Hombre de bien
(re-editado)
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Hombre de bien
1
La mujer de la que les voy a hablar, trabaja para una decadente y parasitaria
empresa. El lugar donde labora, está retirado de su casa, por tanto, ella debe
levantarse a las cinco de la mañana, pues se tiene que reportar a las 9 a.m. en
su trabajo. Antes debe dejar a su hija al colegio. Tiempo atrás, vivía con un
hombre y en otro vecindario, pero éste, fue ahuyentado por la ley y por los
vecinos, cansados de las furibundas palizas y degradaciones que el sujeto
aplicaba a la pobre mujer y que ellos (los vecinos) atestiguaban. Cabe hacer
notar que ella nunca estuvo de acuerdo con la aplicación de la ley, donde se
incluía, una orden de restricción.
El hombre, socorrido por un amigo, había rentado un cuarto en el mismo
vecindario, y cada día se le veía un poco más exánime que el día anterior.
Deambulaba por el vecindario, a eso de las dos de la madrugada, despertando
vecinos, cantando y maldiciendo a su ex mujer, completamente ebrio, hasta que
un día, un irresponsable conductor lo arrolló con su auto y lo mandó al
obligado cementerio. La escasa gente que acudió al entierro (incluido un viejo
que dijo ser familiar y que había llegado completamente ebrio), a pesar de que
guardaban regocijo particular, todos guardaron silencioso respeto por el pobre
infeliz; mas para sorpresa de los presentes, fue la mujer y no el viejo
familiar de éste, el que se tiró al piso, sobre el montículo de tierra para
llorar inconsolablemente. Su hijo la acompañaba, un niño tímido y algo
desnutrido. A los catorce años (la ahora viuda) entonces, se había encaprichado
e ido a vivir con un hombre mucho mayor que ella, por tanto, para su familia,
ella estaba igual de muerta que el recién sepultado. En el cementerio tuvo un
ataque de histeria y lanzó imprecaciones contra los vecinos que, airados, le
retiraron la amistad que dijo ella, no necesitaba ni necesitaría.
El tiempo transcurrió y el niño entró a la secundaria, siendo uno de los
mejores estudiantes de su generación. Su fotografía estaba dentro de los
cuadros de honor. Los maestros lo tenían descrito como un chico inteligente
pero retraído, adusto y un tanto irascible con sus compañeros. La mujer estaba
sumamente orgullosa de su eximio retoño. Con los ojos rutilantes, ella le decía
que con el tiempo iba a ser un gran hombre, aunque el mundo estuviera en su
contra, hágase justicia aunque se hunda el mundo, que sería un hombre
de bien.
Tal y como lo había dicho Oscar Wilde, el descontento es el primer paso hacia
el progreso de un hombre y el descontento hizo su aparición. Ya le
había comentado que quería dormir aparte, en una cama individual (y es que
seguían durmiendo juntos en la misma cama matrimonial desde que enterró a su
esposo). Estaba en su derecho de exigir su independencia pues ya no era ningún
párvulo como creía su madre. “Eso yo lo decidiré, no tú. Será cuando yo diga”,
había sentenciado.
Las niñas que antes causaban su entera indiferencia, ahora llamaban
vigorosamente su atención. Aquellas se contoneaban frente a sus compañeros,
exhibiendo los notables contornos de sus juveniles piernas, el ancho de sus
caderas y el nacimiento prematuro de sus privilegiados pechos. A la hora de
recreo, deseosos de conocer el amor, ya se formaban las parejitas para
contemplarse, para acariciarse. Por lo pronto, ya había aprendido a masturbarse
y lo hacía dos y hasta cinco veces al día en preparación a una experiencia que
ya deseaba obtener. Ese día, con el uniforme de la escuela, se envalentono y se
detuvo al pie del puesto de películas para comenzar a hurgar entre las cientos
de discos hacinados, baratos y en exposición. De pronto se vio en medio de un
par de robustos hombres, ambos sudorosos, ambos exigidos por una misma
necesidad. Los dos tenían anillos de casados, dos hombres que no se miraban,
que no se conocían. Tomó una película, la pagó y salió huyendo como si hubiera
cometido un grave delito. Fue la primera vez que vio una mujer completamente
desnuda, ebria de pasión, siendo cogida como Dios lo había ordenado. Fue su
material de estudio para los días venideros.
Con sus amigos, a la hora de recreo, como una secta de sofistas necios,
contaban sus experiencias sexuales, muchas de ellas, disparatadas, no por ello,
menos estimulantes. Algunos aseguraron ya haber hecho el amor, perdido la
virginidad. ¡Qué envidia! Contaban detalles sugerentes, fantaseaban con las
compañeras, con las maestras y, vaya: el tiempo trascurría expeditivo.
Fue despertado por una inesperada polución nocturna. Sabía lo que tenía que
hacer. Se levantó con cautela para dirigirse al sanitario, tomó papel higiénico
y regresó a la cama. Limpió la sección de la sábana que le preocupaba estaría
manchada al siguiente día pero, algo llamó su atención esa noche. De pie como
una estatua, contempló el cuerpo femenino durante unos segundos, haciendo suyo
el paisaje, recorriéndolo en sus contornos como el conquistador que ha llegado
a tierra de nadie o como el escultor que contempla una obra ajena, eximia. De
inmediato sintió la culpa. Y después de acostarse se preguntó si él era el
único que a su edad, todavía dormía en la cama con su madre. Pero llegó a
saberlo luego de leer un foro de sexualidad en el internet. Aconsejado por
este virtual espacio, exigió nuevamente tener su propia cama, su propio cuarto,
en busca de una urgente y anhelada intimidad. La reacción que tuvo la mujer
hacia su hijo no fue distinta de la denotada cuando enterraron a su padre; tuvo
un estallido emocional, una abrupta y airada reprobación hacia la actitud
rebelde e injusta que el muchachito demostraba para con ella; fue como si él
hubiera pedido salir de la casa para irse a vivir en unión libre con alguien de
su mismo sexo. Reprochó el pago suyo que consideró, no se merecía. Lo
alimentaba, lo vestía, lo protegía. Manifestó abiertamente que así, hablando de
esa manera tan exigente, comenzó su padre y que el fin de esa historia, ya lo
conocía. “¿Quieres ser como él? ¡Anda, vete!, ¡aléjate de tu madre!”
Sintiéndose decepcionada y ofendida, en copioso llanto se fue a la cama, cada
uno en su lado que le correspondía.
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Diligentemente le explicó sus razones por la cual, él debía hacer lo que ella
le aconsejaba: para qué más sino para protegerlo, para que no se perdiera a
como hizo su padre. Él recordaba insoslayablemente las duras golpizas que
recibió de parte de su progenitor, pero también recordaba, cómo ella, su madre,
se había arrojado puerilmente a llorar al pie de la tumba, avergonzándolo pues,
¿no era acaso su padre un hijo de puta, padre golpeador? Ella le habló del
peligro que conllevaba a quedarse solo, recordándole los últimos días de su
difunto esposo. “No tiene nada de malo que duermas con tu madre a tu edad. Todo
lo que has escuchado son mentiras. Tú bien sabes cómo era tu padre, que es algo
que ellos no saben ni sabrán jamás”. Así de este modo ambiguo, ella lo
convenció. “Quiero que llegues a ser un hombre de bien, entiéndelo”.
Otro año transcurrió y, fue alrededor de las tres de la madrugada cuando,
totalmente excitado, despertó. Había tenido otra polución y esta vez deseo
masturbarse allí, en la cama. El calor que sentía en su cuerpo obnubiló todo
cuidado que, hasta ese momento, lo preservaba inocuo. Su madre dormía
profundamente al otro lado de la cama. Previendo que no existía
escollo alguno para él, bajó sus pantalones y liberó el inflado y lozano
miembro. El mancebo estaba orgulloso de su falo erecto. Lo había medido con sus
compañeros en una tarde de recreo, y había vencido a siete de ellos,
encumbrándose. “Si me descubre es su culpa”, se decía en el acto. “Yo le dije
que quería dormir solo. Si me descubre es su culpa”. El plasma lechoso salió
disparado hacia la sábana de algodón, y como el delito salió impune, volvió a
repetirlo.
Antes era cuidadoso al elegir un día, un día en que su compañera de cama se
encontrara demasiado exhausta. Esto cambió. Fuera lunes o domingo, a él ya no
le importó. Cierto día, estaba tan caliente que se giró y acercó a la mujer.
Sintió una perversa satisfacción mirar su rubicundo miembro, como una lanza de
Longinus, apuntando a la deliciosa forma. Conforme empezó a frotar su miembro,
las oleadas de placer lo comenzaron a cegar, anegándose a profundidades
estigias en el corazón del infierno. Se despertaron nuevas y ondeantes
emociones al unísono de un apresurado frote, hacia su prematura impronta, al
latido apresurado de su corazón. Sólo había una palabra para describirlo: gozo.
Qué difícil ser coercitivo a los involuntarios gemidos del traicionero frenesí.
De pronto vio luces de colores y sentido dentro de sus venas, ríos turbulentos,
maremotos de devastación, temblores en sus articulaciones, flamas emanando por
sus poros como si se quemara por dentro. Imposible era poder detenerse. Y si se
giraba, y si se giraba, si lo sorprendía… iba a resultar muy tarde porque no se
iba a detener, imposible, imposible... Súbitamente, con un suave
estremecimiento convulso, arrojó todo lo que su fuego interno le permitió
ceder. ¡Oh, cuánto placer halló en aquel caliente reflujo evacuado directo a la
forma curva! Se quedó inmóvil y en silencio, sintiendo pasar los segundos con
los últimos espasmos de su liberación azogada. Sórdida, ella aún dormía. Ahora
se sintió como empequeñecido, igual que su penecito, igual. Avergonzado de su
acción, se retrajo como un caracol hacia su lado de la cama y cerró sus ojos.
“Hasta dónde he llegado, hasta dónde… No lo haré más”, se dijo, “no lo haré
nunca más”.
Pero rompió su promesa. Su madre había llegado a acostarse tarde y no hubo ni
tiempo para quitarse las medias y mucho menos, para colocarse la pijama. El
chico levantó la sábana y advirtió la vista más maravillosa que lo excitó al
soplo de un único momento y que se prolongo, tanto como él apeteció. De
inmediato liberó su miembro y comenzó a frotar. No tuvo conciencia y esta vez
acercó su cuerpo, su pelvis, tan cerca, que pensó ella iba a despertar luego de
rozar el suave tejido íntimo con el rígido y palpitante capullo. Se vació en la
prenda. Le pareció que esta vez tenía un aroma distinto, le pareció que,
incluso, el ojo de su virilidad, como el cañón de un fusil, humeaba. Esta vez
no sintió ninguna culpa y no se retrajo a ningun lugar. Se quedó respirando
detrás de la mujer, detrás de su cabellera, cerca de la comba de su espalda, a
un lado del trasero mancillado, como si todo aquel territorio le perteneciera.
Comenzó a masturbarse con la ropa limpia de la viuda. La espiaba a la hora de
cambiarse, que era a eso de las cinco de la madrugada. La seguía hasta el baño
y la contemplaba desde un sombrío rincón. La miraba bañarse. La miraba cambiarse.
Regresaba a la cama y se cubría con el cobertor. Al poco rato lo despertaba.
“Tienes que levantarte o vas a llegar tarde a la escuela. Levántate que ya
caliento enseguida el desayuno”.
Ella despertaba poco a poco los recónditos apetitos sexuales de su propio hijo,
un escenario realmente atroz para algunas recatadas personas. La mujer, como
habíamos dicho, había tenido un hijo; lo tuvo a la edad de casi quince años. Se
juntó con un hombre mucho mayor que ella y ahora, con casi treinta años tenía
un cuerpo bien delineado, como esculpido por Miguel Ángel: largas y sinuosas
piernas, busto deseable, ojos grandes y una boquita con labios gruesos. Se
arreglaba con modestia para no llamar la atención. Era completamente sumisa,
pero no por ello, estúpida. No aceptaba las invitaciones que tuvieran que ver
con fiestas donde habría mucho alcohol y que sabía, era para embriagarla. Usaba
traje sastre con medias negras y zapatos bajos, su uniforme. Apenas se peinaba
con una cola de caballo, algo practico y que no le quitara mucho tiempo; aún
así, al ojo masculino, ella no pasaba desapercibida. Era devorada por los ojos
de sus superiores. Ella desalentaba a los pretendientes con un frío trato e
indiferencia femenina que, indiscutiblemente, le valieron el estancamiento laboral.
Les decía que por el momento sólo quería dedicarse a su familia, es decir, a su
hijo. Habiendo dicho lo necesario de la mujer, continuemos con nuestro relato
que tiende irremediablemente a desnaturalizarse.
Ocurrió que el chico estaba masturbándose sobre la cama cuando,
inesperadamente, la mujer se giró. Cara a cara quedaron los dos.
—¿Qué estás haciendo?
El muchachito había quedado inmóvil, temiendo que si se movía, sería
descubierto con el miembro afuera, el miembro que paulatinamente ya se retraía.
Fue sólo su imaginación porque ella seguía durmiendo. Ella había abierto la
boca para decir una palabra ininteligible entre sus sueños, mas al chico le
pareció que dijo algo coherente, lo que más temía, la pregunta: “¿Qué estás
haciendo?” Para su complacencia, ella seguía durmiendo y parecía, continuaría
hasta la mañana siguiente.
Otro día, después de haberla mancillado, la quedó contemplando. La mujer dormía
plácidamente como un ángel. Era una mujer hermosa. Demasiado. Muchas veces la
había besado en la mejilla pero esta vez, la imaginó besar en los labios. Cuán
delicioso es imaginar, y quien tiene imaginación, ¡puede crear un
mundo!; sólo que el segundo beso no lo imaginó. Atrapó la pecosa mejilla y
besó los maravillosos labios. Quién fuera que haya inventado el beso debió ser
un genio o un loco de remate. Besó la barbilla y se deslizó hacia los contornos
de la boca. Una parte suya le decía ¿qué haces?, ¡detente!; pero la otra, la
otra, influenciada por las opiniones de los pervertidos del internet, que le
decían: “sigue, sigue. ¿No ves lo que está pasando?”, decía un comentario que
leyó en un hilo abierto del foro sexual visitado. “Tu madre no quiere que te
vayas de su cama porque quiere contigo. ¡Quiere que te la folles! ¡Anda,
no pierdas tiempo, eres un suertudo! ” Teniendo estos sentimientos encontrados,
hizo caso a lo que le demandaba su cuerpo y continuó besando los dóciles
labios, porfiando con la lengua hasta que, ¡oh sorpresa suya!, sin abrir los
ojos, con su aquiescencia de mujer, le respondió.
Ella lo invitó con los dientes, con el paladar, con las encías, con la lengua,
envolviéndolo en sus brazos con una adoración exaltada, fuera de toda
proporción materna y conocida. Irremisiblemente se entregó como una pordiosera,
una desvalida. El resguardo de su virtud con todo el tiempo de amor codiciado,
cobró a la primera prueba su insensata factura. Liliputiense se entregó deseosa
a un torbellino de fervorosos ósculos. Lo arrobaba con tanto deseo, con tanta
calentura, que perdió toda resquebrajada conciencia y sentido de la decencia.
Con ese mutismo consentidor, siguieron besándose y besándose, subiendo en
intensidad su calor interno, su calor de amantes; una pareja de lenguas, una
pareja de labios, en una misma cama. La virilidad escondida del bribonzuelo
despertó tempestivo, casi frenético. Él estaba temblando, ella estaba jadeando.
Enloquecido, fue a descubrir los mansos senos y estos saltaron al urgente
llamado de deseo, como dos botones de flor. Un par de grandes y tersas bolas brillaron
como dos maduras frutas, las frutas prohibidas de un árbol sacro. Con el
consentimiento de ella, estas fueron arrebatadas y devoradas con hambre. Se
arrojó sobre los turgentes senos, introduciendo el mentón, la nariz, la lengua.
Era como un despertar involutivo, como regresar a la vulnerabilidad, al tiempo
en la que su vida dependía de una preciada leche materna, de la correcta
succión de un pulcro pezón. Ella crepitó y dejó escapar un gemido de frenesí al
sentir la mordedura traviesa. “Mi niño”, profirió salaz, “mi niño”.
Los besó, chupo, los amasó, y cuando se aburrió, se deslizó ardientemente hasta
el delicado vientre. Cada ruido agudo y jadeante de la mujer, lo excitaban como
a una desbocada bestia. Bajó su cabeza hasta la pelvis de la mujer e intentó,
con sus manos inexpertas, hacer a un lado los carnosos muslos. Ella se
resistió.
Él lo intentó nuevamente y así descubrió la preciosa zona, enjambrada y
matizada por un denso y rizado vello, oscuro como la selva. “No”, volvió
a decir ella, pero esto no fue escuchado por el disoluto mancebo. El cuarto
nunca estaba oscuro pues había una lucecita blanca como una diminuta estrella,
en la cabecera de la cama junto a un Cristo Redentor. La tenue luz fue
suficiente para alumbrar la vulva de labios gruesos, con semejanza a una
mariposa de seda. En medio de la acalorada agitación, ella reconoció las
intenciones instintivas de una maquinaria poderosa, así que cerró las piernas,
apretándolas aunque su cuerpo pidiera lo contrario. Interpuso oportunamente la
mano. “Por favor”, suplicó él, totalmente perdido. “No”, dijo ella. “Ven, ven”,
lo atrajo hacia su cuerpo, invitándolo a que siguiera besándola a como había
comenzado, una tarea que a él, ya no le resultaba deseable. “Por favor”, volvió
a decir él. “No, no”, dijo ella. “¡Por favor!”, exigió. Se quedaron mirando uno
al otro, ella, como recapacitando, él, en espera de un apremiante permiso que
no llegaba. “Ven”, dijo. Él no podía saber lo que ella se proponía, mas al
momento del delicado contacto de su mano tibia, él se estremeció con delicioso
placer. “Eres mi niño”, dijo ella. Él se retorció encima del cuerpo femenino,
abandonándose a un placer infinito. Se perdía, se perdía al tiempo que ella lo
miraba en sus distintos gestos, más parecidos al dolor soportable.
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Ella
piensa que no estoy listo pero sí lo estoy, se dijo el chico mientras orinaba.
Él quería convertirse en un hombre para su madre y él pensaba que lo que
necesitaba, era demostrarse que sí podía ser ese hombre. La relación entre ambos
había cambiado. No existía ya más ese respeto distante de madre e hijo que
suele haber en toda familia y por lo que se observaba en ellos, no extrañaban.
Ya se despedía para ir a la escuela y ya atrapaba la boca de su madre para
robarle un beso. Lo permitía y reía con la complacencia de una joven
quinceañera; para ella era una muestra de excesivo cariño, aún sin violentar
alguna clase de moral social. Sin ningún pudor, ya se levantaba de la cama y se
cambiaba de calzoncillos estando la mujer presente. Ella prefería voltear a
otra parte a censurar la desvergonzada conducta. Ya se cruzaban en el pasillo y
éste, la atraía hacia su cuerpo, ciñéndola por la cintura. Un par de segundos y
luego la liberaba porque ella le pedía que lo hiciera. Por la noche, los besos apasionados
se convirtieron en los besos de buenas noches. Algunas caricias también se
agregaban. Más deseoso él de llegar aún más lejos que ella de permitir. Si
estaba cachondo, si se despertaba por la madrugada, ella le ayudaba a
desahogarse. Tumbada, casi dormida, dejaba que la tocara, que la manoseara,
teniendo como única restricción la penetración. Ya le sobaba las nalgas y le
besaba el cuello. A veces, con un movimiento de manos mecanizado, ella le
exprimía los últimos jugos de su delirio. “Lavarás la sábana mañana”, le
notificaba, y él aceptaba la tarea de buen agrado, sabiendo de antemano la
espléndida recompensa que existía en la ya deleznable condición. Ella revisaba
la sábana antes de acostarse. Si había un anuncio sórdido, tenía que volverla a
lavar y olvidarse del juego. Esa era la palabra para ellos, para lo que en
complicidad cometían: un juego. “No habrá juego esta noche si no terminas la
tarea”. Y él se apuraba con la tarea, con la ropa sucia. Básicamente hacía todo
lo que ella le pedía. Limpiaba su cuarto, iba al mandado, lavaba su propia
ropa, trapeaba el piso; todo el quehacer de la casa era suyo, “¡qué orgullo
tener un hijo así!”, decía ella.
Contaba las horas para ir acostarse. A veces ella llegaba cansada y sólo pedía
que la contemplaran. Se quedaba dormida en sus brazos. Para pronto se
despertaba y ya la miraba con ojos deseosos, cómo se colocaba el uniforme del
trabajo. Los sábados y los domingos era cuando él podía hacer otra cosa más que
besarle el cabello o el cuello. Ella lo dejaba jugar con sus senos, su espalda,
su vientre. “Déjame hacerlo”, le suplicaba. “No, estás loco”, y se reía como si
se tratara de su mascota que a lengüetazos, trataba de convencerla para que la
sacara a pasear. Él se acostaba en calzoncillos pero ese sábado se los quitó en
frente de ella y se postró como la escultura de David. “Estás loco, estás
loco”. Su cuerpo estaba blanco y su miembro estaba erecto, rojo, brilloso.
“Olvídalo”, dijo tajante. “Es el más grande de toda mi escuela”, presumió.
“Eso no es lo que importa”.
“Sí importa. Dime que te gusta”.
“Todo tú me gustas porque yo te hice, tontito”.
“Te amo”.
“Y yo a ti”.
“Pero tú no me lo demuestras”.
“¿Y con eso te lo voy a demostrar? Ven acá. Ven acá”. Anheloso, él se acercó con
dos pasitos. “Yo hago esto para que tú estés preparado para la vida. Mi mamá
nunca me habló de sexo. El día que tuve mi primera menstruación, yo pensé que
me estaba muriendo. Yo no quiero que seas un ignorante. Te estoy enseñando a
tocar a una mujer, pero no quiero que te confundas. Te amo, pero yo no puedo
darte lo que tú estás buscando”.
“Al menos, enséñamelo”, pidió él.
“Ya lo has visto”.
“Quieres que yo aprenda, pero no me enseñas. ¿Cómo voy a aprender si no me
enseñas?”, dijo incauto.
“Hago esto para que no tengas que buscar en otra parte”, dijo ella. “Hay muchas
enfermedades allá afuera”.
“Enséñame entonces”.
“No”.
“Enséñame”.
“No”.
“Enséñame”.
“No y no”.
Ella estaba sentada al borde de la cama, en pijama. Él se arrodilló, miserable.
“Enséñame”.
“No y no y no y no ¡Entiende!”
Como un chiquillo hizo su puchero. Se retiró al sanitario y orinó ruidoso.
Regresó a la cama y se ocultó debajo del cobertor. Ella siguió hablando,
exigiendo una comprensión. Él prolongo su mutismo como una estatua de hielo.
Ella tomó tiempo para revisar los mensajes de su teléfono. Hizo otras cosas,
como soltarse y peinarse el cabello antes de acostarse. El silencio artificioso
la obligó a buscar una reconciliación antes de poder dormir. “¿Estás enojado?
No lo estés. Mira, te voy a contentar”. Cuando era niño bastaba con dejarlo ver
la tele, eso bastaba. Qué rápido había crecido. Lo bañaba, lo peinaba y ahora
tenía vello negro en la entrepierna. Era un niño hermoso. “Mira que te voy a
contentar”. Sus manos comenzaron a hurgar y al chico se le escapó un gritito
áspero como si la estatua se resquebrajara. Ella seguía encima de él, hurgando,
al tiempo que él se removía sobre la cama como una oruga cosquilluda. Otro
gritito se le escapó. Las manos femeninas entraban al cuerpo, a un cuerpo
virgen como el de los ángeles, de piel suave y caliente. El placer del tacto a
las nalgas y los testículos y después, el placer hacia el aparatillo
friccionado por unas manos mansas y entrañables. Como una tortuga, por fin sacó
la cabeza de su escondrijo, manteniendo su mohín doliente y parapetándose en su
hinchado orgullo. El niño malcriado se reanimó después de que ella lo buscara
con la boca, por supuesto que sí.
4
“Amo a un ángel con figura de mortal”, así la recibió. El chico se había
propuesto convertirse en un hombre, y sentía que estaba cerca, mucho más cerca
de lo que antes Moisés estuvo de la tierra prometida. Aquella noche había sido
grandiosa, la más grandiosa de todas. No se había vuelto a repetir pero
esperaba, anhelaba, que sucediera de nuevo.
“Pero una mortal invulnerable a los dardos del amor”, continuó recitando.
“Me alegra que te esté sirviendo ese libro que te compré. Voy a preparar la
cena: traje jamón y queso”.
Estando en la escuela la había llamado al trabajo de ella por celular. Nunca la
llamaba y ella pensó que era para algo importante.
“Ay, enséñame cómo podría no pensar en ti”.
“Tonto”, dijo ella, y colgó. Una amiga la escuchó y vio cómo se ruborizaba,
cómo sonreía como una tonta. “¿Enamorada?” La pregunta de su amiga la había
incomodado. “Claro que no”, respondió. Pero algo sincero se estaba fraguando.
Reía como colegiala enamorada y sus compañeros se habían dado cuenta, del
cambio repentino. Tenía ánimo de trabajar, ánimo de la vida y ella pensaba que
era el fruto de su cosecha. “Ninguna madre se sentiría más orgullosa”, se
decía.
Terminaron de cenar y se movieron a la alcoba. ¡Cielo santo, qué sorpresa!
Había cubierto de pétalos toda la cama y ella había quedado boquiabierta, con
los ojos luminosos al tiempo que él empezó a recitar otros fragmentos
de Romeo y Julieta.
“Habla más, ángel radiante, pues en medio de la oscuridad que sobre mi cabeza
se extiende, pareces tan reluciente como alado mensajero celestial que a la
vista de los mortales, que le contemplan asombrados, hiende el tardo curso de
las nubes y vuela por el seno de los aires”.
“No sé de qué estás hablando, pero me pregunto cómo vas limpiar todo eso”.
El tonto se arrodilló y se fue desvistiendo.
“El manto de la noche me esconde a sus miradas. Si no me amas, déjales que me
sorprendan: vale más perder la vida por su odio, que morir lentamente sin tu
amor”.
Ella salió huyendo hacia el baño en busca de una respuesta que ya conocía pero
que, en su aquiescencia inopinable, deseaba objetar. Murmuraba algo. Ángeles y
demonios discutiendo dentro de su cabeza, la lucha eterna del bien contra el
mal que no existía sobre la tierra sino dentro de las consciencias de cada individuo.
“Ella enseña a las antorchas arder con fulgor, y parece prender sobre la
mejilla de la noche como una rica joya”.
Él yacía esperando, desnudo y recostado sobre la cama, cuando ella salió.
“En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta, pueden detenerse y
robar gracia inmortal de sus labios, que ante su pura modestia de sacerdotisa,
se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos”.
De
un saltó se levantó y se postró al los pies de la mujer.
“Señora, por esa feliz Luna cuyos plateados rayos besan…”
“Ven aquí”, dijo con concupiscencia de sacerdotisa, atrapándole la boca con sus
propios labios y mirándolo con ojos hechizados, ávidos, hambrientos. Se
abrazaron, se tiraron a la cama envueltos en un torbellino de fuego como si el
tiempo les preocupara o el mundo se fuera a acabar. Ella estaba perdida,
entregada, deseosa, como una loba en celo. Adonde él la moviera, allá se iba
completamente sumisa como si se hubiera desmayado. Él comenzó a jalarle la ropa
sin tiempo que perder, sabiendo lo que su instinto animal, desde generaciones
primigenias, ya exigía. Todo ser vivo nace con una memoria vieja, sabe qué
hacer, sabe a dónde tiene que dirigirse. Ella sintió su peso sobre su vientre,
sobre el Monte de Venus, sobre sus ardientes muslos. Cuánto tiempo había
transcurrido que no sucedía eso de nuevo. Se estaba entregando a un hombre
amado, no cualquier hombre. Estaba excitada y era un suceso sorprendente que
había olvidado de tiempo. No podía detenerlo aunque quisiera. No quería que se
detuviera. No. Él tenía que cumplirle como el hombre que ya pregonaba ser. Era
su cosecha. “Lo he traído al mundo para que me ame”, se había convencido de
ello. “Hazlo”, susurró en su hirviente delirio. “Hazlo”. Ella abrió las piernas
entregando sus profundidades, partiéndose como el mar Rojo. Su cuerpo se aferró
a la cintura del chico, como atrapándolo y en realidad lo tenía atrapado con
sus manos sedientas, con las uñas, rasgándole la piel. Era torpe el macilento
chico, pero su vitalidad era sorprendente y digna de reconocer, caballero
portador de un acero invaluable. Su urgencia de empalarla lo llevó a tantear
como un inoperante ciego. Ese capullo extraviado tuvo que ser conducido con los
dedos de Julieta. El tallo y el grosor ya le eran conocidos. Los había
saboreado en aquel entonces, y le había costado trabajo (admitió tiempo
después) contenerse ante tales delicias. Hacía cuánto no estaba en manos de un
hombre, hacía cuánto. El calor que despedía el aparato fue percibido primero
por los pliegues de la vulva, clítoris, vagina; su palpitar, su textura, su
vida, ¡cuán maravilloso era el órgano masculino! Él se hundió con una fuerza
asombrosa y ella profirió un quejido agudo cuando lo sintió deslizarse sobre
las paredes internas, hasta llegar a su útero de mujer. Fue como si hubiera
desgarrado un ilusorio himen. En medio de su respiración azogada, la había
penetrado y por un momento, como si celebrara el triunfo, él quedó inmóvil,
estremecido, como si quisiera grabar en su memoria cada píxel de esa inmortal
imagen. Luego empezó a moverse. Un pudor extraño le negaba mirarlo en el acto,
embistiéndola con el poder de una máquina de vapor; por el contrario él no se
quería perder detalle alguno, el rictus descompuesto de la mujer, el émbolo que
desaparecía frente a sus ojos para que majestuoso, volviera a emerger. Ya no
era más el niño sino el hombre que siempre necesitó y deseó: su hombre. Ella
cerró sus ojos entregándose a un placer anegado y creciente, creciente como la
marea o como el fuego, en oleajes suaves y lentos, con efímeros estallidos de
puntos de colores, la sensación era de derretirse en fuego lento, inconciente a
los gritos de frenesí que ya entregaba su compañero. Oh, qué desgracia, él
comenzó a alejarse, retrayéndose porque cruel, había terminado antes de quedar
satisfecha. Se deslizó y se escabulló sin que nada pudiera hacer, nada para
detenerle; y ella quiso rogarle que de nuevo la penetrase; pero era inútil
porque allí yacía, la majestuosa espada de su deleite, flácida y miserable como
su portador.
5
Se corrió el rumor en el salón de clases de que el nerd de pie plano, había
tenido sexo. Por los detalles que entregó, nadie dudó de su veracidad. Mintió
que perdió la virginidad con una amiga del vecindario donde vivía, una amiga
que conocía desde la niñez. Se ganó el respeto de hasta los más experimentados
en el ámbito. “Lo hicimos cinco veces en toda la noche”, afirmó (en realidad
habían sido cuatro, pero eso ya no importaba).
Luego de su vergonzosa actuación, se contemplaron el uno al otro, abrazados y
desnudos como Adán y Eva en el Jardín del Edén. Él recobró su brioso ímpetu y
comenzaron a arder de nuevo, esta vez prologando su deleite con besos de lengua
y juegos previos sobre las zonas erógenas. El frío espejo de tocador fue explícito
testigo de la manera osada en la que el chico la empaló por segunda ocasión,
mientras lanzaba al aire, alaridos extasiados de un macho alfa.
“¿Desde cuándo comenzaste a pensar en mí, como mujer?”, le preguntó ella.
“¿Desde cuándo? Quieres decir… ¿en que momento quise cogerte?”
Él estaba sentado atrás de la mujer con las piernas abiertas, chupándole con
religiosidad el rosado lóbulo de la oreja. Ella yacía sentada sobre su regazo,
dejándose contemplar.
“¿Recuerdas la vez que no me dejaste ir al baile de fin de año? No el que pasó
recientemente, el otro.”
“Pero si apenas tenías… ¿trece años?”
“Tú tenías ese vestido rosa, con esos zapatos blancos y que todavía tienes”.
“Incomodísimos, por cierto”.
“Son sexys”.
“¿Desde ese momento?”
“Acababas de venir no sé de qué fiesta…”
“Era una junta de trabajo”.
“y llegaste con esa faldita, tus medias y esos zapatos…”
“¿Tuviste tu primera erección?”
“Y yo te pedí permiso para ir con mis amigos y tú… tú dijiste que no porque no
recuerdo qué no hice de quehacer. El caso es que me castigaste.”
“Porque primero es tu escuela”.
“Y yo imaginé que te habías ido de prosti, que te habías divertido y que, sólo
lo hacías para que yo no me divirtiera igual”.
“¿De prosti? Malvado”.
“Yo estaba realmente enojado contigo, yo pensaba que porque me castigaste; pero
después me di cuenta que, estaba enojado porque pensaba, estuviste con alguien.
Tenía celos de ese hombre. No esa clase de celos. En ese momento no pensaba en tocarte,
sino que, me molestaba el hecho de que alguien, robara el tiempo que me
pertenecía por derecho”.
“¿En serio?”
“¿Cuándo pensé en cogerte? Fue hace poco, hace unas semanas. Ya me masturbaba
en la cama”.
“Ya lo sabía”.
“¿Lo sabías?”
“La cama se movía. Te escuchaba respirar. Te escuchaba cuando te levantabas.
Incluso sentí cuando te me acercaste”.
Estando sentada sobre los muslos del chico, sintió de nuevo el poder de la
hombría que se elevaba fantásticamente. Creció y engrosó espléndido, tan
rápido, tan audaz, que cuando se dio cuenta, ya estaba dentro de su cuerpo y le
pareció que esta vez, había alcanzado una profundidad distinta, teniendo acceso
a una región inescrutable, posiblemente a una región superior. ¡Qué delicia! Sus
vísceras, sus arterias, sus glándulas, sus esfínteres, sus células con sus
mitocondrias y sus citoplasmas, ya se habían acostumbrado a ese extraño
visitante de carne viva, acometedora, insaciable, y que se deslizaba suavemente
y a veces ardorosamente por entre sus pliegues externos e internos del aparato
reproductor femenino. Su mismo útero, sus trompas de falopio y su conducto
urinario; sus mismos ovarios productores de estrógenos y progesterona, ya se
habían acostumbrado a esos baños de esperma hirviente, a ese calor y a ese
perfume nato. Conforme cabalgaba al chico, conforme se friccionaba a su
virilidad, se dio cuenta que no sobraba oquedad alguna, que al momento de
introducirse, quedaba sellado herméticamente dándole a saber que el miembro
vigoroso de su deleite, siempre fue para ella; que había sido creado desde su
matriz, a la medida para entrar y salir de ella, exclusivamente para llenarla,
para satisfacerla y volcarla a una apoteosis sublime que ya se merecía.
El chico se limitaba a resistirla sujetándola por la cadera, con los ojos en
blanco, extraviado. Fue dueña del ritmo y también del momento. Era suyo. Ese
magnífico miembro era para su extraordinario gozo. Lo apretaba con sus
esfínteres y sus pliegues internos, con el útero; habría querido arrancarlo,
morderlo, tragarlo y mantenerlo así por siempre. Ella no sintió cuándo se
vació, cuando el calido y dulce rocío del chico la llenó por completo,
desahogándose para después, limitarse a mirar, a contemplar cómo ella lanzaba
gritos de frenesí a la alcoba (incluso llanto), luego de las convulsiones que a
continuación le sucedieron. Cayó a la cama como derribada por el hacha de un
viejo leñero, cansada, satisfecha, aún con la vulva palpitando. “Guau”, dijo
él. “Incluso me asustaste. Pensé que…” El chico hablaba y hablaba. Le vino un
tremendo sueño. Los párpados le pesaban. Era el plasma filtrándose a través de
sus venas, a través de todo el aparato circulatorio, nervioso y linfático.
Escuchaba una voz pero no entendía las palabras. Quedó profundamente dormida y
abrió de nuevo los ojos en la madrugada, cuando sintió de nuevo ese peso
conocido sobre la curva de su espalda y sobre los globos de sus nalgas. Ere él,
penetrándola impetuosamente. Estaba demasiado cansada para levantar el cuello.
Cerró sus ojos y tuvo lindos sueños.
6
“Tengo la falda todavía y los zapatos, tú dices…”
Él estaba jugando con los pezones de su compañera. Era otra noche de mágica e
interminable, como las que Sherezada contaba al capricho de un imbécil sultán.
“¿Lo harías?”
Excitada como una chiquilla, ella corrió hacia el ropero y comenzó a hurgar.
Cayó un zapato, cayó el otro. Cuando sacó la falda, ella le preguntó por la
blusa.
“Blanca, era blanca”, dijo inmediato él.
“No recuerdo la ropa interior, pero creo ésta será mejor”. Ondeó la tanga rosa
como una bandera, con un dedo. Comenzó a vestirse.
“Seré tu prosti, rapazuelo”.
“Sí, mi perra”.
“Tampoco te pases”.
“Mi prosti, mi prosti”, corrigió extasiado.
Convertidos en amantes, los días que siguieron fueron para ambos un paraíso del
Edén. Había besos, caricias, regalos, y por la noche, tierno y salvaje sexo.
Satisfecho de tener lo que deseó, el muchachito convertido en un hombre según
él, y gozando de su popularidad en la escuela, quiso convencerse de que podía
tener a cualquier mujer que deseara. En la escuela, fue notorio el cambio
abrupto que tuvo sobre su autoestima. Sus calificaciones bajaron pero él era
todo un don Juan. Un perfecto caballero. Enamoraba a las chicas. Si no se
dejaban manosear, las dejaba, olvidándolas. Justo una se encontraba en la sala
de su casa cuando llegó la mujer, su madre. Los sorprendió besándose sobre el
sofá. ¡Cómo se enojó! La niña sorprendida pensó que su actuar fue el normal de
una madre sobreprotectora sobre su hijo, pero el lector sabe que no era esto
sino cosa muy distinta; eran celos vivos de una mujer enamorada. Se encerró en
su recamara como una chiquilla y allí lloró entristecidamente, decepcionada y
afligida como mujer traicionada. Y cuando salió por fin de su recamara, él la
consoló con sus mentirosas palabras de fidelidad prometida. Le hizo el amor
tiernamente y, para recordar el momento, la mujer esta vez le abstuvo de usar
el condón en el acto, y menos tomó las pastillas de la emergencia pensando que
así iba a colocar doble correa a su enamoradizo hombre.
Pero todo cuento idílico termina como algún día tuvieron que terminar Las mil y
una noches. Un tío de la mujer que recién había cumplido su condena en la
cárcel, se quedó a dormir en la casa bajo la complacencia de los dos reservados
amantes. La mujer ya tenía cinco meses de embarazo y los rumores encumbrados
sobre quién debía ser el padre, dejaba mucho a la imaginación de los vecinos.
El hombre había tomado mucha cerveza y se levantó a buscar el baño. Escuchó un
audible ajetreo en la recamara de la mujer y se hizo un par de ideas absurdas
que le hicieron reír malvadamente. Trato de cerrar los ojos. Cosa extraña, él
fue el último en ir a la cama y que supiera, no había llegado de visita nadie más
a la casa. Con la duda atenazándole la cabeza, esperó paciente a que saliera el
fulano. “Debe ser el padre de la criatura”, pensó. “Es necesario que lo conozca
y hable con él”. Se quedó cerca de la puerta. Fumaba su cuarto cigarrillo
cuando la puerta se abrió. El mancebo salió con el busto descubierto,
orgulloso, displicente, y que al ser descubierto su delito en flagrancia, sorprendido, balbució un par de palabras
incoherentes. Con aire culpable, huyó de la casa presa de un terror indecible. Ella
tuvo que confesar que tenía una relación incestuosa con su propio hijo. Mi
amigo dice que su tío lo amenazó de muerte si lo volvía a ver, después de que
regresó. La mujer se mudó, aconsejada y ayudada por su pariente.
Hace unos días encontré su casa. Vi a la mujer y a su hija. Cabe decir que
tiene todos los rasgos de su madre. Me acercaría y le diría que yo conozco a su
hijo, que lo conozco desde hace diez años. Le diría que está dejándose morir en
un mugroso cuchitril, y que en su delirio doliente, la nombra a ella y los
momentos que pasaron juntos. Pero lo cierto es que no le diré nada, que
regresaré adonde está mi amigo y que, junto a él, brindaré por haberla
encontrado.