Recuerdo que un día, cuando fui al parque con mi hija, vi unas niñas que podían
tener catorces o quince años de edad, vestidas como mujeres mayores lo cual
llamaron mi atención. Traté de ignorar su presencia pero me resultó sumamente
difícil por los tacones altos y los vestidos de una sola pieza que el viento
agitaba. Ellas se dieron cuenta que yo las buscaba con insistencia, y se reían
en complicidad lanzando sonoras carcajadas al aire.
Aproveché que mi hija había ido a los columpios para acercarme a ellas. “Hola”,
las saludé. “Hola”, respondieron. Hice una broma que tuvo que ver con el
hecho evidente de que ya estaban un poco grandes para estar allí, como
esperando turno para los columpios. “Esperamos a unos chicos”, dijeron joviales,
al tiempo que revisaban sus modernos teléfonos celulares. Se parecían. Tenían
el mismo corte de cabello y las tres tenían las uñas pintadas del mismo
color, con unas figuras de adorno. Había leído recientemente que las niñas de
ahora, ya menstruaban un año antes en comparación con las niñas de hace diez
años. Y no es que esté en contra de la naturaleza o la evolución, pero ellos
nos están dando un claro mensaje de reproducción temprana, con qué fines, vaya
usted a saber.
La más pequeña de estas preguntó si aquella del columpio, a la que señalaba su
dedo, era mi hija. Me entretuve bastante hablándoles de las travesuras de mi
hija y de lo gracioso que fue cuando su madre, faltando un par de meses para la
boda, me confesó que tenía una hija con un ex novio. Ellas contaron una
experiencia similar ocurrida a una de sus compañeras de la escuela. Había en
ellas un lenguaje corporal, un código en su locución de adolescentes, un santo
y seña, fuera un guiño, una palabra, una mueca, un tono distinto suficiente
para entenderse entre ellas, para hablar de mí sin que me diera cuenta. Ocurría
que por momentos me sentía como si estuviera hablando solo, y para otro
instante, incluirme hasta estar muy inmerso en su plática jovial, riendo junto
con ellas. Muy pronto rompimos distancia. Me tuteaban y yo las tuteaba.
De pronto,
una se quejó de que su teléfono se había quedado sin crédito, y puesto que
había recibido un mensaje de esos chicos, no tenía forma ni posibilidad de
abrir ese mensaje. “¿Y si son ellos y nos están esperando en otra
parte?” A las tres les entró el temor. Dije: “¿Puedo encargarles un momento a
mi hija? Voy a recargar mi teléfono y de paso podemos recargar el de ella. Yo
se lo pago”. Estuvieron de acuerdo.
Fui con la chica a realizar la recarga. Es una costumbre mía con toda mujer que
apenas conozco, así que conté que mi esposa era la malvada bruja y yo era el
esposo incomprendido. Metí 300 pesos a su teléfono y ofrecí con descaro
coqueteo, meterle crédito a su teléfono todos los días que la encontrara allí
mismo, en el parque. Hay que recordar al lector la definición de Kundera por
coqueteo: promesa de sexo sin garantía.
“Me
aburro estando aquí -le dije- pero mi esposa es quien me obliga a venir. Ella
se queda en la casa con todas sus amigas. La niña se aburre porque no le ponen
atención. Entonces la traigo. Esta vez quiso venir al parque pero por lo regular
vamos otro tipo de lugares. Ya si tú estás aquí, pues esto será distinto.
Tendrá a alguien con quien platicar”. Estaba como descreída, como dudando
de su grandísima suerte. “Hasta luego y gracias”, dijo, ya sin decirme si sí o
si no volveríamos a vernos. Regresamos con sus amigas y pronto se despidieron.
Las niñas de su edad buscan dinero, y si encuentran la manera de conseguirlo de
manera fácil y confiable, harán cualquier cosa por tenerlo. Allí estaba el
siguiente sábado. Tener una hija fue lo que me facilitó a que confiara en mi celada
perversidad. Jugaba con mi hija. Parecían hermanas. Se llevaban bastante bien.
Fuimos al cine. Yo agarraba a mi hija y mi hija agarraba la mano de Eliset.
Luego que salimos del cine, le di el dinero que le prometí y nos separamos con
cordialidad. Sin darse cuenta la estaba convirtiendo en una pequeña puta. Mi
hija y yo nos acostumbramos con su compañía cada fin de semana.
En un momento en que no aguanté más y se descuidó, le robé un beso de sus
labios. Lo hice mientras estaba distraída con una película para niños. “Me
gustas”, le dije. Pensé que hasta allí iba a llegar con ella pero sucedió que
no pasó nada: ella estaba con nosotros nuevamente el sábado siguiente, como
siempre. Esto me dio la pauta para pensar que podía llegar más lejos; pero no
me esperé que se me adelantara. Luego de salir del cine, me tomó de la mano
condescendiente y me dijo que era yo muy lindo.
Cuando la niña no nos veía ni nadie más, nos besábamos con fruición durante la
función del cine, que era el lugar ideal a la oscuridad y desatención de mi
hija. Le entregaba pequeños y costosos detalles. Le compré un nuevo teléfono,
de esos que tienen todas las funciones para entretenerse todo el día. Ella les
decía a sus padres que estaba trabajando los fines de semana, que cuidaba una
niña, lo cual no era tan falso. Un día la llevó hasta su casa para que le
creyeran, y yo estaba dentro del auto, observándola a ella y también a sus
padres. Abrazaron a mi hija. Tenía tres años y era sumamente amistosa con las
personas.
“¿Quién es Eliset? preguntó mi mujer. Mi hija había soltado el nombre durante
la cena. “Es una niña que juega con ella en el parque”, respondí con indiferencia
para que no sospechara, cosa que no logré porque mi esposa nos acompañó al
parque para ese fin de semana. Mi mujer y Eliset se conocieron, se saludaron.
Yo estaba sudando. Por fortuna, dado que Eliset era demasiado joven, ni por su
cabeza atravesó un pensamiento de infidelidad. Seguimos viéndonos pero mi
esposa estuvo muy cerca de descubrir la verdad.
Comenzó a fastidiarme el hecho de que tenía que cuidarme tanto de mi hija como
de otras personas, cada que tomaba la mano de mi joven amante. Por fortuna mi
hija aprendió a dormirse si llenaba su estómago de suficiente comida chatarra.
Las papas fritas con harta salsa cátsup y el licuado de fresa la dejaban como
tronco inerte, tiempo que aprovechaba con Eliset. Con el fin de no ser
reconocidos, nos alejábamos lo suficiente para no ser encontrados por algún
entrometido. Escogíamos los lugares del cine más apartados, más obscurecidos. No
nos importaba que hablaran de nosotros. Pero aquella tarde pensé en ir más
lejos. Me estacioné en un lugar solitario. Mi hija dormía en el asiento
trasero. Llevé mi mano hacia su entrepierna y mientras la besaba, comencé a
masturbarla. Respiraba azogadamente. Parecía que la tenía, que le encantaba. Me
apresuré a concluirlo. Se asustó cuando vio mi “cosa” afuera del
pantalón. Uno como hombre está excesivamente orgulloso de su aparato, pero para
una adolescente como Eliset, siendo la primera vez que veía algo así, tan cerca
de ella, le pareció monstruoso. Solemos pensar que las chicas en cuanto ven una
verga, desmayan por ansiedad de poseerlo, algo que también pensó Freud y que
por ello recibió bastantes críticas. Pero no. Para las niñas así como para las
jóvenes, que no han tenido relaciones, es sumamente traumático ver nuestro
aparato enhiesto, dispuesto a usarlo sin consideración alguna. Traté de bajarle
el short (porque siempre usaba shorts, excepto cuando conoció a mi mujer, cosa
que agradecí bastante) pero su mano delicada me lo impidió. “No es que… no”.
Ella estaba temblando. Intenté de nuevo. Vi su ropa interior y me enloquecí.
“¡No!”, gritó, provocando que mi hija en el asiento trasero despertara de un
sobresalto. Eliset salió del auto. “¿A dónde vas?”, le pregunté. No me
respondió. Se echó a correr y no la volví a ver. Estuve a punto de
comprometer mi matrimonio porque les cuento que una patrulla llegó poco
después. Se tranquilizó el hombre cuando le dije que mi hija y yo, habíamos
tenido una discusión. No me imagino lo que habría ocurrido si el policía me
hubiera sorprendido en pleno jaleo con una menor.