"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 31 de agosto de 2012

Confesión nefasta de un hombre liberado



   No recuerdo un acto en mi juventud de la cual deba yo arrepentirme, no tanto, como el vil acto que cometí teniendo ya mi familia. Estábamos jugando a las cartas. Las cervezas se iban acabando junto con los cigarros, cuando, maldita sea la hora, empezamos a hablar sobre mujeres. Hablábamos de qué mujer que conociéramos, tenía el mejor culo. Todos estuvimos de acuerdo que esa debía ser doña Lucrecia, quien a sus cuarenta años, seguía teniendo un cuerpo espectacular. Era dueña de una tienda de abarrotes y sus tres hijas la ayudaban a adminístrala. La menor de estas hijas estaba por concluir la primaria. Se había casado con un fulano que nunca terminamos de conocer. Unos policías se lo llevaron por no pagar cuota, y jamás lo volvimos a ver. Los policías estaban pagando condena pero del hombre, nada se sabía. Entonces alguien dijo que si de culos íbamos a hablar, entonces debíamos hablar del culo de Lizbeth, que nada le pedía al de doña Lucrecia. Hubo un silencio con miradas preocupadas, miradas inquietadas que se dirigieron hacia mi persona. Aquel que lo había dicho tengo por seguro que no buscaba fastidiarme y crear un escándalo, sino que, en su embriaguez sincera, estaba compartiendo conmigo un sentir de todos, un sentir secreto que no se atrevían a decir.
    —Sí, tienes razón —dije, y todos se echaron a reír.
    En las noches pensaba en Lizbeth, en las posiciones en que los hombres se la debían poseer. En vano la sustituía en la cama con mi desinteresada y flácida esposa.
    Un día recibí un mensaje a mi celular que decía algo así (no lo recuerdo bien porque lo borré una semana después, cuando la policía comenzó a realizarme preguntas):
    “Yo sé que te la quieres coger. Si quieres te puedo ayudar; sé cómo hacerlo y que no haya problemas”.   
    La primera reacción que tuve fue de un enojo incontrolable. El enojo fue debido a que mi deseo reprimido fue más que evidente para otra persona. Ese mismo día fui a la cantina donde me reunía con mis amigos, y allí encontré al hijo de puta que me había enviado el mensaje.
    —A qué te refieres —le pregunté, a fin de no equivocarme.
    —Ya sabes —me dijo con indiferencia. Estaba bebiendo una cerveza en compañía de otro tipo.
    —No, no sé; ¿por qué no me dices? ¿De quién estás hablando?
    Pagó su cerveza, se despidió de su amigo y salimos de la cantina.
    —Tú quieres cogerte a Lizbeth, y yo te ofrezco mi ayuda.
    No me gustó el tono con el que lo dijo. Al tipo lo odiábamos por ser el más cerdo de todos. Lo sujeté de la camisa y le dije:
    —No te pases de listo.
    —Está bien, está bien… —chilló—. Me equivoqué, discúlpame.
    Un mes después, y no lo voy a negar, fui yo quien lo buscó.
    —No aguanto más —le dije.
    —Lizbeth es una preciosura, y te comprendo. —Me sentía tan puerco como él, mas no me importaba. Después de todo, él era el único en todo mi mundo que me comprendía. Sabía cómo me sentía cada que tenía a Lizbeth cerca de mí, oyendo los tacones de sus zapatos y dejando en el aire el perfume exquisito de su hermoso cuerpo. Yo ocultaba mi excitación con mi falsa actitud conservadora, cuando de momento ella aparecía como una sensual beldad, moviendo sus infinitas curvas… invitándome a desearla, a tomarla.
    Yo sabía la ruta y el horario que tenía Lizbeth en el trabajo; y después de varios intentos frustrados (porque mi cómplice debía esperar a que estuviera sola), logró subirla al auto con la amenaza de matarla si no obedecía, auxiliándose de una pistola que yo conseguí. Él me la llevó vendada de ojos hasta un aislado departamento que él mismo me proporcionó y que yo mismo supervisé. Con un pasamontañas cubriéndome la cabeza, entré al cuarto donde la tenía amordazada. “No me haga daño”, me dijo mi pobre Lizbeth que yacía acostada sobre la cama. Por fin la tenía para mí, por fin… Tomé mi tiempo para desnudarla. Comencé a besar cada centímetro de su piel. Se estremecía cada que mis labios la tocaban. “No, no, no por favor”. Gimoteaba. Para cuando me desnudé, ya no era yo. Mi cómplice me estaba observando desde una oscura esquina que fue el pago por ayudarme.

   Me deslicé delicado dentro de su precioso cuerpo. La miré unos segundos, de frente, contemplándola en toda su desnudez. “Oh, mi Lizbeth… Cuánto esperé por este hermoso momento”; y no importándome su impotente llanto, llanto de resignación, comencé el ansiado y mecanizado vaivén, entregándome a un placer infinito. Lo prolongué tanto como me fue posible. La potente descarga de un ansiado orgasmo resultó insostenible, y me derrumbé sobre su precioso cuerpo. Liberado. Extasiado. Volteé a ver a mi cómplice y él estaba con el miembro de fuera, tan complacido y satírico, que quise en ese momento matarle de varios disparos. Lo hice tiempo después, cuando quiso chantajearme.
    La dejamos sobre la carretera, a dos cuadras de la casa. Treinta minutos después, recibí la llamada de mi angustiada esposa. “¡Tu hija fue abusada, ven pronto!”
      

miércoles, 29 de agosto de 2012

El enigma de Patricio

El enigma de Patricio

   Patricio fue el único varón y por lo tanto, el juguete exótico más solicitado y más disputado por sus dos precoces hermanas: Cecilia, Angélica y Marisa. Esta última, un año menor que Patricio y a diferencia de las otras dos, Marisa prefería jugar en solitario, sin interesarse en los juegos impúdicos que sus dos locas hermanas inventaban, a escondidas de su complaciente madre.
    Luego de que llegaban de la escuela y su madre los dejara solos (porque tenía un empleo vespertino), los niños en completa libertad hacían todo tipo de diabluras, como por ejemplo: ver películas para adultos. Patricio las veía con ellas, y cuando jugaba con sus muñecos, él colocaba al hombre arriba y la mujer abajo. Y cuando las dos niñas muy traviesas le pedían que emulara al hombre de la película, dando por detrás a una mujer, Patricio orgulloso se paraba al frente de ellas y comenzaba graciosamente a mover la pelvis, adelante y atrás; tanto Cecilia como Angélica qué risotadas se echaban con aquel inocente y gracioso acto de su tonto hermano. Cabía dentro de lo muy habitual, que en el transcurso de la película, de los jugueteos, lo sometieran y le agarraran los pequeños testículos a su hermano; y el significado para Patricio de esta violenta acometida, no era otro similar que el equivalente a recibir un pellizco, un jalón de orejas y posiblemente una tirón de cabellos. A veces no entendía por qué a sus hermanas les daba la enorme necesidad de buscarle la boca para besarlo. Qué asco cuando le metían la lengua. Pero hallaba su desquite en la escuela. Se metía debajo de la banca. A sus hermanas no les importaba que les viera los calzones, pero a sus compañeras de la escuela, por supuesto que sí. Se ruborizaban. Humilladas lo acusaban con la maestra y todo no pasaba más que a un breve regaño por parte de su madre, y otro tanto de voz de la propia maestra. Y volvía a ocurrir. Y las niñas a falta de una mejor justicia, mejor optaban por alejarse de él, de cuidarse, de protegerse, de avisarse entre ellas. Y a él le gustaba aquel juego de sondeo, de sorpresa y de recompensa.
    Conforme los años transcurrían, los juegos de sus hermanas mayores se hacían más excéntricos y más originales. De sus amigos escuchaba decir que los besos de las niñas eran lo más delicioso del mundo. Tocarlas, tocar sus piernas y su busto. En los forcejeos, Patricio recordaba siempre haber tocado el busto y las piernas de sus hermanas, y no era gran cosa. Eran niñas a fin de cuentas. Con respecto a lo de besarlas… Debían estar bromeando porque besar era algo asqueroso; y recordaba las lenguas de sus hermanas, moviéndose dentro de su boca.
    El tiempo como inevitable perseguidor, siguió su marcha; y ahora cuando lo besaban, ya no sentía tanto asco como al principio. ¿Habrá sido la adaptación? Las lenguas se tocaban, las lenguas bailaban. A sus hermanas les gustaba besarlo. Patricio se estremecía. Gustaba de la cosquillita, la que se sentía adentro de la boca. Él se reía. Contrario a ellas, que se ponían totalmente serias y rojas como un jitomate. Se reían solamente cuando le agarraban sus «cositas» Qué cosquillas le provocaba esos inquietos tocamientos.  Él sabía que ellas no tenían Pilín -porque así ellas le llamaron a su pene-  y como no tenían, no tenía mucho caso tocarlas, de regresarles la maldad.
    Los compañeritos le dijeron que masturbarse era lo máximo. Y preguntó que qué cosa era aquello. Ellos, con aire de superfluo conocimiento, respondieron al ingenuo compañerito: “Es cuando te agarras tu «pito» y lo comienzas a frotar con tu mano. Se «para» y eso se siente rico”.  Ah, y lo hizo al pie de la letra, en el baño. Y su «pito» se «paró», tal como le dijeron. Arriba abajo, arriba abajo, comenzó a frotar,  pero ay qué cruda decepción: no sentía nada. Pero al menos sabía que Pilín cambiaba de forma, semejándose a esos gigantes penes de los adultos; y eso sus tontas hermanas no lo sabían. “Tengo-nuevo-Pilín, tengo-nuevo-Pilín”, salió del baño diciendo, anunciando la nueva noticia, saltando, dando vueltas, agarrándoselo. “Tengo-nuevo-Pilín y ustedes no, y ustedes no, jajá, jajá”. La curiosidad fue mucha. “A verlo”, pidió Cecilia. “A verlo”, pidió Angélica. Dijo que nunca se los iba a enseñar aunque la verdad es que quería presumir lo suyo a sus hermanas que, pobrecillas, no tenían. “Agárralo”, fue la orden de Angélica a su obediente hermana; y lo llevaron al baño. Él, haciéndose el secuestrado, lo arrastraron como a un muerto. “Es el mismo. Mentiroso”, dijeron insatisfechas, decepcionadas. “¿Ah, quieren ver?” Patricio comenzó a frotarlo. Vio cómo lo observaban, a él y su pene, su pene y a él, que se levantaba, que se hacía tieso, que se pintaba de rojo; y él reía orgulloso. Ellas estaban serías y azogadas. “¡Tarán!” Mostró el enhiesto aparato como pináculo de su temprana hombría. Satisfecho de mostrar el orgullo suyo, salió del baño dejándolas boquiabiertas, con su bulto suavizándose debajo del pantalón. “Tengo-nuevo-Pilín, tengo-nuevo-Pilín. Marisa, ¿quieres ver mi nuevo Pilín?” Un desinteresado “No” salió de la boca de su hermana menor, Marisa.
    Ah, no debió enseñarles. Lo agarraban entre las dos. ¡Qué fuerzas tenían!; mas nunca lograron su cometido. “¡Mamá, me lo quieren quitar!”, eran los gritos de su cobarde hermano. Entonces lo soltaban y corrían como hienas asustadas a ocultarse a su cuarto.
    Cambiando de tema, cada que Patricio quería entrar al baño, o una u otra lo mantenían ocupado. Se tardaban horas para salir, y salían rojas y sudorosas. Por sus compañeritos -como de costumbre-, Patricio se enteró de que las niñas también se masturbaban. “¿Y cómo si no tienen «pito»?” Ah, qué enigma. Y los niños se quedaban callados. “Se tallan -dijo un osado en un rincón-, ahí donde no tienen”.  Y Patricio descreído se quedó con la duda, ¿cómo lo hacían?  Se planteó responder, ¿y cómo?, sólo existía una manera: espiar a sus dos locas hermanas.  Y un día se escondió dentro del sanitario, debajo de la regadera, atrás de la cortina de baño; él veía por un hoyito. Angélica pensaba que Patricio estaba jugando con sus Carros-Monstruos en la azotea. Se bajó la falda gris de la escuela; los calzones rosas con un moñito quedaron atorados en los sedosos muslos blancos, perlados. Qué intrigante y nuevo mundo era todo aquello que le interesaba a Patricio. Sudaba, jadeaba. Escuchó el chorro potente de una característica meada femenina, una meada de niña. Silencio. Un tecleo a su celular. Una risa seguida de una majadería. Angélica era la única que tenía teléfono. Mamá se lo había comprado recientemente en su cumpleaños. Cecilia también quería uno; ella debía esperar hasta el próximo año. Se levantó sin dejar de ver la pantalla de su celular. Patricio estupefacto vio el resaltado triángulo de vello púbico. “¿Pelo?” Angélica se subió los calzones. La falda. Salió del baño y no hizo aquello tan esperado que vendría a quitar muchas dudas hostigadoras a su inocente hermano. ¡Plan fallido! Cecilia su otra hermana no se encontraba en la casa así que ya sería otro día. Y cuando estuvo a punto de saltar de la bañera, escuchó que la puerta del baño se volvía a abrir. Entró Marisa. Patricio no tuvo opción que regresar a su sitio. A esperar a que saliera. Marisa jaló la palanca del inodoro que Angélica olvidó bajar. El pantalón y los calzones cayeron hasta los tobillos. Marisa no tenía vello púbico así que Patricio le vio toda la raja rosada. “Aquí viene la meada” pensó Patricio. No llegó.  ¿Qué estaba haciendo? Ella comenzó a tocarse. ¡¿Ella?! Patricio no lo podía creer. Comenzó a frotarse, ahí donde debía existir y erigirse un magnífico pene como el de Patricio. Su mano derecha se movía suavemente en los alrededores de su entrepierna, y eran sus dos delgados dedos los que se movían ágiles y rápidos, en círculos, allí donde iniciaba la vulva. Después de varios minutos a ella se le hicieron vidriosos los ojos; arqueó su espalda y lanzó vibrantes  gemidos hacia el húmedo aire que se respiraba, que entraba a los agitados pulmones de quien la espiaba. Era la primera vez que Pilín se levantaba sin que hubiera mano que lo estimulara.  “Ah… ah… ah…” decía Marisa, cruzando las piernas, levantando las puntitas de sus pies, abriendo y cerrando los muslos en un agónico y turbulento delirio. Cuando quedó satisfecha, ella salió del baño, como si nada extraordinario le hubiera sucedido.
    “¿Porque ella sí puede y yo no?”, se dijo así mismo.
    “¡Pero si ella es menor que yo!”
    Se paró al frente del inodoro y comenzó a jalarse el prepucio. Jaló y jaló.
    “Yo quiero sentir igual, yo quiero, ¡yo quiero!”
    ¿Qué era eso?
    Un tirón que inició en el escroto, que subió por su espalda, por su espina dorsal, hasta llegar a su nuca. Una nueva y primigenia sensación. Se le erizó la piel. Sintió que su cuerpo se comprimía.
    Despacio.
    Despacio.
    ¡Oh, Dios mío!
    Oh.
    Oh,  ah… ¡oh!, ¡oooohhh! Ahk…
   Salió aquella materia desconocida. Pilín escupió, y siguió escupiendo. ¿Agua? ¿Leche? Se le doblaban las piernas a cada sacudida, a cada involuntaria y placentera contracción.
    Todo concluyó.
    Pilín comenzó a retraerse quedando  como un objeto marchito, inútil, vergonzoso. Lo había logrado. Había conseguido la sensación que dijeron sus compañeros iba a sentir si se masturbaba. La sensación que Marisa había sentido hacía unos cuantos minutos. Buscó la materia opaca. La encontró. ¿Hasta allá había llegado? Tocó la leche. Pegajoso. ¿Resistol? La olió. Un olor que jamás olvidaría.