"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

miércoles, 23 de octubre de 2013

Paraíso perdido



El señor Jota tocó tres veces a la puerta  y las tres veces lo hizo utilizando una moneda de plata, la que decía era su moneda de la suerte porque... bueno, no es importante. Basta con decir que no la usaba más que cuando tenía la presión encima, de poder vender algo, y pronto.  Iba a dar la media vuelta cuando, la puerta repentinamente se entreabrió para dar cabida a una cabeza con forma de bola. Era un niño regordete quien se asomaba y quien le sonreía con unos pocos dientes. Las mejillas las tenía sucias con algo que podía ser chocolate o....
    —Hola, pequeño. ¿Están tus padres?
    El niño subió los hombros y apretó la boca. —Era algo desesperante porque cómo no iba a saber si estaban o no estaban.
    —Cómo, ¿no sabes?
    —¿Pregunto? —inquirió el niño.
    —Eh… sí, por favor. Pregunta si están tus padres. Por favor.
    El chico retrajo la cabeza para averiguar si sus padres estaban dentro de la casa o para preguntar si querían recibir al extraño, que era lo más seguro. Dejó la puerta abierta y el señor Jota esperó pacientemente la respuesta. El tiempo lo ocupó para mirar sus zapatos. Se estaban rompiendo, era un hecho. El niño volvió al poco rato.
    —Sí, sí están. Pase —dijo el niño, chupándose los dedos caramelizados.
    —Tus padres no me conocen—manifestó el señor Jota—, y no creo que sea conveniente que me dejes pasar. Si pudieras llamarlos, yo podría ofrecerles… lo que vendo. ¿Te dijeron que me dejaras pasar?
    —Qué vende —preguntó el niño, en un arrebato de curiosidad, estirando las manos hacia el negro portafolio. Con cierto recelo, el señor Jota lo levantó a una altura pertinente para que no fuera alcanzado.
    —Es para los adultos —advirtió el hombre. El señor Jota no simpatizaba mucho con los niños. Sinceramente los detestaba. Pensaba que no había nada productivo en ellos y que además ocasionaban más problemas de los que necesitaba enterarse. Los consideraba que eran grilletes para mantener la máquina evolucionista funcionando.  
    —Pase —volvió a decir el niño, pero esta vez con tono menos amigable y algo resentido. Como el señor Jota no se movió de su lugar, el niño, haciendo bocina su boca con ambas manos, gritó hacia atrás, acusando que el señor Jota no quería pasar.
    —¡Que se vaya, si no quiere pasar! —se escuchó una voz de adulto, una voz de mujer: rasposa, fea.
    —Está bien —dijo el señor Jota—, voy a entrar.
    Había dos escaleras en ese hermoso vestíbulo: una a la izquierda y otra a la derecha. Al fondo y al centro de éstas había una puerta doble: abierta como un enorme libro. El niño regordete lo condujo por esta impresionante puerta.
    Mientras caminaba por un  pasillo, comenzó a escucharse un griterío de niños hacia el final de éste, como si se dirigieran al patio trasero de alguna escuela.
    —¿Fue tu madre la que habló hace un momento? —preguntó al niño.
    —¿Mi madre? No.
    —¿Entonces era tu abuela?
    —No —dijo el niño, como si se tratara de un juego de adivinanzas.
    Y conforme seguía al regordete niño, al señor Jota se le aflojaba más y más  los pantalones y la camisa. Cuando se dio cuenta, ya estaba arrastrando los pantalones.  Los zapatos ya se habían quedado muy atrás.
    —¿Era tu maestra? —preguntó el señor Jota al niño.
    —No.
    Sus pasos eran torpes porque una mano sostenía el pantalón y la otra el pesado portafolio.
    —¿Tienes hermanos?
    —Sí. Pero todavía no vienen.
    —¿No vienen? ¿De dónde no vienen?
    —De allá abajo. Siguen cuidando sus hijos.
    —¿Sus hijos?
    El niño avanzaba con mucha prisa y el señor Jota tuvo que arrojar el portafolio para poder seguirle el rápido paso. También se había quitado los enormes pantalones de un tirón. Con los calcetines sobrados en su pie y su camisa que parecía una bata de laboratorio, llegó al extenso patio donde se divertían una multitud de niños. Tan pronto como vio los columpios, las resbaladillas, el sube-y-baja, los juguetes inflables y los pastelillos sobre la mesa, se sintió superado por una inexplicable alegría. Nada le importaba de tres minutos para atrás, ni siquiera su moneda de la suerte. Mas no la soltaba.
    Los niños jugaban a la pelota, con los globos, con los aros de plástico, con… bueno, con todo eso que juegan los niños. Se perseguían el uno al otro, se divertían como diablillos liberados. Corrió primero a los columpios. Se subió al único desocupado y comenzó a balacearse, cada vez más alto. ¡Yupi, yupi! ¡Más alto! Cuando se aburrió, fue a la mesa y tomó un pastelillo de sabor a chocolate. Allí estaba sentado el niño regordete, comiendo como si no tuviera otra obligación más. Con un pastelito en la mano el señor Jota llegó a la alta resbaladilla. Se subió a la escalera, esperó su turno y se arrojó valiente. Fiuuuuu. Se cayó al suelo como un muñeco de peluche, rodando. Se levantó y fue a la mesa por otro pastelillo. Esta vez tomó uno con relleno de vainilla. ¡Delicioso! Regresó al columpio y allí se estuvo hasta que se terminó el pastelillo.
    Después se subió a una estructura laberíntica donde conoció a un amiguito con cara de ratón. Jugaron a buscarse y esconderse dentro de estanques llenos de pelotas de goma. Allí conoció a otro amiguito de grandes anteojos. Y los tres jugaron largo rato a arrojarse pelotas de todos tamaños y colores. Como si se hallaran dentro del mar, levantaban la cabeza, sacaban la mano y arrojaban la pelota. Se volvían a esconder. Era un gran juego hasta que el niño de anteojos lloró por un pelotazo a la cara que recibió por parte del señor Jota. Sí, se rompieron sus lentes.
    —Jajajaja, te di, te di.
    —Te voy acusar —dijo el niño, que estaba llorando.
    Al rato se contentaron y los tres fueron a la mesa, sedientos, a pedir algo de refresco. Había un único adulto en el lugar. Llamó la atención del señor Jota porque era una mujer sumamente hermosa como las que uno encuentra en revistas de moda y cosas por estilo. Tenía un vestido largo, llamativo, y descubierto de un lado y donde dejaba ver un hermoso par de perfectas piernas. Usaba unos tacones y unas medias negras que le llegaban poco arriba de la rodilla. Uno de sus amiguitos, el de anteojos rotos, le levantó el vestido mientras, distraída, servía refresco al señor Jota. Éste se había quedado casi sin aire luego de verle los impresionantes muslos.
    —Aquí tienes —dijo ella amable, entregándole el vaso con refresco al señor Jota.
    Sus amiguitos ya habían corrido a esconderse por la travesura.
    El señor Jota no dejaba de mirarla. Ella, tras varios segundos, detectó su rutilante mirada, y, con dulzura, se arrodilló a la altura del señor Jota para preguntarle si era nuevo dentro de la casa. El señor Jota, temiendo ser expulsado, negó que fuera un visitante o cosa parecida. Ella escrutó su ropa: la camisa, los calcetines de adulto, la corbata. Nervioso, él dejó caer su moneda de la suerte a los pies de ella. Ésta se inclinó para recogerla y… ¡Dios, qué cosa!
     Todos sus instintos regresaron al unísono de una sola imagen.
    —Es una bonita moneda —dijo ella—. ¿Es de la suerte?
    Pero el señor Jota no miraba la estúpida moneda, ¡la miraba a ella! Tarde, tarde se había percatado de que....
    —¡Vaya! —exclamó.
    Ella siguió la embriagada mirada del señor Jota, llegando a su par de piernas descubiertas y que, era innegable que no estuviera orgullosa de éstas.
    Ambos, ella y el señor Jota, parecía que se comunicaban con la sola mirada. Simpatizaban, de eso no cabía duda.
    —¿Son lindas verdad?
    El señor Jota babeaba.
    —Pero temo decirte que esto no es para ti, puesto que ahora eres un pequeño.
    —¿Eso piensas?
    El señor Jota la invitó a que viera mejor, ¿hacia dónde?: pronto lo descubriría ella.
    —Sí, eso pien… —La joven quedó entre fascinada y absorta, cuando un notable bulto se levantaba de entre la alisada ropa: inadecuada para un niño y hasta para un adulto, pensó.
    —¡Pillo!
    —¿Te gusta lo que ves? —ahora fue él quien le preguntó.
    Ella se quedó mirándolo como hipnotizada.
    —Te lo mostraré mejor —dijo el pillo.
    El color rojo coloreó las sedosas mejillas de la joven, ya que el señor Jota lo comenzó a menear de un lado a otro, vanagloriándose de su aparato. No lo habría hecho de no ser porque tenía toda la atención de una mujer hambrienta. Parecía que no había visto uno en meses, tal vez años. Se mojaba el labio sin pestañear.
    —Parece que todavía… tienes con qué —titubeó ella.
    Vaya si era desproporcionado a su pequeño cuerpo. Era lo único que no había empequeñecido.
    La joven levantó la mirada como buscando a alguien. Y como si buscara la oportunidad bajo la pertinente precaución, dijo—: Puede… puede que sea tu día de suerte. Ven, sígueme.
   Y lo arrastró hacia una bodega donde guardaban toda clase de juguetes rotos o desinflados. Apenas cerró la puerta y lo quedó mirando, como si luchara contra su propia conciencia libertina  y que poco a poco la sublevaba. El señor Jota la miraba, impaciente. La ayudó a rendirse cuando levantó su vestido. Los dedos del señor Jota temblaban. La prenda se quedó a un lado como si supera que si estorbaba, iba a ser terriblemente dañada.
    ¡Wow, usaba tanga!
    Era una bonita tanga blanca que él fue deslizando con experiencia, descubriendo el valioso tesoro. Hasta parecía decir: es tuyo, es tuyo, cuando lo vio. Tómalo. ¡Y claro, eso hizo! Incapaz de contenerse por más tiempo, estiró un brazo, un brazo tembloroso para atrapar.... ¿Qué atrapó?: pues atrapó el carnoso y gigantesco trasero y que ahora se le ofrecía para su real deleite. Ella se había acomodado en cuatro patitas. La tanga aún la tenía atorada en un delgado tobillo, cerca del zapato. Como  el señor Jota se tardaba (puesto que no la alcanzaba), ella flexionó todavía más las rodillas, bajando el culo; entonces pudo colocar la rosada cabeza del gusano a la zona púbica, y, acércalo, juguetón, a los pliegues femeninos donde fue recibido gustosamente. “Uh”, dijo ella; “oh”, dijo él, cuando el impaciente gusano se deslizó. La penetró. Era demasiado bueno para ser verdad, así que volvió a repetir la experiencia para no olvidar, esta vez paseando la cabeza por la zona anal y restregándolo con la palpitante vulva.
    Adentro de nuevo.
    —Uh —dijo otra vez ella.
    —Oh —dijo otra vez él.
    No, ya no pudo, ya no quiso salir. Comenzó a darle, con ímpetu. Pum, pum, pum, pum, pum. Sus manitas no le alcanzaban para acaparar toda la cintura femenina. Ella hubiera querido que el mocoso empujara fuerte, que la sacudiera, pero era imposible dada la ausente fortaleza. No obstante el mocoso hacía lo suyo, empujando con heroico ímpetu.
    No sabía dónde colocar las manos, si en las nalgas o en la cadera, que era descomunal para sus ojos, para sus manos, para todo su cuerpo. Pero la llenaba, de eso estaba seguro y que es lo que importaba.
    Pum, pum, pum, siguió, que no fue tanto, dada la excitación y el juego precoital. Sea la costumbre o por lo que fuera, a poco de venirse, sacó su vigoroso miembro, apuntó, y roseó con enloquecida euforia, como si sujetara una manguera de bombero. ¡Cuánta leche escupió! Resbalaba por los muslos, por las nalgas, por el ano, por la vulva. Ella habría deseado que él hubiera aguantado un poco más, pero al fin y al cabo, era un principio. El niño tenía una verga y sabía cómo usarla, que era lo importante. El lugar estaba escaso de vergas. Las había, sí, pero minúsculas o inútiles para el propósito requerido y que ella exigía dada su condición de ninfómana.
    Toc, toc, toc.
    Ninguno de los dos esperaba que la puerta fuera sacudida. Ella se irguió de golpe, asustada. El señor Jota había sido empujado bruscamente con un culatazo que lo dejó fulminado, con falta de aire y dolor en la entrepierna.
    —¿Valeria?
    Con un dedo en la boca, pidió al señor Jota que no hiciera ningún ruido.
    —¿Hay alguien allí? —Era una voz femenina, rasposa, fea, como la que había escuchado el señor Jota anteriormente—. ¿Estás allí Valeria? Dónde se habrá metido. —Al momento de decir esto último, ya se había escuchado lejana la voz. Valeria pudo respirar con tranquilidad, aunque no por mucho tiempo.
    —Estuvo cerca —dijo ella.
    —¿Podemos repetirlo? Dame cinco minutos y duraré más, mucho más.
    —No ahora —dijo ella—. Si nos atrapan, estoy muerta. Tú deberías estar más preocupado. Por alguna razón no has olvidado quién eres. Por alguna razón mantienes esa bestia viva, colgando de tus piernas. No sé cuánto te dure, pero debes tener cuidado con no enseñarlo por allí. Debes fingir que eres como todos los demás niños, de lo contrario… ¡Estate tranquilo! —dijo, apartándole la mano.
    —¡Valeria! —Esta vez fue una voz masculina la que se escuchó detrás de la puerta—. ¡Ya sé que estás allí!
    —Oh, no—dijo Valeria, preocupada.
    —Valeria, sé que estás allí.
    —Necesito que llores.
   —¿Qué?
   —Que llores.
    —¡Ya te escuché Valeria! —dijo la voz detrás de la puerta.
    —¡Confía en mí!—dijo en voz baja—. ¡Ahora salgo!
    El señor Jota lanzó un alarido que más asemejaba a un chillido de perro. No sabía cómo llorar así que sólo gritó.
    Valeria abrió la puerta y un hombre enorme, con larga barba y musculoso cuerpo, apareció. Cualquiera diría que era una escultura griega de un Zeus o un Poseidón. Tenía una mirada de fuego y su actitud hacia la joven fue de cruda decepción y airada reprobación. Había un halo de luz rodeando su musculatura, que por cierto, intimidaba.
    El señor Jota gritaba, pero de nada le sirvió porque el hombre ya se había hecho de sus propias ideas.
    —Déjame ver —pidió el hombre, palpando la entrepierna y el trasero de la joven, quien se azoró como un tomate.
    —¡Ay, eres un bruto!
    —¡Ajá!
    El hombre llevó los dedos a los enormes agujeros de su nariz, donde aspiró profundo. Por último lo llevó a su lengua, saboreándolo. Chasqueó la lengua y dijo:
    —Adán me dijo que estabas aquí, pero yo no lo creía.
    —¿Adán?
    Dirigiendo su atención al niño, pero hablándole a Valeria, comenzó a  decir:
    —Primero te cambias el nombre, y ahora ésto.... No sé qué voy hacer contigo. Te compro la ropa que quieres. Los perfumes. Todo lo que me pides.
    —Ya sabes lo que yo quiero —dijo ella envalentonada.
    —Yo no te puedo dar eso, por eso te di a Adán.
    —Adán no me sirve. Se ha vuelto maricón, ¿no lo has notado?
    —No entiendo esa palabra —dijo el hombre de barba blanca y torso desnudo.
    —Significa que…
    —No me refiero a eso. De cualquier manera…
    Sujetó bruscamente al señor Jota y lo sacó de la bodega.
    —¡Él no tuvo la culpa, te lo juro! ¡No tuvo la culpa! —manifestaba desesperada ella—. ¡No te lo lleves, no te lo lleves!
    El hombre jaló de los pies al señor Jota, arrastrándolo por el patio como un pedazo de globo desinflado.
    La joven lo seguía desesperada, a fin de convencerlo, de que no lo expulsara. Intentó colgarse al cuello del hombre. Ésta cayó de nalgas luego de no agarrarse, envuelta en un mar de llanto lleno de arrepentimiento. Todos los niños la rodearon y comenzaron a  murmurar entre ellos.
    —Qué pasa, qué pasa —preguntaban.
    —Es Dios, es Dios —dijo uno—. Dios se enfadó con Eva otra vez.
    —¿Con Valeria?
    —Quise decir Valeria. Le pegó. Allí van. Se lleva ese niño.
    —Lo veo, lo veo.
    —¡Yo lo conozco! —dijo el niño regordete—. Adán lo invitó. Allí está él.
    —Yo también lo conozco.
    —Pobrecito. Ni un día duró.
    El señor Jota fue arrojado a la calle. Cuando abrió los ojos y se irguió orgulloso, se sorprendió de que estuviera aún vistiendo su traje y sujetando su negro portafolio que pensó, había perdido. La gente lo miraba y se preguntaba cómo diablos había sobrevivido después de ser atropellado. Bueno, la verdad es que pocos hombres pueden decir que cogieron con Eva y que por eso fueron expulsados del Paraíso. Sí, y arrojados por la mismísima mano divina de Dios.

viernes, 5 de julio de 2013

Larkenianos


*1*
    Tenía un sueño que se repetía. Ashle me preguntó si había encontrado el significado al sueño. Le dije que lo había buscado, pero que no estaba en ninguno de sus libros que me prestó. Me exigió que le dijera cuál era el sueño, casi molesta.
    —Vi un libro que parece bueno —cambié de tema—. Es grueso y es de Freud.
    —¿Quién?
    —Un tipo que se llama S. Freud.
    —No lo conozco.
    —Debe ser bueno, si cuesta tan caro.
    —¿Qué cosa?
    —El libro. Cuesta bastante caro. Se llama La interpretación de los sueños.
    Me aconsejó que lo descargara de la Red.
    Le dije que no me gustaba leer en la pantalla debido a que se me cansaba la vista, y ella me dijo que me iba a prestar su tableta, porque con ésta, era diferente a como uno lee en una pantalla cualquiera. La verdad es que no le creí, y entonces ella sacó el aparato de su mochila y comenzó a mostrarme. Tenía la novela 1984 de Orwell. Raspaba el dedo en la superficie de la pantalla y la hoja virtual se cambiaba. Cosa grandiosa.
    —¿Y ya la leíste? —pregunté.
    —¿Qué?
    —La novela.
    —Ah, es que no he tenido tiempo. Pero ya tengo la reseña que bajé también por Internet. ¿Entonces no me vas a decir cuál es tu sueño? Es un sueño lujurioso, ¿no es cierto?
    Mi falta de reacción fue la que me delató.
    —Obviamente esos sueños tienen que ver con tu necesidad fisiológica de acostarte con una mujer ¿no lo crees? —me dijo burlona—. No hay más explicación.
    Ashley tenía razón. Quería acostarme con una mujer y estaba dispuesto a pagar para conseguirlo.
    Un día fui al corredor de… y pregunté a una mujer su precio por acostarme con ella. Me miró de arriba abajo como si dijera “lárgate de aquí, escuincle baboso”. Me quedé en espera de su respuesta mientras ella se preparaba un cigarro, por casi un minuto; después me miró y preguntó por mi edad.
    —¿No crees que estás muy joven? —luego completó—: Trecientos; más cincuenta por el hotel.
    La mujer debía tener unos cuarenta y tantos años, ya rayando a los cincuenta. El precio no era muy de acorde a su edad, consideré. A un amigo -recordaba- le cobraban doscientos pesos, y la mujer le bajó el precio hasta los cien pesos. Me aconsejó buscar las de mayor edad, por ser las más baratas.  Tardé una hora en darme valor, de poder acercarme a la vieja prostituta. Tenía unas carnosas y bien torneadas piernas. Llevaba puesto unos leggings negros y una blusa blanca con escote en V (y donde se asomaban dos generosos y gigantes senos). Era más alta que yo, aún sin los altos tacones. El mejor atractivo era su voluminoso trasero (lo primero que llamó mi atención).
    —Sólo traigo cien —le propuse.
    Torció la boca y dijo que “entonces no”.
    Había pensado cogérmela unas diez veces en todo ese día, y estaba dispuesto a que fueran sólo dos, tal vez tres, pero en eso alguien la llamó. Era un tipo dentro de un auto, con dos  acompañantes.
    —Junta lo demás; te espero, aquí voy estar —me dijo, y se alejó para hablar con el fulano sin darme posibilidad de negociar.
    —¿Cuánto por los tres? —escuché que le preguntó el hombre.
    —Quinientos—propuso ella.
    —No, es mucho—se quejó.
    —Trescientos —propuso ella.
    —Doscientos cincuenta.
    —Trescientos.
    —Está bien.
    Subió al auto y se marcharon.

*2*

    Conté a un compañero lo que me proponía. Me dijo que por ese dinero que pensaba yo pagar a la prostituta, podía acostarme con tres prostitutas más jóvenes. Quizá tenía razón, pero esa mujer me gustaba y no sólo porque se parecía a una de las maestras que nos daba clase de Español y que todos odiábamos.
    Cargué con la mitad del dinero y  fui con mi amigo al corredor de las prostitutas. Desde el día que se lo comenté, prometí que me acompañaría. No tuve otra opción. Luego que llegamos, la buscamos por más de una hora sin poder localizarla. Dimos  muchas vueltas. Mi amigo se fastidió y me pidió que escogiera otra prostituta.
    —Coger es coger, da igual con quién.
    —No se trata de sólo coger —le dije.
    —Claro que sí —puntualizó.
    —Bueno, te lo diré de otra manera: no puedo excitarme con cualquier mujer, por más buena que ésta esté.
    —Eso… no te lo puedo creer.
    —Pues créelo.
    —Mira, que está preciosa aquella. ¡O ésa!
    Era delgada y de largas piernas. Debía tener unos dieciocho años. Estaba guapa pero no se me antojaba. Mi amigo fue a preguntar el precio. Cinco minutos después, él llegó contento y diciendo que la había convencido que por el dinero que yo tenía, más cien que él tenía, ella aceptaba a los dos, en un trío.
    —Claro que no —le dije.
    —Entonces tú primero y yo después; eso es lo de menos.
    —Dije que no.
    —¡Oh, maldita sea! ¡Tú y tu maldita abuela!
    Mi amigo se enojó bastante y ya no me quiso hablar.
    Al siguiente día, esta vez solo, también la busqué. Y al siguiente. Por toda una semana. Luego cada tres días, por casi un mes.


*3*
  
    Encontré una página de Internet que me interesó bastante. Era como un libro virtual. Tú escribías tu sueño y en no más de cinco días, alguien te respondía, entregándote el significado. Quise probarlo y escribí:

En mi sueño
 estoy orinando;
 y de pronto mi pene
 se  convierte en una
 horrible serpiente,
que abre y cierra
su gran boca.


    Esperé la respuesta, e incluso me olvidé del libro de Freud que también descargué. Para mi decepción, al tercer día, sólo recibí tres palabras y un largo link. Decía: “Eres un larkeniano”.
    Me fui al link que me colocaron en respuesta a la pregunta de mi sueño y me metí a una página de la cual hablaba sobre  el fenómeno OVNI. El tema decía: “Los larkenianos”, al estilo Wikipedia, que hablaba sobre una raza de extraterrestres que vinieron a la Tierra hacia el año 12,000 a.c. y eran provenientes del planeta Larken, según un antiguo códice descubierto en el año 1924. Se decía que los larkenianos no eran capaces de mantener su forma, dado que eran de apariencia semilíquida, así que hicieron experimentos con el objetivo de crear un larkeniano de cuerpo físico, combinando el ADN  humano con el de su especie. Se aclaraba que en el pasado los humanos habían sido ratones de laboratorio para diferentes razas de extraterrestres.
    Se decía que el primer larkeniano poseía una apariencia horrible, pero lo más asqueroso, es que tenía un miembro parecido a una serpiente, como aparecía en mi sueño (había una pintura de esta criatura en las cuevas del Ecuador). Este ser se apareó con cientos de mujeres. Entonces vino una raza de larkenianos de apariencia física y que se confundieron con la raza humana. Decía que aún en nuestros días, los larkenianos seguían presentes en la Tierra.
   El autor comentaba que los larkenianos guardaban la memoria de sus antepasados en lo profundo de su inconsciente, así como en sus genes y, por ende, a algunos se les revelaban su pasado en forma de sueños.
    Este artículo me hizo mucha gracia.


*4*


    Un día falté a la escuela, pensando que ella tenía otro horario; fui a buscarla en la mañana con el uniforme para que mi familia creyera que me dirigía al colegio como de costumbre.
    El corredor de las prostitutas estaba a media hora de la escuela en transporte público, así que hasta pensaba entrar en la tercera o cuarta hora de clase.
    La vi desde el autobús. Allí estaba, en el lugar donde la había visto por vez primera. Me alegré bastante.
    —Hola.
    —Hola —dijo ella, en tono molesto. Estaba vestida con una falda muy corta y unas botas que le llegaban a la rodilla.
    —Tengo el dinero —le dije.
    —¿Los quinientos?
    —¡Dijiste trecientos cincuenta!
    Contrario a lo que pensaba, me pidió que me fuera. Después de buscarla tanto, no iba a resultar tan fácil deshacerse de mí. Levanté la voz. Le dije que ella me gustaba, que me gustaba bastante; que la había buscado por varios días; que me quedaba horas a esperarla. Me dijo que me callara.
    —No, no me voy a ir —le dije, importándome poco que llamara la atención de la gente que cruzaba por el lugar—. Te fuiste con tres hombres por miserables trescientos, ¡y a  mí me cobras quinientos!
    —¡Cállate, te digo!
    Me dijo que  vestido así, iba a llamar la atención de los vecinos, y que ya se quejaban de que las mujeres estaban corrompiendo a sus hijos; que no debía estar hablando con ella en ese momento.
    —Vete y regresa cuando no traigas ese uniforme.
    —Pero entonces sí…
    —¡Sí, pero vete!
    Luego de que me retiré unos pasos, unas personas se acercaron para hablar con ella.

*5*

    Regresé a casa para cambiarme de ropa. Tenía prisa, pues no quería dejar pasar otro día sin coger o que pasara otro mes.
    Resulta que cuando crucé por el pasillo para llegar a mi habitación, escuché un par de voces, provenientes del cuarto de mi hermana. Mamá y papá se iban desde las ocho. Ashley también trabajaba, y se iba a las nueve, quedando sola la casa. Al parecer Ashley tenía otro horario.
     Para no delatarme, no hice ruido y me fui a cambiar, ignorando lo que había escuchado. Cuando salí, las voces se habían transformado en jadeos y gemidos ruidosos. Mi mano se movió hacia el redondo picaporte. No creía que estuviera sin el seguro, pero lo estaba, y abrí silenciosamente la puerta, corriendo los riesgos que se me aseguraban. Sólo metí la cabeza y… sorpresa.
    Vi a un hombre desnudo y con el culo al aire. A cada lado de su cadera, salían dos pequeños y blancos pies. Un pie estaba todavía enfundado en una zapatilla. El sujeto la tenía empalada y se movía frenético: de pie y sin intenciones de detenerse. Cerré la puerta y me retiré, diciendo que no sólo ella iba a tener acción esa mañana.

*6*

    La prostituta me reconoció desde la distancia y no dejó que me acercara más hasta el lugar donde se encontraba. Ella fue quien vino hacia mí. No me dejó que hablara, simplemente me condujo hacia un hotel, a una calle de distancia del corredor. Pidió una habitación. Pensé que me tocaba pagar, no fue así, el encargado sólo le entregó la llave y fuimos a una habitación que ella parecía conocer muy bien. Cerró la puerta y preguntó si traía preservativo. Lo traía, lo traía desde hacía tres años. Mi corazón estaba latiendo a mil por hora.
    —Primero lo primero —dijo, estirando la mano y extendiendo la palma.
    —Trescientos cincuenta.
    Fue una sorpresa porque ya me había resignado a pagar quinientos. Habría pagado hasta mil por coger con ella.
    Mientras lo contaba, le pregunté por qué elevaba el precio conmigo, si había escuchado que cobró cien a aquellos tres hombres. Guardó en su bolso el dinero y respondió que lo hacía porque no le gustaba coger con chicos de mi edad y que todavía iban a la escuela. Confesó que era abuela y que sus nietos podían tener mi edad ahora. Nietos que por cierto no conocía.
    —¿Quieres que me desvista? —preguntó. Su rostro, antes rígido, se había suavizado como una fraternal abuela.
    Tantas veces había imaginado un encuentro con ella que en ese momento la mente la tenía en blanco. Tartamudeé.
    —¿Es tu primera vez? Ven —sujetó mis manos y me condujo afectiva hacia la cama.
    —¿No te da miedo de que yo pueda ser tu nieto? —pregunté, y no sé por qué lo hice. Tal vez era mi miedo y no el de ella. La hice dudar, así que preguntó por mi apellido, mi casa, mis padres el lugar de su nacimiento. Cuando concluyó que no era probable, se acostó y abrió las piernas, haciendo una M con las rodillas y las plantas de los pies. Ella misma sujetó el aparato y se lo insertó delicadamente. Sentí sus uñas largas que lo habían atrapado como con tenazas. Su vulva tenía unos labios gruesos. Ella tuvo que abrir los para que yo pudiera entrar. Sólo empujé un poco y me deslicé muy fácil. Ya la había penetrada. Ella me iba guiando. “Así, lento, así, eso es, ahora a tu ritmo”.  Me apoyé de sus rodillas y comencé a hacer palanca. El condón se llenó con bastante semen.

*7*

    Otro día y en el mismo hotel, rodee su cuerpo, tomando esta vez la iniciativa. Ella estaba inmóvil; no puedo decir que estaba agitada o nerviosa, mucho menos excitada, pero sí sé que estaba sorprendida con mi repentina actitud. Me coloqué detrás de ella y eché mis manos hacia adelante y atrapé sus enormes pechos. Los sopesé; estaban pesados. Pero no eran los pechos lo que me importaba de ella, lo sabía. Deslicé mis manos hasta llegar allí. Era la segunda vez que tocaba unas nalgas de esa madurez, unas nalgas redondas, enormes, suaves, como dos globos rellenos de harina. Después de cinco veces de acostarme  con ella por fin me había dado valor de pedírselo.
    Recordaba.
    Iba en el transporte público. La mujer que me acompañaba era mi madrina.
    Yo iba en la primaria.
    La gente comenzó a arrinconarnos en el autobús que se llenaba de gente, y el trasero de mi madrina estaba cada vez más cerca de mi pelvis, hasta que lo frené. Ella sintió algo, en mi pelvis.
    Sólo había sonreído.
    —Ya vamos a bajar, papito —había dicho ella, sonrojándose y tratando de retirarse aunque fuera solo un centímetro. Se parecía bastante a aquel trasero...
    Comencé a subirle la falda, lo cual no era un trabajo difícil.
    —El sexo anal  lo cobro a cuatrocientos —me advirtió.
    Saqué un billete y se le entregué en sus manos, a condición de que me llamara “papito”.
    —Antes ponte el condón…, papito —me dijo, desabrochando el botón de la falda. Esta calló a sus tobillos junto con su tanga, una tanga negra. Ella extrajo un recipiente de su bolso y untó el contenido sobre sus nalgas, concentrándose en el enrojecido ano. Era lubricante. Le pedí que no se quitara los zapatos y ella dijo que eso era muy clásico de los hombres, que ya estaba aprendiendo.
    —Listo —le dije, presumiendo mi tremenda erección.
    —No está mal. Tómate tu tiempo. Disfrútalo, que todavía está en buen estado—me dijo, entregándome la espalda—. ¿Te pusiste el condón?
    —Sí.
    Justo cuando ella acababa de supervisarme, lo retiré y guardé en mi mano. Se inclinó, separó las piernas y colocó sus palmas abiertas sobre el viejo colchón. Separé sus nalgas y me deslicé por el agujero, forzándolo a lo profundo. Estaba apretado pero el lubricante me ayudó bastante. Y ya adentro, ella apretó las nalgas, o fue la pelvis: no sé qué hacía pero se sentía muy bien. Me succionaba.
    —Esto lo aprendí con la experiencia. ¿Te gusta?
    —…Sí.
    —Ya veo que sí.
    Comencé a moverme, y en la mente tenía la imagen de mi madrina y su trasero que me aprisionaba. Ella me provocó la primera erección de mi vida.
    —Así, papito. Oh… uhm… así, papito, así… Oye, tranquilo. Uhm…
    Sujetando su ancha cadera me movía frenético: adelante atrás, adelante atrás, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, y para cuando conté diez ya me había vaciado. Me parecía que no había durado ni un minuto. Seguí moviéndome pero ya no era excitante.
    —Hijo de la chingada —repentinamente dijo ella, apartándome de un empujón. Miró mi debilitado miembro babeante y luego se palpó las nalgas, averiguando lo que había ocurrido—, ¡no te pusiste el condón, cabrón! ¡Te dije, ¿no?! ¡¿Te dije o no te dije las reglas?!
    Me dio una cachetada como si fuera yo su crío. Me dio otra más, casi en los ojos. Me iba a dar otra pero a tiempo había sujetado su pesada mano.
    —Me vas a pagar el aborto —manifestó.
    Y yo pensé: “No creo que usted todavía pueda tener hijos”.
    —Me vas a pagar, o ahora mismo te mando al Diablo para que te rompa tu puta madre.
    Todo sucedía muy rápido, y yo no creía en lo que estaba sucediendo. Parecía otra. Estaba como enloquecida.
    —Dame dinero, ¡dame dinero! —me exigió, con la mitad del cuerpo desnudo.
    —Sólo traigo ésto.
    Era un billete de doscientos, otro de a veinte y un par de monedas de a diez.
    —Ni para la puta pastilla —dijo molesta—. No te quiero volver a ver.
   Tomo todo mi dinero, se vistió y se marchó. A pesar de que me había robado, que me había pegado, que me había insultado como nunca nadie me había insultado, estaba sumamente satisfecho con ella y estaba dispuesto a regresar otro día para convencerla de que lo repitiéramos.

*8*

    Descubrí que Ashley tenía una vida sexual activa, muy envidiable. Una vez que la casa quedaba vacía, ella metía a su pareja a su habitación, lo hacían, y luego se marchaban. Lo había estado haciendo por quién sabe cuánto tiempo.
    No conocía al hombre con quien estaba acostándose, así que me propuse a averiguarlo, después de todo, ella había tenido tropiezos sentimentales que la familia no quería ni recordar. Sentía que mi labor de hermano era la de servir como informante para con nuestros padres. Y es que Ashley era mala para elegir un compañero. Dos parejas saltaban sobre los demás.  Uno había sido con un primo lejano, ella lo había conocido en una boda, ¿cómo la enamoró tan rápido?: eso no lo sabemos; se había entercado en juntarse con este primo, y la gente decía que esta persona no era un hombre de bien; se sabía que lo buscaban en algunas estados; decían que era un ladrón, un traficante de personas, un violador, que se estaba escondiendo; Ashley no quería entender que lo que le había prometido era una vil mentira, con tal de llevársela, con tal de embarazarla y tirarla en algún lugar como decía mi madre. Lo cierto es que Ashley, con todo y sus grandes ojos verdes, no podía ver más allá de lo que se le presagiaba para su futuro. En manera de protesta ella no comió por varios días y se enfermó de anemia. Quedó delgada como un palillo, pero algo en el hospital aprendió, y se resignó a abandonar esa idea de irse con el primo maleante, fuera por los consejos del doctor o de las enfermeras, o quizá de los pacientes que conoció allí. Pero tuvo un desliz más a los seis meses. Estaba saliendo con un hombre casado. El sinvergüenza le había prometido divorciarse de su actual esposa en cuanto ella se fuera a vivir con él. De nuevo mi hermana se entercó, y papá tuvo que encerrarla como gata en celo para que no se escapara con el fulano y le concediera ese preciado hijo que el hombre buscaba. Papá estuvo al borde de los golpes con aquel fulano. Al final la convencieron de abandonarlo, pero ella había dejado una amenaza latente, diciendo: “Me han quitado mis oportunidades de ser feliz, y ya van dos veces; pero para la tercera, yo seré mayor de edad y ya no tendrán derecho a meterse con mi vida. Me iré con la persona que más odien”. Ashley era mayor de edad, y mis padres tenían latente miedo de que ella pudiera cumplir dicha amenaza en cualquier momento y con cualquier tipo.
    Esperé afuera de la casa, retrasando mi entrada a clases a fin de conocer aquel sujeto. A los treinta minutos, un compacto rojo se estacionó enfrente de zaguán, y una joven en tacones altos salió del auto para tocar el timbre. Para mi sorpresa, Ashley la invitó a pasar. Pensando que mi plan había fracasado, me retiré, pero el día siguiente sucede que ocurrió lo mismo. Y el siguiente también. Deduje que Ashley había roto su relación con aquel hombre, de allí que regresara a buscar sus consejeras amigas. Estaba por irme a mis clases, cuando repentinamente escuché que la puerta del zaguán se abría. Era la chica que todos los días llegaba, la que había salido. No me habría importado mucho el hecho superficial, a no ser porque la vi alterada y con una bata encima. La bata era de mi padre. Mi reacción fue de inmediata inquietud. Rápido me acerqué, ella me miró, y me preguntó si yo era el hermano de Ashley. Respondí afirmativo, y entonces ella, con voz temblorosa, dijo que mi hermana estaba inconsciente, que se había desvanecido sobre el piso de su habitación. Dijo también que ya había llamado una ambulancia, que la estaba esperando. Se notaba alarmada, ansiosa, preocupada.
    Yo me metí a toda prisa, ella se quedó en la calle y creía oír que dijo que no tenía pulso. Me asusté bastante.
    Ashley era una chica popular, lo era desde la primaria. Los chicos la consideraban atractiva, nunca noté que fuera atractiva hasta que la vi desnuda y tirada como lo estaba: en posición fetal.
    —¡Ashley!, ¡Ashley!
    No reaccionaba pero respiraba, eso me tranquilizó. Ya antes le había sucedió algo similar, pero entonces mamá estaba y ella supo qué hacer. La sujetó en sus brazos, lo mismo que yo estaba haciendo, cuando en eso lo veo. Fue todo un shock. Aquel pedazo de carne que colgaba de su entrepierna era como la de mi sueño. No quería creer lo que veía, ¡pero allí estaba!, tan largo como una serpiente. El desconcierto, el horror y la repugnancia me sublevaron en primera instancia.

*9*

    Ashley era un hermafrodita, y mis padres lo sabían, y posiblemente el primo, y aquel hombre casado también lo supo, y lo aceptaron, y por ende ella quería estar con ellos como si fueran los únicos hombres en la faz de la Tierra que iba a aceptarla.
    La sirena se escuchaba en la calle, muy cerca, y no había salido de mi pasmoso y aterrador asombro, cuando escuché la voz de Ashley.
    Se movió, y fue entonces cuando reaccioné.
    —Te… te desmayaste —le dije.
    Ella se levantó, se cubrió con la sábana y se fue a sentar sobre la cama, en silencio, avergonzada y  completamente devastada por lo que ahora yo sabía de ella. El cabello le caía en la cara como si le pesara. No sabía si irme o seguir ahí, con ella, con el incómodo silencio que imperaba.
    Unos sujetos entraron. Los paramédicos vieron a Ashley, luego a mí. “¿Qué pasó aquí?”, preguntaron, haciéndose ideas absurdas en su depravada mente.  Ella les dijo que sólo había sido un desmayo, que ya estaba bien; el paramédico más joven no lo creyó, y aconsejo llevarla a un hospital para que la evaluaran, el otro lo apoyó, querían revisar algo en ella, sacaron unos aparatos, Ashley se enfadó con ellos, “¡No me toquen!”, exigió. Su amiga estaba parada en la puerta, inmóvil. “Déjenme ya, ¿quieren?”
    Intervine, diciéndoles que ya todo estaba bien.
    Los paramédicos se fueron, no tan convencidos de irse y dejar las cosas como las dejaron. “Llamaremos una patrulla para estar seguros”, amenazaron, “Hagan lo que quieran”, dijo molesta Ashley, aclarando que yo era su hermano y estaba en su casa.
    Su amiga,  notando que ya no era oportuno que ella siguiera estando ahí, se despidió afectiva. Yo estaba por salir junto con ella cuando Ashley me lo impidió.
    —Te lo íbamos a decir… mamá y yo, pero papá no quiso. Bueno…, ya lo sabes ahora.
    Dije algo como “no tiene nada de malo”, y “creo que es algo muy bueno”. Y creo que la hice sentir mejor. Lo cierto es que su pene era sumamente anormal. En su estado de reposo debía medir unos veinte centímetros de largo. No tenía testículos pero en el lugar de éstos, ella tenía su vagina.
    Tiempo después, le pregunté sobre el fulano que vi aquel día. No le dije que la había sorprendido en su habitación mientras ella y él lo hacían, sino que le dije que los había visto salir de la casa.
   —No he salido con hombres desde que terminé con Javier —dijo ella, extrañada de lo que yo afirmaba—. No quiero más hombres; ya he tenido suficiente de ellos.
    Dijo que ya llevaba saliendo con Viviana desde hacía un año, y sin pudor alguno me confesó que se acostaba con ella desde hacía seis meses.
    —Aquella vez que me desmaye… lo estábamos haciendo.
    —Sí, lo intuí —dije yo.
    Estaba en su cuarto, y ella soplaba sus uñas, sentada al pie de la cama. Yo estaba de pie, mirándola soplar. La contemplaba como con despedida, ¿por qué?: porque después de unos análisis, descubrí que era portador del VIH.
    —Se ha sacado la lotería conmigo, ¿no lo crees? —comentó.
    —Lo creo.
    —No creo que ningún hombre me supere —dijo ella, guiñándome un ojo.
    —Eso… no lo puedes afirmar —le manifesté sonriente—, después de todo somos hermanos. Somos larkenianos.
    —¿Larkequé?
    —Olvídalo —le dije.
    Me convencí de que Ashley no había salido con ningún hombre, y que lo que había visto aquella vez en menos de tres segundos, cuando la sorprendí haciéndolo con un fulano, no era otro más que ella y su linda novia. Recuerdo a un tipo (Ashley), que estaba de pie y con el culo al aire, moviéndolo impetuosamente: adelante y atrás, adelante y atrás.  Recuerdo a Ashley (que resultó ser su novia), sentada en el borde  y con las piernas abiertas, recibiendo los frenéticos embates. Le estaba dando duro con aquella descomunal cosa, con aquel miembro parecido a una horrenda serpiente.

jueves, 28 de marzo de 2013

Fragmento de diario de un esposo infiel


    Recuerdo que un día, cuando fui al parque con mi hija, vi unas niñas que podían tener catorces o quince años de edad, vestidas como mujeres mayores lo cual llamaron mi atención. Traté de ignorar su presencia pero me resultó sumamente difícil por los tacones altos y los vestidos de una sola pieza que el viento agitaba. Ellas se dieron cuenta que yo las buscaba con insistencia, y se reían en complicidad lanzando sonoras carcajadas al aire.
    Aproveché que mi hija había ido a los columpios para acercarme a ellas. “Hola”, las saludé. “Hola”, respondieron. Hice una broma que tuvo que ver  con el hecho evidente de que ya estaban un poco grandes para estar allí, como esperando turno para los columpios. “Esperamos a unos chicos”, dijeron joviales, al tiempo que revisaban sus modernos teléfonos celulares. Se parecían. Tenían el mismo corte de cabello y las tres tenían las uñas pintadas del mismo color, con unas figuras de adorno. Había leído recientemente que las niñas de ahora, ya menstruaban un año antes en comparación con las niñas de hace diez años. Y no es que esté en contra de la naturaleza o la evolución, pero ellos nos están dando un claro mensaje de reproducción temprana, con qué fines, vaya usted a saber. 
    La más pequeña de estas preguntó si aquella del columpio, a la que señalaba su dedo, era mi hija. Me entretuve bastante hablándoles de las travesuras de mi hija y de lo gracioso que fue cuando su madre, faltando un par de meses para la boda, me confesó que tenía una hija con un ex novio. Ellas contaron una experiencia similar ocurrida a una de sus compañeras de la escuela. Había en ellas un lenguaje corporal, un código en su locución de adolescentes, un santo y seña, fuera un guiño, una palabra, una mueca, un tono distinto suficiente para entenderse entre ellas, para hablar de mí sin que me diera cuenta. Ocurría que por momentos me sentía como si estuviera hablando solo, y para otro instante, incluirme hasta estar muy inmerso en su plática jovial, riendo junto con ellas. Muy pronto rompimos distancia. Me tuteaban y yo las tuteaba.
   De pronto, una se quejó de que su teléfono se había quedado sin crédito, y puesto que había recibido un mensaje de esos chicos, no tenía forma ni posibilidad de abrir ese mensaje. “¿Y si son ellos y nos están esperando en otra parte?” A las tres les entró el temor. Dije: “¿Puedo encargarles un momento a mi hija? Voy a recargar mi teléfono y de paso podemos recargar el de ella. Yo se lo pago”. Estuvieron de acuerdo.
    Fui con la chica a realizar la recarga. Es una costumbre mía con toda mujer que apenas conozco, así que conté que mi esposa era la malvada bruja y yo era el esposo incomprendido. Metí 300 pesos a su teléfono y ofrecí con descaro coqueteo, meterle crédito a su teléfono todos los días que la encontrara allí mismo, en el parque. Hay que recordar al lector la definición de Kundera por coqueteo: promesa de sexo sin garantía.
    “Me aburro estando aquí -le dije- pero mi esposa es quien me obliga a venir. Ella se queda en la casa con todas sus amigas. La niña se aburre porque no le ponen atención. Entonces la traigo. Esta vez quiso venir al parque pero por lo regular vamos otro tipo de lugares. Ya si tú estás aquí, pues esto será distinto. Tendrá a alguien con quien platicar”.  Estaba como descreída, como dudando de su grandísima suerte. “Hasta luego y gracias”, dijo, ya sin decirme si sí o si no volveríamos a vernos. Regresamos con sus amigas y pronto se despidieron.
    Las niñas de su edad buscan dinero, y si encuentran la manera de conseguirlo de manera fácil y confiable, harán cualquier cosa por tenerlo. Allí estaba el siguiente sábado. Tener una hija fue lo que me facilitó a que confiara en mi celada perversidad. Jugaba con mi hija. Parecían hermanas. Se llevaban bastante bien. Fuimos al cine. Yo agarraba a mi hija y mi hija agarraba la mano de Eliset. Luego que salimos del cine, le di el dinero que le prometí y nos separamos con cordialidad. Sin darse cuenta la estaba convirtiendo en una pequeña puta. Mi hija y yo nos acostumbramos con su compañía cada fin de semana.
    En un momento en que no aguanté más y se descuidó, le robé un beso de sus labios. Lo hice mientras estaba distraída con una película para niños. “Me gustas”, le dije. Pensé que hasta allí iba a llegar con ella pero sucedió que no pasó nada: ella estaba con nosotros nuevamente el sábado siguiente, como siempre. Esto me dio la pauta para pensar que podía llegar más lejos; pero no me esperé que se me adelantara. Luego de salir del cine, me tomó de la mano condescendiente y me dijo que era yo muy lindo.
    Cuando la niña no nos veía ni nadie más, nos besábamos con fruición durante la función del cine, que era el lugar ideal a la oscuridad y desatención de mi hija. Le entregaba pequeños y costosos detalles. Le compré un nuevo teléfono, de esos que tienen todas las funciones para entretenerse todo el día. Ella les decía a sus padres que estaba trabajando los fines de semana, que cuidaba una niña, lo cual no era tan falso. Un día la llevó hasta su casa para que le creyeran, y yo estaba dentro del auto, observándola a ella y también a sus padres. Abrazaron a mi hija. Tenía tres años y era sumamente amistosa con las personas.
    “¿Quién es Eliset? preguntó mi mujer. Mi hija había soltado el nombre durante la cena. “Es una niña que juega con ella en el parque”, respondí con indiferencia para que no sospechara, cosa que no logré porque mi esposa nos acompañó al parque para ese fin de semana. Mi mujer y Eliset se conocieron, se saludaron. Yo estaba sudando. Por fortuna, dado que Eliset era demasiado joven, ni por su cabeza atravesó un pensamiento de infidelidad. Seguimos viéndonos pero mi esposa estuvo muy cerca de descubrir la verdad.
    Comenzó a fastidiarme el hecho de que tenía que cuidarme tanto de mi hija como de otras personas, cada que tomaba la mano de mi joven amante. Por fortuna mi hija aprendió a dormirse si llenaba su estómago de suficiente comida chatarra. Las papas fritas con harta salsa cátsup y el licuado de fresa la dejaban como tronco inerte, tiempo que aprovechaba con Eliset. Con el fin de no ser reconocidos, nos alejábamos lo suficiente para no ser encontrados por algún entrometido. Escogíamos los lugares del cine más apartados, más obscurecidos. No nos importaba que hablaran de nosotros. Pero aquella tarde pensé en ir más lejos. Me estacioné en un lugar solitario. Mi hija dormía en el asiento trasero. Llevé mi mano hacia su entrepierna y mientras la besaba, comencé a masturbarla. Respiraba azogadamente. Parecía que la tenía, que le encantaba. Me apresuré a concluirlo. Se asustó cuando vio mi “cosa” afuera del pantalón. Uno como hombre está excesivamente orgulloso de su aparato, pero para una adolescente como Eliset, siendo la primera vez que veía algo así, tan cerca de ella, le pareció monstruoso. Solemos pensar que las chicas en cuanto ven una verga, desmayan por ansiedad de poseerlo, algo que también pensó Freud y que por ello recibió bastantes críticas. Pero no. Para las niñas así como para las jóvenes, que no han tenido relaciones, es sumamente traumático ver nuestro aparato enhiesto, dispuesto a usarlo sin consideración alguna. Traté de bajarle el short (porque siempre usaba shorts, excepto cuando conoció a mi mujer, cosa que agradecí bastante) pero su mano delicada me lo impidió. “No es que… no”. Ella estaba temblando. Intenté de nuevo. Vi su ropa interior y me enloquecí.
     “¡No!”, gritó, provocando que mi hija en el asiento trasero despertara de un sobresalto. Eliset salió del auto. “¿A dónde vas?”, le pregunté. No me respondió. Se echó a correr  y no la volví a ver. Estuve a punto de comprometer mi matrimonio porque les cuento que una patrulla llegó poco después. Se tranquilizó el hombre cuando le dije que mi hija y yo, habíamos tenido una discusión. No me imagino lo que habría ocurrido si el policía me hubiera sorprendido en pleno jaleo con una menor.


domingo, 24 de marzo de 2013

Tres horas




    La maestra de Desarrollo Organizacional ha llegado puntual, como todos los días a su clase en el 3-D del turno matutino en la preparatoria.... bueno, no especifiquemos. Ernesto no trajo una parte de la tarea solicitada y la maestra lo ha amenazado con reprobarlo si no la trae para el próximo martes. Lo han excluido del equipo donde se encontraba por la razón de que sus compañeros se han quejado con la maestra, de que no trabaja con ellos; y ahora tiene que hacer todo el trabajo él solo, lo cual resulta un castigo demasiado severo para un estudiante que le importa muy poco la escuela; un estudiante que ve en la educación una pérdida de tiempo. La tarea consiste en desarrollar todo un plan para (hipotéticamente) crear y poner en funcionamiento una decente empresa en México, comenzando con un estudio estadístico de artículos o servicios solicitados por un dominio de la población. Entre algunas cosas, debe  entrar a varias páginas en Internet, a fin de descargar y llenar los formatos requeridos para cumplir con todos los requisitos que las leyes imponen.
    Son las diez con cuarenta minutos; ha transcurrido una hora de clase y cada equipo está pasando a exponer el avance que lleva en su laborioso proyecto. La maestra escucha hasta con cierta desgana a cada integrante del equipo desde su asiento; opina, sugiere y critica el desarrollo de los proyectos. La maestra Celia es una mujer exigente, y en ocasiones demasiado dura con las palabras. A Ernesto más de cinco veces lo ha avergonzado frente a todo el grupo, diciéndole por ejemplo que si no quiere estudiar como los demás, mejor que ya no venga, pero que si va a seguir viniendo, que no siga entregando las “porquerías” que deja como tareas sobre su escritorio; que no tiene tiempo para él  porque su tiempo es demasiado valioso y puede usarlo en beneficio de otro estudiante que tenga más ganas de salir adelante; o aquella vez, cuando le rompió su maqueta en su propia cara y lo echó al cesto de la basura. Cualquiera se iría después de dos experiencias como esas, adjunto a un par de materias reprobadas, pero a Ernesto no le preocupan las materias reprobadas ni le incomodan las palabras o regaños de la maestra; decía que le entran por un oído y le salen por el otro. Secretamente la mayoría de sus compañeros no pueden evitar sentir lástima por el pobre joven al que la maestra ya le tiene el ojo encima.
    —Pase el siguiente equipo —dice la maestra, con voz autoritaria. Más de uno tiembla cuando escucha su nombre y lo pasan frente a la clase atenta y a la mirada inquisidora de la juzgadora.
    Usar el teléfono está prohibido, pero la clase  transcurre tan aburridamente que a Ernesto se le ha hecho fácil utilizar el aparato para enviar un apremiante mensaje. Escribe: “Te amo. Te necesito”. La maestra lo ha visto sacar y teclear el teléfono pero por alguna razón que ya aclararemos más adelante, se ha hecho la desentendida de que no lo vio. Plup, chilla el celular de la maestra dentro de su bolso y ella disimula que no lo escuchó cuando la mayoría sí lo hizo.
    La maestra Celia está cerca de llegar a los cincuenta años, no obstante, tiene una figura envidiable que ya quisieran tener muchas de  las mujeres de su edad. Usa vestidos que le quedan bastante sensuales sobre su saludable cuerpo; gusta de usar esos tacones altos y caros de catálogos de prestigio para resaltar sus largas y todavía bien torneadas piernas. Con casi veinte años de trayectoria en la enseñanza pública, se sabía que anteriormente gustaba de utilizar medias oscuras combinándolas con faldas cortas; ahora la moda es enseñar las piernas bien depiladas que ella sabe lucir muy bien. Y cuando no lo hace, cuando no enseña las piernas, se mete dentro de pantalones formales que llegan a resaltar sus anchas y seductoras caderas de donde han salido sus cuatro sanos hijos. Los estudiantes y también maestros no pueden negar que al menos una vez han fantaseado con esta hermosa mujer de reservado carácter. La han visto sonreír, pero esto muy raro encontrarlo en ella. Más de una vez ha sido postulada como directora sin conseguirlo todavía.
    La cosa comenzó así. A Ernesto le cayó de sorpresa que la maestra le enviara un mensaje a su teléfono celular. Le dio a entender que como iba a trabajar solo, ella lo iba a ayudar, facilitándole algunos documentos necesarios para lo que tenía que hacer. La maestra, utilizando sus influencias, había revisado el expediente del muchacho en la Dirección, y así fue como se hizo de su número telefónico personal. Ernesto creyó en todo lo que le dijo y, quedó de esperarla en una esquina, cerca de una plaza comercial para que le entregara los documentos que él sólo tenía que rellenar. Cabe decir que estos documentos no se descargan por Internet, sino que para obtenerlos uno debe de solicitarlos teniendo una cita previa con el organismo público o institución gubernamental, de allí que resultaran de valía para nuestro flojo estudiante. Esto fue el viernes, y la maestra quedó de verlo el sábado por la mañana, con el objetivo de que llevara su tarea, sin retardo alguno, el próximo lunes cuando toca entregar su clase.
    El auto se estacionó a un lado de donde Ernesto la esperaba. Pip-pip, chilló la bocina. “Sube”, dijo ella, y esto fue otra sorpresa para el jovencillo. “Es que se me olvidaron. No sé dónde tengo la cabeza”, manifestó la mujer dentro del vehículo. El auto emprendió la marcha, dio unas cuántas vueltas hasta que se metió en una casa con un gran portón de color blanco y rejas doradas; era una bella casa dentro de un lindo vecindario. Ernesto la siguió hasta la lujosa y limpia sala. Allí estaban las fotografías de ella, su esposo y sus cuatro hijos, colgados los dorados cuadros en las blanquecinas paredes. Toda la casa estaba muy limpia y olía a desodorante de piso. En una recamara se veía la caminadora y la bicicleta para el ejercicio. Ernesto siguió viendo las fotos. La mujer tenía una foto de joven. Una total beldad. No se casó tan joven. El más pequeño de sus hijos, le dijo, tenía la edad suya: diecisiete años. “¿Quieres algo de beber?” La maestra estaba muy atenta, muy sonriente, muy afectiva; sin duda una faceta suya que Ernesto ni ningún otro estudiante conocía de ella. “Siéntate, ahora te traigo los documentos. ¿Tienes alguna duda de lo que tienes que hacer? Ahora que tenemos tiempo, aprovecha”. Ernesto estaba demasiado nervioso como para acordarse de alguna duda de la clase. “¿Tiempo para mí?”, pensó. “Había imaginado que yo era una pérdida de tiempo para su vida”. La maestra, aunque no llevaba puesto sus conocidos vestidos, estaba bastante guapa, bastante diferente. Con unos jeans ajustados, unas botas y una blusa blanca; parecía mucho más joven, así lo consideró su estudiante. Ella se metió a una de las habitaciones y poco después salió con un sobre amarillo en las manos que dejó sobre la mesa de centro, en la misma sala. “¿No?, ¿no tienes ninguna duda? ¿Quieres otro jugo? No me digas que quieres tomar una cerveza. ¿Tomas? ¿No? Eso está bien. Los chicos de tu edad no deben beber porque después, aunque lo quieran, ya no lo pueden dejar. Mi hijo, el mayor tomaba mucho. También yo tomaba cuando todavía no tenía a mis hijos. Mi esposo, que en paz descanse, sufrió mucho conmigo. Sí, así como me ves, tu maestra se emborrachaba”. Ambos estaban sentando sobre el sofá, y ella hablaba y hablaba; decía que ya no tomaba pero su aliento decía lo contrario. Con cada risa espontánea y sincera, se acercaba a su confundido estudiante; cada vez más cerca de lo que la decencia y el respeto sugerían. De pronto ella acercó su cabeza como si buscara decirle un secreto, y besó los labios temblorosos del muchacho que no creía en su propia suerte. La mano de ella había quedado sobre el muslo izquierdo del joven: muy cerca de su entrepierna, y, sin apartarla, se apoyó de allí mismo para entregarle otro encantador beso: fresco, húmedo, delicioso. “Estamos solos, no te asustes”, le susurró, y ella continuó besándolo y haciendo caminar los dedos hasta llegar a su parte. Lo besaba, sobre todo en los contornos de la boca, de la barbilla y del manso cuello. Jaló hacia arriba la playera del chico y comenzó a besar con lengua y dientes, el agitado y lozano abdomen del muchachillo. La playera voló y cayó cerca de la pantalla de televisión.
    Un perro labrador pedía atención en el patio trasero y un pajarraco cantaba horriblemente dentro de la cocina. La maestra se desabotonó la blusa y poco después se desprendió del negro sostén. Eran los senos más grandes y redondos que Ernesto había visto en su prematura vida. Sopesó el tamaño con sus convulsas manos. “Chúpalos, son tuyos”, dijo la maestra, que se retorcía con los calientes y ávidos lengüetazos sobre sus duros pezones. Él los apretaba con los labios y con los dientes, ¡ummm! Amasaba los senos sabrosamente como quien no le alcanzan las manos para hacerles tanta diablura imaginada. Ella, atrapada por el placer desenfrenado, se bajó la falda y un segundo después: la ropa interior roja. Con todo su peso, se lo montó. Los dos estaban jadeando cuando ella liberó el erecto miembro de Ernesto para buscarle el grandioso sitio para el que fue diseñado. “Aaaah”, soltó ella cuando se empaló sobre su sumiso estudiante. Cualquiera diría que el miembro resbaló fácilmente dado que ella tenía la experiencia y el agujero ensanchado (por haber dado cuatro veces la vida) pero no; la vagina estaba como apretada por el poco uso de los últimos años. Lo cabalgó. Fue moviéndose adelante y atrás, adelante y atrás, salvajemente.
     El chico se vació muy pronto en un sublime orgasmo que lo dejó sin aliento y al borde del desmayo. Tomaron aire y hablaron de las intimidades de cada uno, acariciándose y resaltando las cualidades y los defectos de cada cuerpo. Al rato se fueron a la recámara y allí, él tomó el control que ya buscaba tener con su inolvidable enemigo. La tiró a la cama boca arriba y como fiera enloquecida, se le echó encima. Ella abrió las piernas y él clavó su redonda cabeza donde se unían las dos hermosas extremidades. Besó, lamió y chupó el sexo de su maestra, quien enloquecida lanzaba alaridos y no gemidos. El perro ladraba y no se callaba, a diferencia del pajarraco de la cocina que parecía entender lo que sucedía.
    Él elevó los muslos femeninos, acomodó su pelvis y apuntó su enrojecido glande  hacia la grandiosa zona, apoyándose de las rodillas flexionadas de la mujer. Todo parecía un hermoso sueño hecho realidad. Era todo un paisaje: la maestra desnuda, abierta de piernas, esperando ansiosamente que le penetrara. Toda sumisa, toda indefensa, presa a su santa voluntad. Se metió dentro de ella y agarró su ritmo, golpeándole las carnosas regiones con la fuerza tempestiva de su recién despabilada virilidad. Los sonidos de las pasiones incluían los gemidos de la mujer y los ruidos de sus sexos friccionándose tempestivamente. Aquel sonido no había conocido Ernesto, ni sabía que existía y que también mucho estimulaba. Parecía una muñeca descompuesta. Todo su cuerpo se sacudía al empellón viril: en especial los senos, que se zangoloteaban indómitamente. Más tarde y todavía desnudos, se trasladaron a la cocina movidos por el apetito despertado y allí, Ernesto la tomó de las caderas, la giró, la empujó hacia la mesa y se lo enterró profundo; pum, pum, pum.  Ella gemía y le rogaba que no se detuviera. “Ah, ah, oh, ah”. Él arrojó el caliente semen afuera de ella porque así lo dispuso, diciéndole que era su castigo por maltratarlo tantas veces. Al final, la cosa terminó mal porque, una vez que el alcohol se le bajó, la mujer se sintió presa de una terriblemente culpa; se había enfadado con él, diciendo que todo eso no debió haber pasado. Esto fue lo que ocurrió el fin de semana.
    En el resto de la clase, Ernesto la persigue con la insistente mirada con la nostalgia de quien necesita el urgente aliento femenino para seguir respirando. Clap, clap, clap, dicen los tacones de la maestra mientras se mueve de un sitio a otro, y Ernesto con exultado deleite, se detiene a mirar los tobillos delgados, las pantorrillas brillantes y las preciosas rodillas que fueron suyas por casi tres horas, las tres horas que Ernesto jamás olvidaría; y recordaba la vulva caliente y carnosa de Celia; el espeso vello púbico que tenía y el ano apretado y moreno donde él dejó huella de su presencia; y por pensar en todo esto, todo el domingo y noche del sábado, olvidó hacer  la tarea.
    —El viernes próximo realizaremos una evaluación que tendrá una puntuación de dos puntos sobre la calificación final.
    La maestra sigue hablando y es imposible no notar la apremiante mirada del joven que parece que se la quiere comer nuevamente. Al momento en que la mujer se ha volteado para escribir sobre el pizarrón, una palpitación en la entrepierna de Ernesto le recuerda que ese grandioso culo también fue suyo. El potente chorro de leche había salpicado las nalgas, el ano y la vulva de la mujer.
    La clase termina y la maestra se marcha haciendo ruido con sus tacones: clap, clap, clap.
    Ha sido una agonía para el muchacho, tener que aguantar hasta la tarde para ir hasta la casa de la maestra. Ernesto ha tocado el timbre y una puerta dibujada sobre el portón, se abre con un quejido. Es un chico quien abre la puerta y Ernesto piensa que ella se ha buscado un nuevo amante y por eso a él lo está rechazando.
    —Está… ¿la maestra Celia?
    —Está —dice con indiferencia el chico. Cierra la puerta y desde el otro lado se escucha—: ¡Mamá, te buscan!
    Eso ha sido un alivio para el joven, escuchar que ha dicho “mamá, y no Celia. Ella abre la puerta mas en cuanto lo ve, amenaza:
    —Si no te vas ahora, llamo a la policía, porque esto es acoso.
    —Llámalos, y te aseguro que les diré  que tú abusaste de mí.
    —Já —exclama burlona ella—. Eso tú lo imaginaste. Nunca ocurrió y nadie va a creer lo contrario. Ahora vete.
    Antes de que pudiera cerrar la puerta, Ernesto suplica:
    —Espera.
    —Márchate, no bromeo.
    —Te amo.
    La mujer queda sin habla como si saboreara la dulce palabra que no había escuchado en muchísimo tiempo; contempla al chico con suma ternura, con lamento pero también con tristeza.
    —Sólo olvídalo, ¿sí? Fue un error, un error mío. Un accidente. Tomé más de la cuenta. Nunca podrá haber nada entre nosotros dos, eso es imposible. Tampoco habrá otra ocasión.
    —¿Cómo me pides que lo olvide?
    —Mira, sólo fue sexo, ¿cómo puede haber amor? Olvídalo. Ya no hablaré más del asunto. Adiós. —Ha cerrado la puerta.
    Ernesto sólo piensa en ella, en su cuerpo. Está contaminado con la esencia de la piel femenina, totalmente idiotizado. Se queda en la puerta, toda una hora, después se marcha.
    Es otro día. Ernesto no trajo la tarea de nuevo y ha llenado el buzón del teléfono de la maestra con tiernos y poéticos mensajes. Celia, cansada de sus miradas, su obsesión y su rebeldía, lo ha acompañado a la Dirección.
    —No trabaja —ha dicho a la orientadora— y yo francamente ya no quiero verlo más en mi clase.
    Es un duro golpe para Ernesto. Es un duro golpe para su corazón, en especial porque siente que únicamente lo usaron por tres horas y tiraron a la basura, de la misma manera en que se tira un maldito condón, después de su uso.