"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

lunes, 20 de octubre de 2014

Los días de culpa, las noches de hartazgo





1

    “Mary, Mary”, la desperté a las tres de la mañana. Estaba más dormida que despierta. “Eso que haces, de sentarte en las  rodillas de la gente para frotarte, no quiero que lo sigas haciendo. Eso está mal, es de mala educación, ¿me entiendes? No lo hagas. Yo te lo permití aquí, pero eso no se hace. Ahora que te vas, ahora que vas a irte de aquí, no quiero que allá afuera te sientes en las rodillas de las personas, menos en las rodillas de los hombres. ¿Entiendes? Prométeme que no te sentarás más en las rodillas de los hombres. Dilo. Promételo. Repítelo. Eso. Eso es, mi niña. Te quiero mucho. Te quiero mucho”.
    Al siguiente día, su madre vino a llevársela. Vino acompañada de un hombre, por lo tanto, no pude hablar con ella a como habría querido hacerlo. Tenían bastante prisa en irse pues dijeron algo sobre perder el vuelo. “Ya hablaremos después”, dijo ella varias veces, quien parecía apenada y victima de la circunstancia. Se despidieron. Algo hablaron ellos afuera; entonces el sujeto abrió su cartera, regresó y me entregó efectivo que yo consideré, una trasgresión. “Por la molestia”, dijo él. Mary estaba tan alegre y radiante que apenas se despidió de mí con un seco adiós. “¿Eso es todo lo que dirás? No dejarás de ser grosera”, reprobó su madre. La niña, obligada por su tutora, esta vez me abrazó y yo aproveché ese instante para recordarle lo que había prometido con sus propias palabras. Sus ojos me dijeron que lo recordaba, mas no que iba a cumplirla. Después de que se marcharon, víctima por hiperestesia, sentí ahogarme con mi propio llanto, sentí ahogarme con mi propia saliva amarga.


2

    Hacía cuanto fuera para que no la extrañara. La llevaba a la feria, al cine, a todo lugar que quisiera ir, mas todo era en vano. De repente se soltaba a llorar aflictivamente, pidiendo que la llevara con su madre. Yo no sabía dónde buscarla, y mucho menos, tenía la seguridad de decirle que iba a regresar pronto.
    Su madre se presentó a las dos de la madrugada de un domingo de asueto. “Siento despertarte, pero no lo habría hecho si no fuera por una emergencia que tengo”. Dejó caer a la niña en el sofá como una muñeca de porcelana y dijo que como a las ocho de la mañana regresaría por ella; quizá antes de que despertara. No encontré inconveniente, así que la llevé a descansar a mi cama y yo me quedé a dormir en la sala. Amaneció. Dieron las diez, dieron las doce, dieron las cinco de la tarde; acabó el día y llegó el siguiente. Yo estaba desesperado, pues no había podido localizarla en su número de celular que expeditiva me entregó. Tocaron a la puerta y optimista pensé que sería ella. Era una vecina. Dijo que la había visto, que había hablado con la madre de la niña. Me entregó un fólder sellado con cinta adhesiva. “Me pidió que se lo diera”, dijo la vecina.  Mary se acercó a mirar. La vecina se desconcertó de ver a la niña conmigo. “¿Se la dejó?”, me preguntó entre incrédula e indignada. Tuve que decirle lo que estaba sucediendo. “De haber sabido… la habría detenido”, pronunció alterada la señora.  “Yo la puedo cuidar un rato si quieres”, se ofreció. No se preocupe, le dije. No muy convencida, la mujer se marchó.
    Abrí el folder y allí estaban unos documentos: acta de nacimiento, carta de vacunas, certificado del preescolar y credencial de la primaria a la que asistía la pequeña Mary. Poco rato, recibí una llamada. Era ella. Primero se disculpó y después me rogó por lo que yo más quería, que cuidara por un tiempo de su querida hija. Le pregunté que cuánto tiempo, y ella respondió que sería por poco tiempo: un par de semanas, en lo que arreglaba su “situación” (pero no me dijo cuál era su situación). Acepté hacerme cargo pensando que el tiempo se iría deprisa y que, agradecida la mujer, mis intenciones con ella prosperarían. “Puedes entrar al departamento y traer lo que necesites: la mochila, el uniforme, zapatos… lo que necesites. Ella ya sabe dónde está todo. La llave está en el sobre, envuelto en una servilleta… En cuanto arregle este asunto iré por ella… Te lo agradezco”.
    De inmediato pensé en mi hermana para que la cuidara de lunes a viernes. Ella me había visitado algunas veces, y había encontrado una vez a la mamá de Mary, dentro del departamento. Me hizo preguntas cuando se fueron, e hizo sus propias suposiciones que en su momento airadamente desmentí. Sabían que yo era proclive a la mendacidad. Ya antes no me había hecho responsable por una criatura, y ellos (mi familia) me habían cubierto en aquel entonces. Me escondieron de la familia de aquella chica. Huí de mis obligaciones de padre porque tuve miedo. Tenía tan sólo diecisiete años. Ya tenía casi treinta y seguía ocultándome. Había tenido una relación secreta con una mujer prohibida, y mi familia de nuevo aceptó ocultarme. Yo era una molestia y un problema para ellos.
    Fueron tres semanas, que fue más del tiempo que me dijeron estaría la niña conmigo. La dejaba y la recogía de la escuela. Le daba de comer y le ayudaba con la tarea. Yo llegaba del trabajo a eso de las seis de la tarde y cenaba con ellos. Los sábados y los domingos permanecía todo el día conmigo.
    La niña comenzó a hacer berrinches. Con aspavientos, me pedía que la llevara con su madre porque pensaba que la había raptado, que la estaba engañando. “Está allí, está allí”, decía con los lagrimones escurriendo por sus mejillas. Entramos al departamento. “Lo ves, no hay nadie”. Y ella dijo: “Me quedó aquí”. Y nos quedamos. Durmió en su cama. Decidí mudarme después de explicárselo a su madre, pues había días en los que a mitad de la noche, Mary se despertaba pidiendo con exigencia regresar al departamento. Más de una vez tocó a aquella puerta y más de una vez tuve que pedir disculpas a aquel viejo irritable que vivía a un lado. Encontré una casita en renta en la zona metropolitana, a una hora de la ciudad. Fue necesario mudarse, pues los vecinos que nos conocieron, estaban levantando falsos rumores sobre mí y la mamá de Mary; debo decir, rumores bastante estúpidos. Decían que yo posiblemente había matado a la mujer con el fin de quedarme con su pequeña hija. Tuve que engañar a Mary que estaríamos más cerca de donde nos hablaba su madre porque de otra forma, hubiera sido imposible sacarla de ese aire mefítico que nos rodeaba.
    Tomaba el teléfono y le marcaba. Yo se lo permitía a fin de que se aquietara. Logré que hablara con su hija, cosa que antes no quería hacer la mujer. Mary quería hablar con su madre a todas horas. Llegó el momento en que ésta, dejó de contestar sus llamadas. En raras ocasiones me enviaba mensajes de texto, mensajes cortos. Una vez le enseñé uno de estos mensajes a su hija. No debí hacerlo, pues después revisaba el teléfono a todas horas para mirar si había más mensajes de su progenitora. En uno de sus tantos arranques de necedad, llegó a romper el teléfono. Afortunadamente logré rescatar el chip.
     Un día a la semana, su madre la dejaba conmigo para irse a trabajar, así que la niña no se sintió abandonada con un extraño cuando la dejó plenamente a mi tutela. Pero puesto que me veía como sólo un amigo de su madre, no me obedecía. “No digas esas palabras”, la reprendía; y me respondía con tono desafiante y airado: “Tú no eres mi mamá y yo digo lo que me da la gana”. Era una niña inteligente pero altanera. Me decía estúpido y yo la regañaba sin exaltarme. “No digas eso”. “No dije nada”. “Te escuché”. “¡No dije nada!” Cuando necesitaba ropa, ella misma iba y lo buscaba dentro de la amplia tienda donde la llevaba a comprar. Se perdía entre los pasillos. Se escondía, porque odiaba que la viera escoger. Sólo tenía que vigilarla de lejos. No le gustaba probarse la ropa en la misma tienda. A veces la prenda le quedaba grande, y era frecuente regresarla para cambiar la talla. Tampoco le gustaba que yo revisara qué se había comprado sino hasta pagarla en la caja, donde sabía, no le iba a reprochar nada.
    Abrí una cuenta en el banco como me indicó su madre (que se había comunicado conmigo después de dos meses de ausencia), y allí comenzó a depositar dinero para las necesidades de la niña y un extra de dinero (así dijo) para mí, por ayudarla. Era una suma significativa.
    El día en que nos quedamos en el apartamento de Mary, mi imperdonable curiosidad, me llevó a hurgar en las cosas personales del cuarto de su madre. En el ropero, vi bastante ropa y calzado sensual, produciéndome un pensamiento ligero, más tarde concreto, sobre la vida de esta mujer, que a los ojos de los vecinos vivía como madre soltera y trabajaba, dos días por semana en una tienda de abarrotes.
    Comencé a usar el dinero de Mary después de que renuncié al trabajo. Ya tenía planes de renunciar debido al frío ambiente de la oficina que yo mismo me había creado. Estaba de tiempo completo con la niña. Me volví perezoso y dejé de buscar trabajo. Pensaba: en cuanto se la lleve, comenzaré a enviar correos. Mi familia pensaba que yo estaba ya viviendo con la madre de la niña. Ignoraban dónde vivía. Yo les mentí diciendo que todavía no tenía un lugar fijo para que me visitaran.


3
    En aquel tiempo, transmitían en la televisión una serie para niños y adolescentes y que a Mary le gustaba ver. Mucho de su lenguaje corporal y hablado era aprendido de la televisión. Optó por usar los zapatos o sandalias de tacón alto o de plataformas complementado con unos vestidos demasiado cortos o mallas transparentes inadecuados para una niña de su edad. Como su madre nunca dejó que vistiera eso, se aprovechó de mi paciente benevolencia. Ella se había dado cuenta que más gente la miraba cuando iba vestida de estrafalaria manera; y, debía pensar, la ingenua, que estas personas la miraban por un radiante encanto de princesa suyo. Le gustaba ser admirada, admirada por las niñas de su edad; por las mamás de esas niñas y los papás de esas mismas niñas. Se contoneaba en un vaivén de narcisismo inocente, que a mí, en particular, me causaba entera indiferencia.
    Un amigo vino a invitarme a acampar en las faldas del Nevado de Toluca. Le dije la razón por la cual no podía asistir. “Llévala”. Intentaba convencerme. Mary iba de un lado a otro con sus faldas arriba de la rodilla, ignorando a mi amigo como se le ignora a los muebles viejos. Nos fuimos a la cocina para hablar a solas. Mary llegó poco después a sentarse en un banquito, como para escuchar, pensando quizá que hablaríamos de su madre. Pidió un tazón de cereal. Casi nunca pedía cereal. Ese día quiso cereal. Comenzó a comer del tazón sobre su regazo, pero no me incomodaba su ruido que hacía con su cuchara y su boca, lo que me exasperaba, era que lo hacía con las piernas abiertas y delante de nosotros. Le dije que se sentara correctamente, lo hizo, pero volvió abrir las piernas un rato después.
    Me resultaba sumamente incómodo tenerla verla devorando sus hojuelas de maíz al tiempo que nos mostraba el color chillón de su prenda interior. Traté de disimular mi mortificación, y, mientras hablaba con mi amigo, temía que ambos entraran a mi pensamiento y que descifraran los jeroglíficos de mi sudor, mi nerviosismo insólito, mi desvergonzado rubor. Y comencé a desesperarme luego de saber de que no era sólo yo. En cuanto me levantaba del asiento, girara la cabeza, él también la buscaba. Intenté llevarlo a la sala y su negativa ridícula terminó por ponderar mi enfado.
    La niña dejó el tazón sobre la mesa y se retiró. “Qué diablos haces”, le dije iracundo. “Estás viéndole los calzones a una niña”. La directa acusación lo desconcertó, lo ruborizó. “Estás pendejo”. “¡Pues si te estoy viendo, cabrón!”
Nos acusamos el uno al otro, de quién había sorprendido a quién. Antes de irse dijo que yo estaba loco, que había perdido un tornillo. Dijo que estaba enfermo y que esa niña estaba en serio peligro. Luego de cerrar la puerta, Mary llegó con una muñeca en los brazos, recordándome que tan sólo era una niña. Me preguntó si tenía algunas baterías.
    Me disgustaba que la gente, los hombres, la quedaran mirando. Y esas miradas me fueron exasperando con el paso del tiempo. Si ella salía a jugar a la calle con su bicicleta o patines, no tenía que perderla de vista, pues nunca faltaba que alguien, adolescentes y adultos sobre todo, se le acercaran fuera para preguntar cualquier trivial asunto. Simplemente no me lo creía: la cantidad de hombres que la pretendían. La niña era bonita y su ropa era un aliciente que, básicamente, enloquecía a estos miserables y abyectos hombres. Llegó a fastidiarme tanto, que ya no la dejé salir, claro a menos de que se pusiera otra ropa, ropa que le cubriera la mayor parte de su cuerpo, cosa que le disgustaba.
    No había objeto personal que ella no hubiera revisado con sus inquietas manitas. No había en la casa nada que ella no hubiera jugado anteriormente. A veces rompía algo y yo muy pocas veces la regañaba. Se hacía la ofendida; y yo al poco rato tenía que pedirle perdón. Yo. Ya dije que era inteligente, pero no por eso, estudiosa. No le gustaba hacer tareas, así que me chantajeaba. “Haces esto y yo hago mi tarea”,  y ese fue otro error mío, consentir este pueril chantaje. No tenía ningún respeto por los adultos. Eran constantes las llamadas de atención y las visitas a la dirección en la escuela. Nunca me atreví a decirle al psicólogo que ella no era mi hija, por temor a perderla. Agradezco a la escuela que no era un psicólogo profesional. Ella también mentía porque eso era lo que mejor sabía hacer. Sabía que si le decía a alguien, que yo no era un pariente suyo, la recogería el DIF, porque yo así se lo había dicho.
    Las mamás de sus compañeras la señalaban como una mala influencia. “La niña tiene un lenguaje vulgar”, acusó su maestra. “Yo no las digo y no sé cómo las aprendió”, le dije. Lo cierto es que miraba las películas conmigo porque sólo así se quedaba dormida. “Te voy a dar tu cogida”, le dijo a una niña. Y a otra: “tienes un culote”. También le habían quitado una revista para adultos. No era una revista pornográfica pero sí había uno que otro desnudo en sus amplías páginas de farándula amarillista. “La revista no la sacó de mi casa”, le dije a la maestra. No me creyó. Mary me dijo que la revista se la había encontrado en la basura.  Después me dijo que una niña se la regaló. Después, que la había extraído del escritorio del profesor. No supe cuál fue la verdad. De cualquier forma, para corregir ese lenguaje arrabalero suyo, dejé de ver esas películas mexicanas y series que tanto me gustaban.
    De di cuenta que Mary no tenía amigas. Ella las ahuyentaba, fastidiándolas, robándoles sus útiles escolares, rompiéndolos o rayando sus libretas. Le preguntaba: “¿Cómo se llama tu amiga?”, y ella respondía con cierto tono despectivo: “No tengo amigas porque no las necesito”. Tenía una antipatía innegable hacia cualquier persona que deseara acercársele. La mayor parte del tiempo era odiosa; aunque había lapsos de sumisión y ternura que me gustaban de ella. Se acercaba y me pedía que la abrazara. A veces se daba la vuelta y pedía que la envolviera en mis brazos. Se quedaba dócil por un momento; luego atrapaba mi nariz y la apretaba hasta que me escuchaba quejarme. Picaba mis ojos. Pellizcaba mis mejillas. Metía sus dedos dentro de mi boca. Me daba de puñetazos a la cara. Jalaba mi cabello y yo, en venganza y fastidiado, jalaba también el suyo. Ella jalaba fuerte y yo jalaba aún más fuerte. Se salía de mis brazos bruscamente; se iba, daba la vuelta y volvía a pedirlos. La abrazaba nuevamente y ella se me apretujaba. Luego daba un brinco y se marchaba profiriendo retahíla de calificativos: “Grosero, tonto, malvado”. Cada que tenía un arranque de ternura, lo reventaba como un globo con un brusco comportamiento suyo. Si estaba en la cama con ella, leyéndole un cuento, de pronto me arrebataba el cuento y lo arrojaba a una esquina; se retiraba diciendo que ya se había aburrido, o que yo leía bastante mal. Nunca terminamos de leer un cuento. De repente me sorprendía, y me colocaba un trapo sobre mi cara, causándole gracia mi aspecto. Y mordía mis labios. Su tentación era morder mis labios y mi nariz. No digo que me desagradaban todas estas atenciones.


4
   Fue el 16 de septiembre de... Salieron temprano de clases. Le compré unas golosinas. Le dije que se quitara el uniforme porque lo iba a manchar. Se lo quitó enfrente de mí, en la sala, quedándose en ropa interior. “¿Allí lo vas a dejar?”. “Sí”, dijo provocadora.  Mimosa, se acercó y se sentó  sobre mi regazo. Echó el cuerpo hacia atrás y me pidió que encendiera la televisión. El control estaba cerca, lo tomé y lo dejé en un programa de noticias. Sabía que ella iba a arrebatarme el control para cambiarle a otro canal, mas me sorprendió que no lo hiciera y se quedara a ver conmigo el programa. El conductor hablaba de la diabetes como pandemia en México. Ella seguía comiendo su golosina y haciendo ruidos con la pegajosa lengua. Inquieta, comenzó a moverse de un lado a otro. Se ladeó, pensé que se caería. Ese simple acto de maquinal, la acción de sostenerla por la cadera, yuxtapuesto a los movimientos bruscos que ella siguió haciendo, esa vez frotándose adrede con los glúteos, desataron momentáneamente un reflejo involuntario muy distinto al sentimiento de la sobreprotección y sano distanciamiento que hasta ese momento le profesaba. Y me aferré a ella como un animal receloso, permaneciendo en un estado imprevisto de turbación holgada, en un estado vehemente de excitación plena, en un estado momentáneo de belicosa ebriedad.
    Quise apartarla, pero el razonamiento coercitivo no ejerció ninguna influencia sobre un cuerpo pétreo, ausente, execrable. No podía separarme de ella, no podía. De pronto ella se quedó quieta. Miraba la televisión, pero sus ojos yacían lejanos, lejos como extraviados. Se movió un poco y pudo verificar lo que sus sentidos, lo que su intuición de inocua mujer, ya le habían permitido turbiamente percibir. Sólo se detuvo cuando aquello, aquello desconocido, se mostró como una verdad innegable. Sentí vergüenza y repulsión. Me sentí culpable de haber cometido un grave delito, un delito sin nombre. Cuando se apartó, estaba blanca, exangüe como una enferma. Tenía la boquita abierta y yacía, la pobre, como en espera de que yo le hiciera una dura reprimenda, cuando era todo lo contrario. “¿Qué pasó?”, le dije con voz aún temblorosa. “Nada”, dijo ella, y se echó a correr. Dejé pasar unos minutos. Fui tras de ella por mi urgente expiación, mas allí la encontré, en total ocupación infantil. Se había tirado sobre la cama, se había cambiado, se había quitado la sórdida ropa interior. Estaba jugando con el celular, en total abstracción. No dije nada. Llegó a pensar que había sido ella y no yo, la que provocó el “accidental” humedecimiento de nuestra ropa.


5
    Muchas veces llegué a preguntarme, qué  la movía a jugar ese juego. Me resultaba absurdo que una niña de su edad, buscara una temprana clase de satisfacción sexual. Apenas me veía sentado mirando la televisión, llegaba y se sentaba sobre mis piernas. Cualquiera que hubiera entrado en ese momento, se habría escandalizado de vernos en provocadora flagrancia, pues ella se movía en un vaivén rítmico de adelante-atrás, muy sugerente. Mi mirada iba siempre dirigida hacia el techo; y me entregaba ya sin culpa alguna a un espléndido y creciente placer. Aquel constante frotamiento suyo, se convirtió en una especie de vicio para los dos. Sé que dirán que es imposible, el hecho cuestionado, execrable, de que una niña, despierte peculiar apetito a fin de complacer su cuerpo; pero juro ante Dios, que ella lo descubrió, empíricamente, y que lo llevaba a cabo una y otra vez. Algunos animales descubren su sexualidad de esta manera, frotando sus exaltados cuerpos contra objetos inertes, fetiches, y ustedes dirán, que esto es una gran estupidez, realizar este tipo de comparaciones; pero yo pienso que Mary estaba descubriendo del mismo modo su cuerpo, su sexualidad. Está en los genes, está en la sangre evolutiva, o acaso, ¿no somos también animales? Mary no tenía idea de lo que era excitarse, pero sentía agrado por lo que hacía, y que no le era privado. Los niños se tocan sus partes la mayor parte del tiempo si los dejáramos. Los estamos privando de sus facultades empíricas, autoexploratorias; nos escandalizamos porque no sabemos qué hacer en esas cuestiones de autodescubrimiento. Si los dejáramos, ellos estarían todo el tiempo tocándose y descubriéndose; lo sé porque lo he visto. Mary comenzó a tocarse la entrepierna mientras miraba el televisor o cuando se aburría. Nunca se lo reprobé, mas le dije que eso no lo hiciera en la escuela. Sus deditos palpaban la textura. Gustaba de tocarse por encima de la ropa, y luego de sorprenderla, apartaba el dedo y cerraba rápidamente las piernas con delicioso pudor.

6
    Se sentaba sobre una de mis rodillas y también se montaba sobre el brazo del sillón, como si fuera el lomo de algún animal. La veía frotarse al tiempo que miraba la televisión. Y sonreía… sonreía con fruición. Sabía que un pene se “inflaba” y también se “desinflaba”. Ella llegó a pensar que solamente cuando los hombres estaban alegres, el miembro suyo oculto en el pantalón, también se alegraba, es decir: se hinchaba. Llegaba con un dulce en la boca. Me lo mostraba. Su lengua, sus labios pintados de azul. Y se sentaba sobre mi rodilla, teniendo como pretexto una pregunta trivial, una opinión personal, o informarme de algo que yo ya conocía pero que no deseaba que yo olvidara para el día siguiente. Y yo hacía que no veía sus muecas, que seguía abstraído, leyendo el periódico o la hoja del libro. Entonces era cuando la veía extraviarse con franqueza, al vaivén rítmico. El caramelo caía al suelo y ella ya no lo buscaba.
    Si la detenía, si la reprobaba, temía, fuera a pensar que eso era algo indebido o prohibido. Lo era, en la cabeza de un adulto “normal”. Yo quería que tuviera una libertad que otras niñas no poseían, estando bajo estricto yugo de unos padres conservadores. Lo sé: este era mi pretexto.
     Yo no era ningún pedófilo pues no miraba, no buscaba a ninguna otra niña; pero ella me hacía cuestionármelo una y otra vez. Se tiraba sobre la cama o el sofá, con las piernas bien abiertas. Desinhibida se vestía y se desvestía enfrente de mí. No le importaba si la veía orinar o defecar. A veces pedía que la bañara y yo, astuto, fingía aparente desagrado, a fin de que no sospechara. Apenas tocaba sus muslos y ya mi cuerpo reaccionaba con inconcebible virilidad. Comenzó a resultarme hasta encantador lavar su ropa. Si colocaba sus piernas sobre mi regazo para importunarme, no reprimía el urgente deseo de poder acariciarlas, colocando de pretexto que las había raspado y que necesitaban, una apremiantemente asistencia. Utilizaba crema perfumada y se la untaba a lo largo de sus  dos extremidades cobrizas: desde los dedos hasta los muslos. Mi mano subía y se deslizaba aletargadamente, en frenesí contenido. Aprovechaba que estuviera distraída. Cuando se cansaba, cuando se aburría, comenzaba a patearme. Quedaba libre y se marchaba en sutil indiferencia.
    Mientras hacía la tarea, aún con el uniforme escolar, era habitual que tirara la goma, el color o el lápiz. Debajo de la mesa, ella abría y cerraba las piernas. Yo me quedaba allí unos segundos, seducido de su sensualidad infantil. Un lápiz en el suelo, bastaba para despertar mi descarado servilismo. No me da vergüenza admitir que muchas veces llegue a tirarlo yo mismo. Y cuando se quedaba dormida, me la quedaba mirando de pies a cabeza, extasiado como un voyeur. La observaba hasta quedarme saciado.
    Lo peor de mí viene a continuación. Tenía fantasías sexuales. Me la imaginaba, comportándose como una mujer adulta. Imaginaba que llegaba a la cama y que se me encimaba. Imaginaba que se desnudaba y que, ante mis ojos, se introducía deseosamente. Otras veces la imaginaba subiéndose la falda, luego de llegar del colegio. Se inclinaba y me enseñaba las nalgas, instigándome. Entonces yo me introducía salvajemente, estremeciéndola. Yo atribuía este pensamiento a que no había otra mujer en mi vida más que ella. De hecho, me dejaron de interesar las mujeres mayores mientras estuve con ella. Llegué a cancelar un par de citas por quedarme todo el día con mi Mary. ¿Qué me detiene?, me decía. Oportunidades, había muchas. Cuando la levantaba del sofá, dormida, y la llevaba a la cama. Sólo tenía que tomarla como tomaba cualquier cosa del refrigerador. En calzones se tiraba frente al televisor y comenzaba a mover los pies. Luego levantaba el trasero y comenzaba a moverlo en ilusoria concupiscencia; como si supiera de mi quimera. Pero sólo estaba haciendo sus ejercicios, dejados de tarea para adelgazar. A veces disfrazaba mi abuso, mi demencia de poseerla, con uno de nuestros juegos preferidos. Nos tirábamos sobre la cama y nos hacíamos cosquillas el uno al otro. Era de las pocas ocasiones en que a la aquiescencia de ella, me recreaba a placer con todo su impúber cuerpo. Yo le robaba besos, que la divertían. Me tiraba sobre ella, y le abría, a fuerza de goce, sus dos piernas. Me levantaba aún con ella, pues iba aferrada a mi pelvis y cuello. En esta posición recorríamos toda la casa cual si fuéramos amantes. La pegaba contra la puerta y, fingiendo que se resbalaba, la embestía. Ingenua, se moría de risa, una risa exultada. La dejaba en el sillón y pedía, suplicaba, que siguiéramos jugando. “Levántame las piernas”, decía, y enloquecido, hacía lo que me pedía. El juego terminaba cuando, o ella se cansaba, o yo lo rompía de forma abrupta.
    Antes de que Mary estuviera conmigo, nunca antes había visto una niña desnuda. Siempre consideré a las niñas como “otros” niños debido a sus pies delgados, pecho plano y voces chillonas. Pero Mary era distinta. Ninguna otra niña en la calle me producía el mismo escozor deleitable. Ninguna. Verle los calzones entre sus muslos, era mi Paraíso y también mi Infierno. Mary era mi Circe y mi reina Mab. Se las había arreglado para sacar la peor parte de mí. Cada que salía de su cuarto, yo tenía la agónica expectativa de saber cómo iba a salir vestida para ese día, qué nuevo estilo se le ocurría: si vestida de mallas o si vestida con una de sus faldas cortas que ya deseaba admirar. A veces ni siquiera se ponía ropa interior. Me volví mañoso. Si quería verla sin ropa interior, no la lavaba y punto; y si quería verle la ropa interior, la lavaba con ahínco. Me volví fetiche de su preciada ropa íntima. Un calzón suyo tendido a secar al sol, me excitaba sobremanera. Un zapatito por allá, una calcetita en el suelo, un listón...

7
    Mary estaba desarrollándose y, la mala alimentación, la había llenado de grasa en las partes mórbidas que descuidadamente dejaba expuestas. Su cuerpo, estaba tomando deliciosa distribución para complacencia de mis exaltados sentidos. Llegaba a mi cama y se tumbaba ociosa boca arriba, diciendo que en su cuarto ella se aburría, cosa que yo agradecía; entonces, en su inquietud de chiquilla, fuera levantando los pies, fuera dando cabriolas, podía medir en cantidades cuantificables sus hechuras y estructuras mejor que un ingeniero civil. Una noche me preguntó si tenía novia. Le dije que no. Me preguntó si había besado alguna vez a una chica. Le contesté que sí. “¿Has besado a alguien?”, le pregunté, suponiendo que de eso quería ella hablar. Se quedó callada. “¿Quieres que te enseñe a besar?”. Su respuesta fue inmediata y reticente. “Eso es asqueroso”.
    Un día me sorprendió pidiéndome en ruego que le enseñara a besar. “Por favor, por favor”.  “Cierra los ojos”, le ordené emocionado. Pensé que había ido a tirar una goma de mascar a la basura porque había ido velozmente a la cocina. Posé suavemente mis labios sobre los suyos, el momento ansiado, y ella expulsó un chorro de agua sobre mi cara. Abrió los ojos y se echó a reír. “Es aburrido besar”, dijo, y se marchó victoriosa de su travesura.
    No había noche que no estuviera tumbada sobre mi cuerpo, como una surfista. De repente enloquecía, e intentaba a todo lugar golpearme la cara. Yo sujetaba sus manos. La tumbaba sobre la cama. La sometía. Como no se rendía, la tumbaba boca abajo y le amarraba las manos por detrás. “Me rindo”, decía. Pero en cuanto la liberaba, terca, volvía a iniciar la pelea. “Date por vencida”, le decía. Gruñía como una leona. Creo era la forma diligente en que ella, desquitaba todo su coraje, su odio hacia mí y hacia su bienhechora madre por abandonarla tantos días conmigo. Cansados de nuestra pelea, quedábamos tumbados, exhaustos.
    Una noche, mientras peleábamos, tenía metidos sus dedos dentro de mi boca, y mi lengua, palpó con travesura sus suaves yemas; con el rictus de la aversión, detuvo la pelea y se fue a lavar, lanzándome mil injurias. No volví a cometer una tropelía semejante. No temía que me acusara con otro adulto, puesto que Mary no tenía ningún conocimiento del sexo ni de mis intenciones carnales y funestas hacia ella. Por los libros de la escuela sabía cómo se llamaban los aparatos reproductores femenino y masculino, y que de un esperma y un ovulo en unión, nacían los bebés, pero fuera de eso, no tenía ninguna idea de cómo se reproducían las personas.
    A veces me enteraba por el periódico, de gente que había abusado de una menor de la misma edad de Mary. Y la niña, había vivido para contar su abominable experiencia. Concluía: Una vagina tiene la capacidad de ser elástica, y la vagina de estas niñas podía contener fácilmente el rudo miembro de un hombre adulto. Y me hacía de vivas imágenes, de cómo pudo haber sucedido. Tal vez lloró, tal vez se desmayó en el acto. Había niñas violadas desde los tres años; y hasta incluso, leí de una violación a un recién nacido. Para mí esto ya era una aberración, pero las noticias de violaciones a niñas de la edad de Mary, me interesaban más que las otras noticias rojas. Si lo hiciera, pensaba, más adelante me tendría miedo. Se lo diría a alguien, a un profesor. Me iría a la cárcel. Era este temor mucho más grande que mi absurda locura de poseerla, cosa que agradezco a los ángeles.
    Estando acostada a un lado mío, tenía inquietas tentaciones de aproximarme a su cuerpo. Dormía plácida con su cabecita hundida en la almohada y su cabello regado. Temía despertarla. No era lo mismo cuando dormía en pijama que cuando dormía en ropa interior. Recuerdo que me levanté y prendí la luz esa primera vez. Retiré la sábana y me fui a sentar en una silla. Pasó por mi cabeza fotografiarla o grabarla para así conservarla y volverla a mirar en nítido momento cada que quisiera. Nunca me atreví, pues no quería dejar huella de mi vergonzosa conducta. Tuve también en ese momento enloquecedores deseos de acercarme, de deslizar la ropa interior que la preservaba incorrupta, de frotar mi duro miembro en el lugar donde nacían sus  redondas y pecosas nalgas. Eyacularía fuera de ella (así entonces no habría delito que perseguir). Mary se despertaría y hallaría la sustancia seca como pegamento extendido sobre sus partes más blandas e impolutas. No le daría importancia y comenzaría a vestirse con el uniforme de la escuela. Ella llevaría mi marca al colegio.  Un perro la olisquearía y advertiría que se trata de la sustancia procreadora de un adulto enfermo. Es de él, diría el perro; es de él, diría el pedófilo. Mi marca…
    Mi onírico sueño terminó de forma abrupta, igual que este relato: con una corta llamada local. Su madre la recogería al siguiente día, dando una sorpresa a su hija. No pude ocultárselo. Era mi última noche con ella y quería que fuera especial. Ella estuvo eufórica todo el día. Pensé un montón de cosas. La quería conmigo pero también pensé en que lo mejor era que se alejara de mí. Pensé en raptarla. Pensé también en quedarme con su madre para que Mary, con el tiempo, se convirtiera en mi amante. No. Tarde o temprano, me decía, le causaré daño. “¡Que se vaya! ¡Que se vaya!”
    Pero lo cierto, es que no quería que se marchara.