"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

jueves, 29 de mayo de 2014

El hermano ausentado



Había llegado de Estados Unidos. Su padre se lo había llevado desde muy pequeño. Ahora era todo un hombre. Tenía intenciones de invertir en un negocio familiar, así que decidió venir a México. Su madre por fin lo conoció en persona. Había crecido más que su papá. Lo abrazó como un hijo recuperado. A quienes no conocía, era a sus dos hermanas. Cuando a él se lo llevaron, una estaba aprendiendo a gatear y la otra apenas tenía dos meses de gestación. Verlas fue lo mismo que ser presentado con unas completas desconocidas.
    No fue fácil para las mujeres acostumbrarse a la repentina presencia de un hombre dentro de la casa. Sus hermanas habían crecido con su madre, él, con su padre. Ahora ya no podían permitirse el descuido de dejar alguna ropa interior en el baño, dejar los tampones o la toalla húmeda en el bote de la basura. Tenían que ser limpias, ese fue el consejo de su madre mientras él estuviera viviendo con ellas.
    Oírlo orinar a chorro estruendoso era un acontecimiento dentro de la casa. “¿Lo oíste?”, decía Paulina. Y Paulina y Liliana se echaban a reír. Liliana rápido lo convirtió en su confidente, pero Paulina, más tímida, huía de su cercanía.
    Liliana le preguntó:
    —¿No crees que es guapo?
    —No, no creo. —contestó ella, desconcertada.
    —¿Por qué me miras así? Si tiene con qué y yo por dónde, ¿qué tiene de malo?
    —Estás loca.
    Liliana se carcajeó de la actitud contraída de su recatada hermana. Ella no tenía pudor alguno en decir lo que pensaba. Y otro día la escuchó decir: “Si no fuera nuestro hermano, me cae que me lo cogía". Sus preguntas con el tiempo fueron subiendo de tono. “¿Has visto sus brazos?” Apuesto a que puede con las dos.
    —¡Eres asquerosa!
    —Apuesto a que él también fantasea con nosotras —dijo perversa.
    —No quiero oír.
    —Apuesto a que nos ha imaginado acostadas sobre su cama —insistía Liliana—. Apuesto que ha imaginado abriéndonos las piernas.
    —Ya basta.
    —¿Crees que tenga el pene grande?
    —Deja de decir estupideces.
    Pero Liliana seguía hablando como poseída, y hasta los ojos se le elevaban de la tierra.
    —Te recuerdo que estás hablando de tu hermano y no de tu novio.
    —Mamá te dijo que es nuestro hermano, pero es falso. Te voy a decir la verdad. Papá antes tenía una amante.
    —Lo estás inventando.
    —Esa amante tenía ya un hijo, producto de un amor del pasado. Su amante murió y papá decidió cuidar de este niño.
    —¿Y de qué murió su amante?
    —Un accidente. La atropellaron.
    —Todo lo estás inventando.
    —Mamá me lo dijo una vez, cuando estuvo borracha. Tú te habías dormido.
    —No te puede decir algo así.
    —Lo hizo. El caso es que ese niño es Fernando y ahora está disponible para nosotras.
    —Ya mero te voy a creer.
    —No me creas si no quieres.
    Liliana siempre hablaba demás. Nunca se sabía si decía la verdad o decía una más de sus mentiras. Llegó de una fiesta y dijo: “Hoy tuve sexo con dos hombres. Fue fantástico”. Y al otro día, por terceras personas, se supo que no estuvo en dicha fiesta sino que se fue con una amiga”.
    Liliana la hizo creer que Fernando no era su hermano y ella quería descubrir si decía la verdad. Quería preguntarle a su madre de una vez, ¿pero cómo preguntar algo así?, ni de chiste.
    Liliana comenzó a exhibirse y contonearse frente a Fernando. No era sencillo para él apartar la mirada si se atravesaba frente al televisor, justo cuando se transmitía el partido que deseaba ver. Paulina sabía que lo hacía para fastidiarla, para convencerla de que lo que había dicho en confidencia de hermanas, era cierto: de que Fernando no era su hermano. Allá iba con sus jeans ajustados, sus shorts cortos o sus mallones. Le miraba provocativamente. A veces él no podía disimular el fuerte llamado de su naturaleza viril, al quedarse a mirar  las redondas nalgas o las corvas de las pantorrillas. Paulina lo había sorprendido un par de veces, provocando que éste se abochornara de su tentación descarada.
    —No sé qué es lo que estás buscando —le dijo Paulina—, pero esto se lo voy a decir a mamá.
    —Ve y dile.
    Liliana subía el volumen de su grabadora o su celular, y se ponía a bailar a mitad del pasillo o en el centro de la sala, subyugando la atención de su hermano.
    —¿No será que tú eres la que tiene más ganas de él? —le cuestionó a Paulina. Ayer te vi cuando le llevaste la cerveza.  ¿Crees que no te escuché?
    —Se la compré porque compuso el techado de los animales y hacía calor —se justificó Paulina.
    —Ay, sí; ya mero. Estás de puta caliente.
    —Al menos yo no me estoy vistiendo como una puta caliente.
    Ya no eran las amigas que antes lo fueron. Ahora  discutían por cualquier pormenor, pero principalmente discutían por los coqueteos descarados hacia Fernando.
    Liliana solía escaparse y regresar a tiempo para recibir a su madre. Había dejado la escuela y, con el pretexto de buscar trabajo, solía reunirse con sus amigos. Paulina se molestaba porque no le ayudaba con el quehacer. Paulina estaba próxima a acabar el tercer semestre de la preparatoria y estaba muy cerca de los exámenes finales. Estaba presionada. Fernando también salía, y cuando terminaba sus “asuntos empresariales”, regresaba a la casa. Ese día se regresó con Liliana porque se la encontró en la esquina de la calle donde vivían. Fernando se subió a la azotea y su hermana se encerró en su cuarto. Paulina había salido por unas copias, mas había regresado a la casa tras encontrarse con doña María. Su madre estaba en una tanda y le había confiado a su hija entregarle el billete reservado para cuando doña María apareciera. Paulina regresó por el billete. Fue a la cocina pero el billete no se encontraba donde lo había dejado. Recordaba que su madre lo había colocado debajo de una muñequita de porcelana, dentro del cajón de la vajilla. Pensó que su hermana lo había agarrado y fue a preguntarle. Lo había hecho una vez, ¿por qué no otra? Su puerta estaba cerrada con seguro y la música estaba en volumen alto. Antes, fue a buscar a su hermano por un presentimiento que tuvo. Fernando no estaba en la azotea. Doña María esperaba el dinero afuera de la casa. Paulina estaba atrás de la puerta de su hermana. La Música se detuvo por breves segundos.
    Escuchó un gemido y le siguió otro.
    —Uh… ah… ah…
    Un gélido pánico hizo volar su mente hasta  oscurecerla en imágenes incestuosas, y un sudor frío comenzó a perlar su frente. Con torpes y rápidos pasos fue a donde su madre guardaba las llaves de la casa; regresó y metió una llave temblorosa en la cerradura de la puerta. Abrió de golpe.
    —¡Ay, pendeja! —expresó Liliana, cerrando las piernas.
    Con alivio descubrió que Liliana estaba sin compañía. En una de sus manos tenía un juguetito que se revolvía como si tuviera vida. Fue un momento bochornoso para Liliana pero más para Paulina, quien no hallaba cómo disculparse.
    —¿Qué quieres?
    —Quería preguntarte del billete.
    —¡Lárgate!
    Paulina regresó a la cocina  toda aturdida. En eso Fernando abre la puerta y tal como la ve, piensa (y puesto que se ha encontrado a doña María y hablado con ella) que está preocupada por el billete: “¿buscas el billete? Lo tomé prestado ¿Lo vas a necesitar?”
    No se había recuperado de la impresión ignominiosa  pero tuvo que hablar con doña María. Fernando se sintió culpable de llevarse el billete y fue a sacar dinero del banco que estaba a media hora viajando en auto.
    —Lo siento —le dijo, y le entregó el billete que ella más tarde fue a dejar a doña María.
    La madre de Paulina trabajaba en una tienda de mercería y llegaba a veces muy tarde. Cuando volvía, Paulina le ayudaba a realizar la comida, o si quedaban de acuerdo en una cena sencilla, Paulina la realizaba y todos se sentaban a cenar cuando la madre llegaba. En la ausencia de la señora, ellos comían lo que quedaba de la cena, pero desde que su hermano estaba con ellas, procuraba invitarlas a comer. Aquel día, en que Fernando bajó y salió a la calle, se llevó el billete para hacer unas compras (puesto que no tenía dinero en ese momento). Había traído unas hamburguesas. Paulina no quiso comer y Liliana acompañó a Fernando. Fernando tocó a la puerta de Paulina y ésta le abrió vacilante. “La he calentado en el horno”, le dijo con tono fraternal. “¿Estás enferma?”
    —No, no.
    —Siento mucho lo del dinero, pero ahora mismo voy al banco antes que cierren.
    —No es necesario.
    —Voy enseguida —y él se fue.
    Fernando tenía una personalidad paternal. Parecía cuidar de ellas. Era genial tenerlo en casa. No era bueno con las materias de la escuela pero sabía leer y escribir en inglés. Él se sentaba a un lado de Paulina y conversaban apaciblemente, a partir de ese día. Liliana había perdido el interés en exhibirse a raíz de verse sorprendida en la intimidad de su dormitorio. Comprendió por qué lo había hecho Paulina.
    Paulina estaba más cerca de Fernando y nada complacía más a Liliana que verlos en intimidad. Paulina confesó el secreto que le había dicho su hermana a Fernando.
    —Ahora que lo dices —dijo Fernando—, yo recuerdo a una mujer que me cuidaba. Estaba muy pequeño, pero…
    Lo que le dijo Fernando la confundió todavía más, pero reforzó lo dicho por su hermana.
    —Tú tienes el derecho de hablar con mamá —le aconsejó Paulina—. Es tu derecho saber la verdad.
   Fernando prometió preguntar, pero no lo hizo, y mintió a Paulina de que lo había hecho.
    —He descubierto que no somos hermanos —le dijo él—. Pero mamá dijo que no se lo podía decir a ustedes. —Paulina tuvo una alegría mal reprimida y abrazó a Fernando.
    Ahora a  todas horas los veían platicando.
    Cierta tarde, Liliana se había metido al baño y su distracción le obligó a regresar a su cuarto por una toalla. Los escuchó reír en la sala y ella se acercó. Aquellas risas eran más bien contenidas por la garganta para no resultar estruendosas. Silenciosa, Liliana se acercó a mirar. Desde detrás del sofá, fue acercándose para ver mejor. Sólo se veía la cabeza de su hermana pero no la cabeza de él. Al acercarse un par de pasos más, vio la cabeza de él recargada sobre el hombro de Paulina. Hasta allí, fue excepcional para ella verlos en esa posición sugerente, pero aún faltaba lo mejor; Fernando, en un movimiento sutil, puso su mano morena sobre la rodilla nacarada de su hermana. Liliana quien los observaba, respiraba azogadamente, incrédula al beneplácito que se le concedía. Él dejó la mano sobre la rodilla para seguir contando una experiencia propia. Después la besó en los labios. Fue un beso atrevido. Habría querido saltarles por encima de sus cabezas para gritarle a Paulina que se lo había tragado, el cuento completo de que no eran hermanos, pero no lo hizo. No tenía duda de que ella lo había creído y de que lo había convencido también a él. No le quedó duda de que ahora eran novios. Tal vez quería saber qué tan lejos podían llegar.
    Al siguiente día, mientras Liliana lavaba los trastos, y pensaba en un escarmiento adecuado para Fernando, éste se acercó silencioso. Unas manos la rodearon, alterándola.
    —¿Estás loco? —se viró Liliana.
    —Pero loco por ti. ¿Sabes de qué me enteré?: de que no somos hermanos.
    Se desconcertó.
    —¿Ah, sí? ¿Y quién dice?
    —De tu madre. Le pregunté y dijo que no éramos hermanos, pero tú ya los sabías. ¿Es por eso que me coqueteabas?
    En primera instancia, Liliana quedó confundida. ¿Ahora resultaba que lo que había inventado no era una falsedad? No se quedó con las ganas de comprobar lo que le aseguraba él, y le hizo una serie de preguntas. Descubrió que todo lo que le había dicho a su hermana, fielmente él lo repitió; en conclusión, él no había hablado con su madre: por lo tanto estaba mintiendo.
    —Pues… me alegra —dijo ella siguiéndole el juego.
    Él comenzó a besarle el cuello y a sobarle los senos.
    —Desde que te conocí, te deseé… —Sus manos y sus labios se movían urgentemente deseosos.
    —¿En serio?
    Ella lo dejó hurgar, sintiendo sus manos y sus labios hambrientos.
    —Oh… uhm.. no sabes cómo sufrí por el hecho de que nunca ibas a ser mía… uhm… Pero ahora eres mía, mía… mmm…
    —¿Y mi hermana? Te vi el otro día muy juntito con ella.
    —A ti es a quien quiero… uhm... —dijo sin vacilar ni detenerse.
    Luego de ver que él ya se estaba quitando el cinturón, ella lo detuvo en seco, diciéndole:
    —No, ahora no… Mamá puede venir de un momento a otro. Además Paulina está en su cuarto.
    —No me importa —dijo en frenesí de gozo—. Te quiero, te quiero…
    Ella lo apartó con todas sus fuerzas pero él regresó de nueva cuenta. Lo apartó de nuevo y dijo lo siguiente:
    —Haremos esto. Espérame en mi cuarto esta noche. Dejaré la puerta abierta para que entres sin hacer ruido.
   —¿Está noche? —dijo él, como diciendo que eso le iba a resultar una eternidad.
   —Sí, esta noche.
    —Podemos hacerlo ahora si…
    —No, esta noche. Te prometo que será inolvidable.
    Esa última palabra lo contuvo y lo motivó a que la espera iba a valer la pena. La miró de arriba abajo y se deleitó con sus formas. Sí, iba a valer pena. Se despidió con un beso.
    —Te quiero —volvió a decir.
    —Esta noche nos veremos —le aseguró.
    Apenas se apagaron las luces de la casa y Fernando en pies descalzos se trasladó hasta la habitación de Liliana. Entró silencioso y se deslizó sobre la cama, donde había un bulto. “Estoy aquí, amor”. Palpó ese bulto, pero éste, no tenía la dureza de un cuerpo caliente. Estaba desconcertado.
    Las luces se encendieron.
    —¿Qué pasa aquí? —Era la voz de su madre la que, perturbada, había preguntado.
    —Te lo dije, mamá, telo dije. Él nos está acosando.
    Las dos hermanas estaban junto a la madre. En la cama no había más que un par de almohadas acomodadas para que parecieran una persona dormida.
    —Eso no es cierto —repuso Fernando.
    Paulina estaba petrificada y su expresión reflejaba el dolor y la cruel decepción.
    —Todo lo inventé, tengo en parte culpa; pero él, dijo que te lo había preguntado y que tú le respondiste que no éramos hermanos y que tenía que guardar el secreto. Mintió para  estar conmigo y con Paulina.
    —¡Te odio! —dijo Paulina, antes de irse; pero no se lo dijo a Fernando sino a su hermana Liliana.
    —Ella me engañó —dijo Fernando, desesperado por justificarse—. Yo lo hice porque ella me atrajo con engaños.
    —¡Lo hice para que todos supieran la clase de hombre que eres!
    —Ella me engañó, madre. Yo no tengo la culpa.
    —¡Mentiste! Nos mentiste que le habías preguntado a mamá.
    —Eso no es cierto.
    —¡Eres un cobarde!
    —¡Basta! — exclamó la  señora—. Fernando, vete a tu cuarto. Liliana, quiero hablar contigo.
    —¡Pero mamá! —exclamó incrédula—, él intentó…
    —Dije que quiero hablar contigo.
    En lugar de reprender a Fernando, la señora descargó toda la ira de la confusión acaecida sobre la escéptica hija mayor.
    —¡Pero él nos mintió! —chillaba incomprendida Liliana.
    —¡Tú tienes la culpa por inventar todo eso! ¡Tú también eres una mentirosa!
    —¡Pero mamá! Él sabía que…
    —¡No me importa y te callas!
    Los gritos de madre e hija por fin terminaron. Liliana tardó en salir de su cuarto al día siguiente. No dirigió palabra alguna a Fernando cuando se lo encontró sentado en el comedor, junto a su hermana y su madre. Liliana cargaba una mochila al hombro.
    —¿A dónde vas? —preguntó con reclamo su madre.
    —A donde me escuchen —fue lo único que dijo.
    Liliana escapó de su casa un 23 de mayo y no sabe nada su familia de ella hasta la fecha.