en media hora. La gente de la calle cada vez está más desquiciada.
    Julián sabe que Verónica jamás lo va  a perdonar, que su relación ha terminado. Pero este es un pequeño problema comparado con lo que se le armará si su hermana llega a recuperar la memoria. Está seguro que se lo dirá a sus padres. Sabe que eso será su fin. Está seguro que su propio padre lo meterá a la cárcel.
    —La ciudad es muy grande —dice él.
    —Eso ya lo sé —responde ella, malhumorada.
    —Si quieres podríamos dar otra vuelta en la tarde.
Ella ya no desea hablar. El auto sigue en su marcha. Dan una vuelta a una esquina y se encuentran con que un montón de gente viene rápidamente hacia ellos. Algunos caen. Uno tras otro. Sangran por la boca. Hay gritos. Julián no escucha que Verónica le ha ordenado retroceder. Un impacto rebota en la defensa del auto. Les están disparando.

*13*

    Alicia regresa al auto con sus manos ocupadas. Arturo le dijo que productos de primera necesidad y eso ha hecho, pero él con la mirada ya se lo está reprochando. Lo bueno es que todo ha sido gratis: todos están robando de la tienda.
    —Te tardaste demasiado —se queja Arturo—. ¡Y yo traje más! —Él echa una mirada a los objetos que ha traído la chica —. ¿Qué es esto?
    Alicia se sonroja y le arrebata el estuche.
    —Cosas de mujeres —dice con una vocecita.
Arturo la ve de de nuevo como para estudiarla mejor. Es una niña, y quizás malcriada.
    —Bueno, entonces ya vámonos.
    Ella es la única que conserva los recuerdos de todos. Incluso sabe cosas que se supone no debería de saber todavía. Antes de que su madre fuera internada de emergencia, que por cierto, tenía pensado visitarla en el hospital lo más pronto posible, Alicia había escuchado la conversación telefónica que sostuvo su madre con su aparente amante que desde hacía semanas, Alicia, ya se lo sospechaba. Ella dijo: “te presentaré como su tío, por ahora; sólo dame un poco más de tiempo”. Curioso que un tío apareciera de la nada, cuando ella cayó en cama. Todo indicaba que Arturo era el amante de su querida madre, y que ahora sí pensaba que era de la familia.
    —¿Qué fue eso?
    Se escucharon disparos.
    —Mejor regresemos a casa —aconsejó Arturo.


*14*

    Se ha metido en una casa buscando refugio. Saltó una verja y luego, tras ver una ventana abierta en el segundo piso, se las arregló para llegar hasta el alfeizar. “Ahora sí que se ha desatado el infierno”, dice para él mismo. Unos tipos con armas están tirando a matar. Afortunadamente ha encontrado refugio. Escucha pasos atrás suyo y, puesto que la puerta está abierta, ha visto pasar la silueta de alguna persona. Las sábanas de la cama dentro del cuarto están revueltas, lo que quiere decir que alguien durmió ahí; y fue el mismo que abrió la ventana, lo cual agradece.
    —¡Ahora me voy; por favor no se asusten!
    Escucha un ruido estrepitoso. Luego escucha un estertóreo quejido. Le sobrepasa la curiosidad y, tras encontrar unas escalares, halla en la planta de abajo a un anciano que yace boca abajo, como una tortuga que trata de levantarse. Deduce que ha caído por las escaleras. Baja rápidamente los escalones para auxiliarlo. Trata de levantarlo y al hacerlo, se da cuenta que el anciano no puede sostenerse por él mismo. Lo sienta en el escalón.  Luego, al girar el cuerpo se encuentra con una mujer de unos treinta y tantos años, o cuarenta, y que es realmente sensual; lleva un traje sastre de color rojo  y zapatillas del mismo color.
    —Ah… se cayó, lo juro… Yo sólo…
     Los ojos de la mujer están ausentes, lo que quiere decir que ha perdido también la memoria. Es inútil dar explicaciones. La mujer tiene el cabello revuelto; quizás durmió con ropa antes de despertar y olvidarlo todo y por eso se deba a que esté vestida de esa manera.
Hay otro anciano parado al pie de una puerta y  también no tiene memoria. Lorenzo, que está cansado, se echa sobre un confortable sillón.
    —¡¿Hay alguien más en la casa?!
    No recibe ninguna respuesta. El viejo que se cayó de las escaleras trata de restablecerse, pero no puede; parece que tiene algunos huesos rotos. Es como esos cervatillos que acaban de nacer y no pueden quedarse de pie. “Debe sentir mucho dolor”, piensa Lorenzo. Regresa  su mirada a la mujer, que ahora se ha distraído con un objeto. Son como niños de dos años, explorando la casa.
    —Sí que es usted guapa, señora.
    La anciana que se ha acercado hasta él; está toda mojada; se ha orinado en su pijama. Eso ahuyenta a Lorenzo de su lugar de descanso. “Sí, eso es lo peor de perder la memoria”. Se queda mirando a la mujer y pensando.
    Sigue pensando, y decide. Se levanta para arrastrarla hasta la cocina; ahí la obliga a voltearse; ella le obedece sumisa como si fuera un maniquí. La empuja hacia adelante y la hace que se apoye con los dedos sobre la superficie de la mesa. Lorenzo le sube la falda y se deleita con el panorama. Lorenzo, enloquecido, se baja el pantalón y piensa: “Después de la paliza que me dieron… bien me merezco esto”.  Apunta su miembro que palpita inquieto, y lo acerca a las redondas nalgas de la señora; hace un lado la tira delgada; embiste, embiste despacio. “Aaahh”, respinga Lorenzo. Está dentro de ella y quiere quedarse ahí por el resto de su vida—. Siempre quise hacerle esto a una mujer como de tu clase —murmura entre dientes.
    Escucha pasos atrás y encuentra a los viejos que,  de mirones no pasa.
    La mujer es embestida una y otra vez. Plap, Plap, Plap…
    —¡Mamí! —escucha una vocecita y esto lo obliga a apartarse de ella.
    —¡Diablos!—se sube los pantalones. El niño o niña ha corrido a esconderse.


*15*
    Ha recibido un impacto en el hombro, o a lo mejor fueron dos  y Julián ya no puede conducir. Las balas llegan de frente y su parabrisas ya tiene ocho perforaciones en el lado del conductor y dos en el asiento del copiloto. Tanto ella como él, deciden salir del auto y correr para encontrar refugio sobre la calle. Hay cuerpos tendidos: siete tan sólo en una circunferencia de cien metros de diámetro. Ha de haber unos doscientos cadáveres regados en toda la calle.
    Abren las puertas laterales al mismo tiempo y corren hacia la parte de atrás, a modo que el auto les sirva de escudo. Las balas pasan zumbando por el aire. Otras siguen chocando contra el duro metal.
    —A la cuenta de tres corremos hacia allá —señala Julián, sosteniéndose la herida que se ha extendido de rojo en toda su ropa—. Una… dos… ¡tres!
    Corren.
    Y siguen corriendo sin detenerse, siguiendo a la multitud. Algunos que van adelante, caen. Zum, pasó un proyectil, rozando la cabeza de Verónica.
    —¡Aquí! —Es la voz de Julián, que señala la dirección de un protector callejón.
Julián está agotado y  se le doblan las piernas. Está perdiendo demasiada sangre.
    —¡Por aquí!
    La voz les produce un horrible escalofrío a ambos. Son dos sujetos que, envueltos en capuchas y anteojos, caminan apuntando con sus armas.
    —Déjame aquí —le dice Julián —. ¡Vete tú!
    Si no es por dos contenedores de basura que hay en el callejón y que obstaculiza la visión a los militares ya les hubieran matado.
    —¡No! —grita Verónica, derramando sus lágrimas.
    —¡Te dije que te fueras!
    Pero ella no piensa moverse, se queda junto a él, junto al amor de su vida.

*16*
   
    Varios hombres los obligan a detenerse. Hay cuerpos tendidos en toda la avenida. Ambos están realmente aterrados. Arturo le dice que no se preocupe, que todo va a estar bien. Ella no le cree, pero sus palabras tienen un efecto aliviador.  Un sujeto les ordena bajar del auto.  Obedecen. Arturo con las manos arriba ahora lo obligan a arrodillarse. Se están divirtiendo con él.
    —Esto… esto es un error.
    Y así, sin vacilación, le disparan. Este cae y comienza a formarse un charco de sangre a su alrededor.
    —¿Error dices? No hay error, estúpido —dice el sinvergüenza que lo asesinó, que ahora se acerca a la joven.
    Está temblando y ha ahogado un pavoroso grito de horror.
    —¿Cómo te llamas?
    No responde, no porque quiera, sino porque no puede.
    —¡Te pregunté tu nombre!
    —A… Alicia —dijo, con gran esfuerzo.
   —Alicia, ¿he? —Ahora la rodea, chasqueando la boca—. ¿Cuántos años tienes?
    —T… te… trece.
    —Trece ¿he?
    —Qué problema… dice alguien.
    —Sí, sí que es un problema… —repite cerca de ella, tan cerca que puede oler su apestoso aliento.
    —Nos gusta mucho matar niños.
Alicia no da crédito a lo que escucha.
    —Pero te diré algo. Te dejaré ir si nos relajas un poco. Estamos algo estresados, ¿sabes? Será sólo un rato, te lo aseguro; lo que pasa es que todos somos eyaculadores precoces.
Se escuchan risas.
    El tipo la recarga contra la cajuela del auto y ella, destrozada en su psique, no ofrece resistencia. El tipo comienza a tararear una canción, al mismo tiempo que va liberando de su pantalón su aparatoso bulto.

*17*

    Luego de salir de la casa, distingue a dos sujetos que están a una distancia de unos cien metros, lo que le brinda la oportunidad de doblar la esquina próxima y escapar. Ya le vieron, y comienzan a  disparar.
Ha tomado la ruta más larga para llegar a su casa pero necesaria por ser más segura. Entra a la casa (por fin) y se lamenta haber salido de ahí  y, cuando se disponía por fin a descansar, encuentra a su hermana con los ojos llorosos. 
    Ambos se quedan mirando y, con un hilo de voz, ella le dice que mataron a su tío Arturo.
Alicia no sabe cuánto tiempo ha estado en los brazos de su hermano Lorenzo, llorando; le ha contado cómo los detuvieron en el camino, y cómo le dispararon a Arturo, a sangre fría. Lorenzo también ha contado lo que vio estando afuera. “Lo bueno es que estás aquí, con vida”, le dice, pero ella calla, y más y más lágrimas salen de sus ojos.

*18*
   
    Afuera, en la colonia, hay cada vez más gente deambulando como perritos sin dueño. Alicia despertó no sabiendo dónde se encuentra ni quién es ese chico que la está acompañando.
    Dijeron que una tormenta solar no iba causar mayor estrago que un buen protector solar no pudiera bloquear; pero con lo que no se contó, es que esta tormenta solar llegó acompañada de una oleada de rayos cósmicos, provenientes desde La Gran Explosión, totalmente indetectables a los sensores digitales. Dentro de estos rayos cósmicos, había partículas hasta entonces desconocidas. Las dendritas de las neuronas, lamentablemente, fueron el único instrumento orgánico que detectó su presencia.