La lanza de Aquiles
Brandon, que tiene nombre americano al
igual que Max, pero que nacieron y viven en México, liberan sus miembros
viriles para estimularlos con premura hasta el punto de endurecerlos; ya
erguidos los falos como torres de pisa, los zarandean y presumen a los
diminutos ojos de pez que los registran. Pedro empieza a tomar fotos y Faraón a
grabar. Pedro y Faraón ya terminaron su turno. Los videos y fotografías se envían de manera
anónima a los distintos contactos previamente apuntados en una lista. Jazmín es
la primera en descargar la foto. “Para miserias, mejor no me envíen nada”,
responde indignada. El pene pertenece o a Brandon, Max, pedro o Faraón, piensa
Jazmín, porque son los más problemáticos del salón, los que siempre se están
metiendo en un chingo de líos. Verónica mira la foto que le han compartido con
zalamería sus amigas: un falo erecto, una selva negra, unos huevos broncíneos; más bien: un enorme
huevo broncíneo. Verónica recuerda la primera vez que los compañeros le
enviaron una foto similar. Se puso colorada. La imagen la retuvo por varios
días; qué barbaridad, lo que había visto era el pito de uno de sus compañeros.
Ahora lo mira imperturbable porque ya lleva tres años soportando las mismas
estupideces; el ardite es tan emocionante como mirar un poste de luz a mitad
del día, opina ella. “Niños ingenuos que piensan que con mirar sus pinches
pitos prietos una se va a excitar o a admirar”, le dice a una amiga. Verónica coloca
sus audífonos en sus orejas y regresa a escuchar su música de rockpop, borrando
la infame imagen de su cabeza. Más tarde llegan los videos, uno a uno. Paola,
que ya está cansada con los complejos edípicos de los chicos, revienta la
tolerancia y enseña el video a la maestra, la maestra al orientador y el
orientador al director.
Briseida está resignada con el mediano castigo
que le dieron a su hijo. Pedro está expulsado por dos días y debe acudir a
terapia con el psicólogo. Ella tiene una copia del video que se distribuyó en
el salón. “No lo reportaremos con la policía -dijo el director-, aunque sabe
que esos videos pueden llegar a manos de gente malintencionada para ser vendida,
distribuida a nivel nacional e internacional, saliéndose de total control”. Un
video había salido del celular de su hijo, y aunque ella lo negó más de una
vez, las pruebas mostradas fueron contundentes porque los videos encontrados en
los teléfonos de Max, Faraon, Brandon y Pedro, según el orientador, tenían una
distinta fecha a los descargados de sus demás compañeros. “Después, ellos
mismos se delataron”, concluyó el orientador, jactándose de su labor de
detective.
—Allí está —dice Briseida que enseña el
video a su amiga—. Es una réplica del pito de su padre.
—¿No me digas?
—Delgado y curvado hacia abajo. Además, la
mano que lo sostiene, tiene un diminuto lunar en el dedo anular que nadie
identificó al momento de que lo analizaron. El mismo lunar que tiene también su
padre. ¡Deja de ver el pene de mi hijo, cochina!
—Estoy buscando el lunar que dices. Y ya no
es un niño, por lo que veo aquí.
—Pues lo es.
—Bueno, ve el lado bueno: está orgulloso de
su pito. Conozco gente que nunca lo está.
—No entiendo qué fue lo que lo llevó a
hacer esto. Lo he educado de una manera, bueno, le he enseñado a respetar a las
mujeres. Es amable conmigo, con sus tías, con su abuela, contigo. No sé si es
porque no tiene una imagen paterna o...
—¿Ya lo saben tus hermanas?
—Si ellas ven esto o saben de lo que ha
ocurrido... no quiero imaginar. Ellas no se deben enterar. Pedro me ha jurado
que no volverá a hacerlo. Él sabe que si lo vuelve a hacer, se los diré. Claro
que no lo haré, pero él se muere de pavor que lo sepan.
—Ya quita esa cara que no ha matado a
alguien. Uuuy. ¿Pero qué me dices de éste? Es como los que te gustan.
—Estás loca.
—Somos mujeres y somos locas.
—Es
del tal Brandon. Todo fue su idea, me dijo mi hijo.
—También debe tener el mismo pene de su
padre, ¿no crees? Si así está el hijo, ya quiero conocer al padre.
—¡Dame eso! —Briseida arrebata el teléfono
de las manos de su amiga y lo arroja a una mesa de centro—. Cosas que pasan
ahora. Antes no ocurría nada de esto. Recuerdo que cuando tenía su edad, una
compañera llevó una revista para adultos. Y entonces conocimos los penes de los
hombres porque los libros de texto sólo mostraban unos penes dibujados a
caricatura.
—Ni me digas. A mí me expulsaron por
dibujar un pene con lápiz labial en toda la página del libro de una compañera.
Como no tenía idea de cómo era, lo dibujé con forma de pirámide. Y eso bastó
para que me castigaran. Nadie veía una forma de pene más que la maestra. Así
debía haber estado de desesperada la maldita perra.
Hablar de penes resucitó en Briseida una
simiente que creía ella estaba para
siempre olvidada. Ya acostada en su cama, está mirando bajo una tenue
luminosidad, la pantalla de su teléfono celular. Mira el video, en particular:
el pene de Brandon. Su pecho se llena de un torrente de sangre caliente que, en
pocos segundos la inflama con una sensación irresistible y hasta entonces
desconocida. Una base firme, un tallo robusto que reduce su grosor hasta
terminar con un rosado glande con forma de flecha que apunta al cielo. Su amiga
lo resaltó cuando lo advirtió, sabiendo de las preferencias inconcientes de
Briseida. Ambas mujeres habían trabajado juntas un par de años, cuando tenían
apenas diecisiete años. Damas de compañía. Escorts.
Su amiga aún continúa en el negocio y la ha invitado a una que otra reunión con
gente poderosa que la recuerda. Pero a Briseida ya no la mueve el dinero como a
su amiga; un hombre adinerado le deposita puntual su mensualidad a cambio de un
encuentro sexual cuando él se lo ordene, que no ha sucedido en más de un año.
La familia de Briseida piensa que está recibiendo pensión del hombre que la abandonó, “y es mejor que lo sigan
pensando”, ha expresado.
Llena de arrepentimiento, Briseida aparta
el teléfono de sus manos y jura no volver a ver el video. Cierra los ojos.
“Debo borrarlo”, dice como una autómata programada pero vuelve a tomar el
teléfono con sus delgados dedos y sus uñas bien pintadas. No se atreve a
eliminarlo. Las uñas pintadas de color rojo carmín le recuerdan su pasado
rebelde. “Por qué me he pintado las uñas”, dice extrañada. “Es el color de la
puta que llevo dentro”. Apaga el teléfono y cierra los ojos.
“La puta”.
Permanece así por diez minutos y de nuevo
se levanta como impulsada por una prisa endemoniada.
La palabra puta la ha excitado.
Hace lo insólito. Lo edita. Corta imágenes
hasta que queda una sola: el pene de Brandon en una transición que se repite
cada diez segundos. Un gif.
“Portentoso”.
Suelta el teléfono, lo aparta y cierra los
ojos nuevamente.
“Majestuoso”.
Es un pene firme el que surge en su mente
parecido al del chico Brandon. “¿No crees que es portentoso?”, dice aquella voz
cavernosa de su pasado. Un hombre grande junto a ella. Un vapor que escapa de
la puerta al momento de abrirla. Es el pene erecto de su tío el que tiene
enfrente, a la altura de su boca pequeña. Su tío le arrebata la toalla y se
retira un par de pasos. Pero a un lado está el papá de Briseida. “Qué dices: el
mío es el campeón. Se paró más rápido y ahora me debes diez grandes”. Y Briseida
de infanta no aparta la mirada de esas cosas rojizas como serpientes, monstruosas, pegadas a la cintura de los
hombres pero que parece no espantarles; y que incluso les hablan a esas víboras
como si les escucharan, como si estuvieran vivas. “Siempre trata de buscar sólo
las lanzas de Aquiles, Briseida”, dice su tío, para luego ser echada del lugar
a empujones por parte de su padre.
Su mano se mueve involuntaria debajo de la
sábana, debajo de la ropa interior. Sus dedos se encuentran en los pliegues, en
el clítoris, y hunde el dedo medio en su frenesí salvaje, reteniendo la palabra
Aquiles en su cabeza. En la mitología griega, Briseida fue concubina de Aquiles
hasta que Agamemnón se la arrebató, causando la ira de Aquiles. Briseida y la
lanza de Aquiles siente ella, han marcado su vida por lo que dijo su tío y
porque su padre decidió llamarla Briseida como aquella Briseida y no María como
deseaba su madre. Agamemnón en su momento fue un símbolo ocupado por su madre
conservadora, la religión, su conciencia, la sociedad.
Briseida tiene la pelvis levantada
apoyándose de las dos rodillas y una mano de soporte que tiembla a cada ruido
jadeante que en vano reprime para que no reverbere fuera de su cuarto. Las
imágenes danzan sobre sus ojos, danzan atravesando el cabello que cubre su
rostro y danzan junto al sudor que tiene perlada su frente. Qué importa si es
el pene de un muchachillo, de un niño, piensa ella; es la misma naturaleza que
lo ha llamado, que lo tiene listo, que lo inclina hacia una sola dirección: la
penetración. Si no estuviera listo no se erguiría, no se llenarían de sangre
los tejidos eréctiles; no se sensibilizaría el glande, no se levantaría en su
estado más majestuoso, no; pero ese pene sí; allí estaba en perfidia de un
cuerpo puberto sin necesitar otra gestión que no sea la de complacer a
cualquier mujer que lo aceptara, que lo recibiera. Y Briseida lo acepta en su
flamígera imaginación como a un compañero capaz de despertar el acicate de un
placer silenciado, enterrado, primitivo.
Pedro tiene una consola de videojuegos y ha
invitado a sus amigos a jugar en su cuarto. Cada uno de ellos ha desfilado
excepto Brandon, que no se muestra muy interesado por los juegos de disparos y
golpes. Briseida ha aconsejado a su hijo que lo convenza para que pueda hablar
sobre el asunto que causó la expulsión de ambos, hace un mes. A Pedro le
extraña y le desagrada la idea pero ahora su madre se lo está exigiendo. Y un
día Brandon aparece en la puerta repentinamente. Briseida lo recibe y se
muestra amable como cualquier otra madre. El chico sube al cuarto de su amigo.
Pedro sabe que en cualquier momento Briseida acudirá a hablar con ellos. Pedro
no quiere estar presente cuando eso suceda, por lo que lo manda abajo por unas
botanas, donde sabe, se encontrará con ella.
Luego de que los disparos y los golpes suben en intensidad en el videojuego,
Briseida ha sorprendido a Brandon parado junto al refrigerador, sacando unas
latas de refresco. “Pedro me mandó por unas sodas”, tartamudea ante la bella mujer
madura. Briseida lo ha estado cazando desde que llegó como una gata en celo.
“El orientador me dijo que tú fuiste el de la idea de grabarse”, acusa ella. El
chico está espantado y no sabe qué decir. Balbucea, suda, farfulla los nombres
de los otros compañeros en su desesperada defensa. La mujer no aparta la mirada
del chico quien trata de evitarla como quien quiere salir corriendo. “¿Te crees
ya un hombrecito?”. Briseida es incrédula de que de un cuerpo tan menudo
provenga tanta vigorosidad, tanta pujanza para provocar tanto delirio, tanto
derrame de fruición por las noches por parte de ella, quien no ha dejado de
mojar su sexo con su perturbada imaginación, ansiando una quimera que en su
estado más conciente sería impensable de llevar a cabo. Pero no es Briseida, la
madre de Pedro quien habla ahora con aliento a alcohol; no es Briseida quien se
acerca desvergonzada a paso de puta para cercar, atemorizar y atrincherar al
confuso chico. En menos de veinte minutos se ha bebido un cuarto de botella de
tequila para intentar callar la voz conciente de Agamemnón. Lo ha planeado por
días, lo ha luchado con su conciencia y se ha rendido a la libido.
—¿Has besado a una mujer? —pregunta ella.
No responde. Acerca su boca a la boca del
chico que está como un conejillo asustado, y besa los trémulos labios
delicadamente. Ambos se están mirando a los ojos, cazador y presa, presa y
cazador.
—Pero te estaría decepcionando si te quedas
con esto solamente.
Surge la sonrisa malévola de Briseida quien
nuevamente embiste y su lengua atraviesa el frágil umbral para tantear encías,
lengua, dientes, al mismo tiempo que una mano mantiene bien prensada la quijada
mientras hurga y escarba como ruin ladrón. Es tanta la violencia ejercida por
parte de ella que le ha sangrado los labios al chico que aún no ha advertido el
tamaño de la afrenta.
Enloquecida en su trance ha llevado las
manos abajo para palpar el bulto, para acariciar la forma henchida, para
liberar la ansiada lanza. La lanza que ha llevado a la boca y la ha comenzado a
lamer, chupar y succionar. Tan absorta se encuentra en su fruta excoriada que
no se da cuenta que su hijo los está mirando, que está en estado catatónico al
tiempo que se escuchan unos disparos de metralleta. Brandon se rompe en un
quejido animal, doblándose como un muñeco de trapo. Hincada, Briseida pide al chico
que en treinta minutos baje interponiendo cualquier pretexto, que lo esperará
en la recamará de ella; que lo que acaba de sentir no es nada comparado con lo
que allá le esperará. No siente arrepentimiento, no lo siente porque está
decidida a continuar con el abuso por unos días, semanas, meses, decidida a
hacer suya la lanza de ese chico hasta quedar completamente saciada para
después, echarlo de su vida a como hizo con el padre de su hijo. Un pene
arqueado hacia abajo no es una lanza, pero en su momento, aquella curva rígida
era el símbolo de su rebelión, su resistencia, su rechazo a la mitología que
estaba segura la condenaba.
Brandon sube las escaleras entre el
desconcierto y la presuntuosidad. No se concentra en el videojuego. Mira el
reloj a cada minuto. No ha abierto el refresco al igual que Pedro. Los dos
juegan en silencio. El reloj corre con lentitud. La emoción lo obliga a decir
que se siente mal del estómago, que irá con urgencia al baño. Pedro le dice que
hay un baño arriba. Brandon le contesta que mejor irá al baño de abajo. Da un
paso hacia la escalera, dos, tres y después siente el fuerte empujón en su
espalda, la caída brutal. No está muerto, está mirando a Pedro cuyos ojos son
desconocidos. Sujetan su cabeza y la estrellan varias veces al filo del
escalón. Brandon ya no ve para dónde corre Pedro ni tampoco escucha instantes
después los gritos histéricos de Briseida.