"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 28 de diciembre de 2012

Tequila Saporengo



   El tío Antonio tenía su departamento a doscientos metros de la casa de donde vivimos. No había venido a pasar la Navidad así que, por la tarde del mismo día 25, mamá me obligó a llevarle un poco de la cena que engullimos en compañía de otros tíos, abuelos, primos, sobrinos, conocidos, etc. No tenía muchos deseos de ir a visitarlo, darle el abrazo y el blablablá de buenos deseos. No, no quería ir. Este tío me caía mal. Me consideraba un vago por el hecho de haber dejado muy pronto la escuela y de servir de un mal ejemplo para mis emprendedores hermanos. Cada que le resultaba oportuno, restregaba su brillante intelecto a la gente inculta, a la que sabía, no podía objetarlo. Tenía dinero y presumía de haberlo ganado sin ayuda alguna, lo cual era una mentira porque mamá me había confidenciado que fue su abuelo, el que le ayudó con el puntual pago de sus colegiaturas. Era un malagradecido, un tipo pedante. Un tipo insoportable. Pero mamá lo estimaba y estaba muy orgullosa de él, porque de vez en cuando le daba dinero o le traía la despensa del mes.
    Toqué el timbre en dos ocasiones. “No está, ya la hice”, me dije a mí mismo; y ya me iba cuando, en la cerradura de su puerta, vi la solitaria llave insertada, con un vistoso llavero, un puerquito columpiándose en el vacío. “Qué pendejo, dejó la llave puesta”. Cruzó por mi cabeza la exigida idea de llevarme la llave y entregársela, cuando llegara a contar el problema a la familia, pero algo me movió a entrar.
    El departamento era un asco. Había vasos, platos desechables, frituras en el suelo, latas de cerveza, botellas de refresco. También hallé restos de pizza y comida preparada. El tío Antonio había tenido su propia fiesta y es por eso que no había llegado a darnos el abrazo tradicional, cosa que festejé. El estéreo estaba prendido pero no se escuchaba ningún sonido. Fui a la cocina y dejé mi carga sobre la mesa. No tenía pensado dejarla ahí, por supuesto, pero lo hice para poder robarme una cerveza que se me antojó. Con la bebida en la mano, fui a asomarme a la recamara. En la cama nadie había dormido, mas sin embargo, estaba arrugada, como cuando alguien se revuelca en la colcha o da saltos como niño inquieto. Habrán salido a desayunar, pensé. Pasé al baño y oriné ruidoso. Efectivamente no había nadie en el departamento y ya me disponía a salir, cuando en eso, que escucho como un ronquido que vino desde la sala. Allí no vi nada, pero cuando me acerqué, a lo largo y sobre el asiento del sofá, cubiertos por una toalla de baño, hallé dos cuerpos. Los dos, semidesnudos.
    Me dio un brinco el corazón y quería salir de allí corriendo. Se trataba de mi tío Antonio y de una chica que aún no conocía. Fui a la cocina por la carga que había olvidado, pero me inmovilicé, luego de que llamaran mi atención unas botellas con la etiqueta de tequila Saporengo, “¿qué cosa?”;  el nombre me obligó a acercarme y así comprobar que no me había equivocado al leerlo. “¡No mames!” Yo conocía el tequila Saporengo porque uno de mis cuates lo adulteraba. La vendía a bajo precio en los bares de la colonia Nápoles. Si uno la combinaba con otra bebida, o la tomaba con moderación, no había problema alguno; pero si uno se excedía, uno quedaba seriamente intoxicado. No había duda de que el tío Antonio se había intoxicado con la bebida.  Fui de nuevo a la sala y traté de despertarlos: los moví, les hablé, los cacheteé. No lo logré. Supuse que despertarían hasta dentro de unas dos o tres horas, porque los muy tontos habían tratado de curarse la resaca con el mierdoso tequila. Me quedé observándolos, riéndome y burlándome de su estupidez. Luego recordé, que tenía que acomodarlos a manera que no se ahogaran con su propia saliva (la experiencia me lo había enseñado), procurando que no se obstruyera su respiración. Los dejé sentaditos. Al hacerlo, distinguí mejor el cuerpazo de la mujer. “Ay, wey: está rebuena. Pinche tío sí sabe escogerlas”.  Estaba en brasier; llevaba puesta una falda semicircular, abierta de un lado. No tenía zapatos, pero cuando los encontré, sentí una excitante necesidad de colocárselos. Luego de escucharla roncar, me di valor para meter cada uno de sus zapatos en sus pequeños pies. Cuando concluí mi morbosa tarea, dejé mi mano en su tobillo que estaba frío, sin dejar de mirarla. Eché un vistazo a mi tío y él se había ladeado hacia el otro lado. Roncaba como un animal. Yo estaba sudando y respirando por la boca, y mis dedos fueron subiendo por las suaves y perfumadas pantorrillas de la mujer. “En mi vida voy a encontrar una vieja como ésta”, me decía a mí mismo. Llegué a sus rodillas y no pude detenerme. Subí mi mano hasta sus carnosos muslos, invitándome a continuar. Subí su falda, y ya se imaginarán lo que encontré. Para ese instante, yo ya no era dueño de mí mismo. Moví la prenda hacia un lado y descubrí la acanelada grieta, con muy poco y finito vello púbico. La toqué con mis dedos y hundí uno de éstos, clavándose hasta lo profundo de sus entrañas; estaba caliente, húmedo y muy suave adentro. Pasé la lengua por los labios de la vulva, deleitándome largo rato. Ya tenía la verga de fuera cuando levanté sus muslos. Apenas la hundí y comencé a darle: clap, clap, clap, se escuchaban los chasquidos de su vagina cuando se la metía. Eché a mis hombros sus tobillos y me sumergí en un delirio indescriptible. Creo haberle llenado la matriz de un litro de leche.
    Regresé a casa con la comida, con las llaves y con unas ganas de mear insoportable. “No está nadie en casa –le dije a mamá- pero encontré estas llaves muy cerca de su puerta. Creo que son de mi tío”. 
    “¿No las probaste?”
    “No”.
    “Pero si quiere, puedo ir y…”
    “No-no, no, mejor deja que llegue”.
    “Eso pensé también”.
    En el año nuevo, el tío Antonio vino acompañado de la chica y la presentó como su amiga, la diseñadora gráfica. Vino vestida con un abrigo muy vistoso, y aunque llevaba puestas unas botas de tacón de aguja, me sacaba como treinta centímetros de altura. “¡Ay, wey!” Nos dimos el abrazo de año de nuevo, y aunque nos despedimos con un tímido apretón de manos y beso de cordialidad, estaba convencido de volver a cogérmela.
    Esto no sucedió, porque dos meses después, se comprometió con mi tío, y al año siguiente, se casaron; claro, después de dar a luz a un hermoso bebé que tenía, dijeron, un parecido increíble conmigo. Fue un año increíble. Espero este año que llega, sea todavía mucho mejor que el anterior.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Al diablo con el pasado


    A punto de irse a acostar estaba el matrimonio cuando el marido, hizo una impertinente pregunta a su linda esposa que por supuesto sabemos, no lo esperaba. Le preguntó si había o no chupado el pene de un hombre. Atónita y repugnada con la pregunta, la mujer respondió con un enérgico no; y así comenzó la discusión a la cual nos acercamos a oír.
    —Estoy seguro de que ya se lo hiciste a alguien.
    —Estás loco.
    —Mírame a la cara y dime que me equivoco.
    —Mira, si lo hice, ¿qué importa?
    —¿Cómo no me va importar?
    —¡No importa, Daniel! Yo no te he preguntado si hiciste esto o aquello con alguna novia que tuviste antes de conocerme, ¿o sí?
    —Sabes que yo no tuve novias.
    —Ah, tenías treinta y cinco años, ¡por favor!
    —¿Por favor qué? Te dije la verdad; hasta hablaste con mi mamá, mis amigos…
    —Eso no prueba nada. Eso de haber sido un casto… de haber llevado una vida limpia… No soy ninguna ingenua.   
    —¡¿Ahora me lo dices?!
    —Porque no tiene importancia, Daniel. El pasado es el pasado. Estamos tratando de formar una familia, vivir el presente…
    —Yo sólo quiero que seas sincera conmigo. Llevamos  un año de casados, y si quieres que tengamos una relación sana y duradera, debemos ser sinceros. Te hice una pregunta y tú no quieres responderla, argumentando que no tiene importancia cuando para mí, tu esposo, sí la tiene.
    —Está bien, está bien. Sí, lo hice. ¿Estás contento?
    —¡¿Sí lo hiciste?!
    —¡¿Ves?, por eso no quería decírtelo! ¡Mira cómo te has puesto!
    El hombre empieza a arrojar todo lo que se atraviesa en su camino, la lámpara, el reloj, el florero, incluido la caminadora; le da un puntapié y sale perdiendo porque comienza a brincar a causa del dolor en la espinilla.
    —¡Me molesto porque con esa boca me has besado! Y no sólo a mí, a mi madre, a mi padre, ¡a toda mi familia!   
    —¡Ay, qué barbaridad! —dice sarcástica—. Les contagié algo muy maligno, se van a morir. Llama a una ambulancia, ¡pronto!
    —¡No te burles!
    —¡Eres un hijo de puta!
    —¡La puta eres tú! Le chupaste la verga a alguien y así me has besado, ¡cuántas veces! No puedo creerlo, no puedo creerlo.
    —¡Todo estaba bien hasta que tu amigo el evangélico te metió esas estúpidas ideas.
    —No es evangélico para tu información.
    —Me da igual.
    —No puede ser, no puede ser… ¡¿A quién fue?! ¿A tu ex novio Pedro, el músico?; ¿a Juan Carlos, el maestrito de danza?; ¿a Javier, el que se robó tu perro?
    —Mira tú… ¿Eso te excita? ¿Que te diga a quién se la chupé?
    —¡Vete a la mierda!
    —¡Eso me hubieras dicho cuando me prometiste amor en el altar!  
    —El sólo hecho de pensarlo… ¡Argh, qué asco!
    —¡Ah, sí, ahora te doy asco! Yo te dije claramente: “Tuve novios”. Fui sincera contigo.
    —¡Pero no me dijiste que les chupaste la verga!
    —¡Ah, sólo eso me faltaba! Te iba a decir todos los detalles.
    —Lo que hiciste no tiene perdón. Esto se acabó.
    —¿Ahora se acabó?
    La mujer, enfadada, se aproxima determinada al hombre. Este retrocede, mostrando su repulsión.      
    —Déjame, ¡¿qué haces?!
    —¡Voy a salvar este matrimonio, aunque no sé por qué!
    —¡Déjame! ¿Me vas a ser lo mismo, maldita puta?
    —¡Aquí tienes a tu puta! De saber que esto iba a suceder, hace tiempo que te lo hubiera hecho.
    —¡Te dije que me sueltes!
    La mujer ha bajado el pantalón y el calzoncillo del hombre. Está arrodillada y se ha amarrado a las piernas velludas  y flacas de su marido.
    —¡Suéltalo, suéltalo! Te juro que si no me sueltas…
    Y el hombre ha levantado su puño, pero se ha detenido porque si la golpea, ella puede trozar su delicado miembro. Él piensa que se va a vengar  de todo el insulto que le dijo y se ha preocupado terriblemente.
    —Suéltalo por favor. Esto… no es ninguna broma.
    Tiembla como un chiquillo, mas ella sigue en lo suyo, chupando, succionando. Entonces no le queda más que dejarla hasta que termine. Mala idea, porque en el momento en que la deja, ella da rienda suelta a su experiencia como mujer  y “puta”. Sucede lo que tenía que pasar. Al hombre le está gustando y, en menos de dos minutos que ocurrió todo, echa toda la descarga de semen a la garganta de la mujer. Después se levanta y le planta tremendo beso  a su marido.
    El hombre no puede ni hablar y los densos hilos lechosos aún escurren en las comisuras de su boca. Respira con dificultad y ni siquiera se puede mantener en pie. La mujer sale del baño. Se ha lavado los dientes y le ha soplado a la cara del hombre como con cierta malicia.
    —A dónde, ¿a dónde vas?  —pregunta él, luego de ver que la mujer se dispone a salir a la calle. Lleva encima un abrigo y se ha puesto las botas que usa para las fiestas.   
    —Voy a saludar a tu madre. Lo haré de beso; también a tu padre y a toda tu familia, ¿no te importa o sí?
    La mujer espera la respuesta con una sonrisa cínica en el umbral de la puerta.
    El hombre está como idiota. Después de pensar por casi un minuto, por fin responde:
    —Espera. Yo… yo te acompaño.
    —No hasta que me pidas perdón.
    Ambos se quedan mirando y ella está más segura de conseguir lo que quiere que él, de recuperar su vida íntegra y decente, ya extraviada.
    —Perdón, mi amor. Tenías razón. Al diablo con el pasado.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Los jeans de José Luis



    Es un día como cualquier otro en la vida de José Luis, o al menos eso es lo que ha pensado después de que saltara de la cama. Se viste, lava su cara, se rasura y se peina, echándose bastante gel en los cabellos. Está oscuro y hace frío allá afuera porque se acerca el invierno. No encuentra el saco gris que le gusta, así que se encima el saco de gamuza que casi no le agrada. Es tarde, eso dicen todos los relojes. Sabe que habrá tráfico, lo sabe porque están reparando la avenida. De nuevo regresa a la alcoba, pero esta vez es para despedirse de su esposa quien sigue en la cama y, puesto que yace todavía con un pie en el país de los sueños, apenas si le contesta con un incoherente “sí, mi amor, está en la cocina”.
    “¿En la cocina?”
    “En la cocina, mi amor”.
    “Descansa”.
    “Sí, mi amor”.    
    Ha llegado a la escuela con retraso de cinco minutos pero que nadie le arguye porque se trata del nuevo profesor de Matemáticas. Se adueña del escritorio y comienza a pasar lista a la vivaz clase que no tiene ojos más que para él. No se da cuenta del revoltijo de pensamientos que ha provocado a sus alumnos desde que entró por aquella desvencijada puerta. Es la primera vez que llega a la escuela vistiendo de jeans azules, esos jeans que su esposa le compró un día de su cumpleaños y que por cierto, ya sabe que cuestan muy caros (quién sabe por qué si todos se ven iguales), por lo tanto consideró usarlos, al menos una vez al año. Dos, si le resultan cómodos.
    Debajo de la llamativa hebilla, sobresale un monumental bulto producto de la naturaleza tan sabia, o eso es lo que parece. Cada que se coloca frente al pizarrón, las niñas no pueden evitar mirar hacia otro lugar que no sea la vistosa entrepierna del hombre, de por sí viril y guapo; aunque tratan de evitar la irremediable inercia, su mirada es arrastrada por una imperiosa necesidad de saciar su recién despertado apetito femenino. Los chicos, de apenas catorce años, se muestran ofendidos, y también muy enfadados de sentirse rebasados ante tal muestra de hombría del macho alfa, del maestro que levanta suspiros a las niñas de sus amores.
    Viviana está sentada en la dura butaca, mordiendo la pluma, mordiendo. Nunca había estado tan excitada con un maestro, un maestro de la talla de José Luis. Es un hombre joven, amable, inteligente, guapo, robusto, etcétera, que calza botas picudas, unas botas de cuero de serpiente. El hombre tiene el pie grande y Viviana piensa que si tiene el pie grande, también el pene lo tiene grande como bien lo anuncia su abultada entrepierna. Viviana sigue mordiendo la pluma sin escribir todavía nada en la hoja blanca de su cuaderno de notas. Está sudando. Cruza la pierna de un lado y la vuelve a cruzar después de cinco minutos. José Luis sigue hablando de la a y de la b: de la solución a la ecuación, pero Viviana está pensando en lo misterioso que debe ser el pene de José Luis, porque hay muchas clases de penes, lo sabe ella. Los hay pequeños, largos, gruesos, delgados, con punta, sin punta, etc. De todas las niñas de la clase, Viviana, dice ser la que tiene mayor experiencia en todos los ámbitos de lo sexual. Ya tuvo sexo. Se ha cogido a un chico, a su tercer novio en el Día del amor y la amistad, suficiente para presumir a las precoces amiguitas que la suelen escuchar fuera de clases. Ha cogido a uno, pero ella suele decir que se ha cogido a diez, incluyendo a un policía. Su cuerpo está muy desarrollado y por ende las compañeras le creen. Sus piernas estás carnudas. Su pecho sobresale y por si fuera poco, tiene unas nalgas fuera de lo común. Fuma a la salida de la escuela y se cree la futura modelo de revistas de moda. Algunos maestros como José Luis, piensa que con esa carita divina que tiene, puede que lo consiga la muy bribona.
    José Luis sigue en lo suyo. Escribe y escribe. Viviana imagina a José Luis frente a su butaca. Ha detenido la clase porque ya no aguanta más el deseo corrosivo que lo devora por dentro, el deseo sexual que siente por su bonita estudiante. Coloca una rodilla al suelo y posa sus manos grandes, cubiertas de gis (tiza), encima de las rodillas desnudas de Viviana. Las besa con adorador delirio. Poco a poco, él va deslizando sus húmedos labios hacia arriba, subiéndole la falda y descubriéndole los beatíficos muslos, atrapándolos con los dedos fuertes. Ella lo deja, lo deja que la manosee. “Son tuyas, son tuyas”, ha dicho con la respiración entrecortada. Magnetizado por los marfilados pilares, sediento, él hunde la cabeza entre los tersos muslos, buscando desesperadamente comer la fruta. Una vez que la libera de su conservadora funda, comienza a comérsela con vehemente apetito. Mientras José Luis sigue con su estúpida ecuación, Viviana, con su impúdica imaginación, está mojando su algodonada ropa interior.
    Ahora veamos qué pensamientos tiene Maribel, una chica alta, seria y, aunque no lo reconozca, de baja la autoestima por poseer todavía un pecho plano a su joven edad. Es algo matadita porque lleva un promedio de ocho y nunca ha sacado un cinco de calificación en ningún examen. Se sienta a dos filas de Viviana, la ha escucha alardear y siente pena por ella, por lo zorra que se muestra con los demás, como si resultara un orgullo regalar la vagina a cualquier hombre. Pero en este momento, ella y Viviana han pensado lo mismo, que el maestro de repente se da cuenta de que está loco por ellas, y se acerca a Maribel y Maribel no puede creer lo que José Luis está a punta de realizar y frente a toda la clase. Comienza a desasirse del cinturón, frente a ella, frente a su butaca. Abre el pantalón en V y libera dentro de una espesa mata de vello púbico, el enorme cuerno de toro que apunta palpitante hacia su ruborizada cara. José Luis sin pedirle permiso, levanta la barbilla de Maribel y clava su hinchada serpiente a la boca deseosa de Maribel. Apenas puede respirar, pero Maribel sigue tragando. Ella cree que puede tragarla completita y lo va intentar porque está exorbitantemente excitada. ¡Impresionante, lo ha conseguido! José Luis está orgulloso y acaricia la cabecita de Maribel como si fuera un cachorrito que ha aprendido nuevo truco. Maribel, con toda la cara alargada, da permiso para que José Luis dé comienzo a su apremiante movimiento pélvico. Es aquí donde la dejamos y giramos la mirada para a ver a otro alumno, uno que no esté escribiendo ni escuchando al profesor, ya que sólo de esta manera podremos entrar a su mente y hallar lo que tanto nos interesa.
    Raquel es una muñequita de porcelana. Es de baja estatura y le hacen burla de que parece de sexto de primaria. No lo es, de hecho es más grande que Viviana y Maribel: cuatro meses más grande. Le gusta escribir poemas, pero no de amor porque los considera cursis. Le gusta dibujar. Escanea sus dibujos y luego los ilumina con algún programa de coloreo. Lo hace bastante bien. Suele subir sus dibujos terminados al Facebook donde recibe buenos comentarios, principalmente de niños, niños mucho menores que ella: sus primos, y vaya que son muchísimos. Le piden que haga dibujos para ellos. A veces lo hace, cuando tiene tiempo y deseos. Le gusta la música pop, música nacional. Bien, esta pequeñita no se escapa de tener fantasías de mujer. Suele disimularlo muy bien, pero le gustan los hombres mayores. Ella se imagina que el maestro la ha pasado al pizarrón a dar solución a una estúpida ecuación de primer grado cuyo despeje resulta ridículo para ella. El profesor, desde su escritorio, ha quedado muy complacido de su desempeño, por lo que ahora le gratifica con dejarle tocar la hinchada entrepierna. Tímida, ella se acerca hasta el escritorio donde él está sentado confianzudo, con las piernas abiertas. Él la vuelve invitar y esto da confianza para que todo el recato desaparezca. Levanta la temblorosa mano y palpa. “¡Dios!” Toca y sigue tocando como si dibujara, sintiendo la excitación manar desde dentro de sus dedos hacia todo su sistema circulatorio. “¡Dios, esto está delicioso!” De pronto está ella con la mejilla y la boca frotándose contra el duro bulto: oliendo, amasando y besando la  rugosa zona de mezclilla. A ella no le interesa sacar el miembro, ni verlo. Se excita de esta manera desde que por accidente, tocó el duro miembro de un hombre maduro.
    Romuel, jovencito alto y obeso, está imaginando que José Luis lo ha levantado de la butaca, que le ha desnudado y que lo está amenazando con violarlo si rápido no confiesa que le atraen los hombres. El enorme miembro de José Luis se encuentra en el aire, dispuesto a acometer de un momento a otro sin la mayor consideración hacia el muchacho. “Yo no soy gay, ¡no lo soy!”, dice, pero en su habitación, él se mete una gran variedad de desarmadores en el culo, tratando de ensanchar su ano para que cuando se meta un miembro de a de veras, no le duela como él piensa que debe doler. Mientras tanto el profesor sigue jugando con el apretado ano de Romuel, hasta que éste, no aguantando más su evidente excitación, sujeta el aparato por él mismo, enterrándoselo, en un angustioso pero liberador desahogo.
    Vaya, hemos visto cómo los estudiantes han entrado en calor con los pantalones ajustados de este atractivo hombre. Pero no solamente fueron los alumnos de su clase, sino también le sucedió lo mismo a las profesoras: mayores y jóvenes. Después de clase hubo junta en el salón de reuniones y la maestra de Inglés (joven mujer de 27 años), no pasó por alto la ceñida prenda del profesor José Luis, sentado al lado suyo. Mientras escuchaba a la directora, imaginó que él y ella quedaron de verse en el motel Jardines, a siete cuadras de la escuela secundaria. Importando poco que los dos estuvieran casados, están dentro de la modesta habitación. Él la ha levantado de las nalgas y ella se le ha colgado del cuello, apenas se cerró la puerta. La penetra haciendo a un lado la prenda íntima y, como animal, se la coge en un frenesí pasional.
    La maestra Laura de Filosofía, de casi cincuenta años, se ha sentido como una colegiala excitada, luego de que el profesor José Luis se le acercara para saludarla cordialmente de beso. Por supuesto todo esto sucede bajo la ignorancia de José Luis, quien llega cansado a su casa y con deseos de tomar una urgente siesta. Su mujer en cuanto se da cuenta que lleva puesto el pantalón que le regaló en su cumpleaños treinta y tres, se excita nomás de verlo, pero es una excitación acompañada de un intenso rubor de celotipia. José Luis quería descansar pero sucede que María, su esposa, tiene unas inusuales ganas de coger mientras el niño está distraído, jugando con sus videojuegos. Lo monta y ella sola se inserta en el pequeño pene de su marido, pero que con esos jeans, quién sabe cómo, pero le ha triplicado su tamaño.
    Todavía no termina el mes, pero cuando José Luis vuelve a buscar esos mismos jeans que le dieron suerte, descubre que ya no se encuentran en su guardarropa ni en ningún otro lado de la casa, y es que María se ha dado cuenta que es mejor tener a José Luis junto a ella que andarlo presumiendo con otras mujeres, especialmente con algo que no posee. Lo que no sabe José Luis, es que tiene un pene pequeño, más pequeño que el promedio pero eso, si ya no le importa a su mujer, para qué diablos continuamos con esta historia.         

viernes, 14 de diciembre de 2012

Álbumes



Mi querido amigo, espero te encuentras recuperado de la fractura que tuviste; espero que con ello hayas aprendido la pertinente lección: no montar jamás una moto si la borrachera te lo permite. Te alegrará saber que pronto estaré en la ciudad. Estoy arreglando unos pocos asuntos y en cuanto lo haga, te visitaré para que hablemos muy a  gusto sobre los temas que nos interesan. ¡Tengo mucho que contarte! Déjame adelantarte algo. ¿Recuerdas las fotografías que tomé para la revista Sombras? Aquella, la del anarquista, creyéndose todo un libertador arriba de un autobús. Te cuento, que por ellas un tipo me contactó. Fui a su oficina. ¡Amigo, qué casa! Se notaba que el tipo tenía dinero. Pasé por un retén y hasta parecía que iba a cruzar la frontera, qué cosa. Dijo que me había llamado porque conocía bastante bien mi trabajo, yo lo dudaba, pero luego me mostró las fotografías que publiqué para las revistas En concreto, Sangre y lucha, Personajes  y también las entrevistas que hice para el periódico Oportuno. Dijo admirar mi seriedad y mi profesionalismo para guardar los anonimatos. Se refería al secuestrador del parque, al padre pederasta y al lugarteniente del Ceso, jefe del cártel de Los Martilleros, tipos que entrevisté, según recordarás también. En sí, quería que sacara fotografías para él, fotografías profesionales. Le dije que yo no era ningún profesional sino un aficionado con mucha suerte. Se echó a reír. Firmamos un convenio. Salí de allí y, dos días después me llamó para una sesión de fotos. Me pagaba por hora. ¡Amigo, qué buena lana me ofreció! El viejo me presentó con la modelo, ¡qué chica tan guapa! Imaginé por dónde iba la cosa. El viejo me indicó dónde tenía que fotografiarla, lo seguí, la puerta se abrió y, ¡zas! Tenía todo un estudio para hacer cine. El viejo se fue a sentar a un rincón. La joven comenzó a desnudarse. Saqué veintidós fotografías por seguridad. Siete de perfil, dos de cara, seis de espalda, etc. La chica ya tenía experiencia por lo que facilitó mi trabajo. Me gusta fotografiar los rostros. Las expresiones principalmente. Hasta hice al viejo que le lanzara a propósito una pelotita que hice con un calcetín de ella. Ella la esquivó, después tenía que atraparla. Este juego a ambos les divirtió. Terminamos pronto. Fuimos a la oficina del viejo, yo guardaba mi material mientras el viejo pagaba lo convenido con la joven. Ella tomó el efectivo, no obstante, antes de que la joven se diera la vuelta para marcharse, el viejo hizo un ofrecimiento indecoroso (ya vez, siempre los hay). Antes de las fotografías, el viejo la había entrevistado. Sabía que tenía un hermano, por lo que el ofrecimiento fue éste, tal cual: “Si traes a tu hermano y lo convences de fotografiarte con él, desnudos, estoy dispuesto a pagarles 35  mil pesos. Piénsalo y si aceptan, avísenme para concertarles una cita con mi fotógrafo personal”. Yo no dije nada pero estaba igual de pasmado que ella.
    Debí fotografiar, a lo largo de tres meses, a veinte modelos. A todas ellas, el viejo libertino había hecho el mismo ofrecimiento indecoroso. Y las que no tenían hermanos, pedía que se fotografiaran con el progenitor, o con un familiar suyo pero que fuera hombre. Me estaba dando gusto que nadie aceptara dicho ofrecimiento asqueroso, cuando, a las tres de la madrugada, justo cuando me encontraba durmiendo apaciblemente sobre mi cama, recibí la orden de presentarme a la casa del viejo para una nueva sesión de fotos a la cual llegué con poco retardo y de mal humor.
    Acompañando a una bellísima modelo, estaba un muchachillo como de 17 años. Hice lo que el viejo pidió. Todo fue mi profesional y respetuoso. Me tomó trabajo tranquilizar al muchachito que estaba temblando y sumamente avergonzado de que le tomara fotografías a su flácido miembro. El viejo salió a media sesión de las fotos para luego regresar con un carrito lleno de bocadillos y bebidas alcohólicas. Sobre la charola, estaba el dinero pactado y también una propina. Dijo que era para festejar la valentía del muchachito, que pudo tomar aire cuando le entregué la bata, habiendo concluido la sesión. Pasaron veinte minutos entre bromas y brindis.  Y cuando nadie lo esperaba, el viejo sorprendió a todos con el siguiente ofrecimiento indecoroso: “Les doy 50 mil más, si se realizan sexo oral mutuamente y se dejan fotografiar para mí. Los dejamos solos para que lo platiquen”. Los escuchamos discutir frente a una pantalla de computadora. La joven era la que trataba de convencer al muchachillo, con ademanes, con gritos, después le habló con suavidad. Tenían problemas financieros. La familia. Ella también, que había chocado el auto de su novio. “Será sólo un rato, un rato, cinco minutos, sólo un rato”, no se cansaba de decir la joven. Total que aceptaron. Nos fuimos a otra habitación. Una recámara. El viejo se fue a sentar en un taburete, con vista a la cama, a razón de no perderse detalle alguno. El muchachillo se recostó de espaldas sobre el edredón. Ella se subió encima de él. Ambos abrieron las piernas y metieron la respectiva cabeza entre los muslos de cada uno: torpemente, vergonzosamente, en un decente 69. El viejo dio la orden del inicio de la sesión y ambos comenzaron a lamerse los genitales. “¡Trágalo, trágalo!”, gritó de repente el viejo, tremendamente excitado.  La mujer tragó el semen como le indicaron. Se levantó. Pidió con urgencia un baño. “Derecho y a la izquierda” dijo el viejo. La sesión por segunda ocasión, concluyó.
    Esa misma semana llegó otra joven, acompañada con un hombre de su misma edad. Era su gemelo, según dijo. El viejo no era tonto, pedía las credenciales y las fotografías que lo certificaran. Descubrió que eran falsas. Tenía un hombre a su servicio que le ayudaba al obligado cotejo. Lo vi por primera vez cuando el viejo dudó en primera instancia. Lo llamó desde su oficina. El hombrecito entró y se llevó las fotografías para su necesario análisis. Después regresó y entregó el veredicto. “Son montajes”. El viejo los despidió y recibió de ellos unos cuantos calificativos que remarcaban su despertado enojo.
    De las veinte modelos que fotografié, sólo tres regresaron acompañadas. La primera, es a la que hice referencia. La segunda, es la que presentaron documentos falsos. La tercera, la modelo llegó junto con un tío por parte de su madre. Tomé fotografías de ellos desnudos. Se les hizo la misma oferta indecorosa. Y aunque el tío quería, la modelo no lo permitió. Salió enfadada de la casa, enfadada con el tío, con el viejo, conmigo.
    La gota que derramó el vaso para que yo rompiera definitivamente contrato laboral con el viejo, te cuento, fue por lo siguiente. Me  citó en un lugar. Y mientras me dirigía hacia allá, se me emparejó un auto sobre la carretera Toluca. ¡Qué espanto! Nunca me había asustado tanto. Me tranquilicé un poco cuando  me dijeron que venían de parte del viejo; dijeron que había cambiado de opinión sobre el lugar de la cita y que ellos me llevarían. “Puede llamarlo”, dijeron, y así lo hice. Me contestó el viejo. No mentían. Me pidieron que subiera a su auto y, vacilante, lo hice. Vi que dieron más vueltas que las que recuerdo. Me llevaron hasta una vieja casa abandonada, como si fuera un rapto. El miedo me atenazaba las entrañas. Pensé: “El viejo quiere borrar huellas, quiere desasirse de mí”.  Me tranquilicé cuando pude saludar al viejo. “Esta vez usarás esto. No hagas preguntas.”, me dijo, y me entregó una máscara de luchador. Él tenía otra. Me condujo hasta donde había un grupo de personas. Una mujer estaba llorando. Vi las pistolas y tuve deseos de retroceder y salir huyendo. “Es una actuación”, manifestó el viejo. ”Tú sólo dedícate a lo tuyo y todo estará bien”. Pero no era ninguna actuación el llanto desgarrador de la joven mujer, ni mucho menos los insultos humillantes de los hombres armados hacia los que me parecían eran los cautivos. “¡Tráiganlos!”, ordenó el viejo. Me pareció que el viejo se había hecho de lo servicios de un grupo de rufianes, para qué cosa, estaba a punto de saberlo. Me pareció que habían secuestrado a una pareja, y a la que obligaron a desnudarse frente a la lente de dos cámaras. Una era la mía y otra era de un fulano que videogrababa. “Tú te la vas a coger, ¡¿me oíste?!”, le dijo al sumiso hombre. Los amenazaban con matarlos si no aceptaban cogerse.  Yo no podía creerlo. Mis manos temblaban.  Me obligó a fotografiarlos. Yo temía por mi vida si me negaba. El chico comenzó a darle por el culo sin la mayor vacilación, eso hizo despertar mis primeras sospechas de que el muchachillo y el viejo, habían confabulado para llevar a cabo semejante bajeza (más tarde me lo confirmaría el mismo viejo). “Riégaselo, riégaselo por todo el culo”, le ordenó. “¡Tú -dirigiéndose a mí-, fotografía ese culo bañado por la leche, hazlo!” Cuando concluyó, el viejo hizo llamar a otra pareja que escondían en el interior de una camioneta. Un hombre grande y obeso, se acercó acompañado de una esbelta jovencita que lloraba inconsolablemente. “Tú te la vas a coger si quieres que viva”, le dijo al hombre. “No puedo hacer eso: ¡es mi hija!”, chilló. “Entonces despídete de ella. ¡Llévensela!”, ordenó. El hombre corrió a hablar con la chica. Supe de inmediato que éste también había confabulado con el viejo para montar el escenario y hacer creer a la adolescente que fueron secuestrados y que, no habían tenido otra opción. Fue asqueroso. Me destrozó el corazón los gritos de la jovencita. El hombre se la jodió por el culo como enloquecido toro, hasta dejarla inconsciente.
    El viejo y yo regresamos a su casa, solos, según para revelar las fotos. En su oficina, comenzó a armar un álbum. “Hay mucha gente libertina que hace lo que sea, con tal de cumplir sus fantasías o caprichos sexuales”, me decía, metido en la tarea placentera suya de ordenar las fotos. El álbum comenzaba con las fotos de niños, los hermanitos que, con el paso del tiempo iban creciendo, hasta el instante en que los había fotografiado cogiendo. Terminó uno, siguió con otro. Reconocí algunas de mis fotos. Frente a mi nervioso silencio, dejé que hablara todo lo que quisiera. Armó unos cinco álbumes. Se me quedó grabada la fotografía de un padre de familia, cargando a su pequeña hija. La última foto que metió en ese álbum (y al que llamó Papá e hija), fue la foto que tomé, hacía apenas unas horas. “Es una excelente fotografía, usted sí tiene ese tacto; mire ésta, por Dios. Justo cuando el hombre atraviesa por el orgasmo”, decía el viejo. “¡Y ésta, la niña a un paso del desmayo, como si lo disfrutara! Me fascina su trabajo. Tomar una foto no es cualquier cosa, por eso no me atrevo hacerlo ni dejárselo a cualquiera”. Luego se quejó de las fotografías de las revistas para caballeros. “Hacen retoques a la modelo y eso es la peor atrocidad que deben evitar cometer en su trabajo. Lo mejor es lo natural, sin retoques, usted me comprende. Mienten a la gente, se burlan de ella”. Compartí su opinión. “Y ahora abusan con toda la tecnología que existe”. Después dijo: “Supongo que quiere dejarme. Todos lo hacen, después de estos montajes como el que acabó de ver. Es difícil encontrar buenos fotógrafos como usted, le sugiero que lo recapacite bien. Nunca va encontrar trabajo mejor remunerado que este”. Trató de persuadirme de que continuara con él, cosa que no logró. Pagó todo lo que me debía, incluyendo  lo de ese espantoso día y añadió otra suma, un regalo, según dijo. Antes de irme, con tono que no me agradó dijo: “Espero que sepa guardar la confidencialidad que prometió tener conmigo.” Fue esa pausa que hizo la que me obligara a cambiar inmediatamente de residencia. Nunca estuve tan nervioso y tan paranoico como lo estuve en toda esa larga semana.
    En fin, todo eso lo dejé atrás. Siento asco de que todo eso esté sucediendo, de todo lo que hice. Es lo que me causa tanta ira. Bueno, querido amigo, ya te dije algo y el resto lo platicaremos en persona. Sin más por el momento, se despide de ti tu gran y sincero amigo.