Trastorno (Re-editado)
En la madrugada, alguien irrumpió en el dormitorio de Geraldine
para echársele encima. Antes de que los padres de la joven intervinieran,
Geraldine forcejeaba en el colchón con un completo desconocido. Las luces se
encendieron y revelaron así la identidad del atacante. Fue una desagradable
sorpresa la que se llevaron todos. En una improcedente escena, estaba Carlos,
tratando de abusar de su propia hermana.
—¡Qué haces, hijo de la chingada!
Lo cierto es que ni con las luces, ni con el grito que había entregado su
exaltado padre, Carlos se negó a abandonar la endiablada empresa, y éste tuvo
que apartarlo por la fuerza como si la vida de su hija estuviera en juego.
Detenerlo resultó una tarea increíblemente difícil ya que su hijo estaba
como poseído. Una sobrenatural fuerza lo impulsaba a apartarse de las manos de
su padre para volver con su hermana, quien ya se había refugiado en los brazos
de su madre. El joven sólo contaba con 17 años. Su hermana tenía la misma edad
puesto que ambos habían nacido el mismo día. Fue una golpiza la que recibió
Carlos, tan severa, que quedó noqueado. La familia ya no durmió pensando en qué
cartas iban a tomar para el asunto que era bastante grave. Geraldine y su
madre, tan pronto amaneció, fueron a la farmacia más lejana para comprar la
pastilla anticonceptiva en caso de emergencias, como medida precautoria.
Geraldine dijo que no había ocurrido la penetración, aún así, su madre la
revisó y desconfió del líquido seminal encontrado sobre los muslos juveniles de
su bella hija, como si fuera un barniz de uñas, muy cercano a la vulva.
Carlos amaneció amarrado, con un ojo cerrado y desconociendo la principal causa
de su martirio. Pensaron que estaba fingiendo y su padre le dio una serie de
bofetadas que de poco sirvieron al interrogatorio. Le contaron por fin lo
sucedido. Cabe aclarar que se vio bastante sorprendido cuando se lo dijeron.
Tal vez estaba drogado o ebrio, y buscaron en su cuarto alguna sustancia que
pudiera comprobar estas primeras suposiciones. Movieron todo lo movible dentro
de su cuarto. Estaba limpio. Su indignada madre dijo que iba a denunciarlo y no
importaba que lo encerraran con tal de que se disciplinara. Su padre no estaba
de acuerdo con esta estricta medida. “Él no puede ya vivir con nosotros”, decía
su madre. “¡Pero él no lo recuerda!”, decía su benevolente padre y quien se
sentía un tanto identificado con esta situación. Carlos lloraba
inconsolablemente en un rincón apartado de la conversación. Lo cierto es que
Carlos estaba como enloquecido esa madrugada, al momento en que se cometía el
abuso. Al final optaron por advertirle de que si volvía a atacar a su hermana,
lo iban a denunciar para que las autoridades lo castigaran. Geraldine no estuvo
de acuerdo con esta suave medida, así que escapó de su casa para irse a vivir
con una amiga un par de semanas, reservándose el motivo de su precipitada
huida. No fue fácil convencerla de que regresara, pero desde ese día, las
puertas de ambos dormitorios se aseguraron.
***
Geraldine despreciaba a su hermano con sus fulminantes miradas. La relación
entre ellos se había roto y no guardaban -sus padres- esperanzas de que todo
esto cambiara, hasta que ocurrió lo siguiente. Todavía no era noche pero
Geraldine había dormido desde la tarde. Los padres, que se preparaban para
descansar, fueron alertados no por los gritos de Geraldine sino por los gritos
angustiantes de Carlos, quien con ambas manos, luchaba por apartar la cabeza de
Geraldine, muy cercana a su entrepierna. A primera vista, sus padres pensaron
que Geraldine se estaba vengando al tratar de lastimar a su hermano por lo que
le había hecho, pensamiento que fue desmentido al momento de observar cómo
ésta, presa de una inexplicable lujuria, estaba desesperadamente intentando
bajarle los pantalones a su confundido hermano. Geraldine tenía los ojos
abiertos pero yacían como fijos en un solo punto: su hermano (cosa similar
ocurrida a Carlos). Sus padres no podían creer lo que estaba ocurriendo en su
propia casa. El padre de Geraldine tuvo que sujetarla hasta que se tranquilizó,
cayendo poco después plácidamente en sus brazos, presa de un inusual y
embriagador sueño. Contaron lo ocurrido a Geraldine cuando despertó, y ella
pensó que su hermano había colocado algo en su comida, puesto que no recordaba lo
sucedido. “Tú me pusiste algo, maldito, maldito”, le gritó, arrojándosele con
los puños cerrados. Optaron por llevarlos con un psicólogo. Contaron lo
ocurrido de los “accidentes”. El especialista los examinó de manera individual,
escuchando muy atentamente las versiones de ambos. No encontró nada que
implicara que tuvieran una relación anormal o que mintieran, pero sí recomendó
un urgente estudio que los llevó a la clínica del trastorno del sueño. Los
doctores hicieron los estudios correspondientes llegando a una sólida
conclusión: los gemelos eran victimas de un trastorno del sueño llamado
sexomnia. La sexomnia es, en palabras del doctor, “un trastorno en el cual, las
personas suelen tener actividad sexual estando dormidos y, que sucede en la
etapa profunda del sueño. Son casos extremadamente raros, pero se piensa, que
no se tienen más registros porque la gente no suele hablar de lo que ocurre en
su propia casa. La vergüenza es el motivo. Los familiares prefieren guardar el
secreto y, en los pocos casos que llegan a saberse, piensan que fue una clara
violación, así que el “enfermo”, es llevado injustamente al reclusorio. Las
personas implicadas no recuerdan lo ocurrido debido al estado de inconsciencia
en la que se encontraban al momento de la agresión, que fue lo que ocurrió
aquí”. Los padres confesaron que cuando los gemelos tenían seis años, padecían
de sonambulismo, un punto clave, pero que nunca se imaginaron que hubiera algo
parecido relacionado con el sexo. Los doctores hicieron bastantes preguntas a
los gemelos y también a los padres. Era un caso único el suyo: que ambos
tuvieran el trastorno causado probablemente por el estrés. Dieron medicamentos
y fueron sometidos a psiquiatría, no obstante, seguían cerrando con seguro las
puertas para que no se repitiera el bochornoso acto. En apariencia todo volvió
a la normalidad. En apariencia.
***
Transcurrieron varios años, y Carlos, presa de su indoblegable virilidad,
tomaba los medicamentos, pero, a diferencia de los años pasados, ya no colocaba
el seguro a su puerta. Tampoco sus padres colocaban llave por fuera -habiendo
ganado su confianza-. Y es que Carlos, tenía ligera esperanza de que su hermana
olvidara tomar el medicamento y se lanzara contra él, a como hizo aquel día.
Esta vez no iba a gritar para llamar a sus padres. Aquella vez lo hizo porque
los problemas lo estaban ahogando con intensiones de asesinarlo. Esta vez lo
disfrutaría, al cabo que ella ni lo recordaría. Y es que desde que supo que
hubo un intentó suyo por tomar posesión de ella, su libidinosa cabeza no se
cansaba de imaginar lo ocurrido. Su hermana Geraldine, quien contaba ahora con
21 años, había alcanzado los matices de una mujer sensual, madura y muy
coqueta. Tenía una sonrisa irresistible y era capaz de desencadenar la pasión más
salvaje oculta dentro de los hombres. Él ya se había dado cuenta de lo
enteramente deseada que era por sus amigos. “Tienes suerte de que viva
contigo”, “cómo te envidio, cómo envidio que la veas despertar”, “quiero
tenerla, quiero tener a tu hermana”, “mira ese hermoso par de piernas, ¿la has
visto desnuda?”, “y ese culo; ¡lo que daría por tenerlo enfrente de mí!”,
“tómale una foto y yo te pago lo que quieras, pero que sea una buena foto”,
“¿podrás hablarle de mí?”. Todo ese cotorreo descomedido causó mella a
sus pensamientos. Dejó de verla más como su hermana y comenzó a mirarla más
como la mujer que era. Ella lo había perdonado sabiendo que la agresión no fue
intencional, sabiendo también por supuesto que ella había actuado de manera
similar. Ya no tenía desprecio por él. Incluso era más atenta, más amiga, más
tierna. Había veces en las cuales, cansada, se tumbaba sobre la cama para
dormitar un rato, importándole muy poco que la puerta no estuviera cerrada, o
que sus prendas, fueran demasiado sensuales para despertar apetitos dentro de
la casa, como los cortos shorts que vestía. Tumbada boca abajo y con las
piernas desnudas, era contemplada parsimoniosamente por su acalorado hermano.
Regocijado, la miraba con el rabillo del ojo cuando, con las manos, se acariciaba
la superficie de los muslos, conteniendo sus exaltados anhelos de poseerla. Y
ella hasta parecía que gustaba de provocarlo, luego de salir del baño con una
toalla y luego de calzarse las zapatillas o pintarse las uñas con el pie arriba
de una silla, enseñando los muslos y la atrayente ropa íntima. O a veces
olvidaba asegurar la puerta del baño mientras ella estaba en la regadera.
Carlos entraba y ella estaba al otro lado de la cortina. Se transparentaba su
cuerpo y él la contemplaba pocos segundos antes de que lo descubrieran. Una
vez, él, olvidó cerrar la puerta del baño y, pensando que ya se había marchado
a la escuela, ella lo sorprendió en plena masturbación. Lo miró con sorpresa,
timidez, con turbación: un sentimiento no exactamente desagradable. En pleno
delirio, no vio cuándo ella abrió la puerta y lo pilló. Había visto, con ese
dulce rubor de mujer, primero lo que tenía en sus manos, más bien: lo que
sobresalía de sus manos. Ella cerró la puerta pidiendo sinceras
disculpas. Geraldine huyó a toda prisa, mas algo se había removido en la
columna vertebral de su hermano Carlos, y que provocara, una excitación suya
fuera de toda proporción.
Como hombre machista que era, comenzó a asistir al gimnasio. Quería un cuerpo
atlético que despertara la lujuria dentro de las mujeres y lo consiguió; pero
lo curioso es que se apartaba de ellas. Sólo quería a una mujer: Geraldine.
Ahora él era quien gustaba de provocarla, aunque nada le indicaba que su
hermana lo deseara como él a ella. Sus amigos seguían insistiendo en que les
consiguiera una cita. Ella los considera unos nacos por los
"modales" aprendidos en la calle. A su hermano también lo consideraba
un naco pero nunca se lo había dicho a la cara. Ésta tenía
particulares gustos por los hombres inteligentes. Tenía a famosos y
guapos arquitectos pegados en las portadas de sus libretas, tipos con anteojos
y cabello recortado en impecables trajes italianos. Carlos seguía imaginando
con poseer a su hermana. Era una tortura para él tenerla cerca y no ceñirle la
cintura como él quería, o atraparla para sentarla en su excitado regazo. Tenía
la medida de sus caderas y lo guardaba como número de devoción a la lotería.
Medía sus manos y sabía que cabían perfectamente en cada una de las nalgas de
su sensual hermana. Sus cortos escotes le anunciaban unos perfectos senos,
donde imaginaba sopesándolos y masajeándolos. En su cabeza había hilado la
manera de poder acerarse a ella, mas no pasaba de ser mera fantasía. Él se
desvestía y, con el miembro enhiesto, entraba al cuarto de Geraldine para
decirle:
—Tú naciste con una vagina y yo con una verga. ¿Por qué tú crees que fue así?
Y ella, no encontrando objeción al "brillante raciocinio", de
inmediato sucumbía a la tentación de degustar el sabroso miembro.
—Desde que lo vi, no he podido quitármelo de la cabeza —decía ella, y hacía
desaparecer la verga dentro de su boca.
—Sí, hermanita; cométela. Es tuya. Naciste sólo para hacer una cosa:
comerte mi verga.
Y en otras ocasiones, cuando vestía esos diminutos shorts, imaginaba que se la
tiraba en la cocina; que la volteaba y que la arrojaba contra la mesa. Ella
boca abajo contra la madera y él tomándose el tiempo para metérsela por detrás,
apartando ese sexy short o haciéndolo a un lado. Eran meras fantasías. Era más
fácil que por accidente, ella olvidara tomar su medicamento y entrara a su
cuarto una vez más a como lo hizo aquella noche, donde su mirada no tenía otro
fin que saborear lo que escondía en sus pantalones. “Y si en vez de entrar a mi
cuarto, -se preguntaba-, hubiese entrado al cuarto de mis padres, ¿habría
pasado lo mismo? ¿Habría buscado el miembro de mi padre?” Otra persona estaba
preocupada por el mismo pensamiento y esta persona era su madre. “Estos niños
son capaces de arrojarse a uno, puesto que están enfermos”, le dijo a su
esposo. “Si se le echó encima a su hermana, qué me espero yo”, dijo la mujer.
Su esposo le manifestó que no estuviera pensando en aquellas cosas,
mas sabía era inevitable no hacerlo. Por un tiempo la señora cargó con una piedra
dentro del bolsillo, temiendo que le sucediera lo ocurrido a su hija. Se
defendería con la piedra, claro. Por el contrario, a su esposo no le preocupaba
el hecho de que, a mitad de la noche, su hija se arrojara desesperada pidiendo
sexo que a la mañana siguiente olvidaría haber tenido. Llevó a su cabeza esta
situación y se preguntó seriamente si tendría la fuerza necesaria para
rechazarla. Resulta que estando excitado, en su imaginación, él no la
rechazaba. Se culpaba de tener estos pensamientos incestuosos hacia su propia
hija. Geraldine se había convertido en una mujer muy guapa, parecida a su madre
de cuando era joven. Era como si hubiera rejuvenecido, y a veces era como
hablar con su mujer, volteando hacia el pasado.
***
Los niños crecen con suma rapidez, y el padre de Geraldine apenas recordaba la
infancia de sus hijos. No eran videos dentro de su cabeza, sino fotografías
borrosas o mal tomadas. Había un rostro de bebé, un rostro de niña, aquí y
allá, en completo desorden. Estaba una niña jugando con sus muñecas, la niña
era Geraldine, quién más. Poco conservaba de aquella niña. Los hijos son unos,
cuando tienen seis años y otros, cuando tienen trece. Una vez más vuelven a
cambiar cuando cumplen los 18 años. Recordaba una fiesta, de cuando cumplió sus
diez. Geraldine estaba en una de las fotografías borrosas de su cabeza. Sopló
las velas, apagándolas. Había sido una niña muy cariñosa que pedía los brazos y
besaba las mejillas de su padre. Se sentaba en sus piernas. Después, ya no
pedía los brazos sino dinero que es lo que le importaba. Hablaba más tiempo con
sus amigas que con su familia. Cinco fotografías, a lo mucho seis, y esa era la
corta historia de su hija mientras la ayudó a crecer. Su esposa seguramente
recordaba muchas fotografías más. Una madre retiene los recuerdos de sus hijos
mientras que el padre de éstos, suele olvidarlos; y él no quería aceptar que
fuera con una intención malévola-evolucionista, como si los genes decidieran
apartarlo de los recuerdos con la tentativa de no ver a la hija como hija
por el resto de su vida; que de ser la única pareja en el mundo, podría
procrear fácilmente con ella: de esta manera se garantizaría la supervivencia
de la especie humana. La amenaza de la extinción no estaba en juego en su casa,
pero el padre de Geraldine salía a mitad de la noche y madrugada
esperando encontrarse con su hija en su estado durmiente. No estaba
seguro que de suceder el encuentro, sería capaz de consumirlo; pero él seguía
saliendo a los pasillos.
***
Carlos se cansó de esperar, y un día, se paró frente al cuarto de su hermana y
con el corazón queriéndole salir por la boca, hizo girar el picaporte. La
puerta lentamente cedió. “Qué tonta, lo olvidó”, se dijo a sí mismo. Iba
a retroceder, pero ya estando adentro, se le ocurrió una idea. A diferencia de
su padre, él sí podía justificar un posible comportamiento pecaminoso.
Entregó un paso hacia adelante y la vio hundida en profundo sueño, hundida la
cabeza en su almohada. Dio un segundo paso y el edredón se removió en la
penumbra de la habitación. Era demasiado tarde para echarse atrás. Ella había
despertado y levantado la cabeza para ver quién estaba al pie de su cama,
observándola. No estaba tan dormida como él había pensado. “¡Diablos, va a
gritar!”, se dijo al momento. Pero no gritó. No grito ni cuando arrojó el
edredón al suelo y se encimó sobre su femenino cuerpo. Quizá pensó lo mismo que
él. Quizá deseaba lo mismo que él. Quizá estaba igual de dormida. No lo sabía.
Lo importante es que estaba encima de ella.
Le habían dicho que fue violento con ella cuando sucedió el intento de abuso,
que parecía un animal, así que retiró la ropa interior de manera brusca. Fue
increíble, ella lo dejó. Para sorpresa suya, abrió las piernas para recibirlo.
“Debe estar dormida”, pensó. “¡No!”. La escuchó decir algo, ¡lo cual revelaba
que no estaba dormida! Este hallazgo lo excitó de sobremanera, el saber que
ella también lo deseaba. También quiso hablar, pero qué fuerza tuvo para saber
contenerse. Luego de estrellarse salvajemente, sus sexos se fundieron en un
ruido agudo y jadeante que produjo Geraldine. Ella se colgó de su cuello y lo
abrazó con las piernas. Carlos se quedó inmóvil por un momento, seguramente
para darse la idea incuestionable de que estaban unidos por fin en cuerpo, como
tantas veces lo fantaseó. Estaba oscuro y él habría deseado verla al momento en
que la tenía empalada; habría deseado verse en un espejo: ambos cuerpos,
desnudos y bañados por el rocío de una luz artificial en una perfecta
sincronía, el inicio del ritual de apareamiento humano. No obstante, al estar
sus ojos acostumbrados a la indisoluble oscuridad, a la luz débil de una luz
plateada colada por la ventana, logró verla y ella también lo veía a él. Ambos
respiraban agitadamente por la boca cuando comenzó la fricción de sus sexos.
Su madre dormía plácidamente en otra recamara, sin imaginar que su esposo
-puesto que la puerta de Geraldine había quedado abierta- observaba a los
gemelos inmerso en un trance hipnótico de descreimiento. Evocó recuerdos que
había olvidado. Había visto a esos dos jugando en la tina cuando eran niños. Su
madre los bañaba juntos. Geraldine en ese entonces había preguntado por qué su
hermano tenía una “cosita” que ella no tenía. “Porque por allí hacen pipí los
hombres”, dijo su madre. Geraldine, no quedándose con la duda, preguntó a su
padre si él tenía lo mismo que tenía su hermano. “Todos los hombres lo tienen,
hija”, dijo él. Los gemelos se acompañaban al baño. Aprendieron juntos a ir.
Geraldine se sentaba para hacer pipí. Carlos hacía pipí de pie.
Se miraban mear el uno al otro. Dejaron de acompañarse cuando Carlos comenzó a
burlarse de la “raya” de su hermana donde él tenía su “cosita”. Y ahora veía a
los gemelos en pleno acto sexual, habiendo perfeccionado el acoplamiento de la
“raya” con la “cosita”, por la cual fueron concedidos. Lo que no quisieron
decirles en su momento, sobre cómo erotizar sus partes, ellos lo habían
descubierto. Pasó por su cabeza irrumpir el impactante acoplamiento, pero,
pensando que ambos yacían dormidos, no quiso interrumpirlos, especialmente
porque no quería armar otro tremendo alboroto. Mañana lo olvidarían e iba a
resultar perjudicial para ambos si se los hacía saber. Fue eso o fue el morbo
de quedarse a ver, a sus propios hijos, teniendo relaciones sexuales. Él
también estaba respirando por la boca.
***
Carlos regresó a su cama y fingió no saber nada de lo ocurrido al día
siguiente. Geraldine hizo lo mismo: no dijo nada. Su padre también guardó
silencio pero estaba preocupado. Geraldine, al no saber lo ocurrido, podía
embarazarse. Se acercó con ella y le preguntó si todo estaba bien.
—¿Sigues tomando tu medicamento?
—Te refieres a…
—Sí. Ése.
—Hace dos años que lo dejé.
—¿Dos años?
—El doctor dijo que ya los podía suspender, si quería.
—¿El doctor te dijo eso?
—Sí. Descuida papá, eso ya no volverá a suceder. Te lo prometo.
—Ese es tu caso, pero debes cuidarte de…
—¿de Carlos? A él también le dijeron lo mismo, pero él sigue tomándolos. No te
preocupes papá. Eso ya pasó. Ya quedó atrás.
Su padre no quedó satisfecho, y no tuvo valor para decirle lo que había visto.
Optó por resignarse de ocurrir un embarazo, sabiendo que la apoyaría de
pretender abortarlo. Colocaría desde ese instante atención a su actitud.
Carlos por su parte intentó repetir la experiencia al día siguiente sin poder
conseguirlo. Un seguro en la puerta de Geraldine impidió su objetivo. Ella tuvo
sumo cuidado de no provocar ruidos innecesarios e involuntarios que pudieron haberla
delatado -ignorando que fue inútil-, pero cuando sus padres no estuvieron
en el segundo encuentro consensuado, no cabe duda que sus alaridos extasiados
se escucharon fuera de la habitación. Carlos abrió la puerta en un horario
determinado, ¡y la encontró ya lista!: desnuda y en posición sumisa. No volvió
a ocurrir.
Ella preguntó un día:
—Escuché pasos afuera de mi puerta. ¿Estás tomando tu medicamento?
—A veces se me olvida —dijo él.
—Pues tómatelo, porque no es la primera vez que los escucho.
***
Se volvió distante y se enfadaba por cualquier motivo de insignificancia. Sus
impredecibles abruptos de humor, hicieron que Carlos no comprendiera la actitud
de su hermana para con él, cuando había pensado cosa muy distinta. Había premeditado
que Geraldine se portaría más amable, cálida, cariñosa: consecuencias de estar
más enamorada. Y él habría estado dispuesto a confesarle que en esas noches de
sexo apasionado, él estaba despierto contrario a lo que ella pensaba. No podía
decir que fue violada puesto que lo consintió. Aún rezumbaban los alaridos que
le provocó en aquella inolvidable noche; cómo ella se aferró a su cuerpo,
arañándole la espalda, pidiéndole que no se detuviera, “que no parara por nada
del mundo”. Estaba claro que lo había aceptado. Carlos habría estado dispuesto
a declarar un amor incestuoso, pero este caótico comportamiento de Geraldine
obstaculizó su proceder, así como la valentía necesaria para saltar, solo, por
un abismo llamado familia. ¿Estaría un lecho de rosas esperándole al fondo del
abismo? ¿Estaría Geraldine esperándole si se arrojaba? No tenía esa seguridad
confiable. Lo único que sabía, es que ella se había entregado a él. ¿Lo hizo
por amor? Terminó por convencerse que sí. Tiempo era lo que necesitaba para
meditarlo. Tiempo para él y tiempo para ella.
***
La noticia de que iba a casarse pulverizó las ilusiones de su hermano Carlos.
Sus padres aceptaron con grata sorpresa la noticia, y ese mismo fin de semana
conocieron al afortunado hombre. Era un tipo bien parecido, alto, esbelto, casi
un gemelo de Carlos pero con anteojos. Es común que las personas escojan
personas parecidas a sus consanguíneos, pensando que se llevarán igual de bien
que con quienes vivieron casi media vida. Pero también está la hipótesis de que
podrían desear, inconscientemente, tener una relación incestuosa y acostarse
con sus consanguíneos.
El novio pidió su mano. Hubo celebración. El futuro yerno iba a la casa
provocando los celos justificados de Carlos, quien se había retraído últimamente
en su enclaustrada habitación. La boda tenía que realizarse lo más pronto
posible ya que Geraldine -esto sí que enfadó a sus padres- estaba embarazada.
—¡Seremos abuelos! —dijo la madre—, eso sí que no me esperaba. Estoy enojada
porque no llevaron las cosas como Dios desea que se hagan, pero estoy contenta
de que…—hizo una pausa para mirar a su esposo— decidan formar juntos una
familia; de que te cases hija mía. Parece que elegiste un buen hombre, sólo el
tiempo lo determinará.
Carlos, que parecía un fantasma autóctono, iba y venía con su cara descompuesta
como la de un ermitaño ofendido. Le molestaba que Geraldine sonriera y hablara
demasiado de la próxima boda. No le agradaba en lo más mínimo esa
insoportable preeminencia del que aquel hombre gozaba mientras se paseaba por
toda la casa como si ya viviera allí. Y el escozor que sentía cuando aquel
hombre se encerraba en el cuarto de Geraldine por varias horas. Carlos daba
vueltas y vueltas en su habitación, conteniéndose de no tumbar la puerta. Su
futuro cuñado había intentado llevarse bien con el hermano de su prometida pero
sólo se llevaba disgustos cuando lo trataba.
—Son celos de hermano —decía la madre un tanto pueril—. No hagas caso.
Estuvieron en mi vientre y así han crecido, juntos. Geraldine es más grande que
él, por una hora. Festejábamos sus cumpleaños el mismo día, pero como Carlos
siempre ha sido celoso de su hermana y de nuestra atención, festejamos el suyo
antes, un día antes. Últimamente ninguno de los dos quiere una fiesta, pero
cuando eran niños, la exigían. Juntos jugaban. Juntos hacían todo. En el kínder
no querían salir a recreo si no salían los dos. Cuando eran chiquitos no se
sabía quién era quién, pues ambos tenían el cabello largo. Tengo fotografías,
te las enseñaré.
Con la boda a la vuelta de la esquina, Carlos se volvió todavía más intolerable
e insolente en las conversaciones a la hora de comer.
—Cómo te vas a casar —le decía a su hermana, como burlándose— si no lavas ni tu
propia ropa. No sabes ni cocinar.
—Pero ya aprenderé —decía Geraldine, sonriendo; apoyándose de la mano de su
hombre que la amaba con locura.
No tenía duda de que ese niño que esperaba Geraldine, era suyo, y mientras más
lo anunciaba a su firme cabeza, más odio sentía por aquel intruso que trataba
de robarse a su familia.
—¿Y es buena en la cama? —le preguntó al cuñado, que no lo esperaba.
—¿Qué cosa?
—Mi hermana. ¿Es buena en la cama?
Ofendido, éste respondió que eso no le incumbía.
—Ah, vamos. ¿Es que no podemos hablar de eso? Quieres que seamos amigos, ¿no?
Yo quiero saber si mi hermana es buena en la cama. Disfrutas haciéndoselo por
el culo, o prefieres la posición aburrida del misionero.
El hombre se levantó molesto, dispuesto a no seguir escuchando.
—¡Ven aquí y hablemos como dos hombres!
***
A Carlos le dio por beber. Llegaba en la madrugada y armaba un tremendo
escándalo tanto en la calle como dentro de la casa. Lo habían corrido de su
trabajo por pelearse con un compañero. Se había distanciado incluso de sus
amigos.
—¿Que qué voy a ser con mi vida?; no tengo idea, padre. No tengo idea. Bebo por
una razón que no te voy a decir porque te enfadarías conmigo. Tú y mamá. Además
tú hacías lo mismo, ¿lo recuerdas? ¿Tú por qué tomabas?
A veces se caía en el piso y allí amanecía, con la camisa llena de vómito y los
pantalones mojados.
—Qué asco me das, Carlos; qué bajo has caído —le manifestó con repugnancia su
hermana.
—Todo es tu culpa.
—¿Mi culpa? No culpes a otros cuando la culpa es solamente tuya. Cobarde eres
en no enfrentar tus propias culpas.
—¿Cobarde? Tal vez…
Hasta allí se quedó la conversación entre ambos, pero un día…
—¿Quieren saber por qué bebo? —Su hermana estaba presente y la quedó mirando—.
Es porque… mi linda hermana se va a casar. No, no me voy a callar. Ustedes me
lo preguntaron muchas veces y yo les voy a responder esta vez. Ella se va a
casar y yo no quiero que se case. Tienes razón, mamá, son celos de hermano;
pero no son sólo celos de hermano: también son celos de hombre. No soy cobarde,
hermana, y te lo demostraré hoy. Yo te amo.
—Pero qué dices —manifestó escandalizada su madre—. Tú y ella son…
—¿hermanos?, sí. Pero también somos amantes, ¿o no? Tú te me entregaste —le
dijo a Geraldine.
—No sé de qué estás hablando —dijo ella, nerviosa y retrocediendo horrorizada
por la confesión.
—Yo fingí esas noches. ¡Estaba despierto! Tú me deseabas y yo a ti.
—¡Largo! —gritó indignada ella.
—¡No temas en declararlo!
—¡Largo! —volvió a decir.
—Olvida la boda y declárame tu amor como yo lo estoy haciendo ahora. Nada
va a pasar, de eso me encargaré. Nos iremos de aquí —Carlos intentó tomar su
mano, pero fue apartada de un violento manotazo.
—¡Que se largue, mamá! —gritó Geraldine.
—Te amo.
—¡Estás loco! —gritó escondida detrás de su madre.
—Has perdido el juicio —dijo su madre casi sin voz—. Es tu hermana. Cómo puedes
pensar que…
—Pregúntele si pensaba eso cuando se me entregó.
—¡Ella estaba durmiendo!
—No estoy hablando de esa noche. ¡Pregúntele de la anterior noche!
La señora buscó respuesta en los sinceros ojos cristalinos de su bella hija.
—¡Miente! ¡Está borracho!—manifestó ésta.
—Se me entregó. Yo entré a su habitación y ella…
—¡Miente, miente, miente! —se cubría los oídos Geraldine para no escuchar.
La señora estaba al borde de abofetear a su hijo cuando intervino su esposo,
que pronto la apartó.
—¡Ese niño es mío, es mío! —dijo a su padre—. Yo amo a mi hermana. ¡La amo y
ella va a tener un hijo que es mío! —Las mujeres se encerraron en una de las
recamaras para no seguirlo escuchando—. ¡Aquél no la quiere, yo en cambio
la amo. ¡Ya no me puedes golpear porque ya no soy un niño!
—Tienes razón, pero baja la voz —dijo su padre, quien se había mantenido
extrañamente ecuánime—. Ven, acompáñame. Hablaremos mejor afuera, de hombre a
hombre. Deja que ellas hablen también.
Salieron a la calle. Carlos explicó a su padre que todo lo de la boda era una
farsa; él sabía que Geraldine estaba mintiendo acerca de querer a otro.
—Ella me quiere a mí pero sabe que ustedes no lo aprobarán, y por eso se casará
con aquél. Pero es mi hijo. Ella lo quiere tener y por eso ha armado todo
esto de la boda y se ha conseguido un inútil que pueda responder por el niño.
—Puede que tengas razón —dijo su padre, sorprendiendo a su hijo—. ¿Recuerdas el
día que no llegamos a casa?
—Lo recuerdo.
—Estábamos adentro.
—¿Adentro de la casa?
—Llegamos tarde y no quisimos… despertarlos, para avisarles. Los escuchamos
mientras ustedes estaban....
—¿Nos… escucharon?
—No sabes qué tuve que hacer para detener a tu madre. Tú dices que no estabas
dormido.
—No lo estaba.
—Tu hermana lo consintió.
—Así es.
Siguieron caminando.
—Nosotros también tenemos la culpa.
—No, eso no es cierto —dijo Carlos—. Desde pequeño sentía una conexión con ella
que no entendía, y que se intensifico cuando…
—Debimos… evitar que esto volviera a repetirse. ¿Tú sabes que la relación entre
hermanos está prohibida? Aunque quisieran estar juntos, no podrían. La ley lo
prohíbe. Te encerrarían.
—Pero yo la amo.
—Puede que te haya amado también, pero ahora se va a casar, entiéndelo.
Carlos escuchaba a su padre, atento.
—Pero ella no está enamorada de ese imbécil.
—No seas necio.
—¡Ella va a tener un hijo mío!
—No podemos saberlo.
—¡Es mío! —dijo febrilmente.
—Tu madre está hablando con ella y puede que ya sepa de quién es ese hijo
ahora. Entonces lo sabremos.
—Regresemos y preguntémosle de una vez —manifestó excitado Carlos.
—Debes respetar la decisión que tome. Si dice que no es tuyo y que ama a
Ernesto, deberás aceptarlo. Si dice que es tuyo, cancelaremos la boda.
—Ajá, conque ese es su plan. Mamá hará que diga que no es mi hijo porque no
está dispuesta a aceptar nuestra relación. La convencerá de que…
—Yo ya he hablado con tu madre. Aceptara lo que su hija le diga —dijo su padre.
—¿Estás seguro?
—Ya te dije que he hablado con ella.
—Si dice que no es mío, le diré todo a ese idiota con quien se quiere
casar.
—¿Quieres arruinar su vida?
—¡No dejaré que vaya con él! —decretó tercamente.
—Debes aceptar lo que ella decida.
—La escucharé, sí, pero sé que es mío ese hijo, aunque diga que no. ¿Tú
aceptarías nuestra relación?
—Si ella dice que se quiere quedar contigo y que es tu hijo, lo haré —dijo su
padre, sabiendo que eso quería escuchar su hijo.
—Regresemos y preguntémosle.
—Sí, regresemos.
Dieron vuelto a la esquina, pero al hacerlo, y como si fuera burla del destino,
se encontraron con dos rufianes. Pidieron carteras, relojes y teléfonos
móviles.
—Entrégaselos, hijo. La vida es más importante que los objetos, que el dinero.
El ladrón apuntó con su arma a Carlos y exigió también los tenis
que llevaba puestos.
—Sólo así serás hombrecito —le dijo Carlos.
—¡Entrégaselos, hijo! Hazlo por mí, por tu madre, ¡por tu hermana!
—Por ella, padre; no porque me apunten con un arma.
Carlos hizo lo que le dijo su padre, pero al hacerlo, torpemente intentó
arrebatar el arma de su asaltante. Su compañero, temiendo que el de mayor edad
–el padre de Carlos- interviniera y el asalto saliera de su total control,
disparó en tres ocasiones, hiriendo incluso a su propio compañero. Carlos quedó
tendido en los brazos de su padre, desangrándose. Los rufianes huyeron en una
motocicleta a toda velocidad.
***
Geraldine confesaba a su madre que el hijo que esperaba era de su hermano y no
de Ernesto, su prometido.
—¡Cómo pudiste! —exclamó su madre.
—¡No sé, no sé por qué lo hice! —dijo la hija, cubriéndose la cara con ambas
manos de la vergüenza que sentía de confesar aquello.
—Ahora tu hermano piensa que tú le amas.
—Yo no pensé que… estuviera despierto.
—No entiendo cómo pudiste; ¡y con tu propio hermano!
—Perdóname, mamá, perdóname —decía su hija, quien lloraba como una niña de
siete años.
Su madre cambio el tono de su voz y aconsejó a su hija, abrazándola:
—Tienes que decirle que lo que hiciste, fue un error; que esa noche…
—Fueron… dos noches, mamá.
—¡Hija!
—¡Lo siento, mamá!
—Bueno, esas dos noches… fue porque… estabas drogada.
—Sabrá que fue mentira, tú no lo conoces —dijo Geraldine preocupada.
—Yo te las daré —dijo su madre—. Tu padre las… Bueno, no importa, no importa.
—Sí, mamá, lo haré.
—Debes decirle que ese hijo que esperas no es de él. Dios quiera que nazca
sano.
—Lo haré, mamá; se lo diré.
—Espero que pueda aceptarlo. Dios nos haga el favor de poder
convencerlo.
El teléfono sonó en ese instante. Dejaron que se perdiera la llamada pero al
poco rato volvió a sonar. Volvió a perderse la llamada y volvió a sonar.
La insistencia obligó a la señora a levantar por fin el auricular. Un vecino le
informó lo que había visto y oído sobre la calle.
***
Carlos sobrevivió a los dos disparos y fue trasladado al hospital más cercano
donde recibió los cuidados que lentamente le devolvieron la salud. En todo el
tiempo que estuvo internado, Geraldine acompañó a sus padres y no había día que
no rogara a Dios por la vida de su hermano, caído en desgracia. En la hora de
visita lo acompañaba, y sosteniendo su mano, lloraba junto a él. Cuando salió
fuera de peligro y comenzó su recuperación, Geraldine se marchó de la
casa. Unos decían que se habían ido a vivir a Guadalajara, otros, que se
salieron del país.
—¡Ustedes me la esconden! —gritó a sus padres cuando regresó a la casa. Rompió
varios objetos y muebles de valor. Buscó en el cuarto de su hermana, una pista
que le dijera dónde podía estar en ese momento. Nada.
Ella se había casado con Ernesto y las fotografías enviadas al teléfono de su
madre y padre lo corroboraban. Carlos, después de mucho tiempo, llegó a
resignarse que jamás volvería a ver a Geraldine. Ni a su hijo. Sólo tenía una
fotografía del niño cuando recién había nacido. “Les presento a su nieto. Lo
llamaremos Leonardo”, escribió Geraldine.
***
Años después, en Navidad, Geraldine se presentó con dos niños: uno de cuatro
años y otro de seis. Carlos había llegado acompañado de su mujer, cuya redonda
panza indicaba que estaba embrazada. “Finalmente estamos de nuevo
juntos”, dijo el padre, satisfecho del ansiado encuentro. Los hermanos se
abrazaron frente a la familia, frente a tíos, primos, sobrinos y muchos amigos.
—Tú debes ser Leonardo —dijo Carlos al pequeño de seis años—. Tienes los mismos
ojos de tu madre.
Geraldine lo había escuchado y debió haber sentido un pinchazo de incomodidad.
—Saluda a tu tío Carlos —manifestó ella.
—Hola, tío Carlos —dijo tímido el niño.
¿Se animó a venir porque le dijeron que Carlos se había juntado? Probablemente.
Apenas cruzaron un par de palabras durante la cena. Eran las dos de madrugada y
la fiesta aún continuaba, cuando Geraldine entró a su viejo cuarto para acostar
a los niños. Carlos se paró al pie de la puerta y la contempló como antes solía
hacerlo.
—Lo remodeló mamá —dijo, refiriéndose al cuarto.
—Está lindo —dijo ella.
Carlos se acercó a la cama y se quedó mirando a los niños.
—¿Ernesto no está de viaje, cierto?
Geraldine siguió arropando a sus hijos como si no hubiera escuchado.
—¿Desde cuándo no está contigo?
—Ernesto está de viaje —manifestó con risible endurecimiento.
—Mírame —dijo él, dejando caer su mano sobre la de ella, cubriéndola y
provocando que se sobresaltara ante un temor conocido—. No me has querido mirar
a los ojos desde que llegaste. No lo has hecho porque no sabes mentirme.
—Retira tu mano por favor. —ordenó ella, mirándolo con severidad.
Geraldine seguía igual de bella. El cabello lo tenía hacia un solo lado:
cayendo los castaños bucles a sus pequeños hombros. Había llegado con un
vestido rojo y un calzado abierto de remaches y correa, en una combinación de
café y rojo, resaltando el color de su piel. Siempre había tenido hermosos
pies. Había unas visibles arrugas debajo del ojo y cuello, pero que no hacían
más que resaltar su madurez de mujer.
—Te busqué por mucho tiempo.
—Pensé que ya lo habías superado.
—Ernesto resultó ser un idiota, ¿cierto?
Ella retiró su mano y se levantó iracunda, dispuesta a salir del dormitorio. Él
no la perdió de vista, se colocó detrás de ella y la ciñó por la cintura.
Usó la otra mano para cerrar la puerta.
—No te atrevas, Carlos —lo amenazó ella—. Gritaré.
—Cubriré tu boca con la mía.
—Sigues igual de enfermo. Qué dirá tu mujer. Tiene seis meses de embarazo.
¿Quieres arriesgarte a perder lo que has ganado?
—No hace más que recordarme a ti.
La atrajo hacia él. Ella se resistió a ser besada, pero no con la fuerza
exigida para detenerlo, para decirle que se detuviera. La besó. No fue un beso
agradable. La atrajo más hacia él, pegándola a su cuerpo, a su pecho. Ella dejó
de luchar.
—No puedes engañarme —susurró a su pequeña oreja. Con suma ternura acarició la
cabeza y ella comenzó a gimotear y a estremecerse como flor vencida—. Huiste.
Preferiste huir, a decirme que me amabas. Preferiste irte con él, y a
quien no amabas. Por qué lo hiciste, Geraldine. Oh, cuanto te extrañé. No
sabes cuánto te extrañé. Pero estás aquí y no pienso dejarte de nuevo.
—No lo hagas… —rogó ella—. Te lo suplico. No lo hagas de esta manera.
—Dime que me amas y me detendré.
—Yo no te amo.
—Mientes. Tú te me entregaste y el producto de esa entrega está allí, dormido
en esa cama. Míralo. Míralo y dime si fue un error. Míralo.
—No me hagas esto —dijo ella con voz ahogada.
—Míralo. Nunca tuve duda de que no fuera mi hijo.
Carlos la acercó a la cama y la obligó a que lo mirara.
—¿Fue un error? Respóndeme. ¿Qué dijiste? No te escucho. ¿Fue un error?
—No lo fue. No lo fue —dijo ella con las lágrimas desbordándose de sus ojos.
—No lo fue porque…
—¡Basta! —exclamó ella, en una actitud bravía—. Debí decírtelo desde ese día.
—Lo sabía. Te conozco demasiado bien para...
—No, no me conoces —dijo ella—. Me acosté contigo no porque te amaba. Me acosté
contigo porque te deseaba. Eso es todo. Producto de ese deseo es este hijo, que
es tuyo y también es mío. Un niño a quien amo con todo mi corazón, con toda mi
alma. Yo no te amo, Carlos, entiéndelo por favor.
—Pero tú te me entregaste —dijo Carlos, sintiendo que la tierra se le meneaba.
—En ese momento… fui tuya. Y tú fuiste mío. Nos amamos y ambos gozamos de
nuestros cuerpos. No, no me entregué a ti. Nos entregamos. Lo volvimos a
repetir porque yo quería comprobar que lo que sentía, era amor por ti y no
deseo. Eres un magnífico amante pero comprobé que yo no sentía amor hacia ti.
Créeme que si lo hubiera sentido, habría sido la primera en decírselo a
nuestros padres.
—No, no, no, no —decía Carlos como si las palabras lo quemaran por dentro—. Tú
me amas. Tú me amas y lo estás negando.
—Te quiero porque eres mi hermano. Porque crecimos juntos. Porque me acostumbré
a ti. Porque me regalaste días muy divertidos. Porque me acompañabas a
los lugares donde me daba miedo caminar. Porque me defendiste en muchas
ocasiones. Te quiero. Pero entiende que no te puedo amar como sí amo a mi esposo.
En ese momento alguien tocó a la puerta y ésta se abrió de golpe. Era el padre
de éstos.
—¿Todo bien? —preguntó. Geraldine estaba de pie y Carlos sentado en el borde de
la cama. Cabizbajo.
—Sí, papá. He hablado con Carlos sobre lo que teníamos pendiente de arreglar.
—Me parece bien —dijo éste—. Si ya terminaron, ¿puedes bajar? Ernesto acaba de
llegar.
Carlos respondió como si a él se hubieran dirigido.
—Oh, no puedo creerlo —dijo ella con regocijo—. Me había comentado que no iba a
poder venir. Oh, estoy tan contenta. Bajo enseguida. Gracias papá.
Carlos y su padre se quedaron en el cuarto. Geraldine se había marchado.
—¿Estás bien, hijo? —preguntó preocupado. Éste no respondió—. Jessica también
te estaba buscando. Prometí que te llevaría con ella. Es una linda chica. Te
puedes quedar aquí un rato en lo que…
—No —dijo éste, levantándose con ánimo fingido—. Iré ahora mismo.
Antes de salir se quedó mirando al pequeño Leonardo, contemplándolo
largo rato. Evocó recuerdos de cuando jugaban, a que ambos hermanos eran en
realidad esposos. Geraldine sentó un muñeco de trapo sobre la mesa y dijo que
ése era el hijo de ambos. “¿Y cómo se va a llamar?”, preguntó Carlos. “Pues
Leonardo”, dijo con obviedad su hermana. Leonardo había obtenido un cuerpo, tal
como pinocho. Leonardo ahora era un niño de carne y hueso.