"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

jueves, 28 de marzo de 2013

Fragmento de diario de un esposo infiel


    Recuerdo que un día, cuando fui al parque con mi hija, vi unas niñas que podían tener catorces o quince años de edad, vestidas como mujeres mayores lo cual llamaron mi atención. Traté de ignorar su presencia pero me resultó sumamente difícil por los tacones altos y los vestidos de una sola pieza que el viento agitaba. Ellas se dieron cuenta que yo las buscaba con insistencia, y se reían en complicidad lanzando sonoras carcajadas al aire.
    Aproveché que mi hija había ido a los columpios para acercarme a ellas. “Hola”, las saludé. “Hola”, respondieron. Hice una broma que tuvo que ver  con el hecho evidente de que ya estaban un poco grandes para estar allí, como esperando turno para los columpios. “Esperamos a unos chicos”, dijeron joviales, al tiempo que revisaban sus modernos teléfonos celulares. Se parecían. Tenían el mismo corte de cabello y las tres tenían las uñas pintadas del mismo color, con unas figuras de adorno. Había leído recientemente que las niñas de ahora, ya menstruaban un año antes en comparación con las niñas de hace diez años. Y no es que esté en contra de la naturaleza o la evolución, pero ellos nos están dando un claro mensaje de reproducción temprana, con qué fines, vaya usted a saber. 
    La más pequeña de estas preguntó si aquella del columpio, a la que señalaba su dedo, era mi hija. Me entretuve bastante hablándoles de las travesuras de mi hija y de lo gracioso que fue cuando su madre, faltando un par de meses para la boda, me confesó que tenía una hija con un ex novio. Ellas contaron una experiencia similar ocurrida a una de sus compañeras de la escuela. Había en ellas un lenguaje corporal, un código en su locución de adolescentes, un santo y seña, fuera un guiño, una palabra, una mueca, un tono distinto suficiente para entenderse entre ellas, para hablar de mí sin que me diera cuenta. Ocurría que por momentos me sentía como si estuviera hablando solo, y para otro instante, incluirme hasta estar muy inmerso en su plática jovial, riendo junto con ellas. Muy pronto rompimos distancia. Me tuteaban y yo las tuteaba.
   De pronto, una se quejó de que su teléfono se había quedado sin crédito, y puesto que había recibido un mensaje de esos chicos, no tenía forma ni posibilidad de abrir ese mensaje. “¿Y si son ellos y nos están esperando en otra parte?” A las tres les entró el temor. Dije: “¿Puedo encargarles un momento a mi hija? Voy a recargar mi teléfono y de paso podemos recargar el de ella. Yo se lo pago”. Estuvieron de acuerdo.
    Fui con la chica a realizar la recarga. Es una costumbre mía con toda mujer que apenas conozco, así que conté que mi esposa era la malvada bruja y yo era el esposo incomprendido. Metí 300 pesos a su teléfono y ofrecí con descaro coqueteo, meterle crédito a su teléfono todos los días que la encontrara allí mismo, en el parque. Hay que recordar al lector la definición de Kundera por coqueteo: promesa de sexo sin garantía.
    “Me aburro estando aquí -le dije- pero mi esposa es quien me obliga a venir. Ella se queda en la casa con todas sus amigas. La niña se aburre porque no le ponen atención. Entonces la traigo. Esta vez quiso venir al parque pero por lo regular vamos otro tipo de lugares. Ya si tú estás aquí, pues esto será distinto. Tendrá a alguien con quien platicar”.  Estaba como descreída, como dudando de su grandísima suerte. “Hasta luego y gracias”, dijo, ya sin decirme si sí o si no volveríamos a vernos. Regresamos con sus amigas y pronto se despidieron.
    Las niñas de su edad buscan dinero, y si encuentran la manera de conseguirlo de manera fácil y confiable, harán cualquier cosa por tenerlo. Allí estaba el siguiente sábado. Tener una hija fue lo que me facilitó a que confiara en mi celada perversidad. Jugaba con mi hija. Parecían hermanas. Se llevaban bastante bien. Fuimos al cine. Yo agarraba a mi hija y mi hija agarraba la mano de Eliset. Luego que salimos del cine, le di el dinero que le prometí y nos separamos con cordialidad. Sin darse cuenta la estaba convirtiendo en una pequeña puta. Mi hija y yo nos acostumbramos con su compañía cada fin de semana.
    En un momento en que no aguanté más y se descuidó, le robé un beso de sus labios. Lo hice mientras estaba distraída con una película para niños. “Me gustas”, le dije. Pensé que hasta allí iba a llegar con ella pero sucedió que no pasó nada: ella estaba con nosotros nuevamente el sábado siguiente, como siempre. Esto me dio la pauta para pensar que podía llegar más lejos; pero no me esperé que se me adelantara. Luego de salir del cine, me tomó de la mano condescendiente y me dijo que era yo muy lindo.
    Cuando la niña no nos veía ni nadie más, nos besábamos con fruición durante la función del cine, que era el lugar ideal a la oscuridad y desatención de mi hija. Le entregaba pequeños y costosos detalles. Le compré un nuevo teléfono, de esos que tienen todas las funciones para entretenerse todo el día. Ella les decía a sus padres que estaba trabajando los fines de semana, que cuidaba una niña, lo cual no era tan falso. Un día la llevó hasta su casa para que le creyeran, y yo estaba dentro del auto, observándola a ella y también a sus padres. Abrazaron a mi hija. Tenía tres años y era sumamente amistosa con las personas.
    “¿Quién es Eliset? preguntó mi mujer. Mi hija había soltado el nombre durante la cena. “Es una niña que juega con ella en el parque”, respondí con indiferencia para que no sospechara, cosa que no logré porque mi esposa nos acompañó al parque para ese fin de semana. Mi mujer y Eliset se conocieron, se saludaron. Yo estaba sudando. Por fortuna, dado que Eliset era demasiado joven, ni por su cabeza atravesó un pensamiento de infidelidad. Seguimos viéndonos pero mi esposa estuvo muy cerca de descubrir la verdad.
    Comenzó a fastidiarme el hecho de que tenía que cuidarme tanto de mi hija como de otras personas, cada que tomaba la mano de mi joven amante. Por fortuna mi hija aprendió a dormirse si llenaba su estómago de suficiente comida chatarra. Las papas fritas con harta salsa cátsup y el licuado de fresa la dejaban como tronco inerte, tiempo que aprovechaba con Eliset. Con el fin de no ser reconocidos, nos alejábamos lo suficiente para no ser encontrados por algún entrometido. Escogíamos los lugares del cine más apartados, más obscurecidos. No nos importaba que hablaran de nosotros. Pero aquella tarde pensé en ir más lejos. Me estacioné en un lugar solitario. Mi hija dormía en el asiento trasero. Llevé mi mano hacia su entrepierna y mientras la besaba, comencé a masturbarla. Respiraba azogadamente. Parecía que la tenía, que le encantaba. Me apresuré a concluirlo. Se asustó cuando vio mi “cosa” afuera del pantalón. Uno como hombre está excesivamente orgulloso de su aparato, pero para una adolescente como Eliset, siendo la primera vez que veía algo así, tan cerca de ella, le pareció monstruoso. Solemos pensar que las chicas en cuanto ven una verga, desmayan por ansiedad de poseerlo, algo que también pensó Freud y que por ello recibió bastantes críticas. Pero no. Para las niñas así como para las jóvenes, que no han tenido relaciones, es sumamente traumático ver nuestro aparato enhiesto, dispuesto a usarlo sin consideración alguna. Traté de bajarle el short (porque siempre usaba shorts, excepto cuando conoció a mi mujer, cosa que agradecí bastante) pero su mano delicada me lo impidió. “No es que… no”. Ella estaba temblando. Intenté de nuevo. Vi su ropa interior y me enloquecí.
     “¡No!”, gritó, provocando que mi hija en el asiento trasero despertara de un sobresalto. Eliset salió del auto. “¿A dónde vas?”, le pregunté. No me respondió. Se echó a correr  y no la volví a ver. Estuve a punto de comprometer mi matrimonio porque les cuento que una patrulla llegó poco después. Se tranquilizó el hombre cuando le dije que mi hija y yo, habíamos tenido una discusión. No me imagino lo que habría ocurrido si el policía me hubiera sorprendido en pleno jaleo con una menor.


domingo, 24 de marzo de 2013

Tres horas




    La maestra de Desarrollo Organizacional ha llegado puntual, como todos los días a su clase en el 3-D del turno matutino en la preparatoria.... bueno, no especifiquemos. Ernesto no trajo una parte de la tarea solicitada y la maestra lo ha amenazado con reprobarlo si no la trae para el próximo martes. Lo han excluido del equipo donde se encontraba por la razón de que sus compañeros se han quejado con la maestra, de que no trabaja con ellos; y ahora tiene que hacer todo el trabajo él solo, lo cual resulta un castigo demasiado severo para un estudiante que le importa muy poco la escuela; un estudiante que ve en la educación una pérdida de tiempo. La tarea consiste en desarrollar todo un plan para (hipotéticamente) crear y poner en funcionamiento una decente empresa en México, comenzando con un estudio estadístico de artículos o servicios solicitados por un dominio de la población. Entre algunas cosas, debe  entrar a varias páginas en Internet, a fin de descargar y llenar los formatos requeridos para cumplir con todos los requisitos que las leyes imponen.
    Son las diez con cuarenta minutos; ha transcurrido una hora de clase y cada equipo está pasando a exponer el avance que lleva en su laborioso proyecto. La maestra escucha hasta con cierta desgana a cada integrante del equipo desde su asiento; opina, sugiere y critica el desarrollo de los proyectos. La maestra Celia es una mujer exigente, y en ocasiones demasiado dura con las palabras. A Ernesto más de cinco veces lo ha avergonzado frente a todo el grupo, diciéndole por ejemplo que si no quiere estudiar como los demás, mejor que ya no venga, pero que si va a seguir viniendo, que no siga entregando las “porquerías” que deja como tareas sobre su escritorio; que no tiene tiempo para él  porque su tiempo es demasiado valioso y puede usarlo en beneficio de otro estudiante que tenga más ganas de salir adelante; o aquella vez, cuando le rompió su maqueta en su propia cara y lo echó al cesto de la basura. Cualquiera se iría después de dos experiencias como esas, adjunto a un par de materias reprobadas, pero a Ernesto no le preocupan las materias reprobadas ni le incomodan las palabras o regaños de la maestra; decía que le entran por un oído y le salen por el otro. Secretamente la mayoría de sus compañeros no pueden evitar sentir lástima por el pobre joven al que la maestra ya le tiene el ojo encima.
    —Pase el siguiente equipo —dice la maestra, con voz autoritaria. Más de uno tiembla cuando escucha su nombre y lo pasan frente a la clase atenta y a la mirada inquisidora de la juzgadora.
    Usar el teléfono está prohibido, pero la clase  transcurre tan aburridamente que a Ernesto se le ha hecho fácil utilizar el aparato para enviar un apremiante mensaje. Escribe: “Te amo. Te necesito”. La maestra lo ha visto sacar y teclear el teléfono pero por alguna razón que ya aclararemos más adelante, se ha hecho la desentendida de que no lo vio. Plup, chilla el celular de la maestra dentro de su bolso y ella disimula que no lo escuchó cuando la mayoría sí lo hizo.
    La maestra Celia está cerca de llegar a los cincuenta años, no obstante, tiene una figura envidiable que ya quisieran tener muchas de  las mujeres de su edad. Usa vestidos que le quedan bastante sensuales sobre su saludable cuerpo; gusta de usar esos tacones altos y caros de catálogos de prestigio para resaltar sus largas y todavía bien torneadas piernas. Con casi veinte años de trayectoria en la enseñanza pública, se sabía que anteriormente gustaba de utilizar medias oscuras combinándolas con faldas cortas; ahora la moda es enseñar las piernas bien depiladas que ella sabe lucir muy bien. Y cuando no lo hace, cuando no enseña las piernas, se mete dentro de pantalones formales que llegan a resaltar sus anchas y seductoras caderas de donde han salido sus cuatro sanos hijos. Los estudiantes y también maestros no pueden negar que al menos una vez han fantaseado con esta hermosa mujer de reservado carácter. La han visto sonreír, pero esto muy raro encontrarlo en ella. Más de una vez ha sido postulada como directora sin conseguirlo todavía.
    La cosa comenzó así. A Ernesto le cayó de sorpresa que la maestra le enviara un mensaje a su teléfono celular. Le dio a entender que como iba a trabajar solo, ella lo iba a ayudar, facilitándole algunos documentos necesarios para lo que tenía que hacer. La maestra, utilizando sus influencias, había revisado el expediente del muchacho en la Dirección, y así fue como se hizo de su número telefónico personal. Ernesto creyó en todo lo que le dijo y, quedó de esperarla en una esquina, cerca de una plaza comercial para que le entregara los documentos que él sólo tenía que rellenar. Cabe decir que estos documentos no se descargan por Internet, sino que para obtenerlos uno debe de solicitarlos teniendo una cita previa con el organismo público o institución gubernamental, de allí que resultaran de valía para nuestro flojo estudiante. Esto fue el viernes, y la maestra quedó de verlo el sábado por la mañana, con el objetivo de que llevara su tarea, sin retardo alguno, el próximo lunes cuando toca entregar su clase.
    El auto se estacionó a un lado de donde Ernesto la esperaba. Pip-pip, chilló la bocina. “Sube”, dijo ella, y esto fue otra sorpresa para el jovencillo. “Es que se me olvidaron. No sé dónde tengo la cabeza”, manifestó la mujer dentro del vehículo. El auto emprendió la marcha, dio unas cuántas vueltas hasta que se metió en una casa con un gran portón de color blanco y rejas doradas; era una bella casa dentro de un lindo vecindario. Ernesto la siguió hasta la lujosa y limpia sala. Allí estaban las fotografías de ella, su esposo y sus cuatro hijos, colgados los dorados cuadros en las blanquecinas paredes. Toda la casa estaba muy limpia y olía a desodorante de piso. En una recamara se veía la caminadora y la bicicleta para el ejercicio. Ernesto siguió viendo las fotos. La mujer tenía una foto de joven. Una total beldad. No se casó tan joven. El más pequeño de sus hijos, le dijo, tenía la edad suya: diecisiete años. “¿Quieres algo de beber?” La maestra estaba muy atenta, muy sonriente, muy afectiva; sin duda una faceta suya que Ernesto ni ningún otro estudiante conocía de ella. “Siéntate, ahora te traigo los documentos. ¿Tienes alguna duda de lo que tienes que hacer? Ahora que tenemos tiempo, aprovecha”. Ernesto estaba demasiado nervioso como para acordarse de alguna duda de la clase. “¿Tiempo para mí?”, pensó. “Había imaginado que yo era una pérdida de tiempo para su vida”. La maestra, aunque no llevaba puesto sus conocidos vestidos, estaba bastante guapa, bastante diferente. Con unos jeans ajustados, unas botas y una blusa blanca; parecía mucho más joven, así lo consideró su estudiante. Ella se metió a una de las habitaciones y poco después salió con un sobre amarillo en las manos que dejó sobre la mesa de centro, en la misma sala. “¿No?, ¿no tienes ninguna duda? ¿Quieres otro jugo? No me digas que quieres tomar una cerveza. ¿Tomas? ¿No? Eso está bien. Los chicos de tu edad no deben beber porque después, aunque lo quieran, ya no lo pueden dejar. Mi hijo, el mayor tomaba mucho. También yo tomaba cuando todavía no tenía a mis hijos. Mi esposo, que en paz descanse, sufrió mucho conmigo. Sí, así como me ves, tu maestra se emborrachaba”. Ambos estaban sentando sobre el sofá, y ella hablaba y hablaba; decía que ya no tomaba pero su aliento decía lo contrario. Con cada risa espontánea y sincera, se acercaba a su confundido estudiante; cada vez más cerca de lo que la decencia y el respeto sugerían. De pronto ella acercó su cabeza como si buscara decirle un secreto, y besó los labios temblorosos del muchacho que no creía en su propia suerte. La mano de ella había quedado sobre el muslo izquierdo del joven: muy cerca de su entrepierna, y, sin apartarla, se apoyó de allí mismo para entregarle otro encantador beso: fresco, húmedo, delicioso. “Estamos solos, no te asustes”, le susurró, y ella continuó besándolo y haciendo caminar los dedos hasta llegar a su parte. Lo besaba, sobre todo en los contornos de la boca, de la barbilla y del manso cuello. Jaló hacia arriba la playera del chico y comenzó a besar con lengua y dientes, el agitado y lozano abdomen del muchachillo. La playera voló y cayó cerca de la pantalla de televisión.
    Un perro labrador pedía atención en el patio trasero y un pajarraco cantaba horriblemente dentro de la cocina. La maestra se desabotonó la blusa y poco después se desprendió del negro sostén. Eran los senos más grandes y redondos que Ernesto había visto en su prematura vida. Sopesó el tamaño con sus convulsas manos. “Chúpalos, son tuyos”, dijo la maestra, que se retorcía con los calientes y ávidos lengüetazos sobre sus duros pezones. Él los apretaba con los labios y con los dientes, ¡ummm! Amasaba los senos sabrosamente como quien no le alcanzan las manos para hacerles tanta diablura imaginada. Ella, atrapada por el placer desenfrenado, se bajó la falda y un segundo después: la ropa interior roja. Con todo su peso, se lo montó. Los dos estaban jadeando cuando ella liberó el erecto miembro de Ernesto para buscarle el grandioso sitio para el que fue diseñado. “Aaaah”, soltó ella cuando se empaló sobre su sumiso estudiante. Cualquiera diría que el miembro resbaló fácilmente dado que ella tenía la experiencia y el agujero ensanchado (por haber dado cuatro veces la vida) pero no; la vagina estaba como apretada por el poco uso de los últimos años. Lo cabalgó. Fue moviéndose adelante y atrás, adelante y atrás, salvajemente.
     El chico se vació muy pronto en un sublime orgasmo que lo dejó sin aliento y al borde del desmayo. Tomaron aire y hablaron de las intimidades de cada uno, acariciándose y resaltando las cualidades y los defectos de cada cuerpo. Al rato se fueron a la recámara y allí, él tomó el control que ya buscaba tener con su inolvidable enemigo. La tiró a la cama boca arriba y como fiera enloquecida, se le echó encima. Ella abrió las piernas y él clavó su redonda cabeza donde se unían las dos hermosas extremidades. Besó, lamió y chupó el sexo de su maestra, quien enloquecida lanzaba alaridos y no gemidos. El perro ladraba y no se callaba, a diferencia del pajarraco de la cocina que parecía entender lo que sucedía.
    Él elevó los muslos femeninos, acomodó su pelvis y apuntó su enrojecido glande  hacia la grandiosa zona, apoyándose de las rodillas flexionadas de la mujer. Todo parecía un hermoso sueño hecho realidad. Era todo un paisaje: la maestra desnuda, abierta de piernas, esperando ansiosamente que le penetrara. Toda sumisa, toda indefensa, presa a su santa voluntad. Se metió dentro de ella y agarró su ritmo, golpeándole las carnosas regiones con la fuerza tempestiva de su recién despabilada virilidad. Los sonidos de las pasiones incluían los gemidos de la mujer y los ruidos de sus sexos friccionándose tempestivamente. Aquel sonido no había conocido Ernesto, ni sabía que existía y que también mucho estimulaba. Parecía una muñeca descompuesta. Todo su cuerpo se sacudía al empellón viril: en especial los senos, que se zangoloteaban indómitamente. Más tarde y todavía desnudos, se trasladaron a la cocina movidos por el apetito despertado y allí, Ernesto la tomó de las caderas, la giró, la empujó hacia la mesa y se lo enterró profundo; pum, pum, pum.  Ella gemía y le rogaba que no se detuviera. “Ah, ah, oh, ah”. Él arrojó el caliente semen afuera de ella porque así lo dispuso, diciéndole que era su castigo por maltratarlo tantas veces. Al final, la cosa terminó mal porque, una vez que el alcohol se le bajó, la mujer se sintió presa de una terriblemente culpa; se había enfadado con él, diciendo que todo eso no debió haber pasado. Esto fue lo que ocurrió el fin de semana.
    En el resto de la clase, Ernesto la persigue con la insistente mirada con la nostalgia de quien necesita el urgente aliento femenino para seguir respirando. Clap, clap, clap, dicen los tacones de la maestra mientras se mueve de un sitio a otro, y Ernesto con exultado deleite, se detiene a mirar los tobillos delgados, las pantorrillas brillantes y las preciosas rodillas que fueron suyas por casi tres horas, las tres horas que Ernesto jamás olvidaría; y recordaba la vulva caliente y carnosa de Celia; el espeso vello púbico que tenía y el ano apretado y moreno donde él dejó huella de su presencia; y por pensar en todo esto, todo el domingo y noche del sábado, olvidó hacer  la tarea.
    —El viernes próximo realizaremos una evaluación que tendrá una puntuación de dos puntos sobre la calificación final.
    La maestra sigue hablando y es imposible no notar la apremiante mirada del joven que parece que se la quiere comer nuevamente. Al momento en que la mujer se ha volteado para escribir sobre el pizarrón, una palpitación en la entrepierna de Ernesto le recuerda que ese grandioso culo también fue suyo. El potente chorro de leche había salpicado las nalgas, el ano y la vulva de la mujer.
    La clase termina y la maestra se marcha haciendo ruido con sus tacones: clap, clap, clap.
    Ha sido una agonía para el muchacho, tener que aguantar hasta la tarde para ir hasta la casa de la maestra. Ernesto ha tocado el timbre y una puerta dibujada sobre el portón, se abre con un quejido. Es un chico quien abre la puerta y Ernesto piensa que ella se ha buscado un nuevo amante y por eso a él lo está rechazando.
    —Está… ¿la maestra Celia?
    —Está —dice con indiferencia el chico. Cierra la puerta y desde el otro lado se escucha—: ¡Mamá, te buscan!
    Eso ha sido un alivio para el joven, escuchar que ha dicho “mamá, y no Celia. Ella abre la puerta mas en cuanto lo ve, amenaza:
    —Si no te vas ahora, llamo a la policía, porque esto es acoso.
    —Llámalos, y te aseguro que les diré  que tú abusaste de mí.
    —Já —exclama burlona ella—. Eso tú lo imaginaste. Nunca ocurrió y nadie va a creer lo contrario. Ahora vete.
    Antes de que pudiera cerrar la puerta, Ernesto suplica:
    —Espera.
    —Márchate, no bromeo.
    —Te amo.
    La mujer queda sin habla como si saboreara la dulce palabra que no había escuchado en muchísimo tiempo; contempla al chico con suma ternura, con lamento pero también con tristeza.
    —Sólo olvídalo, ¿sí? Fue un error, un error mío. Un accidente. Tomé más de la cuenta. Nunca podrá haber nada entre nosotros dos, eso es imposible. Tampoco habrá otra ocasión.
    —¿Cómo me pides que lo olvide?
    —Mira, sólo fue sexo, ¿cómo puede haber amor? Olvídalo. Ya no hablaré más del asunto. Adiós. —Ha cerrado la puerta.
    Ernesto sólo piensa en ella, en su cuerpo. Está contaminado con la esencia de la piel femenina, totalmente idiotizado. Se queda en la puerta, toda una hora, después se marcha.
    Es otro día. Ernesto no trajo la tarea de nuevo y ha llenado el buzón del teléfono de la maestra con tiernos y poéticos mensajes. Celia, cansada de sus miradas, su obsesión y su rebeldía, lo ha acompañado a la Dirección.
    —No trabaja —ha dicho a la orientadora— y yo francamente ya no quiero verlo más en mi clase.
    Es un duro golpe para Ernesto. Es un duro golpe para su corazón, en especial porque siente que únicamente lo usaron por tres horas y tiraron a la basura, de la misma manera en que se tira un maldito condón, después de su uso.