El tío
Antonio tenía su departamento a doscientos metros de la casa de donde vivimos.
No había venido a pasar la Navidad así que, por la tarde del mismo día 25, mamá
me obligó a llevarle un poco de la cena que engullimos en compañía de otros
tíos, abuelos, primos, sobrinos, conocidos, etc. No tenía muchos deseos de ir a
visitarlo, darle el abrazo y el blablablá de buenos deseos. No, no quería ir.
Este tío me caía mal. Me consideraba un vago por el hecho de haber dejado muy
pronto la escuela y de servir de un mal ejemplo para mis emprendedores
hermanos. Cada que le resultaba oportuno, restregaba su brillante intelecto a
la gente inculta, a la que sabía, no podía objetarlo. Tenía dinero y presumía
de haberlo ganado sin ayuda alguna, lo cual era una mentira porque mamá me
había confidenciado que fue su abuelo, el que le ayudó con el puntual pago de
sus colegiaturas. Era un malagradecido, un tipo pedante. Un tipo insoportable.
Pero mamá lo estimaba y estaba muy orgullosa de él, porque de vez en cuando le
daba dinero o le traía la despensa del mes.
Toqué
el timbre en dos ocasiones. “No está, ya la hice”, me dije a mí mismo; y ya me
iba cuando, en la cerradura de su puerta, vi la solitaria llave insertada, con
un vistoso llavero, un puerquito columpiándose en el vacío. “Qué pendejo, dejó
la llave puesta”. Cruzó por mi cabeza la exigida idea de llevarme la llave y entregársela,
cuando llegara a contar el problema a la familia, pero algo me movió a entrar.
El
departamento era un asco. Había vasos, platos desechables, frituras en el suelo,
latas de cerveza, botellas de refresco. También hallé restos de pizza y comida
preparada. El tío Antonio había tenido su propia fiesta y es por eso que no
había llegado a darnos el abrazo tradicional, cosa que festejé. El estéreo
estaba prendido pero no se escuchaba ningún sonido. Fui a la cocina y dejé mi
carga sobre la mesa. No tenía pensado dejarla ahí, por supuesto, pero lo hice
para poder robarme una cerveza que se me antojó. Con la bebida en la mano, fui
a asomarme a la recamara. En la cama nadie había dormido, mas sin embargo,
estaba arrugada, como cuando alguien se revuelca en la colcha o da saltos como
niño inquieto. Habrán salido a desayunar, pensé. Pasé al baño y oriné ruidoso. Efectivamente
no había nadie en el departamento y ya me disponía a salir, cuando en eso, que
escucho como un ronquido que vino desde la sala. Allí no vi nada, pero cuando
me acerqué, a lo largo y sobre el asiento del sofá, cubiertos por una toalla de
baño, hallé dos cuerpos. Los dos, semidesnudos.
Me dio un
brinco el corazón y quería salir de allí corriendo. Se trataba de mi tío
Antonio y de una chica que aún no conocía. Fui a la cocina por la carga que
había olvidado, pero me inmovilicé, luego de que llamaran mi atención unas
botellas con la etiqueta de tequila Saporengo, “¿qué cosa?”; el nombre me
obligó a acercarme y así comprobar que no me había equivocado al leerlo. “¡No
mames!” Yo conocía el tequila Saporengo porque uno de mis cuates lo
adulteraba. La vendía a bajo precio en los bares de la colonia Nápoles. Si uno
la combinaba con otra bebida, o la tomaba con moderación, no había problema
alguno; pero si uno se excedía, uno quedaba seriamente intoxicado. No había
duda de que el tío Antonio se había intoxicado con la bebida. Fui de nuevo a la sala y traté de
despertarlos: los moví, les hablé, los cacheteé. No lo logré. Supuse que
despertarían hasta dentro de unas dos o tres horas, porque los muy tontos
habían tratado de curarse la resaca con el mierdoso tequila. Me quedé observándolos,
riéndome y burlándome de su estupidez. Luego recordé, que tenía que acomodarlos
a manera que no se ahogaran con su propia saliva (la experiencia me lo había
enseñado), procurando que no se obstruyera su respiración. Los dejé sentaditos.
Al hacerlo, distinguí mejor el cuerpazo de la mujer. “Ay, wey: está rebuena.
Pinche tío sí sabe
escogerlas”. Estaba en brasier; llevaba puesta una falda semicircular,
abierta de un lado. No tenía zapatos, pero cuando los encontré, sentí una
excitante necesidad de colocárselos. Luego de escucharla roncar, me di valor
para meter cada uno de sus zapatos en sus pequeños pies. Cuando concluí mi
morbosa tarea, dejé mi mano en su tobillo que estaba frío, sin dejar de mirarla.
Eché un vistazo a mi tío y él se había ladeado hacia el otro lado. Roncaba como
un animal. Yo estaba sudando y respirando por la boca, y mis dedos fueron
subiendo por las suaves y perfumadas pantorrillas de la mujer. “En mi vida voy
a encontrar una vieja como ésta”, me decía a mí mismo. Llegué a sus rodillas y
no pude detenerme. Subí mi mano hasta sus carnosos muslos, invitándome a continuar.
Subí su falda, y ya se imaginarán lo que encontré. Para ese instante, yo ya no
era dueño de mí mismo. Moví la prenda hacia un lado y descubrí la acanelada
grieta, con muy poco y finito vello púbico. La toqué con mis dedos y hundí uno
de éstos, clavándose hasta lo profundo de sus entrañas; estaba caliente, húmedo
y muy suave adentro. Pasé la lengua por los labios de la vulva, deleitándome
largo rato. Ya tenía la verga de fuera cuando levanté sus muslos. Apenas la
hundí y comencé a darle: clap, clap, clap, se escuchaban los chasquidos de su
vagina cuando se la metía. Eché a mis hombros sus tobillos y me sumergí en un
delirio indescriptible. Creo haberle llenado la matriz de un litro de leche.
Regresé a casa con la comida, con las llaves y con unas ganas de mear
insoportable. “No está nadie en casa –le dije a mamá- pero encontré estas
llaves muy cerca de su puerta. Creo que son de mi tío”.
“¿No
las probaste?”
“No”.
“Pero
si quiere, puedo ir y…”
“No-no, no, mejor deja que llegue”.
“Eso
pensé también”.
En el
año nuevo, el tío Antonio vino acompañado de la chica y la presentó como su
amiga, la diseñadora gráfica. Vino vestida con un abrigo muy vistoso, y aunque
llevaba puestas unas botas de tacón de aguja, me sacaba como treinta
centímetros de altura. “¡Ay, wey!”
Nos dimos el abrazo de año de nuevo, y aunque nos despedimos con un tímido
apretón de manos y beso de cordialidad, estaba convencido de volver a cogérmela.
Esto no sucedió, porque dos meses
después, se comprometió con mi tío, y al año siguiente, se casaron; claro,
después de dar a luz a un hermoso bebé que tenía, dijeron, un parecido
increíble conmigo. Fue un año increíble. Espero este año que llega, sea todavía
mucho mejor que el anterior.