"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

viernes, 24 de abril de 2015

Hombre de bien




Hombre de bien 
(re-editado)



Hombre de bien


1

    La mujer de la que les voy a hablar, trabaja para una decadente y parasitaria empresa. El lugar donde labora, está retirado de su casa, por tanto, ella debe levantarse a las cinco de la mañana, pues se tiene que reportar a las 9 a.m. en su trabajo. Antes debe dejar a su hija al colegio. Tiempo atrás, vivía con un hombre y en otro vecindario, pero éste, fue ahuyentado por la ley y por los vecinos, cansados de las furibundas palizas y degradaciones que el sujeto aplicaba a la pobre mujer y que ellos (los vecinos) atestiguaban. Cabe hacer notar que ella nunca estuvo de acuerdo con la aplicación de la ley, donde se incluía, una orden de restricción.
    El hombre, socorrido por un amigo, había rentado un cuarto en el mismo vecindario, y cada día se le veía un poco más exánime que el día anterior. Deambulaba por el vecindario, a eso de las dos de la madrugada, despertando vecinos, cantando y maldiciendo a su ex mujer, completamente ebrio, hasta que un día, un irresponsable conductor lo arrolló con su auto y lo mandó al obligado cementerio. La escasa gente que acudió al entierro (incluido un viejo que dijo ser familiar y que había llegado completamente ebrio), a pesar de que guardaban regocijo particular, todos guardaron silencioso respeto por el pobre infeliz; mas para sorpresa de los presentes, fue la mujer y no el viejo familiar de éste, el que se tiró al piso, sobre el montículo de tierra para llorar inconsolablemente. Su hijo la acompañaba, un niño tímido y algo desnutrido. A los catorce años (la ahora viuda) entonces, se había encaprichado e ido a vivir con un hombre mucho mayor que ella, por tanto, para su familia, ella estaba igual de muerta que el recién sepultado. En el cementerio tuvo un ataque de histeria y lanzó imprecaciones contra los vecinos que, airados, le retiraron la amistad que dijo ella, no necesitaba ni necesitaría.
    El tiempo transcurrió y el niño entró a la secundaria, siendo uno de los mejores estudiantes de su generación. Su fotografía estaba dentro de los cuadros de honor. Los maestros lo tenían descrito como un chico inteligente pero retraído, adusto y un tanto irascible con sus compañeros. La mujer estaba sumamente orgullosa de su eximio retoño. Con los ojos rutilantes, ella le decía que con el tiempo iba a ser un gran hombre, aunque el mundo estuviera en su contra, hágase justicia aunque se hunda el mundo, que sería un hombre de bien.
    Tal y como lo había dicho Oscar Wilde, el descontento es el primer paso hacia el progreso de un hombre  y el descontento hizo su aparición. Ya le había comentado que quería dormir aparte, en una cama individual (y es que seguían durmiendo juntos en la misma cama matrimonial desde que enterró a su esposo). Estaba en su derecho de exigir su independencia pues ya no era ningún párvulo como creía su madre. “Eso yo lo decidiré, no tú. Será cuando yo diga”, había sentenciado.
    Las niñas que antes causaban su entera indiferencia, ahora llamaban vigorosamente su atención. Aquellas se contoneaban frente a sus compañeros, exhibiendo los notables contornos de sus juveniles piernas, el ancho de sus caderas y el nacimiento prematuro de sus privilegiados pechos. A la hora de recreo, deseosos de conocer el amor, ya se formaban las parejitas para contemplarse, para acariciarse. Por lo pronto, ya había aprendido a masturbarse y lo hacía dos y hasta cinco veces al día en preparación a una experiencia que ya deseaba obtener. Ese día, con el uniforme de la escuela, se envalentono y se detuvo al pie del puesto de películas para comenzar a hurgar entre las cientos de discos hacinados, baratos y en exposición. De pronto se vio en medio de un par de robustos hombres, ambos sudorosos, ambos exigidos por una misma necesidad. Los dos tenían anillos de casados, dos hombres que no se miraban, que no se conocían. Tomó una película, la pagó y salió huyendo como si hubiera cometido un grave delito. Fue la primera vez que vio una mujer completamente desnuda, ebria de pasión, siendo cogida como Dios lo había ordenado. Fue su material de estudio para los días venideros.
    Con sus amigos, a la hora de recreo, como una secta de sofistas necios, contaban sus experiencias sexuales, muchas de ellas, disparatadas, no por ello, menos estimulantes. Algunos aseguraron ya haber hecho el amor, perdido la virginidad. ¡Qué envidia! Contaban detalles sugerentes, fantaseaban con las compañeras, con las maestras y, vaya: el tiempo trascurría expeditivo.
    Fue despertado por una inesperada polución nocturna. Sabía lo que tenía que hacer. Se levantó con cautela para dirigirse al sanitario, tomó papel higiénico y regresó a la cama. Limpió la sección de la sábana que le preocupaba estaría manchada al siguiente día pero, algo llamó su atención esa noche. De pie como una estatua, contempló el cuerpo femenino durante unos segundos, haciendo suyo el paisaje, recorriéndolo en sus contornos como el conquistador que ha llegado a tierra de nadie o como el escultor que contempla una obra ajena, eximia. De inmediato sintió la culpa. Y después de acostarse se preguntó si él era el único que a su edad, todavía dormía en la cama con su madre. Pero llegó a saberlo luego de leer un foro de sexualidad en el internet. Aconsejado por este virtual espacio, exigió nuevamente tener su propia cama, su propio cuarto, en busca de una urgente y anhelada intimidad. La reacción que tuvo la mujer hacia su hijo no fue distinta de la denotada cuando enterraron a su padre; tuvo un estallido emocional, una abrupta y airada reprobación hacia la actitud rebelde e injusta que el muchachito demostraba para con ella; fue como si él hubiera pedido salir de la casa para irse a vivir en unión libre con alguien de su mismo sexo. Reprochó el pago suyo que consideró, no se merecía. Lo alimentaba, lo vestía, lo protegía. Manifestó abiertamente que así, hablando de esa manera tan exigente, comenzó su padre y que el fin de esa historia, ya lo conocía. “¿Quieres ser como él? ¡Anda, vete!, ¡aléjate de tu madre!” Sintiéndose decepcionada y ofendida, en copioso llanto se fue a la cama, cada uno en su lado que le correspondía.

2

    Diligentemente le explicó sus razones por la cual, él debía hacer lo que ella le aconsejaba: para qué más sino para protegerlo, para que no se perdiera a como hizo su padre. Él recordaba insoslayablemente las duras golpizas que recibió de parte de su progenitor, pero también recordaba, cómo ella, su madre, se había arrojado puerilmente a llorar al pie de la tumba, avergonzándolo pues, ¿no era acaso su padre un hijo de puta, padre golpeador? Ella le habló del peligro que conllevaba a quedarse solo, recordándole los últimos días de su difunto esposo. “No tiene nada de malo que duermas con tu madre a tu edad. Todo lo que has escuchado son mentiras. Tú bien sabes cómo era tu padre, que es algo que ellos no saben ni sabrán jamás”. Así de este modo ambiguo, ella lo convenció. “Quiero que llegues a ser un hombre de bien, entiéndelo”.
    Otro año transcurrió y, fue alrededor  de las tres de la madrugada cuando, totalmente excitado, despertó. Había tenido otra polución y esta vez deseo masturbarse allí, en la cama. El calor que sentía en su cuerpo obnubiló todo cuidado que, hasta ese momento, lo preservaba inocuo. Su madre dormía profundamente al otro lado de la cama. Previendo  que no existía escollo alguno para él, bajó sus pantalones y liberó el inflado y lozano miembro. El mancebo estaba orgulloso de su falo erecto. Lo había medido con sus compañeros en una tarde de recreo, y había vencido a siete de ellos, encumbrándose. “Si me descubre es su culpa”, se decía en el acto. “Yo le dije que quería dormir solo. Si me descubre es su culpa”. El plasma lechoso salió disparado hacia la sábana de algodón, y como el delito salió impune, volvió a repetirlo.
    Antes era cuidadoso al elegir un día, un día en que su compañera de cama se encontrara demasiado exhausta. Esto cambió. Fuera lunes o domingo, a él ya no le importó. Cierto día, estaba tan caliente que se giró y acercó a la mujer. Sintió una perversa satisfacción mirar su rubicundo miembro, como una lanza de Longinus, apuntando a la deliciosa forma. Conforme empezó a frotar su miembro, las oleadas de placer lo comenzaron a cegar, anegándose a profundidades estigias en el corazón del infierno. Se despertaron nuevas y ondeantes emociones al unísono de un apresurado frote, hacia su prematura impronta, al latido apresurado de su corazón. Sólo había una palabra para describirlo: gozo. Qué difícil ser coercitivo a los involuntarios gemidos del traicionero frenesí. De pronto vio luces de colores y sentido dentro de sus venas, ríos turbulentos, maremotos de devastación, temblores en sus articulaciones, flamas emanando por sus poros como si se quemara por dentro. Imposible era poder detenerse. Y si se giraba, y si se giraba, si lo sorprendía… iba a resultar muy tarde porque no se iba a detener, imposible, imposible... Súbitamente, con un suave estremecimiento convulso, arrojó todo lo que su fuego interno le permitió ceder. ¡Oh, cuánto placer halló en aquel caliente reflujo evacuado directo a la forma curva! Se quedó inmóvil y en silencio, sintiendo pasar los segundos con los últimos espasmos de su liberación azogada. Sórdida, ella aún dormía. Ahora se sintió como empequeñecido, igual que su penecito, igual. Avergonzado de su acción, se retrajo como un caracol hacia su lado de la cama y cerró sus ojos. “Hasta dónde he llegado, hasta dónde… No lo haré más”, se dijo, “no lo haré nunca más”.
    Pero rompió su promesa. Su madre había llegado a acostarse tarde y no hubo ni tiempo para quitarse las medias y mucho menos, para colocarse la pijama. El chico levantó la sábana y advirtió la vista más maravillosa que lo excitó al soplo de un único momento y que se prolongo, tanto como él apeteció. De inmediato liberó su miembro y comenzó a frotar. No tuvo conciencia y esta vez acercó su cuerpo, su pelvis, tan cerca, que pensó ella iba a despertar luego de rozar el suave tejido íntimo con el rígido y palpitante capullo. Se vació en la prenda. Le pareció que esta vez tenía un aroma distinto, le pareció que, incluso, el ojo de su virilidad, como el cañón de un fusil, humeaba. Esta vez no sintió ninguna culpa y no se retrajo a ningun lugar. Se quedó respirando detrás de la mujer, detrás de su cabellera, cerca de la comba de su espalda, a un lado del trasero mancillado, como si todo aquel territorio le perteneciera.
    Comenzó a masturbarse con la ropa limpia de la viuda. La espiaba a la hora de cambiarse, que era a eso de las cinco de la madrugada. La seguía hasta el baño y la contemplaba desde un sombrío rincón. La miraba bañarse. La miraba cambiarse. Regresaba a la cama y se cubría con el cobertor. Al poco rato lo despertaba. “Tienes que levantarte o vas a llegar tarde a la escuela. Levántate que ya caliento enseguida el desayuno”.
    Ella despertaba poco a poco los recónditos apetitos sexuales de su propio hijo, un escenario realmente atroz para algunas recatadas personas. La mujer, como habíamos dicho, había tenido un hijo; lo tuvo a la edad de casi quince años. Se juntó con un hombre mucho mayor que ella y ahora, con casi treinta años tenía un cuerpo bien delineado, como esculpido por Miguel Ángel: largas y sinuosas piernas, busto deseable, ojos grandes y una boquita con labios gruesos. Se arreglaba con modestia para no llamar la atención. Era completamente sumisa, pero no por ello, estúpida. No aceptaba las invitaciones que tuvieran que ver con fiestas donde habría mucho alcohol y que sabía, era para embriagarla. Usaba traje sastre con medias negras y zapatos bajos, su uniforme. Apenas se peinaba con una cola de caballo, algo practico y que no le quitara mucho tiempo; aún así, al ojo masculino, ella no pasaba desapercibida. Era devorada por los ojos de sus superiores. Ella desalentaba a los pretendientes con un frío trato e indiferencia femenina que, indiscutiblemente, le valieron el estancamiento laboral. Les decía que por el momento sólo quería dedicarse a su familia, es decir, a su hijo. Habiendo dicho lo necesario de la mujer, continuemos con nuestro relato que tiende irremediablemente a desnaturalizarse.
    Ocurrió que el chico estaba masturbándose sobre la cama cuando, inesperadamente, la mujer se giró. Cara a cara quedaron los dos.
    —¿Qué estás haciendo?
    El muchachito había quedado inmóvil, temiendo que si se movía, sería descubierto con el miembro afuera, el miembro que paulatinamente ya se retraía. Fue sólo su imaginación porque ella seguía durmiendo. Ella había abierto la boca para decir una palabra ininteligible entre sus sueños, mas al chico le pareció que dijo algo coherente, lo que más temía, la pregunta: “¿Qué estás haciendo?” Para su complacencia, ella seguía durmiendo y parecía, continuaría hasta la mañana siguiente.
    Otro día, después de haberla mancillado, la quedó contemplando. La mujer dormía plácidamente como un ángel. Era una mujer hermosa. Demasiado. Muchas veces la había besado en la mejilla pero esta vez, la imaginó besar en los labios. Cuán delicioso es imaginar, y quien tiene imaginación, ¡puede crear un mundo!; sólo que el segundo beso no lo imaginó. Atrapó la pecosa mejilla y besó los maravillosos labios. Quién fuera que haya inventado el beso debió ser un genio o un loco de remate. Besó la barbilla y se deslizó hacia los contornos de la boca. Una parte suya le decía ¿qué haces?, ¡detente!; pero la otra, la otra, influenciada por las opiniones de los pervertidos del internet, que le decían: “sigue, sigue. ¿No ves lo que está pasando?”, decía un comentario que leyó en un hilo abierto del foro sexual visitado. “Tu madre no quiere que te vayas de su cama porque quiere contigo. ¡Quiere que te la folles! ¡Anda, no pierdas tiempo, eres un suertudo! ” Teniendo estos sentimientos encontrados, hizo caso a lo que le demandaba su cuerpo y continuó besando los dóciles labios, porfiando con la lengua hasta que, ¡oh sorpresa suya!, sin abrir los ojos, con su aquiescencia de mujer, le respondió.
    Ella lo invitó con los dientes, con el paladar, con las encías, con la lengua, envolviéndolo en sus brazos con una adoración exaltada, fuera de toda proporción materna y conocida. Irremisiblemente se entregó como una pordiosera, una desvalida. El resguardo de su virtud con todo el tiempo de amor codiciado, cobró a la primera prueba su insensata factura. Liliputiense se entregó deseosa a un torbellino de fervorosos ósculos. Lo arrobaba con tanto deseo, con tanta calentura, que perdió toda resquebrajada conciencia y sentido de la decencia.
    Con ese mutismo consentidor, siguieron besándose y besándose, subiendo en intensidad su calor interno, su calor de amantes; una pareja de lenguas, una pareja de labios, en una misma cama. La virilidad escondida del bribonzuelo despertó tempestivo, casi frenético. Él estaba temblando, ella estaba jadeando. Enloquecido, fue a descubrir los mansos senos y estos saltaron al urgente llamado de deseo, como dos botones de flor. Un par de grandes y tersas bolas brillaron como dos maduras frutas, las frutas prohibidas de un árbol sacro. Con el consentimiento de ella, estas fueron arrebatadas y devoradas con hambre. Se arrojó sobre los turgentes senos, introduciendo el mentón, la nariz, la lengua. Era como un despertar involutivo, como regresar a la vulnerabilidad, al tiempo en la que su vida dependía de una preciada leche materna, de la correcta succión de un pulcro pezón. Ella crepitó y dejó escapar un gemido de frenesí al sentir la mordedura traviesa. “Mi niño”, profirió salaz, “mi niño”.
    Los besó, chupo, los amasó, y cuando se aburrió, se deslizó ardientemente hasta el delicado vientre. Cada ruido agudo y jadeante de la mujer, lo excitaban como a una desbocada bestia. Bajó su cabeza hasta la pelvis de la mujer e intentó, con sus manos inexpertas, hacer a un lado los carnosos muslos. Ella se resistió.
    Él lo intentó nuevamente y así descubrió la preciosa zona, enjambrada y matizada  por un denso y rizado vello, oscuro como la selva. “No”, volvió a decir ella, pero esto no fue escuchado por el disoluto mancebo. El cuarto nunca estaba oscuro pues había una lucecita blanca como una diminuta estrella, en la cabecera de la cama junto a un Cristo Redentor. La tenue luz fue suficiente para alumbrar la vulva de labios gruesos, con semejanza a una mariposa de seda. En medio de la acalorada agitación, ella reconoció las intenciones instintivas de una maquinaria poderosa, así que cerró las piernas, apretándolas aunque su cuerpo pidiera lo contrario. Interpuso oportunamente la mano. “Por favor”, suplicó él, totalmente perdido. “No”, dijo ella. “Ven, ven”, lo atrajo hacia su cuerpo, invitándolo a que siguiera besándola a como había comenzado, una tarea que a él, ya no le resultaba deseable. “Por favor”, volvió a decir él. “No, no”, dijo ella. “¡Por favor!”, exigió. Se quedaron mirando uno al otro, ella, como recapacitando, él, en espera de un apremiante permiso que no llegaba. “Ven”, dijo. Él no podía saber lo que ella se proponía, mas al momento del delicado contacto de su mano tibia, él se estremeció con delicioso placer. “Eres mi niño”, dijo ella. Él se retorció encima del cuerpo femenino, abandonándose a un placer infinito. Se perdía, se perdía al tiempo que ella lo miraba en sus distintos gestos, más parecidos al dolor soportable.


3

   Ella piensa que no estoy listo pero sí lo estoy, se dijo el chico mientras orinaba. Él quería convertirse en un hombre para su madre y él pensaba que lo que necesitaba, era demostrarse que sí podía ser ese hombre. La relación entre ambos había cambiado. No existía ya más ese respeto distante de madre e hijo que suele haber en toda familia y por lo que se observaba en ellos, no extrañaban. Ya se despedía para ir a la escuela y ya atrapaba la boca de su madre para robarle un beso. Lo permitía y reía con la complacencia de una joven quinceañera; para ella era una muestra de excesivo cariño, aún sin violentar alguna clase de moral social. Sin ningún pudor, ya se levantaba de la cama y se cambiaba de calzoncillos estando la mujer presente. Ella prefería voltear a otra parte a censurar la desvergonzada conducta. Ya se cruzaban en el pasillo y éste, la atraía hacia su cuerpo, ciñéndola por la cintura. Un par de segundos y luego la liberaba porque ella le pedía que lo hiciera. Por la noche, los besos apasionados se convirtieron en los besos de buenas noches. Algunas caricias también se agregaban. Más deseoso él de llegar aún más lejos que ella de permitir. Si estaba cachondo, si se despertaba por la madrugada, ella le ayudaba a desahogarse. Tumbada, casi dormida, dejaba que la tocara, que la manoseara, teniendo como única restricción la penetración. Ya le sobaba las nalgas y le besaba el cuello. A veces, con un movimiento de manos mecanizado, ella le exprimía los últimos jugos de su delirio. “Lavarás la sábana mañana”, le notificaba, y él aceptaba la tarea de buen agrado, sabiendo de antemano la espléndida recompensa que existía en la ya deleznable condición. Ella revisaba la sábana antes de acostarse. Si había un anuncio sórdido, tenía que volverla a lavar y olvidarse del juego. Esa era la palabra para ellos, para lo que en complicidad cometían: un juego. “No habrá juego esta noche si no terminas la tarea”. Y él se apuraba con la tarea, con la ropa sucia. Básicamente hacía todo lo que ella le pedía. Limpiaba su cuarto, iba al mandado, lavaba su propia ropa, trapeaba el piso; todo el quehacer de la casa era suyo, “¡qué orgullo tener un hijo así!”, decía ella.
    Contaba las horas para ir acostarse. A veces ella llegaba cansada y sólo pedía que la contemplaran. Se quedaba dormida en sus brazos. Para pronto se despertaba y ya la miraba con ojos deseosos, cómo se colocaba el uniforme del trabajo. Los sábados y los domingos era cuando él podía hacer otra cosa más que besarle el cabello o el cuello. Ella lo dejaba jugar con sus senos, su espalda, su vientre. “Déjame hacerlo”, le suplicaba. “No, estás loco”, y se reía como si se tratara de su mascota que a lengüetazos, trataba de convencerla para que la sacara a pasear. Él se acostaba en calzoncillos pero ese sábado se los quitó en frente de ella y se postró como la escultura de David. “Estás loco, estás loco”. Su cuerpo estaba blanco y su miembro estaba erecto, rojo, brilloso. “Olvídalo”, dijo tajante. “Es el más grande de toda mi escuela”, presumió.
    “Eso no es lo que importa”.
    “Sí importa. Dime que te gusta”.
    “Todo tú me gustas porque yo te hice, tontito”.
    “Te amo”.
    “Y yo a ti”.
    “Pero tú no me lo demuestras”.
    “¿Y con eso te lo voy a demostrar? Ven acá. Ven acá”. Anheloso, él se acercó con dos pasitos. “Yo hago esto para que tú estés preparado para la vida. Mi mamá nunca me habló de sexo. El día que tuve mi primera menstruación, yo pensé que me estaba muriendo. Yo no quiero que seas un ignorante. Te estoy enseñando a tocar a una mujer, pero no quiero que te confundas. Te amo, pero yo no puedo darte lo que tú estás buscando”.
    “Al menos, enséñamelo”, pidió él.
    “Ya lo has visto”.
    “Quieres que yo aprenda, pero no me enseñas. ¿Cómo voy a aprender si no me enseñas?”, dijo incauto.
    “Hago esto para que no tengas que buscar en otra parte”, dijo ella. “Hay muchas enfermedades allá afuera”.
    “Enséñame entonces”.
    “No”.
    “Enséñame”.
    “No”.
    “Enséñame”.
    “No y no”.
    Ella estaba sentada al borde de la cama, en pijama. Él se arrodilló, miserable.
    “Enséñame”.
    “No y no y no y no ¡Entiende!”
    Como un chiquillo hizo su puchero. Se retiró al sanitario y orinó ruidoso. Regresó a la cama y se ocultó debajo del cobertor. Ella siguió hablando, exigiendo una comprensión. Él prolongo su mutismo como una estatua de hielo. Ella tomó tiempo para revisar los mensajes de su teléfono. Hizo otras cosas, como soltarse y peinarse el cabello antes de acostarse. El silencio artificioso la obligó a buscar una reconciliación antes de poder dormir. “¿Estás enojado? No lo estés. Mira, te voy a contentar”. Cuando era niño bastaba con dejarlo ver la tele, eso bastaba. Qué rápido había crecido. Lo bañaba, lo peinaba y ahora tenía vello negro en la entrepierna. Era un niño hermoso. “Mira que te voy a contentar”. Sus manos comenzaron a hurgar y al chico se le escapó un gritito áspero como si la estatua se resquebrajara. Ella seguía encima de él, hurgando, al tiempo que él se removía sobre la cama como una oruga cosquilluda. Otro gritito se le escapó. Las manos femeninas entraban al cuerpo, a un cuerpo virgen como el de los ángeles, de piel suave y caliente. El placer del tacto a las nalgas y los testículos y después, el placer hacia el aparatillo friccionado por unas manos mansas y entrañables. Como una tortuga, por fin sacó la cabeza de su escondrijo, manteniendo su mohín doliente y parapetándose en su hinchado orgullo. El niño malcriado se reanimó después de que ella lo buscara con la boca, por supuesto que sí.


4

    “Amo a un ángel con figura de mortal”, así la recibió. El chico se había propuesto convertirse en un hombre, y sentía que estaba cerca, mucho más cerca de lo que antes Moisés estuvo de la tierra prometida. Aquella noche había sido grandiosa, la más grandiosa de todas. No se había vuelto a repetir pero esperaba, anhelaba, que sucediera de nuevo.
    “Pero una mortal invulnerable a los dardos del amor”, continuó recitando.
    “Me alegra que te esté sirviendo ese libro que te compré. Voy a preparar la cena: traje jamón y queso”.
    Estando en la escuela la había llamado al trabajo de ella por celular. Nunca la llamaba y ella pensó que era para algo importante.
    “Ay, enséñame cómo podría no pensar en ti”.
    “Tonto”, dijo ella, y colgó. Una amiga la escuchó y vio cómo se ruborizaba, cómo sonreía como una tonta. “¿Enamorada?” La pregunta de su amiga la había incomodado. “Claro que no”, respondió. Pero algo sincero se estaba fraguando. Reía como colegiala enamorada y sus compañeros se habían dado cuenta, del cambio repentino. Tenía ánimo de trabajar, ánimo de la vida y ella pensaba que era el fruto de su cosecha. “Ninguna madre se sentiría más orgullosa”, se decía.
    Terminaron de cenar y se movieron a la alcoba. ¡Cielo santo, qué sorpresa! Había cubierto de pétalos toda la cama y ella había quedado boquiabierta, con los ojos luminosos al tiempo que él empezó a recitar otros fragmentos de Romeo y Julieta.
    “Habla más, ángel radiante, pues en medio de la oscuridad que sobre mi cabeza se extiende, pareces tan reluciente como alado mensajero celestial que a la vista de los mortales, que le contemplan asombrados, hiende el tardo curso de las nubes y vuela por el seno de los aires”.
    “No sé de qué estás hablando, pero me pregunto cómo vas limpiar todo eso”.
    El tonto se arrodilló y se fue desvistiendo.
    “El manto de la noche me esconde a sus miradas. Si no me amas, déjales que me sorprendan: vale más perder la vida por su odio, que morir lentamente sin tu amor”.
    Ella salió huyendo hacia el baño en busca de una respuesta que ya conocía pero que, en su aquiescencia inopinable, deseaba objetar. Murmuraba algo. Ángeles y demonios discutiendo dentro de su cabeza, la lucha eterna del bien contra el mal que no existía sobre la tierra sino dentro de las consciencias de cada individuo.
    “Ella enseña a las antorchas arder con fulgor, y parece prender sobre la mejilla de la noche como una rica joya”.
    Él yacía esperando, desnudo y recostado sobre la cama, cuando ella salió.
    “En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta, pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios, que ante su pura modestia de sacerdotisa, se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos”.
    De un saltó se levantó y se postró al los pies de la mujer.
    “Señora, por esa feliz Luna cuyos plateados rayos besan…”
    “Ven aquí”, dijo con concupiscencia de sacerdotisa, atrapándole la boca con sus propios labios y mirándolo con ojos hechizados, ávidos, hambrientos. Se abrazaron, se tiraron a la cama envueltos en un torbellino de fuego como si el tiempo les preocupara o el mundo se fuera a acabar. Ella estaba perdida, entregada, deseosa, como una loba en celo. Adonde él la moviera, allá se iba completamente sumisa como si se hubiera desmayado. Él comenzó a jalarle la ropa sin tiempo que perder, sabiendo lo que su instinto animal, desde generaciones primigenias, ya exigía. Todo ser vivo nace con una memoria vieja, sabe qué hacer, sabe a dónde tiene que dirigirse. Ella sintió su peso sobre su vientre, sobre el Monte de Venus, sobre sus ardientes muslos. Cuánto tiempo había transcurrido que no sucedía eso de nuevo. Se estaba entregando a un hombre amado, no cualquier hombre. Estaba excitada y era un suceso sorprendente que había olvidado de tiempo. No podía detenerlo aunque quisiera. No quería que se detuviera. No. Él tenía que cumplirle como el hombre que ya pregonaba ser. Era su cosecha. “Lo he traído al mundo para que me ame”, se había convencido de ello. “Hazlo”, susurró en su hirviente delirio. “Hazlo”. Ella abrió las piernas entregando sus profundidades, partiéndose como el mar Rojo. Su cuerpo se aferró a la cintura del chico, como atrapándolo y en realidad lo tenía atrapado con sus manos sedientas, con las uñas, rasgándole la piel. Era torpe el macilento chico, pero su vitalidad era sorprendente y digna de reconocer, caballero portador de un acero invaluable. Su urgencia de empalarla lo llevó a tantear como un inoperante ciego. Ese capullo extraviado tuvo que ser conducido con los dedos de Julieta. El tallo y el grosor ya le eran conocidos. Los había saboreado en aquel entonces, y le había costado trabajo (admitió tiempo después) contenerse ante tales delicias. Hacía cuánto no estaba en manos de un hombre, hacía cuánto. El calor que despedía el aparato fue percibido primero por los pliegues de la vulva, clítoris, vagina; su palpitar, su textura, su vida, ¡cuán maravilloso era el órgano masculino! Él se hundió con una fuerza asombrosa y ella profirió un quejido agudo cuando lo sintió deslizarse sobre las paredes internas, hasta llegar a su útero de mujer. Fue como si hubiera desgarrado un ilusorio himen. En medio de su respiración azogada, la había penetrado y por un momento, como si celebrara el triunfo, él quedó inmóvil, estremecido, como si quisiera grabar en su memoria cada píxel de esa inmortal imagen. Luego empezó a moverse. Un pudor extraño le negaba mirarlo en el acto, embistiéndola con el poder de una máquina de vapor; por el contrario él no se quería perder detalle alguno, el rictus descompuesto de la mujer, el émbolo que desaparecía frente a sus ojos para que majestuoso, volviera a emerger. Ya no era más el niño sino el hombre que siempre necesitó y deseó: su hombre. Ella cerró sus ojos entregándose a un placer anegado y creciente, creciente como la marea o como el fuego, en oleajes suaves y lentos, con efímeros estallidos de puntos de colores, la sensación era de derretirse en fuego lento, inconciente a los gritos de frenesí que ya entregaba su compañero. Oh, qué desgracia, él comenzó a alejarse, retrayéndose porque cruel, había terminado antes de quedar satisfecha. Se deslizó y se escabulló sin que nada pudiera hacer, nada para detenerle; y ella quiso rogarle que de nuevo la penetrase; pero era inútil porque allí yacía, la majestuosa espada de su deleite, flácida y miserable como su portador.


5

    Se corrió el rumor en el salón de clases de que el nerd de pie plano, había tenido sexo. Por los detalles que entregó, nadie dudó de su veracidad. Mintió que perdió la virginidad con una amiga del vecindario donde vivía, una amiga que conocía desde la niñez. Se ganó el respeto de hasta los más experimentados en el ámbito. “Lo hicimos cinco veces en toda la noche”, afirmó (en realidad habían sido cuatro, pero eso ya no importaba).
    Luego de su vergonzosa actuación, se contemplaron el uno al otro, abrazados y desnudos como Adán y Eva en el Jardín del Edén. Él recobró su brioso ímpetu y comenzaron a arder de nuevo, esta vez prologando su deleite con besos de lengua y juegos previos sobre las zonas erógenas. El frío espejo de tocador fue explícito testigo de la manera osada en la que el chico la empaló por segunda ocasión, mientras lanzaba al aire, alaridos extasiados de un macho alfa.
    “¿Desde cuándo comenzaste a pensar en mí, como mujer?”, le preguntó ella.
    “¿Desde cuándo? Quieres decir… ¿en que momento quise cogerte?”
    Él estaba sentado atrás de la mujer con las piernas abiertas, chupándole con religiosidad el rosado lóbulo de la oreja. Ella yacía sentada sobre su regazo, dejándose contemplar.
    “¿Recuerdas la vez que no me dejaste ir al baile de fin de año? No el que pasó recientemente, el otro.”
    “Pero si apenas tenías… ¿trece años?”
    “Tú tenías ese vestido rosa, con esos zapatos blancos y que todavía tienes”.
    “Incomodísimos, por cierto”.
    “Son sexys”.
    “¿Desde ese momento?”
    “Acababas de venir no sé de qué fiesta…”
    “Era una junta de trabajo”.
    “y llegaste con esa faldita, tus medias y esos zapatos…”
    “¿Tuviste tu primera erección?”
    “Y yo te pedí permiso para ir con mis amigos y tú… tú dijiste que no porque no recuerdo qué no hice de quehacer. El caso es que me castigaste.”
    “Porque primero es tu escuela”.
    “Y yo imaginé que te habías ido de prosti, que te habías divertido y que, sólo lo hacías para que yo no me divirtiera igual”.
    “¿De prosti? Malvado”.
    “Yo estaba realmente enojado contigo, yo pensaba que porque me castigaste; pero después me di cuenta que, estaba enojado porque pensaba, estuviste con alguien. Tenía celos de ese hombre. No esa clase de celos. En ese momento no pensaba en tocarte, sino que, me molestaba el hecho de que alguien, robara el tiempo que me pertenecía por derecho”.
    “¿En serio?”
    “¿Cuándo pensé en cogerte? Fue hace poco, hace unas semanas. Ya me masturbaba en la cama”.
    “Ya lo sabía”.
    “¿Lo sabías?”
    “La cama se movía. Te escuchaba respirar. Te escuchaba cuando te levantabas. Incluso sentí cuando te me acercaste”.
    Estando sentada sobre los muslos del chico, sintió de nuevo el poder de la hombría que se elevaba fantásticamente. Creció y engrosó espléndido, tan rápido, tan audaz, que cuando se dio cuenta, ya estaba dentro de su cuerpo y le pareció que esta vez, había alcanzado una profundidad distinta, teniendo acceso a una región inescrutable, posiblemente a una región superior. ¡Qué delicia! Sus vísceras, sus arterias, sus glándulas, sus esfínteres, sus células con sus mitocondrias y sus citoplasmas, ya se habían acostumbrado a ese extraño visitante de carne viva, acometedora, insaciable, y que se deslizaba suavemente y a veces ardorosamente por entre sus pliegues externos e internos del aparato reproductor femenino. Su mismo útero, sus trompas de falopio y su conducto urinario; sus mismos ovarios productores de estrógenos y progesterona, ya se habían acostumbrado a esos baños de esperma hirviente, a ese calor y a ese perfume nato. Conforme cabalgaba al chico, conforme se friccionaba a su virilidad, se dio cuenta que no sobraba oquedad alguna, que al momento de introducirse, quedaba sellado herméticamente dándole a saber que el miembro vigoroso de su deleite, siempre fue para ella; que había sido creado desde su matriz, a la medida para entrar y salir de ella, exclusivamente para llenarla, para satisfacerla y volcarla a una apoteosis sublime que ya se merecía.
    El chico se limitaba a resistirla sujetándola por la cadera, con los ojos en blanco, extraviado. Fue dueña del ritmo y también del momento. Era suyo. Ese magnífico miembro era para su extraordinario gozo. Lo apretaba con sus esfínteres y sus pliegues internos, con el útero; habría querido arrancarlo, morderlo, tragarlo y mantenerlo así por siempre. Ella no sintió cuándo se vació, cuando el calido y dulce rocío del chico la llenó por completo, desahogándose para después, limitarse a mirar, a contemplar cómo ella lanzaba gritos de frenesí a la alcoba (incluso llanto), luego de las convulsiones que a continuación le sucedieron. Cayó a la cama como derribada por el hacha de un viejo leñero, cansada, satisfecha, aún con la vulva palpitando. “Guau”, dijo él. “Incluso me asustaste. Pensé que…” El chico hablaba y hablaba. Le vino un tremendo sueño. Los párpados le pesaban. Era el plasma filtrándose a través de sus venas, a través de todo el aparato circulatorio, nervioso y linfático. Escuchaba una voz pero no entendía las palabras. Quedó profundamente dormida y abrió de nuevo los ojos en la madrugada, cuando sintió de nuevo ese peso conocido sobre la curva de su espalda y sobre los globos de sus nalgas. Ere él, penetrándola impetuosamente. Estaba demasiado cansada para levantar el cuello. Cerró sus ojos y tuvo lindos sueños.


6

    “Tengo la falda todavía y los zapatos, tú dices…”
    Él estaba jugando con los pezones de su compañera. Era otra noche de mágica e interminable, como las que Sherezada contaba al capricho de un imbécil sultán.
    “¿Lo harías?”
    Excitada como una chiquilla, ella corrió hacia el ropero y comenzó a hurgar. Cayó un zapato, cayó el otro. Cuando sacó la falda, ella le preguntó por la blusa.
    “Blanca, era blanca”, dijo inmediato él.
    “No recuerdo la ropa interior, pero creo ésta será mejor”. Ondeó la tanga rosa como una bandera, con un dedo. Comenzó a vestirse.
    “Seré tu prosti, rapazuelo”.
    “Sí, mi perra”.
    “Tampoco te pases”.
    “Mi prosti, mi prosti”, corrigió extasiado.
    Convertidos en amantes, los días que siguieron fueron para ambos un paraíso del Edén. Había besos, caricias, regalos, y por la noche, tierno y salvaje sexo. Satisfecho de tener lo que deseó, el muchachito convertido en un hombre según él, y gozando de su popularidad en la escuela, quiso convencerse de que podía tener a cualquier mujer que deseara. En la escuela, fue notorio el cambio abrupto que tuvo sobre su autoestima. Sus calificaciones bajaron pero él era todo un don Juan. Un perfecto caballero. Enamoraba a las chicas. Si no se dejaban manosear, las dejaba, olvidándolas. Justo una se encontraba en la sala de su casa cuando llegó la mujer, su madre. Los sorprendió besándose sobre el sofá. ¡Cómo se enojó! La niña sorprendida pensó que su actuar fue el normal de una madre sobreprotectora sobre su hijo, pero el lector sabe que no era esto sino cosa muy distinta; eran celos vivos de una mujer enamorada. Se encerró en su recamara como una chiquilla y allí lloró entristecidamente, decepcionada y afligida como mujer traicionada. Y cuando salió por fin de su recamara, él la consoló con sus mentirosas palabras de fidelidad prometida. Le hizo el amor tiernamente y, para recordar el momento, la mujer esta vez le abstuvo de usar el condón en el acto, y menos tomó las pastillas de la emergencia pensando que así iba a colocar doble correa a su enamoradizo hombre.
    Pero todo cuento idílico termina como algún día tuvieron que terminar Las mil y una noches. Un tío de la mujer que recién había cumplido su condena en la cárcel, se quedó a dormir en la casa bajo la complacencia de los dos reservados amantes. La mujer ya tenía cinco meses de embarazo y los rumores encumbrados sobre quién debía ser el padre, dejaba mucho a la imaginación de los vecinos. El hombre había tomado mucha cerveza y se levantó a buscar el baño. Escuchó un audible ajetreo en la recamara de la mujer y se hizo un par de ideas absurdas que le hicieron reír malvadamente. Trato de cerrar los ojos. Cosa extraña, él fue el último en ir a la cama y que supiera, no había llegado de visita nadie más a la casa. Con la duda atenazándole la cabeza, esperó paciente a que saliera el fulano. “Debe ser el padre de la criatura”, pensó. “Es necesario que lo conozca y hable con él”. Se quedó cerca de la puerta. Fumaba su cuarto cigarrillo cuando la puerta se abrió. El mancebo salió con el busto descubierto, orgulloso, displicente, y que al ser descubierto su delito en flagrancia,  sorprendido, balbució un par de palabras incoherentes. Con aire culpable, huyó de la casa presa de un terror indecible. Ella tuvo que confesar que tenía una relación incestuosa con su propio hijo. Mi amigo dice que su tío lo amenazó de muerte si lo volvía a ver, después de que regresó. La mujer se mudó, aconsejada y ayudada por su pariente.
    Hace unos días encontré su casa. Vi a la mujer y a su hija. Cabe decir que tiene todos los rasgos de su madre. Me acercaría y le diría que yo conozco a su hijo, que lo conozco desde hace diez años. Le diría que está dejándose morir en un mugroso cuchitril, y que en su delirio doliente, la nombra a ella y los momentos que pasaron juntos. Pero lo cierto es que no le diré nada, que regresaré adonde está mi amigo y que, junto a él, brindaré por haberla encontrado.


domingo, 18 de enero de 2015

El calzón delator



Yo la esperaba y por eso la puerta la dejaba entreabierta. Llegaba entre las diez y once de la noche. Ya se los he sostenido, no tuve sexo con ella. Sí, sí la penetré, lo he dicho hasta el cansancio. No, no estoy contradiciéndome. El sexo implica caricias, besos, ustedes saben. Aquí no hubo nada de eso. Nos quedamos insertados sin movernos, acostados piel con piel, acostados de lado como dos cucharitas. Permanecimos así varias horas.
    Después de que su madre se fue, llegaba a mi cama pidiendo que le leyera un cuento. Yo sabia que se trataba de un mero pretexto para poder estar juntos. Finge, ella finge ser una niña. Cuando su madre está cerca, ella se comporta así; llega y se acurruca en medio de ambos. No tiene ningún problema mental, se los aseguro. Ella me lo pedía, me pedía que la abrazara por las noches. Su madre no la conoce tanto como yo. Sucedía cuando no estaba ella. No fue ninguna violación, todo se hizo bajo su consentimiento. Ya se lo dije, no tuve sexo con ella, fue sólo penetración. No, eso no puede llamase sexo y no pueden culparme de violarla cuando fue sólo penetración y bajo su consentimiento, entiéndanme por favor.
    Es una mujer tratada como una niña. Su madre es la culpable de todo. Su hija no está enferma. Se porta así porque tiene miedo de su madre. Conmigo no se porta de esa manera. Yo le he dicho tantas veces que tiene que ser fuerte y enfrentar a su madre, decirle que ya no es ninguna niña y que debe ser tratada de manera tal. No, nunca me contestó. Su madre llega y le cubre de besos y apapachos, diciendo frases como: “mi niña, mi niña, ven acá”, ¿usted cree que se lo va decir? Me despierto cada mañana y ella está a un lado, respirando tentación; yo no soy de madera para no sentir. Soy hombre, señores, hombre. No tenemos parentesco. ¿Le ha dicho qué? Está loca, ella no es mi hija. A su madre la conozco desde hace veinte años, pero no tuvimos hijos. Nos encontramos hace dos años. Sé que estuvo viviendo con un hombre y que terminó abandonándolas. Es hija de ese hombre. No, no, eso no puede ser. Sí, me someteré a cualquier prueba que quieran. ¿ade qué? Sí, ade-ene, lo que quieran.
    Llegaba al dormitorio cargando uno de estos ositos. Llegaba cuando menos nos lo esperábamos. Sí, nos vio en una ocasión. Sí, ella corrió en cuanto nos vio. Estábamos desnudos. Pero ella supo lo que vio, estoy seguro. Actúa así para complacer a su madre y que la siga queriendo. Ella vio cuando echó a la calle a sus dos hermanas, ¡porque las echó a la calle!, yo lo sé; que no venga con el cuento de que huyeron de casa, las echó, ¡las echó a la calle! Rebeca teme ser echada también. Esas lágrimas son una farsa, ¡a nadie engañas! No dejen que sus lágrimas los convenzan. Sí, ella tuvo más hermanas. Ella misma me lo dijo, Rebeca. Deberían buscarlas. Sí, sí las tiene. No puedo probarlo pero sí las tiene. Investiguen bien.
    Se lo dije tantas veces, le dije que ya estaba grande para dormir con nosotros. Pero esa mujer me callaba, diciendo que era su niña, su pequeña. Apenas la tiene cerca y la abraza. Además… Tiene la costumbre de dejar que su hija juegue con sus pezones a la hora de dormir, ¿ahora lo vas negar? La enferma es esa mujer, no su hija. La relación que tiene con ella es enfermiza.
   Aquel día…
   Su madre tuvo que salir y ahora venía conmigo. Llegaba con un librito y se acostaba con la cabeza apoyada sobre mi pecho. El cuento era un pretexto, ya se lo dije. Mientras le leía,  ese día metió su mano debajo de mis pantalones, a como hurgaba con el escote de su madre. Ella sabe perfectamente lo que hay debajo de los pantalones de los hombres y el psicólogo se los confirmará, ya verán.
    Metía su mano y yo la dejaba.
    Ese día no podía dormir y yo tampoco. Metió su mano nuevamente y comenzó a jugar, esta vez estando acostados y debajo de las cobijas. No pude contenerme esa noche. Entre juego y juego se encontró clavada. Clavada, sí, o penetrada como quieran llamarlo. A pesar de que había utilizado bastante lubricante, nos quedamos atorados como los perros. Con cada movimiento, pegaba el escandaloso grito. Al intentar salir, sentía que un pedazo de piel vaginal se venía conmigo. La convencí de esperar hasta que se me bajara la excitación, que no resultaba sencillo. Había entrado fácil y pensé que no habría ninguna complicación en poder culminar el acto; lo que ocurrió fue inesperado. Sí, habría querido terminarlo. La respeté. No quería causarle más daño. Nunca me imagine que… De haberlo sabido no lo hubiera hecho. Le contaré que una vez que se quedó dormida, sentí unas contracciones en su interior, como si una mano me oprimiera, jalándome hacia el interior de su matriz y esto en serio, al principio era muy placentero. Después comencé a también sentir mucho dolor. Yo me quería salir pero ella no me dejaba, se los juro. Ya no dependía de mí.
    Seguíamos  clavados, cuando repentinamente la puerta se abrió, sorprendiéndonos. Su madre había llegado. Rebeca se había escondido debajo de las cobijas.
    —¡Hola, mi amor! —dije aterrado, y al momento de decir esto, quedé desprendido de ella, botado como un corcho de sidra. Fue maravilloso.
    Ahora necesitaba una distracción para que Rebeca saliera del dormitorio. Vi una enorme oportunidad cuando su madre se metió al baño. Ella hablaba sobre su viaje, yo no le ponía atención. En cuanto escuché la regadera, salí  con Rebeca del dormitorio. No podía caminar, así que tuve que llevarla en brazos. Yo tampoco estaba muy bien que digamos. Ni se hubiera enterado si no hubiera encontrado un calzón de Rebeca entre las cobijas al momento de tender la cama por la mañana. Todo lo demás ustedes ya lo saben. Ah, el psicólogo, él les dirá la verdad sobre Rebeca…
    ¿Qué?
    No, eso no es posible….
    No, eso no es posible, Rebeca es una mujer, ¡una mujer!
    Se equivoca, ¡se equivoca!
    Él está con ella, está de acuerdo con esa bruja. Se pusieron de acuerdo.
    Mentira, todo es una mentira.
    Se equivoca, déjeme hablar con Rebeca.
    No, no, ¡no! ¡Todos están de acuerdo con ella!
    Se equivocan, ¡SE EQUIVOCAN! ¡REBECAAAA!