1
“Mary, Mary”, la desperté a las tres de la
mañana. Estaba más dormida que despierta. “Eso que haces, de sentarte en las
rodillas de la gente para frotarte, no quiero que lo sigas haciendo. Eso
está mal, es de mala educación, ¿me entiendes? No lo hagas. Yo te lo permití
aquí, pero eso no se hace. Ahora que te vas, ahora que vas a irte de aquí, no
quiero que allá afuera te sientes en las rodillas de las personas, menos en las
rodillas de los hombres. ¿Entiendes? Prométeme que no te sentarás más en las
rodillas de los hombres. Dilo. Promételo. Repítelo. Eso. Eso es, mi niña. Te
quiero mucho. Te quiero mucho”.
Al
siguiente día, su madre vino a llevársela. Vino acompañada de un hombre, por lo
tanto, no pude hablar con ella a como habría querido hacerlo. Tenían bastante
prisa en irse pues dijeron algo sobre perder el vuelo. “Ya hablaremos después”,
dijo ella varias veces, quien parecía apenada y victima de la circunstancia. Se
despidieron. Algo hablaron ellos afuera; entonces el sujeto abrió su cartera,
regresó y me entregó efectivo que yo consideré, una trasgresión. “Por la
molestia”, dijo él. Mary estaba tan alegre y radiante que apenas se despidió de
mí con un seco adiós. “¿Eso es todo lo que dirás? No dejarás de ser grosera”,
reprobó su madre. La niña, obligada por su tutora, esta vez me abrazó y yo
aproveché ese instante para recordarle lo que había prometido con sus propias
palabras. Sus ojos me dijeron que lo recordaba, mas no que iba a cumplirla.
Después de que se marcharon, víctima por hiperestesia, sentí ahogarme con mi
propio llanto, sentí ahogarme con mi propia saliva amarga.
2
Hacía cuanto fuera para que no la extrañara.
La llevaba a la feria, al cine, a todo lugar que quisiera ir, mas todo era en
vano. De repente se soltaba a llorar aflictivamente, pidiendo que la llevara
con su madre. Yo no sabía dónde buscarla, y mucho menos, tenía la seguridad de
decirle que iba a regresar pronto.
Su
madre se presentó a las dos de la madrugada de un domingo de asueto. “Siento
despertarte, pero no lo habría hecho si no fuera por una emergencia que tengo”.
Dejó caer a la niña en el sofá como una muñeca de porcelana y dijo que como a
las ocho de la mañana regresaría por ella; quizá antes de que despertara. No
encontré inconveniente, así que la llevé a descansar a mi cama y yo me quedé a
dormir en la sala. Amaneció. Dieron las diez, dieron las doce, dieron las cinco
de la tarde; acabó el día y llegó el siguiente. Yo estaba desesperado, pues no
había podido localizarla en su número de celular que expeditiva me entregó. Tocaron
a la puerta y optimista pensé que sería ella. Era una vecina. Dijo que la había
visto, que había hablado con la madre de la niña. Me entregó un fólder sellado
con cinta adhesiva. “Me pidió que se lo diera”, dijo la vecina. Mary se
acercó a mirar. La vecina se desconcertó de ver a la niña conmigo. “¿Se la
dejó?”, me preguntó entre incrédula e indignada. Tuve que decirle lo que estaba
sucediendo. “De haber sabido… la habría detenido”, pronunció alterada la
señora. “Yo la puedo cuidar un rato si quieres”, se ofreció. No se
preocupe, le dije. No muy convencida, la mujer se marchó.
Abrí el
folder y allí estaban unos documentos: acta de nacimiento, carta de vacunas,
certificado del preescolar y credencial de la primaria a la que asistía la
pequeña Mary. Poco rato, recibí una llamada. Era ella. Primero se disculpó y
después me rogó por lo que yo más
quería, que cuidara por un tiempo de su querida hija. Le pregunté que
cuánto tiempo, y ella respondió que sería por poco tiempo: un par de semanas, en lo que arreglaba su “situación” (pero no me
dijo cuál era su situación). Acepté hacerme cargo pensando que el tiempo se
iría deprisa y que, agradecida la mujer, mis intenciones con ella prosperarían.
“Puedes entrar al departamento y traer lo que necesites: la mochila, el
uniforme, zapatos… lo que necesites. Ella ya sabe dónde está todo. La llave
está en el sobre, envuelto en una servilleta… En cuanto arregle este asunto iré
por ella… Te lo agradezco”.
De
inmediato pensé en mi hermana para que la cuidara de lunes a viernes. Ella me
había visitado algunas veces, y había encontrado una vez a la mamá de Mary,
dentro del departamento. Me hizo preguntas cuando se fueron, e hizo sus propias
suposiciones que en su momento airadamente desmentí. Sabían que yo era proclive
a la mendacidad. Ya antes no me había hecho responsable por una criatura, y ellos (mi
familia) me habían cubierto en aquel entonces. Me escondieron de la familia de
aquella chica. Huí de mis obligaciones de padre porque tuve miedo. Tenía tan
sólo diecisiete años. Ya tenía casi treinta y seguía ocultándome. Había tenido
una relación secreta con una mujer prohibida, y mi familia de nuevo aceptó
ocultarme. Yo era una molestia y un problema para ellos.
Fueron
tres semanas, que fue más del tiempo que me dijeron estaría la niña conmigo. La
dejaba y la recogía de la escuela. Le daba de comer y le ayudaba con la tarea.
Yo llegaba del trabajo a eso de las seis de la tarde y cenaba con ellos. Los
sábados y los domingos permanecía todo el día conmigo.
La niña
comenzó a hacer berrinches. Con aspavientos, me pedía que la llevara con su
madre porque pensaba que la había raptado, que la estaba engañando. “Está allí,
está allí”, decía con los lagrimones escurriendo por sus mejillas. Entramos al
departamento. “Lo ves, no hay nadie”. Y ella dijo: “Me quedó aquí”. Y nos
quedamos. Durmió en su cama. Decidí mudarme después de explicárselo a su madre,
pues había días en los que a mitad de la noche, Mary se despertaba pidiendo con
exigencia regresar al departamento. Más de una vez tocó a aquella puerta y más
de una vez tuve que pedir disculpas a aquel viejo irritable que vivía a un lado.
Encontré una casita en renta en la zona metropolitana, a una hora de la ciudad.
Fue necesario mudarse, pues los vecinos que nos conocieron, estaban levantando
falsos rumores sobre mí y la mamá de Mary; debo decir, rumores bastante
estúpidos. Decían que yo posiblemente había matado a la mujer con el fin de quedarme
con su pequeña hija. Tuve que engañar a Mary que estaríamos más cerca de donde
nos hablaba su madre porque de otra forma, hubiera sido imposible sacarla de
ese aire mefítico que nos rodeaba.
Tomaba el
teléfono y le marcaba. Yo se lo permitía a fin de que se aquietara. Logré que
hablara con su hija, cosa que antes no quería hacer la mujer. Mary quería
hablar con su madre a todas horas. Llegó el momento en que ésta, dejó de
contestar sus llamadas. En raras ocasiones me enviaba mensajes de texto,
mensajes cortos. Una vez le enseñé uno de estos mensajes a su hija. No debí
hacerlo, pues después revisaba el teléfono a todas horas para mirar si había
más mensajes de su progenitora. En uno de sus tantos arranques de necedad, llegó
a romper el teléfono. Afortunadamente logré rescatar el chip.
Un
día a la semana, su madre la dejaba conmigo para irse a trabajar, así que la
niña no se sintió abandonada con un extraño cuando la dejó plenamente a mi tutela.
Pero puesto que me veía como sólo un amigo de su madre, no me obedecía. “No digas
esas palabras”, la reprendía; y me respondía con tono desafiante y airado: “Tú
no eres mi mamá y yo digo lo que me da la gana”. Era una niña inteligente pero altanera.
Me decía estúpido y yo la regañaba sin exaltarme. “No digas eso”. “No dije
nada”. “Te escuché”. “¡No dije nada!” Cuando necesitaba ropa, ella misma iba y
lo buscaba dentro de la amplia tienda donde la llevaba a comprar. Se perdía
entre los pasillos. Se escondía, porque odiaba que la viera escoger. Sólo tenía
que vigilarla de lejos. No le gustaba probarse la ropa en la misma tienda. A
veces la prenda le quedaba grande, y era frecuente regresarla para cambiar la
talla. Tampoco le gustaba que yo revisara qué se había comprado sino hasta
pagarla en la caja, donde sabía, no le iba a reprochar nada.
Abrí una
cuenta en el banco como me indicó su madre (que se había comunicado conmigo
después de dos meses de ausencia), y allí comenzó a depositar dinero para las
necesidades de la niña y un extra de dinero (así dijo) para mí, por
ayudarla. Era una suma significativa.
El día en que nos quedamos en el
apartamento de Mary, mi imperdonable curiosidad, me llevó a hurgar en las cosas
personales del cuarto de su madre. En el ropero, vi bastante ropa y calzado
sensual, produciéndome un pensamiento ligero, más tarde concreto, sobre la vida
de esta mujer, que a los ojos de los vecinos vivía como madre soltera y trabajaba,
dos días por semana en una tienda de abarrotes.
Comencé a usar el dinero de Mary después de
que renuncié al trabajo. Ya tenía planes de renunciar debido al frío ambiente
de la oficina que yo mismo me había creado. Estaba de tiempo completo con la
niña. Me volví perezoso y dejé de buscar trabajo. Pensaba: en cuanto se la
lleve, comenzaré a enviar correos. Mi familia pensaba que yo estaba ya viviendo
con la madre de la niña. Ignoraban dónde vivía. Yo les mentí diciendo que
todavía no tenía un lugar fijo para que me visitaran.
3
En aquel
tiempo, transmitían en la televisión una serie para niños y adolescentes y que
a Mary le gustaba ver. Mucho de su lenguaje corporal y hablado era aprendido de
la televisión. Optó por usar los zapatos o sandalias de tacón alto o de
plataformas complementado con unos vestidos demasiado cortos o mallas
transparentes inadecuados para una niña de su edad. Como su madre nunca dejó
que vistiera eso, se aprovechó de mi paciente benevolencia. Ella se había dado
cuenta que más gente la miraba cuando iba vestida de estrafalaria manera; y, debía
pensar, la ingenua, que estas personas la miraban por un radiante encanto de
princesa suyo. Le gustaba ser admirada, admirada por las niñas de su edad; por
las mamás de esas niñas y los papás de esas mismas niñas. Se contoneaba en un
vaivén de narcisismo inocente, que a mí, en particular, me causaba entera
indiferencia.
Un amigo
vino a invitarme a acampar en las faldas del Nevado de Toluca. Le dije la razón
por la cual no podía asistir. “Llévala”. Intentaba convencerme. Mary iba de un
lado a otro con sus faldas arriba de la rodilla, ignorando a mi amigo como se
le ignora a los muebles viejos. Nos fuimos a la cocina para hablar a solas.
Mary llegó poco después a sentarse en un banquito, como para escuchar, pensando
quizá que hablaríamos de su madre. Pidió un tazón de cereal. Casi nunca pedía
cereal. Ese día quiso cereal. Comenzó a comer del tazón sobre su regazo, pero
no me incomodaba su ruido que hacía con su cuchara y su boca, lo que me exasperaba,
era que lo hacía con las piernas abiertas y delante de nosotros. Le dije que se
sentara correctamente, lo hizo, pero volvió abrir las piernas un rato después.
Me resultaba sumamente incómodo tenerla
verla devorando sus hojuelas de maíz al tiempo que nos mostraba el color
chillón de su prenda interior. Traté de disimular mi mortificación, y, mientras
hablaba con mi amigo, temía que ambos entraran a mi pensamiento y que
descifraran los jeroglíficos de mi sudor, mi nerviosismo insólito, mi desvergonzado
rubor. Y comencé a desesperarme luego de saber de que no era sólo yo. En cuanto
me levantaba del asiento, girara la cabeza, él también la buscaba. Intenté
llevarlo a la sala y su negativa ridícula terminó por ponderar mi enfado.
La
niña dejó el tazón sobre la mesa y se retiró. “Qué diablos haces”, le dije
iracundo. “Estás viéndole los calzones a una niña”. La directa acusación lo
desconcertó, lo ruborizó. “Estás pendejo”. “¡Pues si te estoy viendo, cabrón!”
Nos acusamos el uno al otro,
de quién había sorprendido a quién. Antes de irse dijo que yo estaba loco, que
había perdido un tornillo. Dijo que estaba enfermo y que esa niña estaba en
serio peligro. Luego de cerrar la puerta, Mary llegó con una muñeca en los
brazos, recordándome que tan sólo era una niña. Me preguntó si tenía algunas baterías.
Me disgustaba que la gente, los hombres, la
quedaran mirando. Y esas miradas me fueron exasperando con el paso del tiempo.
Si ella salía a jugar a la calle con su bicicleta o patines, no tenía que
perderla de vista, pues nunca faltaba que alguien, adolescentes y adultos sobre
todo, se le acercaran fuera para preguntar cualquier trivial asunto.
Simplemente no me lo creía: la cantidad de hombres que la pretendían. La niña
era bonita y su ropa era un aliciente que, básicamente, enloquecía a estos
miserables y abyectos hombres. Llegó a fastidiarme tanto, que ya no la dejé
salir, claro a menos de que se pusiera otra ropa, ropa que le cubriera la mayor
parte de su cuerpo, cosa que le disgustaba.
No había
objeto personal que ella no hubiera revisado con sus inquietas manitas. No
había en la casa nada que ella no hubiera jugado anteriormente. A veces rompía
algo y yo muy pocas veces la regañaba. Se hacía la ofendida; y yo al poco rato tenía
que pedirle perdón. Yo. Ya dije que era inteligente, pero no por eso,
estudiosa. No le gustaba hacer tareas, así que me chantajeaba. “Haces esto y yo
hago mi tarea”, y ese fue otro error mío, consentir este pueril chantaje.
No tenía ningún respeto por los adultos. Eran constantes las llamadas de
atención y las visitas a la dirección en la escuela. Nunca me atreví a decirle
al psicólogo que ella no era mi hija, por temor a perderla. Agradezco a la
escuela que no era un psicólogo profesional. Ella también mentía porque eso era
lo que mejor sabía hacer. Sabía que si le decía a alguien, que yo no era un
pariente suyo, la recogería el DIF, porque yo así se lo había dicho.
Las mamás
de sus compañeras la señalaban como una mala influencia. “La niña tiene un
lenguaje vulgar”, acusó su maestra. “Yo no las digo y no sé cómo las aprendió”,
le dije. Lo cierto es que miraba las películas conmigo porque sólo así se
quedaba dormida. “Te voy a dar tu cogida”, le dijo a una niña. Y a otra:
“tienes un culote”. También le habían quitado una revista para adultos. No era
una revista pornográfica pero sí había uno que otro desnudo en sus amplías
páginas de farándula amarillista. “La revista no la sacó de mi casa”, le dije a
la maestra. No me creyó. Mary me dijo que la revista se la había encontrado en
la basura. Después me dijo que una niña se la regaló. Después, que la
había extraído del escritorio del profesor. No supe cuál fue la verdad. De
cualquier forma, para corregir ese lenguaje arrabalero suyo, dejé de ver esas películas
mexicanas y series que tanto me gustaban.
De di
cuenta que Mary no tenía amigas. Ella las ahuyentaba, fastidiándolas,
robándoles sus útiles escolares, rompiéndolos o rayando sus libretas. Le
preguntaba: “¿Cómo se llama tu amiga?”, y ella respondía con cierto tono
despectivo: “No tengo amigas porque no las necesito”. Tenía una antipatía
innegable hacia cualquier persona que deseara acercársele. La mayor parte del
tiempo era odiosa; aunque había lapsos de sumisión y ternura que me gustaban de
ella. Se acercaba y me pedía que la abrazara. A veces se daba la vuelta y pedía
que la envolviera en mis brazos. Se quedaba dócil por un momento; luego
atrapaba mi nariz y la apretaba hasta que me escuchaba quejarme. Picaba mis
ojos. Pellizcaba mis mejillas. Metía sus dedos dentro de mi boca. Me daba de
puñetazos a la cara. Jalaba mi cabello y yo, en venganza y fastidiado, jalaba
también el suyo. Ella jalaba fuerte y yo jalaba aún más fuerte. Se salía de mis
brazos bruscamente; se iba, daba la vuelta y volvía a pedirlos. La abrazaba
nuevamente y ella se me apretujaba. Luego daba un brinco y se marchaba
profiriendo retahíla de calificativos: “Grosero, tonto, malvado”. Cada que
tenía un arranque de ternura, lo reventaba como un globo con un brusco
comportamiento suyo. Si estaba en la cama con ella, leyéndole un cuento, de
pronto me arrebataba el cuento y lo arrojaba a una esquina; se retiraba
diciendo que ya se había aburrido, o que yo leía bastante mal. Nunca terminamos
de leer un cuento. De repente me sorprendía, y me colocaba un trapo sobre mi
cara, causándole gracia mi aspecto. Y mordía mis labios. Su tentación era
morder mis labios y mi nariz. No digo que me desagradaban todas estas
atenciones.
4
Fue el 16
de septiembre de... Salieron temprano de clases. Le compré unas golosinas. Le
dije que se quitara el uniforme porque lo iba a manchar. Se lo quitó enfrente
de mí, en la sala, quedándose en ropa interior. “¿Allí lo vas a dejar?”. “Sí”,
dijo provocadora. Mimosa, se acercó y se
sentó sobre mi regazo. Echó el cuerpo hacia atrás y me pidió que
encendiera la televisión. El control estaba cerca, lo tomé y lo dejé en un
programa de noticias. Sabía que ella iba a arrebatarme el control para
cambiarle a otro canal, mas me sorprendió que no lo hiciera y se quedara a ver
conmigo el programa. El conductor hablaba de la diabetes como pandemia en
México. Ella seguía comiendo su golosina y haciendo ruidos con la pegajosa
lengua. Inquieta, comenzó a moverse de un lado a otro. Se ladeó, pensé que se
caería. Ese simple acto de maquinal, la acción de sostenerla por la cadera,
yuxtapuesto a los movimientos bruscos que ella siguió haciendo, esa vez
frotándose adrede con los glúteos, desataron momentáneamente un reflejo
involuntario muy distinto al sentimiento de la sobreprotección y sano
distanciamiento que hasta ese momento le profesaba. Y me aferré a ella como un
animal receloso, permaneciendo en un estado imprevisto de turbación holgada, en
un estado vehemente de excitación plena, en un estado momentáneo de belicosa
ebriedad.
Quise apartarla, pero el razonamiento coercitivo
no ejerció ninguna influencia sobre un cuerpo pétreo, ausente, execrable. No
podía separarme de ella, no podía. De pronto ella se quedó quieta. Miraba la
televisión, pero sus ojos yacían lejanos, lejos como extraviados. Se movió un
poco y pudo verificar lo que sus sentidos, lo que su intuición de inocua mujer,
ya le habían permitido turbiamente percibir. Sólo se detuvo
cuando aquello, aquello desconocido, se mostró como una verdad
innegable. Sentí vergüenza y repulsión. Me sentí culpable de haber cometido un grave
delito, un delito sin nombre. Cuando se apartó, estaba blanca, exangüe como una
enferma. Tenía la boquita abierta y yacía, la pobre, como en espera de que yo
le hiciera una dura reprimenda, cuando era todo lo contrario. “¿Qué pasó?”, le
dije con voz aún temblorosa. “Nada”, dijo ella, y se echó a correr. Dejé pasar
unos minutos. Fui tras de ella por mi urgente expiación, mas allí la encontré,
en total ocupación infantil. Se había tirado sobre la cama, se había cambiado,
se había quitado la sórdida ropa interior. Estaba jugando con el celular, en
total abstracción. No dije nada. Llegó a pensar que había sido ella y no yo, la
que provocó el “accidental” humedecimiento de nuestra ropa.
5
Muchas
veces llegué a preguntarme, qué la movía a jugar ese juego. Me resultaba
absurdo que una niña de su edad, buscara una temprana clase de satisfacción
sexual. Apenas me veía sentado mirando la televisión, llegaba y se sentaba
sobre mis piernas. Cualquiera que hubiera entrado en ese momento, se habría
escandalizado de vernos en provocadora flagrancia, pues ella se movía en un
vaivén rítmico de adelante-atrás, muy sugerente. Mi mirada iba siempre dirigida
hacia el techo; y me entregaba ya sin culpa alguna a un espléndido y creciente
placer. Aquel constante frotamiento suyo, se convirtió en una especie de vicio
para los dos. Sé que dirán que es imposible, el hecho cuestionado, execrable,
de que una niña, despierte peculiar apetito a fin de complacer su cuerpo; pero
juro ante Dios, que ella lo descubrió, empíricamente, y que lo llevaba a cabo
una y otra vez. Algunos animales descubren su sexualidad de esta manera,
frotando sus exaltados cuerpos contra objetos inertes, fetiches, y ustedes
dirán, que esto es una gran estupidez, realizar este tipo de comparaciones;
pero yo pienso que Mary estaba descubriendo del mismo modo su cuerpo, su
sexualidad. Está en los genes, está en la sangre evolutiva, o acaso, ¿no somos
también animales? Mary no tenía idea de lo que era excitarse, pero sentía
agrado por lo que hacía, y que no le era privado. Los niños se tocan sus partes
la mayor parte del tiempo si los dejáramos. Los estamos privando de sus
facultades empíricas, autoexploratorias; nos escandalizamos porque no sabemos
qué hacer en esas cuestiones de autodescubrimiento. Si los dejáramos, ellos
estarían todo el tiempo tocándose y descubriéndose; lo sé porque lo he visto.
Mary comenzó a tocarse la entrepierna mientras miraba el televisor o cuando se
aburría. Nunca se lo reprobé, mas le dije que eso no lo hiciera en la escuela. Sus
deditos palpaban la textura. Gustaba de tocarse por encima de la ropa, y luego
de sorprenderla, apartaba el dedo y cerraba rápidamente las piernas con
delicioso pudor.
6
Se sentaba
sobre una de mis rodillas y también se montaba sobre el brazo del sillón, como
si fuera el lomo de algún animal. La veía frotarse al tiempo que miraba la
televisión. Y sonreía… sonreía con fruición. Sabía que un pene se “inflaba” y
también se “desinflaba”. Ella llegó a pensar que solamente cuando los hombres
estaban alegres, el miembro suyo oculto en el pantalón, también se alegraba, es
decir: se hinchaba. Llegaba con un dulce en la boca. Me lo mostraba. Su lengua,
sus labios pintados de azul. Y se sentaba sobre mi rodilla, teniendo como
pretexto una pregunta trivial, una opinión personal, o informarme de algo que
yo ya conocía pero que no deseaba que yo olvidara para el día siguiente. Y yo
hacía que no veía sus muecas, que seguía abstraído, leyendo el periódico o la
hoja del libro. Entonces era cuando la veía extraviarse con franqueza, al
vaivén rítmico. El caramelo caía al suelo y ella ya no lo buscaba.
Si la detenía, si la reprobaba, temía,
fuera a pensar que eso era algo indebido o prohibido. Lo era, en la cabeza de
un adulto “normal”. Yo quería que tuviera una libertad que otras niñas no
poseían, estando bajo estricto yugo de unos padres conservadores. Lo sé: este
era mi pretexto.
Yo
no era ningún pedófilo pues no miraba, no buscaba a ninguna otra niña; pero ella
me hacía cuestionármelo una y otra vez. Se tiraba sobre la cama o el sofá, con
las piernas bien abiertas. Desinhibida se vestía y se desvestía enfrente de mí.
No le importaba si la veía orinar o defecar. A veces pedía que la bañara y yo, astuto,
fingía aparente desagrado, a fin de que no sospechara. Apenas tocaba sus muslos
y ya mi cuerpo reaccionaba con inconcebible virilidad. Comenzó a resultarme
hasta encantador lavar su ropa. Si colocaba sus piernas sobre mi regazo para
importunarme, no reprimía el urgente deseo de poder acariciarlas, colocando de
pretexto que las había raspado y que necesitaban, una apremiantemente
asistencia. Utilizaba crema perfumada y se la untaba a lo largo de sus dos extremidades cobrizas: desde los dedos
hasta los muslos. Mi mano subía y se deslizaba aletargadamente, en frenesí
contenido. Aprovechaba que estuviera distraída. Cuando se cansaba, cuando se
aburría, comenzaba a patearme. Quedaba libre y se marchaba en sutil
indiferencia.
Mientras
hacía la tarea, aún con el uniforme escolar, era habitual que tirara la goma,
el color o el lápiz. Debajo de la mesa, ella abría y cerraba las piernas. Yo me
quedaba allí unos segundos, seducido de su sensualidad infantil. Un lápiz en el
suelo, bastaba para despertar mi descarado servilismo. No me da vergüenza
admitir que muchas veces llegue a tirarlo yo mismo. Y cuando se quedaba
dormida, me la quedaba mirando de pies a cabeza, extasiado como un voyeur.
La observaba hasta quedarme saciado.
Lo peor de
mí viene a continuación. Tenía fantasías sexuales. Me la imaginaba, comportándose
como una mujer adulta. Imaginaba que llegaba a la cama y que se me encimaba.
Imaginaba que se desnudaba y que, ante mis ojos, se introducía deseosamente.
Otras veces la imaginaba subiéndose la falda, luego de llegar del colegio. Se
inclinaba y me enseñaba las nalgas, instigándome. Entonces yo me introducía
salvajemente, estremeciéndola. Yo atribuía este pensamiento a que no había otra
mujer en mi vida más que ella. De hecho, me dejaron de interesar las mujeres
mayores mientras estuve con ella. Llegué a cancelar un par de citas por
quedarme todo el día con mi Mary. ¿Qué me detiene?, me decía. Oportunidades,
había muchas. Cuando la levantaba del sofá, dormida, y la llevaba a la cama. Sólo
tenía que tomarla como tomaba cualquier cosa del refrigerador. En calzones se
tiraba frente al televisor y comenzaba a mover los pies. Luego levantaba el
trasero y comenzaba a moverlo en ilusoria concupiscencia; como si supiera de mi
quimera. Pero sólo estaba haciendo sus ejercicios, dejados de tarea para
adelgazar. A veces disfrazaba mi abuso, mi demencia de poseerla, con uno de
nuestros juegos preferidos. Nos tirábamos sobre la cama y nos hacíamos
cosquillas el uno al otro. Era de las pocas ocasiones en que a la aquiescencia de
ella, me recreaba a placer con todo su impúber cuerpo. Yo le robaba besos, que
la divertían. Me tiraba sobre ella, y le abría, a fuerza de goce, sus dos
piernas. Me levantaba aún con ella, pues iba aferrada a mi pelvis y cuello. En
esta posición recorríamos toda la casa cual si fuéramos amantes. La pegaba
contra la puerta y, fingiendo que se resbalaba, la embestía. Ingenua, se moría
de risa, una risa exultada. La dejaba en el sillón y pedía, suplicaba, que
siguiéramos jugando. “Levántame las piernas”, decía, y enloquecido, hacía lo
que me pedía. El juego terminaba cuando, o ella se cansaba, o yo lo rompía de
forma abrupta.
Antes de
que Mary estuviera conmigo, nunca antes había visto una niña desnuda. Siempre
consideré a las niñas como “otros” niños debido a sus pies delgados, pecho
plano y voces chillonas. Pero Mary era distinta. Ninguna otra niña en la calle
me producía el mismo escozor deleitable. Ninguna. Verle los calzones entre sus
muslos, era mi Paraíso y también mi Infierno. Mary era mi Circe y mi reina Mab.
Se las había arreglado para sacar la peor parte de mí. Cada que salía de su
cuarto, yo tenía la agónica expectativa de saber cómo iba a salir vestida para
ese día, qué nuevo estilo se le ocurría: si vestida de mallas o si vestida con
una de sus faldas cortas que ya deseaba admirar. A veces ni siquiera se ponía
ropa interior. Me volví mañoso. Si quería verla sin ropa interior, no la lavaba
y punto; y si quería verle la ropa interior, la lavaba con ahínco. Me volví
fetiche de su preciada ropa íntima. Un calzón suyo tendido a secar al sol, me
excitaba sobremanera. Un zapatito por allá, una calcetita en el suelo, un
listón...
7
Mary
estaba desarrollándose y, la mala alimentación, la había llenado de grasa en
las partes mórbidas que descuidadamente dejaba expuestas. Su cuerpo, estaba
tomando deliciosa distribución para complacencia de mis exaltados sentidos. Llegaba
a mi cama y se tumbaba ociosa boca arriba, diciendo que en su cuarto ella se
aburría, cosa que yo agradecía; entonces, en su inquietud de chiquilla, fuera
levantando los pies, fuera dando cabriolas, podía medir en cantidades
cuantificables sus hechuras y estructuras mejor que un ingeniero civil. Una
noche me preguntó si tenía novia. Le dije que no. Me preguntó si había besado
alguna vez a una chica. Le contesté que sí. “¿Has besado a alguien?”, le
pregunté, suponiendo que de eso quería ella hablar. Se quedó callada. “¿Quieres
que te enseñe a besar?”. Su respuesta fue inmediata y reticente. “Eso es
asqueroso”.
Un
día me sorprendió pidiéndome en ruego que le enseñara a besar. “Por favor, por
favor”. “Cierra los ojos”, le ordené
emocionado. Pensé que había ido a tirar una goma de mascar a la basura porque
había ido velozmente a la cocina. Posé suavemente mis labios sobre los suyos,
el momento ansiado, y ella expulsó un chorro de agua sobre mi cara. Abrió los
ojos y se echó a reír. “Es aburrido besar”, dijo, y se marchó victoriosa de su
travesura.
No había
noche que no estuviera tumbada sobre mi cuerpo, como una surfista. De repente
enloquecía, e intentaba a todo lugar golpearme la cara. Yo sujetaba sus manos.
La tumbaba sobre la cama. La sometía. Como no se rendía, la tumbaba boca
abajo y le amarraba las manos por detrás. “Me rindo”, decía. Pero en cuanto la
liberaba, terca, volvía a iniciar la pelea. “Date por vencida”, le decía.
Gruñía como una leona. Creo era la forma diligente en que ella, desquitaba todo
su coraje, su odio hacia mí y hacia su bienhechora madre por abandonarla tantos
días conmigo. Cansados de nuestra pelea, quedábamos tumbados, exhaustos.
Una
noche, mientras peleábamos, tenía metidos sus dedos dentro de mi boca, y mi
lengua, palpó con travesura sus suaves yemas; con el rictus de la aversión,
detuvo la pelea y se fue a lavar, lanzándome mil injurias. No volví a cometer
una tropelía semejante. No temía que me acusara con otro adulto, puesto que Mary
no tenía ningún conocimiento del sexo ni de mis intenciones carnales y funestas
hacia ella. Por los libros de la escuela sabía cómo se llamaban los aparatos
reproductores femenino y masculino, y que de un esperma y un ovulo en unión,
nacían los bebés, pero fuera de eso, no tenía ninguna idea de cómo se
reproducían las personas.
A veces me
enteraba por el periódico, de gente que había abusado de una menor de la misma edad
de Mary. Y la niña, había vivido para contar su abominable experiencia. Concluía:
Una vagina tiene la capacidad de ser elástica, y la vagina de estas niñas podía
contener fácilmente el rudo miembro de un hombre adulto. Y me hacía de vivas
imágenes, de cómo pudo haber sucedido. Tal vez lloró, tal vez se desmayó en el
acto. Había niñas violadas desde los tres años; y hasta incluso, leí de una
violación a un recién nacido. Para mí esto ya era una aberración, pero las
noticias de violaciones a niñas de la edad de Mary, me interesaban más que las
otras noticias rojas. Si lo hiciera, pensaba, más adelante me tendría miedo. Se
lo diría a alguien, a un profesor. Me iría a la cárcel. Era este temor mucho
más grande que mi absurda locura de poseerla, cosa que agradezco a los ángeles.
Estando
acostada a un lado mío, tenía inquietas tentaciones de aproximarme a su cuerpo.
Dormía plácida con su cabecita hundida en la almohada y su cabello regado.
Temía despertarla. No era lo mismo cuando dormía en pijama que cuando dormía en
ropa interior. Recuerdo que me levanté y prendí la luz esa primera vez. Retiré
la sábana y me fui a sentar en una silla. Pasó por mi cabeza fotografiarla o
grabarla para así conservarla y volverla a mirar en nítido momento cada que
quisiera. Nunca me atreví, pues no quería dejar huella de mi vergonzosa
conducta. Tuve también en ese momento enloquecedores deseos de acercarme, de
deslizar la ropa interior que la preservaba incorrupta, de frotar mi duro
miembro en el lugar donde nacían sus redondas y pecosas nalgas.
Eyacularía fuera de ella (así entonces no habría delito que perseguir). Mary se
despertaría y hallaría la sustancia seca como pegamento extendido sobre sus
partes más blandas e impolutas. No le daría importancia y comenzaría a vestirse
con el uniforme de la escuela. Ella llevaría mi marca al colegio. Un
perro la olisquearía y advertiría que se trata de la sustancia procreadora de
un adulto enfermo. Es de él, diría el perro; es de él, diría el
pedófilo. Mi marca…
Mi onírico
sueño terminó de forma abrupta, igual que este relato: con una corta llamada
local. Su madre la recogería al siguiente día, dando una sorpresa a su hija. No
pude ocultárselo. Era mi última noche con ella y quería que fuera especial.
Ella estuvo eufórica todo el día. Pensé un montón de cosas. La quería conmigo
pero también pensé en que lo mejor era que se alejara de mí. Pensé en raptarla.
Pensé también en quedarme con su madre para que Mary, con el tiempo, se
convirtiera en mi amante. No. Tarde o temprano, me decía, le causaré daño. “¡Que
se vaya! ¡Que se vaya!”
Pero
lo cierto, es que no quería que se marchara.