"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

lunes, 20 de octubre de 2014

Los días de culpa, las noches de hartazgo





1

    “Mary, Mary”, la desperté a las tres de la mañana. Estaba más dormida que despierta. “Eso que haces, de sentarte en las  rodillas de la gente para frotarte, no quiero que lo sigas haciendo. Eso está mal, es de mala educación, ¿me entiendes? No lo hagas. Yo te lo permití aquí, pero eso no se hace. Ahora que te vas, ahora que vas a irte de aquí, no quiero que allá afuera te sientes en las rodillas de las personas, menos en las rodillas de los hombres. ¿Entiendes? Prométeme que no te sentarás más en las rodillas de los hombres. Dilo. Promételo. Repítelo. Eso. Eso es, mi niña. Te quiero mucho. Te quiero mucho”.
    Al siguiente día, su madre vino a llevársela. Vino acompañada de un hombre, por lo tanto, no pude hablar con ella a como habría querido hacerlo. Tenían bastante prisa en irse pues dijeron algo sobre perder el vuelo. “Ya hablaremos después”, dijo ella varias veces, quien parecía apenada y victima de la circunstancia. Se despidieron. Algo hablaron ellos afuera; entonces el sujeto abrió su cartera, regresó y me entregó efectivo que yo consideré, una trasgresión. “Por la molestia”, dijo él. Mary estaba tan alegre y radiante que apenas se despidió de mí con un seco adiós. “¿Eso es todo lo que dirás? No dejarás de ser grosera”, reprobó su madre. La niña, obligada por su tutora, esta vez me abrazó y yo aproveché ese instante para recordarle lo que había prometido con sus propias palabras. Sus ojos me dijeron que lo recordaba, mas no que iba a cumplirla. Después de que se marcharon, víctima por hiperestesia, sentí ahogarme con mi propio llanto, sentí ahogarme con mi propia saliva amarga.


2

    Hacía cuanto fuera para que no la extrañara. La llevaba a la feria, al cine, a todo lugar que quisiera ir, mas todo era en vano. De repente se soltaba a llorar aflictivamente, pidiendo que la llevara con su madre. Yo no sabía dónde buscarla, y mucho menos, tenía la seguridad de decirle que iba a regresar pronto.
    Su madre se presentó a las dos de la madrugada de un domingo de asueto. “Siento despertarte, pero no lo habría hecho si no fuera por una emergencia que tengo”. Dejó caer a la niña en el sofá como una muñeca de porcelana y dijo que como a las ocho de la mañana regresaría por ella; quizá antes de que despertara. No encontré inconveniente, así que la llevé a descansar a mi cama y yo me quedé a dormir en la sala. Amaneció. Dieron las diez, dieron las doce, dieron las cinco de la tarde; acabó el día y llegó el siguiente. Yo estaba desesperado, pues no había podido localizarla en su número de celular que expeditiva me entregó. Tocaron a la puerta y optimista pensé que sería ella. Era una vecina. Dijo que la había visto, que había hablado con la madre de la niña. Me entregó un fólder sellado con cinta adhesiva. “Me pidió que se lo diera”, dijo la vecina.  Mary se acercó a mirar. La vecina se desconcertó de ver a la niña conmigo. “¿Se la dejó?”, me preguntó entre incrédula e indignada. Tuve que decirle lo que estaba sucediendo. “De haber sabido… la habría detenido”, pronunció alterada la señora.  “Yo la puedo cuidar un rato si quieres”, se ofreció. No se preocupe, le dije. No muy convencida, la mujer se marchó.
    Abrí el folder y allí estaban unos documentos: acta de nacimiento, carta de vacunas, certificado del preescolar y credencial de la primaria a la que asistía la pequeña Mary. Poco rato, recibí una llamada. Era ella. Primero se disculpó y después me rogó por lo que yo más quería, que cuidara por un tiempo de su querida hija. Le pregunté que cuánto tiempo, y ella respondió que sería por poco tiempo: un par de semanas, en lo que arreglaba su “situación” (pero no me dijo cuál era su situación). Acepté hacerme cargo pensando que el tiempo se iría deprisa y que, agradecida la mujer, mis intenciones con ella prosperarían. “Puedes entrar al departamento y traer lo que necesites: la mochila, el uniforme, zapatos… lo que necesites. Ella ya sabe dónde está todo. La llave está en el sobre, envuelto en una servilleta… En cuanto arregle este asunto iré por ella… Te lo agradezco”.
    De inmediato pensé en mi hermana para que la cuidara de lunes a viernes. Ella me había visitado algunas veces, y había encontrado una vez a la mamá de Mary, dentro del departamento. Me hizo preguntas cuando se fueron, e hizo sus propias suposiciones que en su momento airadamente desmentí. Sabían que yo era proclive a la mendacidad. Ya antes no me había hecho responsable por una criatura, y ellos (mi familia) me habían cubierto en aquel entonces. Me escondieron de la familia de aquella chica. Huí de mis obligaciones de padre porque tuve miedo. Tenía tan sólo diecisiete años. Ya tenía casi treinta y seguía ocultándome. Había tenido una relación secreta con una mujer prohibida, y mi familia de nuevo aceptó ocultarme. Yo era una molestia y un problema para ellos.
    Fueron tres semanas, que fue más del tiempo que me dijeron estaría la niña conmigo. La dejaba y la recogía de la escuela. Le daba de comer y le ayudaba con la tarea. Yo llegaba del trabajo a eso de las seis de la tarde y cenaba con ellos. Los sábados y los domingos permanecía todo el día conmigo.
    La niña comenzó a hacer berrinches. Con aspavientos, me pedía que la llevara con su madre porque pensaba que la había raptado, que la estaba engañando. “Está allí, está allí”, decía con los lagrimones escurriendo por sus mejillas. Entramos al departamento. “Lo ves, no hay nadie”. Y ella dijo: “Me quedó aquí”. Y nos quedamos. Durmió en su cama. Decidí mudarme después de explicárselo a su madre, pues había días en los que a mitad de la noche, Mary se despertaba pidiendo con exigencia regresar al departamento. Más de una vez tocó a aquella puerta y más de una vez tuve que pedir disculpas a aquel viejo irritable que vivía a un lado. Encontré una casita en renta en la zona metropolitana, a una hora de la ciudad. Fue necesario mudarse, pues los vecinos que nos conocieron, estaban levantando falsos rumores sobre mí y la mamá de Mary; debo decir, rumores bastante estúpidos. Decían que yo posiblemente había matado a la mujer con el fin de quedarme con su pequeña hija. Tuve que engañar a Mary que estaríamos más cerca de donde nos hablaba su madre porque de otra forma, hubiera sido imposible sacarla de ese aire mefítico que nos rodeaba.
    Tomaba el teléfono y le marcaba. Yo se lo permitía a fin de que se aquietara. Logré que hablara con su hija, cosa que antes no quería hacer la mujer. Mary quería hablar con su madre a todas horas. Llegó el momento en que ésta, dejó de contestar sus llamadas. En raras ocasiones me enviaba mensajes de texto, mensajes cortos. Una vez le enseñé uno de estos mensajes a su hija. No debí hacerlo, pues después revisaba el teléfono a todas horas para mirar si había más mensajes de su progenitora. En uno de sus tantos arranques de necedad, llegó a romper el teléfono. Afortunadamente logré rescatar el chip.
     Un día a la semana, su madre la dejaba conmigo para irse a trabajar, así que la niña no se sintió abandonada con un extraño cuando la dejó plenamente a mi tutela. Pero puesto que me veía como sólo un amigo de su madre, no me obedecía. “No digas esas palabras”, la reprendía; y me respondía con tono desafiante y airado: “Tú no eres mi mamá y yo digo lo que me da la gana”. Era una niña inteligente pero altanera. Me decía estúpido y yo la regañaba sin exaltarme. “No digas eso”. “No dije nada”. “Te escuché”. “¡No dije nada!” Cuando necesitaba ropa, ella misma iba y lo buscaba dentro de la amplia tienda donde la llevaba a comprar. Se perdía entre los pasillos. Se escondía, porque odiaba que la viera escoger. Sólo tenía que vigilarla de lejos. No le gustaba probarse la ropa en la misma tienda. A veces la prenda le quedaba grande, y era frecuente regresarla para cambiar la talla. Tampoco le gustaba que yo revisara qué se había comprado sino hasta pagarla en la caja, donde sabía, no le iba a reprochar nada.
    Abrí una cuenta en el banco como me indicó su madre (que se había comunicado conmigo después de dos meses de ausencia), y allí comenzó a depositar dinero para las necesidades de la niña y un extra de dinero (así dijo) para mí, por ayudarla. Era una suma significativa.
    El día en que nos quedamos en el apartamento de Mary, mi imperdonable curiosidad, me llevó a hurgar en las cosas personales del cuarto de su madre. En el ropero, vi bastante ropa y calzado sensual, produciéndome un pensamiento ligero, más tarde concreto, sobre la vida de esta mujer, que a los ojos de los vecinos vivía como madre soltera y trabajaba, dos días por semana en una tienda de abarrotes.
    Comencé a usar el dinero de Mary después de que renuncié al trabajo. Ya tenía planes de renunciar debido al frío ambiente de la oficina que yo mismo me había creado. Estaba de tiempo completo con la niña. Me volví perezoso y dejé de buscar trabajo. Pensaba: en cuanto se la lleve, comenzaré a enviar correos. Mi familia pensaba que yo estaba ya viviendo con la madre de la niña. Ignoraban dónde vivía. Yo les mentí diciendo que todavía no tenía un lugar fijo para que me visitaran.


3
    En aquel tiempo, transmitían en la televisión una serie para niños y adolescentes y que a Mary le gustaba ver. Mucho de su lenguaje corporal y hablado era aprendido de la televisión. Optó por usar los zapatos o sandalias de tacón alto o de plataformas complementado con unos vestidos demasiado cortos o mallas transparentes inadecuados para una niña de su edad. Como su madre nunca dejó que vistiera eso, se aprovechó de mi paciente benevolencia. Ella se había dado cuenta que más gente la miraba cuando iba vestida de estrafalaria manera; y, debía pensar, la ingenua, que estas personas la miraban por un radiante encanto de princesa suyo. Le gustaba ser admirada, admirada por las niñas de su edad; por las mamás de esas niñas y los papás de esas mismas niñas. Se contoneaba en un vaivén de narcisismo inocente, que a mí, en particular, me causaba entera indiferencia.
    Un amigo vino a invitarme a acampar en las faldas del Nevado de Toluca. Le dije la razón por la cual no podía asistir. “Llévala”. Intentaba convencerme. Mary iba de un lado a otro con sus faldas arriba de la rodilla, ignorando a mi amigo como se le ignora a los muebles viejos. Nos fuimos a la cocina para hablar a solas. Mary llegó poco después a sentarse en un banquito, como para escuchar, pensando quizá que hablaríamos de su madre. Pidió un tazón de cereal. Casi nunca pedía cereal. Ese día quiso cereal. Comenzó a comer del tazón sobre su regazo, pero no me incomodaba su ruido que hacía con su cuchara y su boca, lo que me exasperaba, era que lo hacía con las piernas abiertas y delante de nosotros. Le dije que se sentara correctamente, lo hizo, pero volvió abrir las piernas un rato después.
    Me resultaba sumamente incómodo tenerla verla devorando sus hojuelas de maíz al tiempo que nos mostraba el color chillón de su prenda interior. Traté de disimular mi mortificación, y, mientras hablaba con mi amigo, temía que ambos entraran a mi pensamiento y que descifraran los jeroglíficos de mi sudor, mi nerviosismo insólito, mi desvergonzado rubor. Y comencé a desesperarme luego de saber de que no era sólo yo. En cuanto me levantaba del asiento, girara la cabeza, él también la buscaba. Intenté llevarlo a la sala y su negativa ridícula terminó por ponderar mi enfado.
    La niña dejó el tazón sobre la mesa y se retiró. “Qué diablos haces”, le dije iracundo. “Estás viéndole los calzones a una niña”. La directa acusación lo desconcertó, lo ruborizó. “Estás pendejo”. “¡Pues si te estoy viendo, cabrón!”
Nos acusamos el uno al otro, de quién había sorprendido a quién. Antes de irse dijo que yo estaba loco, que había perdido un tornillo. Dijo que estaba enfermo y que esa niña estaba en serio peligro. Luego de cerrar la puerta, Mary llegó con una muñeca en los brazos, recordándome que tan sólo era una niña. Me preguntó si tenía algunas baterías.
    Me disgustaba que la gente, los hombres, la quedaran mirando. Y esas miradas me fueron exasperando con el paso del tiempo. Si ella salía a jugar a la calle con su bicicleta o patines, no tenía que perderla de vista, pues nunca faltaba que alguien, adolescentes y adultos sobre todo, se le acercaran fuera para preguntar cualquier trivial asunto. Simplemente no me lo creía: la cantidad de hombres que la pretendían. La niña era bonita y su ropa era un aliciente que, básicamente, enloquecía a estos miserables y abyectos hombres. Llegó a fastidiarme tanto, que ya no la dejé salir, claro a menos de que se pusiera otra ropa, ropa que le cubriera la mayor parte de su cuerpo, cosa que le disgustaba.
    No había objeto personal que ella no hubiera revisado con sus inquietas manitas. No había en la casa nada que ella no hubiera jugado anteriormente. A veces rompía algo y yo muy pocas veces la regañaba. Se hacía la ofendida; y yo al poco rato tenía que pedirle perdón. Yo. Ya dije que era inteligente, pero no por eso, estudiosa. No le gustaba hacer tareas, así que me chantajeaba. “Haces esto y yo hago mi tarea”,  y ese fue otro error mío, consentir este pueril chantaje. No tenía ningún respeto por los adultos. Eran constantes las llamadas de atención y las visitas a la dirección en la escuela. Nunca me atreví a decirle al psicólogo que ella no era mi hija, por temor a perderla. Agradezco a la escuela que no era un psicólogo profesional. Ella también mentía porque eso era lo que mejor sabía hacer. Sabía que si le decía a alguien, que yo no era un pariente suyo, la recogería el DIF, porque yo así se lo había dicho.
    Las mamás de sus compañeras la señalaban como una mala influencia. “La niña tiene un lenguaje vulgar”, acusó su maestra. “Yo no las digo y no sé cómo las aprendió”, le dije. Lo cierto es que miraba las películas conmigo porque sólo así se quedaba dormida. “Te voy a dar tu cogida”, le dijo a una niña. Y a otra: “tienes un culote”. También le habían quitado una revista para adultos. No era una revista pornográfica pero sí había uno que otro desnudo en sus amplías páginas de farándula amarillista. “La revista no la sacó de mi casa”, le dije a la maestra. No me creyó. Mary me dijo que la revista se la había encontrado en la basura.  Después me dijo que una niña se la regaló. Después, que la había extraído del escritorio del profesor. No supe cuál fue la verdad. De cualquier forma, para corregir ese lenguaje arrabalero suyo, dejé de ver esas películas mexicanas y series que tanto me gustaban.
    De di cuenta que Mary no tenía amigas. Ella las ahuyentaba, fastidiándolas, robándoles sus útiles escolares, rompiéndolos o rayando sus libretas. Le preguntaba: “¿Cómo se llama tu amiga?”, y ella respondía con cierto tono despectivo: “No tengo amigas porque no las necesito”. Tenía una antipatía innegable hacia cualquier persona que deseara acercársele. La mayor parte del tiempo era odiosa; aunque había lapsos de sumisión y ternura que me gustaban de ella. Se acercaba y me pedía que la abrazara. A veces se daba la vuelta y pedía que la envolviera en mis brazos. Se quedaba dócil por un momento; luego atrapaba mi nariz y la apretaba hasta que me escuchaba quejarme. Picaba mis ojos. Pellizcaba mis mejillas. Metía sus dedos dentro de mi boca. Me daba de puñetazos a la cara. Jalaba mi cabello y yo, en venganza y fastidiado, jalaba también el suyo. Ella jalaba fuerte y yo jalaba aún más fuerte. Se salía de mis brazos bruscamente; se iba, daba la vuelta y volvía a pedirlos. La abrazaba nuevamente y ella se me apretujaba. Luego daba un brinco y se marchaba profiriendo retahíla de calificativos: “Grosero, tonto, malvado”. Cada que tenía un arranque de ternura, lo reventaba como un globo con un brusco comportamiento suyo. Si estaba en la cama con ella, leyéndole un cuento, de pronto me arrebataba el cuento y lo arrojaba a una esquina; se retiraba diciendo que ya se había aburrido, o que yo leía bastante mal. Nunca terminamos de leer un cuento. De repente me sorprendía, y me colocaba un trapo sobre mi cara, causándole gracia mi aspecto. Y mordía mis labios. Su tentación era morder mis labios y mi nariz. No digo que me desagradaban todas estas atenciones.


4
   Fue el 16 de septiembre de... Salieron temprano de clases. Le compré unas golosinas. Le dije que se quitara el uniforme porque lo iba a manchar. Se lo quitó enfrente de mí, en la sala, quedándose en ropa interior. “¿Allí lo vas a dejar?”. “Sí”, dijo provocadora.  Mimosa, se acercó y se sentó  sobre mi regazo. Echó el cuerpo hacia atrás y me pidió que encendiera la televisión. El control estaba cerca, lo tomé y lo dejé en un programa de noticias. Sabía que ella iba a arrebatarme el control para cambiarle a otro canal, mas me sorprendió que no lo hiciera y se quedara a ver conmigo el programa. El conductor hablaba de la diabetes como pandemia en México. Ella seguía comiendo su golosina y haciendo ruidos con la pegajosa lengua. Inquieta, comenzó a moverse de un lado a otro. Se ladeó, pensé que se caería. Ese simple acto de maquinal, la acción de sostenerla por la cadera, yuxtapuesto a los movimientos bruscos que ella siguió haciendo, esa vez frotándose adrede con los glúteos, desataron momentáneamente un reflejo involuntario muy distinto al sentimiento de la sobreprotección y sano distanciamiento que hasta ese momento le profesaba. Y me aferré a ella como un animal receloso, permaneciendo en un estado imprevisto de turbación holgada, en un estado vehemente de excitación plena, en un estado momentáneo de belicosa ebriedad.
    Quise apartarla, pero el razonamiento coercitivo no ejerció ninguna influencia sobre un cuerpo pétreo, ausente, execrable. No podía separarme de ella, no podía. De pronto ella se quedó quieta. Miraba la televisión, pero sus ojos yacían lejanos, lejos como extraviados. Se movió un poco y pudo verificar lo que sus sentidos, lo que su intuición de inocua mujer, ya le habían permitido turbiamente percibir. Sólo se detuvo cuando aquello, aquello desconocido, se mostró como una verdad innegable. Sentí vergüenza y repulsión. Me sentí culpable de haber cometido un grave delito, un delito sin nombre. Cuando se apartó, estaba blanca, exangüe como una enferma. Tenía la boquita abierta y yacía, la pobre, como en espera de que yo le hiciera una dura reprimenda, cuando era todo lo contrario. “¿Qué pasó?”, le dije con voz aún temblorosa. “Nada”, dijo ella, y se echó a correr. Dejé pasar unos minutos. Fui tras de ella por mi urgente expiación, mas allí la encontré, en total ocupación infantil. Se había tirado sobre la cama, se había cambiado, se había quitado la sórdida ropa interior. Estaba jugando con el celular, en total abstracción. No dije nada. Llegó a pensar que había sido ella y no yo, la que provocó el “accidental” humedecimiento de nuestra ropa.


5
    Muchas veces llegué a preguntarme, qué  la movía a jugar ese juego. Me resultaba absurdo que una niña de su edad, buscara una temprana clase de satisfacción sexual. Apenas me veía sentado mirando la televisión, llegaba y se sentaba sobre mis piernas. Cualquiera que hubiera entrado en ese momento, se habría escandalizado de vernos en provocadora flagrancia, pues ella se movía en un vaivén rítmico de adelante-atrás, muy sugerente. Mi mirada iba siempre dirigida hacia el techo; y me entregaba ya sin culpa alguna a un espléndido y creciente placer. Aquel constante frotamiento suyo, se convirtió en una especie de vicio para los dos. Sé que dirán que es imposible, el hecho cuestionado, execrable, de que una niña, despierte peculiar apetito a fin de complacer su cuerpo; pero juro ante Dios, que ella lo descubrió, empíricamente, y que lo llevaba a cabo una y otra vez. Algunos animales descubren su sexualidad de esta manera, frotando sus exaltados cuerpos contra objetos inertes, fetiches, y ustedes dirán, que esto es una gran estupidez, realizar este tipo de comparaciones; pero yo pienso que Mary estaba descubriendo del mismo modo su cuerpo, su sexualidad. Está en los genes, está en la sangre evolutiva, o acaso, ¿no somos también animales? Mary no tenía idea de lo que era excitarse, pero sentía agrado por lo que hacía, y que no le era privado. Los niños se tocan sus partes la mayor parte del tiempo si los dejáramos. Los estamos privando de sus facultades empíricas, autoexploratorias; nos escandalizamos porque no sabemos qué hacer en esas cuestiones de autodescubrimiento. Si los dejáramos, ellos estarían todo el tiempo tocándose y descubriéndose; lo sé porque lo he visto. Mary comenzó a tocarse la entrepierna mientras miraba el televisor o cuando se aburría. Nunca se lo reprobé, mas le dije que eso no lo hiciera en la escuela. Sus deditos palpaban la textura. Gustaba de tocarse por encima de la ropa, y luego de sorprenderla, apartaba el dedo y cerraba rápidamente las piernas con delicioso pudor.

6
    Se sentaba sobre una de mis rodillas y también se montaba sobre el brazo del sillón, como si fuera el lomo de algún animal. La veía frotarse al tiempo que miraba la televisión. Y sonreía… sonreía con fruición. Sabía que un pene se “inflaba” y también se “desinflaba”. Ella llegó a pensar que solamente cuando los hombres estaban alegres, el miembro suyo oculto en el pantalón, también se alegraba, es decir: se hinchaba. Llegaba con un dulce en la boca. Me lo mostraba. Su lengua, sus labios pintados de azul. Y se sentaba sobre mi rodilla, teniendo como pretexto una pregunta trivial, una opinión personal, o informarme de algo que yo ya conocía pero que no deseaba que yo olvidara para el día siguiente. Y yo hacía que no veía sus muecas, que seguía abstraído, leyendo el periódico o la hoja del libro. Entonces era cuando la veía extraviarse con franqueza, al vaivén rítmico. El caramelo caía al suelo y ella ya no lo buscaba.
    Si la detenía, si la reprobaba, temía, fuera a pensar que eso era algo indebido o prohibido. Lo era, en la cabeza de un adulto “normal”. Yo quería que tuviera una libertad que otras niñas no poseían, estando bajo estricto yugo de unos padres conservadores. Lo sé: este era mi pretexto.
     Yo no era ningún pedófilo pues no miraba, no buscaba a ninguna otra niña; pero ella me hacía cuestionármelo una y otra vez. Se tiraba sobre la cama o el sofá, con las piernas bien abiertas. Desinhibida se vestía y se desvestía enfrente de mí. No le importaba si la veía orinar o defecar. A veces pedía que la bañara y yo, astuto, fingía aparente desagrado, a fin de que no sospechara. Apenas tocaba sus muslos y ya mi cuerpo reaccionaba con inconcebible virilidad. Comenzó a resultarme hasta encantador lavar su ropa. Si colocaba sus piernas sobre mi regazo para importunarme, no reprimía el urgente deseo de poder acariciarlas, colocando de pretexto que las había raspado y que necesitaban, una apremiantemente asistencia. Utilizaba crema perfumada y se la untaba a lo largo de sus  dos extremidades cobrizas: desde los dedos hasta los muslos. Mi mano subía y se deslizaba aletargadamente, en frenesí contenido. Aprovechaba que estuviera distraída. Cuando se cansaba, cuando se aburría, comenzaba a patearme. Quedaba libre y se marchaba en sutil indiferencia.
    Mientras hacía la tarea, aún con el uniforme escolar, era habitual que tirara la goma, el color o el lápiz. Debajo de la mesa, ella abría y cerraba las piernas. Yo me quedaba allí unos segundos, seducido de su sensualidad infantil. Un lápiz en el suelo, bastaba para despertar mi descarado servilismo. No me da vergüenza admitir que muchas veces llegue a tirarlo yo mismo. Y cuando se quedaba dormida, me la quedaba mirando de pies a cabeza, extasiado como un voyeur. La observaba hasta quedarme saciado.
    Lo peor de mí viene a continuación. Tenía fantasías sexuales. Me la imaginaba, comportándose como una mujer adulta. Imaginaba que llegaba a la cama y que se me encimaba. Imaginaba que se desnudaba y que, ante mis ojos, se introducía deseosamente. Otras veces la imaginaba subiéndose la falda, luego de llegar del colegio. Se inclinaba y me enseñaba las nalgas, instigándome. Entonces yo me introducía salvajemente, estremeciéndola. Yo atribuía este pensamiento a que no había otra mujer en mi vida más que ella. De hecho, me dejaron de interesar las mujeres mayores mientras estuve con ella. Llegué a cancelar un par de citas por quedarme todo el día con mi Mary. ¿Qué me detiene?, me decía. Oportunidades, había muchas. Cuando la levantaba del sofá, dormida, y la llevaba a la cama. Sólo tenía que tomarla como tomaba cualquier cosa del refrigerador. En calzones se tiraba frente al televisor y comenzaba a mover los pies. Luego levantaba el trasero y comenzaba a moverlo en ilusoria concupiscencia; como si supiera de mi quimera. Pero sólo estaba haciendo sus ejercicios, dejados de tarea para adelgazar. A veces disfrazaba mi abuso, mi demencia de poseerla, con uno de nuestros juegos preferidos. Nos tirábamos sobre la cama y nos hacíamos cosquillas el uno al otro. Era de las pocas ocasiones en que a la aquiescencia de ella, me recreaba a placer con todo su impúber cuerpo. Yo le robaba besos, que la divertían. Me tiraba sobre ella, y le abría, a fuerza de goce, sus dos piernas. Me levantaba aún con ella, pues iba aferrada a mi pelvis y cuello. En esta posición recorríamos toda la casa cual si fuéramos amantes. La pegaba contra la puerta y, fingiendo que se resbalaba, la embestía. Ingenua, se moría de risa, una risa exultada. La dejaba en el sillón y pedía, suplicaba, que siguiéramos jugando. “Levántame las piernas”, decía, y enloquecido, hacía lo que me pedía. El juego terminaba cuando, o ella se cansaba, o yo lo rompía de forma abrupta.
    Antes de que Mary estuviera conmigo, nunca antes había visto una niña desnuda. Siempre consideré a las niñas como “otros” niños debido a sus pies delgados, pecho plano y voces chillonas. Pero Mary era distinta. Ninguna otra niña en la calle me producía el mismo escozor deleitable. Ninguna. Verle los calzones entre sus muslos, era mi Paraíso y también mi Infierno. Mary era mi Circe y mi reina Mab. Se las había arreglado para sacar la peor parte de mí. Cada que salía de su cuarto, yo tenía la agónica expectativa de saber cómo iba a salir vestida para ese día, qué nuevo estilo se le ocurría: si vestida de mallas o si vestida con una de sus faldas cortas que ya deseaba admirar. A veces ni siquiera se ponía ropa interior. Me volví mañoso. Si quería verla sin ropa interior, no la lavaba y punto; y si quería verle la ropa interior, la lavaba con ahínco. Me volví fetiche de su preciada ropa íntima. Un calzón suyo tendido a secar al sol, me excitaba sobremanera. Un zapatito por allá, una calcetita en el suelo, un listón...

7
    Mary estaba desarrollándose y, la mala alimentación, la había llenado de grasa en las partes mórbidas que descuidadamente dejaba expuestas. Su cuerpo, estaba tomando deliciosa distribución para complacencia de mis exaltados sentidos. Llegaba a mi cama y se tumbaba ociosa boca arriba, diciendo que en su cuarto ella se aburría, cosa que yo agradecía; entonces, en su inquietud de chiquilla, fuera levantando los pies, fuera dando cabriolas, podía medir en cantidades cuantificables sus hechuras y estructuras mejor que un ingeniero civil. Una noche me preguntó si tenía novia. Le dije que no. Me preguntó si había besado alguna vez a una chica. Le contesté que sí. “¿Has besado a alguien?”, le pregunté, suponiendo que de eso quería ella hablar. Se quedó callada. “¿Quieres que te enseñe a besar?”. Su respuesta fue inmediata y reticente. “Eso es asqueroso”.
    Un día me sorprendió pidiéndome en ruego que le enseñara a besar. “Por favor, por favor”.  “Cierra los ojos”, le ordené emocionado. Pensé que había ido a tirar una goma de mascar a la basura porque había ido velozmente a la cocina. Posé suavemente mis labios sobre los suyos, el momento ansiado, y ella expulsó un chorro de agua sobre mi cara. Abrió los ojos y se echó a reír. “Es aburrido besar”, dijo, y se marchó victoriosa de su travesura.
    No había noche que no estuviera tumbada sobre mi cuerpo, como una surfista. De repente enloquecía, e intentaba a todo lugar golpearme la cara. Yo sujetaba sus manos. La tumbaba sobre la cama. La sometía. Como no se rendía, la tumbaba boca abajo y le amarraba las manos por detrás. “Me rindo”, decía. Pero en cuanto la liberaba, terca, volvía a iniciar la pelea. “Date por vencida”, le decía. Gruñía como una leona. Creo era la forma diligente en que ella, desquitaba todo su coraje, su odio hacia mí y hacia su bienhechora madre por abandonarla tantos días conmigo. Cansados de nuestra pelea, quedábamos tumbados, exhaustos.
    Una noche, mientras peleábamos, tenía metidos sus dedos dentro de mi boca, y mi lengua, palpó con travesura sus suaves yemas; con el rictus de la aversión, detuvo la pelea y se fue a lavar, lanzándome mil injurias. No volví a cometer una tropelía semejante. No temía que me acusara con otro adulto, puesto que Mary no tenía ningún conocimiento del sexo ni de mis intenciones carnales y funestas hacia ella. Por los libros de la escuela sabía cómo se llamaban los aparatos reproductores femenino y masculino, y que de un esperma y un ovulo en unión, nacían los bebés, pero fuera de eso, no tenía ninguna idea de cómo se reproducían las personas.
    A veces me enteraba por el periódico, de gente que había abusado de una menor de la misma edad de Mary. Y la niña, había vivido para contar su abominable experiencia. Concluía: Una vagina tiene la capacidad de ser elástica, y la vagina de estas niñas podía contener fácilmente el rudo miembro de un hombre adulto. Y me hacía de vivas imágenes, de cómo pudo haber sucedido. Tal vez lloró, tal vez se desmayó en el acto. Había niñas violadas desde los tres años; y hasta incluso, leí de una violación a un recién nacido. Para mí esto ya era una aberración, pero las noticias de violaciones a niñas de la edad de Mary, me interesaban más que las otras noticias rojas. Si lo hiciera, pensaba, más adelante me tendría miedo. Se lo diría a alguien, a un profesor. Me iría a la cárcel. Era este temor mucho más grande que mi absurda locura de poseerla, cosa que agradezco a los ángeles.
    Estando acostada a un lado mío, tenía inquietas tentaciones de aproximarme a su cuerpo. Dormía plácida con su cabecita hundida en la almohada y su cabello regado. Temía despertarla. No era lo mismo cuando dormía en pijama que cuando dormía en ropa interior. Recuerdo que me levanté y prendí la luz esa primera vez. Retiré la sábana y me fui a sentar en una silla. Pasó por mi cabeza fotografiarla o grabarla para así conservarla y volverla a mirar en nítido momento cada que quisiera. Nunca me atreví, pues no quería dejar huella de mi vergonzosa conducta. Tuve también en ese momento enloquecedores deseos de acercarme, de deslizar la ropa interior que la preservaba incorrupta, de frotar mi duro miembro en el lugar donde nacían sus  redondas y pecosas nalgas. Eyacularía fuera de ella (así entonces no habría delito que perseguir). Mary se despertaría y hallaría la sustancia seca como pegamento extendido sobre sus partes más blandas e impolutas. No le daría importancia y comenzaría a vestirse con el uniforme de la escuela. Ella llevaría mi marca al colegio.  Un perro la olisquearía y advertiría que se trata de la sustancia procreadora de un adulto enfermo. Es de él, diría el perro; es de él, diría el pedófilo. Mi marca…
    Mi onírico sueño terminó de forma abrupta, igual que este relato: con una corta llamada local. Su madre la recogería al siguiente día, dando una sorpresa a su hija. No pude ocultárselo. Era mi última noche con ella y quería que fuera especial. Ella estuvo eufórica todo el día. Pensé un montón de cosas. La quería conmigo pero también pensé en que lo mejor era que se alejara de mí. Pensé en raptarla. Pensé también en quedarme con su madre para que Mary, con el tiempo, se convirtiera en mi amante. No. Tarde o temprano, me decía, le causaré daño. “¡Que se vaya! ¡Que se vaya!”
    Pero lo cierto, es que no quería que se marchara.

jueves, 29 de mayo de 2014

El hermano ausentado



Había llegado de Estados Unidos. Su padre se lo había llevado desde muy pequeño. Ahora era todo un hombre. Tenía intenciones de invertir en un negocio familiar, así que decidió venir a México. Su madre por fin lo conoció en persona. Había crecido más que su papá. Lo abrazó como un hijo recuperado. A quienes no conocía, era a sus dos hermanas. Cuando a él se lo llevaron, una estaba aprendiendo a gatear y la otra apenas tenía dos meses de gestación. Verlas fue lo mismo que ser presentado con unas completas desconocidas.
    No fue fácil para las mujeres acostumbrarse a la repentina presencia de un hombre dentro de la casa. Sus hermanas habían crecido con su madre, él, con su padre. Ahora ya no podían permitirse el descuido de dejar alguna ropa interior en el baño, dejar los tampones o la toalla húmeda en el bote de la basura. Tenían que ser limpias, ese fue el consejo de su madre mientras él estuviera viviendo con ellas.
    Oírlo orinar a chorro estruendoso era un acontecimiento dentro de la casa. “¿Lo oíste?”, decía Paulina. Y Paulina y Liliana se echaban a reír. Liliana rápido lo convirtió en su confidente, pero Paulina, más tímida, huía de su cercanía.
    Liliana le preguntó:
    —¿No crees que es guapo?
    —No, no creo. —contestó ella, desconcertada.
    —¿Por qué me miras así? Si tiene con qué y yo por dónde, ¿qué tiene de malo?
    —Estás loca.
    Liliana se carcajeó de la actitud contraída de su recatada hermana. Ella no tenía pudor alguno en decir lo que pensaba. Y otro día la escuchó decir: “Si no fuera nuestro hermano, me cae que me lo cogía". Sus preguntas con el tiempo fueron subiendo de tono. “¿Has visto sus brazos?” Apuesto a que puede con las dos.
    —¡Eres asquerosa!
    —Apuesto a que él también fantasea con nosotras —dijo perversa.
    —No quiero oír.
    —Apuesto a que nos ha imaginado acostadas sobre su cama —insistía Liliana—. Apuesto que ha imaginado abriéndonos las piernas.
    —Ya basta.
    —¿Crees que tenga el pene grande?
    —Deja de decir estupideces.
    Pero Liliana seguía hablando como poseída, y hasta los ojos se le elevaban de la tierra.
    —Te recuerdo que estás hablando de tu hermano y no de tu novio.
    —Mamá te dijo que es nuestro hermano, pero es falso. Te voy a decir la verdad. Papá antes tenía una amante.
    —Lo estás inventando.
    —Esa amante tenía ya un hijo, producto de un amor del pasado. Su amante murió y papá decidió cuidar de este niño.
    —¿Y de qué murió su amante?
    —Un accidente. La atropellaron.
    —Todo lo estás inventando.
    —Mamá me lo dijo una vez, cuando estuvo borracha. Tú te habías dormido.
    —No te puede decir algo así.
    —Lo hizo. El caso es que ese niño es Fernando y ahora está disponible para nosotras.
    —Ya mero te voy a creer.
    —No me creas si no quieres.
    Liliana siempre hablaba demás. Nunca se sabía si decía la verdad o decía una más de sus mentiras. Llegó de una fiesta y dijo: “Hoy tuve sexo con dos hombres. Fue fantástico”. Y al otro día, por terceras personas, se supo que no estuvo en dicha fiesta sino que se fue con una amiga”.
    Liliana la hizo creer que Fernando no era su hermano y ella quería descubrir si decía la verdad. Quería preguntarle a su madre de una vez, ¿pero cómo preguntar algo así?, ni de chiste.
    Liliana comenzó a exhibirse y contonearse frente a Fernando. No era sencillo para él apartar la mirada si se atravesaba frente al televisor, justo cuando se transmitía el partido que deseaba ver. Paulina sabía que lo hacía para fastidiarla, para convencerla de que lo que había dicho en confidencia de hermanas, era cierto: de que Fernando no era su hermano. Allá iba con sus jeans ajustados, sus shorts cortos o sus mallones. Le miraba provocativamente. A veces él no podía disimular el fuerte llamado de su naturaleza viril, al quedarse a mirar  las redondas nalgas o las corvas de las pantorrillas. Paulina lo había sorprendido un par de veces, provocando que éste se abochornara de su tentación descarada.
    —No sé qué es lo que estás buscando —le dijo Paulina—, pero esto se lo voy a decir a mamá.
    —Ve y dile.
    Liliana subía el volumen de su grabadora o su celular, y se ponía a bailar a mitad del pasillo o en el centro de la sala, subyugando la atención de su hermano.
    —¿No será que tú eres la que tiene más ganas de él? —le cuestionó a Paulina. Ayer te vi cuando le llevaste la cerveza.  ¿Crees que no te escuché?
    —Se la compré porque compuso el techado de los animales y hacía calor —se justificó Paulina.
    —Ay, sí; ya mero. Estás de puta caliente.
    —Al menos yo no me estoy vistiendo como una puta caliente.
    Ya no eran las amigas que antes lo fueron. Ahora  discutían por cualquier pormenor, pero principalmente discutían por los coqueteos descarados hacia Fernando.
    Liliana solía escaparse y regresar a tiempo para recibir a su madre. Había dejado la escuela y, con el pretexto de buscar trabajo, solía reunirse con sus amigos. Paulina se molestaba porque no le ayudaba con el quehacer. Paulina estaba próxima a acabar el tercer semestre de la preparatoria y estaba muy cerca de los exámenes finales. Estaba presionada. Fernando también salía, y cuando terminaba sus “asuntos empresariales”, regresaba a la casa. Ese día se regresó con Liliana porque se la encontró en la esquina de la calle donde vivían. Fernando se subió a la azotea y su hermana se encerró en su cuarto. Paulina había salido por unas copias, mas había regresado a la casa tras encontrarse con doña María. Su madre estaba en una tanda y le había confiado a su hija entregarle el billete reservado para cuando doña María apareciera. Paulina regresó por el billete. Fue a la cocina pero el billete no se encontraba donde lo había dejado. Recordaba que su madre lo había colocado debajo de una muñequita de porcelana, dentro del cajón de la vajilla. Pensó que su hermana lo había agarrado y fue a preguntarle. Lo había hecho una vez, ¿por qué no otra? Su puerta estaba cerrada con seguro y la música estaba en volumen alto. Antes, fue a buscar a su hermano por un presentimiento que tuvo. Fernando no estaba en la azotea. Doña María esperaba el dinero afuera de la casa. Paulina estaba atrás de la puerta de su hermana. La Música se detuvo por breves segundos.
    Escuchó un gemido y le siguió otro.
    —Uh… ah… ah…
    Un gélido pánico hizo volar su mente hasta  oscurecerla en imágenes incestuosas, y un sudor frío comenzó a perlar su frente. Con torpes y rápidos pasos fue a donde su madre guardaba las llaves de la casa; regresó y metió una llave temblorosa en la cerradura de la puerta. Abrió de golpe.
    —¡Ay, pendeja! —expresó Liliana, cerrando las piernas.
    Con alivio descubrió que Liliana estaba sin compañía. En una de sus manos tenía un juguetito que se revolvía como si tuviera vida. Fue un momento bochornoso para Liliana pero más para Paulina, quien no hallaba cómo disculparse.
    —¿Qué quieres?
    —Quería preguntarte del billete.
    —¡Lárgate!
    Paulina regresó a la cocina  toda aturdida. En eso Fernando abre la puerta y tal como la ve, piensa (y puesto que se ha encontrado a doña María y hablado con ella) que está preocupada por el billete: “¿buscas el billete? Lo tomé prestado ¿Lo vas a necesitar?”
    No se había recuperado de la impresión ignominiosa  pero tuvo que hablar con doña María. Fernando se sintió culpable de llevarse el billete y fue a sacar dinero del banco que estaba a media hora viajando en auto.
    —Lo siento —le dijo, y le entregó el billete que ella más tarde fue a dejar a doña María.
    La madre de Paulina trabajaba en una tienda de mercería y llegaba a veces muy tarde. Cuando volvía, Paulina le ayudaba a realizar la comida, o si quedaban de acuerdo en una cena sencilla, Paulina la realizaba y todos se sentaban a cenar cuando la madre llegaba. En la ausencia de la señora, ellos comían lo que quedaba de la cena, pero desde que su hermano estaba con ellas, procuraba invitarlas a comer. Aquel día, en que Fernando bajó y salió a la calle, se llevó el billete para hacer unas compras (puesto que no tenía dinero en ese momento). Había traído unas hamburguesas. Paulina no quiso comer y Liliana acompañó a Fernando. Fernando tocó a la puerta de Paulina y ésta le abrió vacilante. “La he calentado en el horno”, le dijo con tono fraternal. “¿Estás enferma?”
    —No, no.
    —Siento mucho lo del dinero, pero ahora mismo voy al banco antes que cierren.
    —No es necesario.
    —Voy enseguida —y él se fue.
    Fernando tenía una personalidad paternal. Parecía cuidar de ellas. Era genial tenerlo en casa. No era bueno con las materias de la escuela pero sabía leer y escribir en inglés. Él se sentaba a un lado de Paulina y conversaban apaciblemente, a partir de ese día. Liliana había perdido el interés en exhibirse a raíz de verse sorprendida en la intimidad de su dormitorio. Comprendió por qué lo había hecho Paulina.
    Paulina estaba más cerca de Fernando y nada complacía más a Liliana que verlos en intimidad. Paulina confesó el secreto que le había dicho su hermana a Fernando.
    —Ahora que lo dices —dijo Fernando—, yo recuerdo a una mujer que me cuidaba. Estaba muy pequeño, pero…
    Lo que le dijo Fernando la confundió todavía más, pero reforzó lo dicho por su hermana.
    —Tú tienes el derecho de hablar con mamá —le aconsejó Paulina—. Es tu derecho saber la verdad.
   Fernando prometió preguntar, pero no lo hizo, y mintió a Paulina de que lo había hecho.
    —He descubierto que no somos hermanos —le dijo él—. Pero mamá dijo que no se lo podía decir a ustedes. —Paulina tuvo una alegría mal reprimida y abrazó a Fernando.
    Ahora a  todas horas los veían platicando.
    Cierta tarde, Liliana se había metido al baño y su distracción le obligó a regresar a su cuarto por una toalla. Los escuchó reír en la sala y ella se acercó. Aquellas risas eran más bien contenidas por la garganta para no resultar estruendosas. Silenciosa, Liliana se acercó a mirar. Desde detrás del sofá, fue acercándose para ver mejor. Sólo se veía la cabeza de su hermana pero no la cabeza de él. Al acercarse un par de pasos más, vio la cabeza de él recargada sobre el hombro de Paulina. Hasta allí, fue excepcional para ella verlos en esa posición sugerente, pero aún faltaba lo mejor; Fernando, en un movimiento sutil, puso su mano morena sobre la rodilla nacarada de su hermana. Liliana quien los observaba, respiraba azogadamente, incrédula al beneplácito que se le concedía. Él dejó la mano sobre la rodilla para seguir contando una experiencia propia. Después la besó en los labios. Fue un beso atrevido. Habría querido saltarles por encima de sus cabezas para gritarle a Paulina que se lo había tragado, el cuento completo de que no eran hermanos, pero no lo hizo. No tenía duda de que ella lo había creído y de que lo había convencido también a él. No le quedó duda de que ahora eran novios. Tal vez quería saber qué tan lejos podían llegar.
    Al siguiente día, mientras Liliana lavaba los trastos, y pensaba en un escarmiento adecuado para Fernando, éste se acercó silencioso. Unas manos la rodearon, alterándola.
    —¿Estás loco? —se viró Liliana.
    —Pero loco por ti. ¿Sabes de qué me enteré?: de que no somos hermanos.
    Se desconcertó.
    —¿Ah, sí? ¿Y quién dice?
    —De tu madre. Le pregunté y dijo que no éramos hermanos, pero tú ya los sabías. ¿Es por eso que me coqueteabas?
    En primera instancia, Liliana quedó confundida. ¿Ahora resultaba que lo que había inventado no era una falsedad? No se quedó con las ganas de comprobar lo que le aseguraba él, y le hizo una serie de preguntas. Descubrió que todo lo que le había dicho a su hermana, fielmente él lo repitió; en conclusión, él no había hablado con su madre: por lo tanto estaba mintiendo.
    —Pues… me alegra —dijo ella siguiéndole el juego.
    Él comenzó a besarle el cuello y a sobarle los senos.
    —Desde que te conocí, te deseé… —Sus manos y sus labios se movían urgentemente deseosos.
    —¿En serio?
    Ella lo dejó hurgar, sintiendo sus manos y sus labios hambrientos.
    —Oh… uhm.. no sabes cómo sufrí por el hecho de que nunca ibas a ser mía… uhm… Pero ahora eres mía, mía… mmm…
    —¿Y mi hermana? Te vi el otro día muy juntito con ella.
    —A ti es a quien quiero… uhm... —dijo sin vacilar ni detenerse.
    Luego de ver que él ya se estaba quitando el cinturón, ella lo detuvo en seco, diciéndole:
    —No, ahora no… Mamá puede venir de un momento a otro. Además Paulina está en su cuarto.
    —No me importa —dijo en frenesí de gozo—. Te quiero, te quiero…
    Ella lo apartó con todas sus fuerzas pero él regresó de nueva cuenta. Lo apartó de nuevo y dijo lo siguiente:
    —Haremos esto. Espérame en mi cuarto esta noche. Dejaré la puerta abierta para que entres sin hacer ruido.
   —¿Está noche? —dijo él, como diciendo que eso le iba a resultar una eternidad.
   —Sí, esta noche.
    —Podemos hacerlo ahora si…
    —No, esta noche. Te prometo que será inolvidable.
    Esa última palabra lo contuvo y lo motivó a que la espera iba a valer la pena. La miró de arriba abajo y se deleitó con sus formas. Sí, iba a valer pena. Se despidió con un beso.
    —Te quiero —volvió a decir.
    —Esta noche nos veremos —le aseguró.
    Apenas se apagaron las luces de la casa y Fernando en pies descalzos se trasladó hasta la habitación de Liliana. Entró silencioso y se deslizó sobre la cama, donde había un bulto. “Estoy aquí, amor”. Palpó ese bulto, pero éste, no tenía la dureza de un cuerpo caliente. Estaba desconcertado.
    Las luces se encendieron.
    —¿Qué pasa aquí? —Era la voz de su madre la que, perturbada, había preguntado.
    —Te lo dije, mamá, telo dije. Él nos está acosando.
    Las dos hermanas estaban junto a la madre. En la cama no había más que un par de almohadas acomodadas para que parecieran una persona dormida.
    —Eso no es cierto —repuso Fernando.
    Paulina estaba petrificada y su expresión reflejaba el dolor y la cruel decepción.
    —Todo lo inventé, tengo en parte culpa; pero él, dijo que te lo había preguntado y que tú le respondiste que no éramos hermanos y que tenía que guardar el secreto. Mintió para  estar conmigo y con Paulina.
    —¡Te odio! —dijo Paulina, antes de irse; pero no se lo dijo a Fernando sino a su hermana Liliana.
    —Ella me engañó —dijo Fernando, desesperado por justificarse—. Yo lo hice porque ella me atrajo con engaños.
    —¡Lo hice para que todos supieran la clase de hombre que eres!
    —Ella me engañó, madre. Yo no tengo la culpa.
    —¡Mentiste! Nos mentiste que le habías preguntado a mamá.
    —Eso no es cierto.
    —¡Eres un cobarde!
    —¡Basta! — exclamó la  señora—. Fernando, vete a tu cuarto. Liliana, quiero hablar contigo.
    —¡Pero mamá! —exclamó incrédula—, él intentó…
    —Dije que quiero hablar contigo.
    En lugar de reprender a Fernando, la señora descargó toda la ira de la confusión acaecida sobre la escéptica hija mayor.
    —¡Pero él nos mintió! —chillaba incomprendida Liliana.
    —¡Tú tienes la culpa por inventar todo eso! ¡Tú también eres una mentirosa!
    —¡Pero mamá! Él sabía que…
    —¡No me importa y te callas!
    Los gritos de madre e hija por fin terminaron. Liliana tardó en salir de su cuarto al día siguiente. No dirigió palabra alguna a Fernando cuando se lo encontró sentado en el comedor, junto a su hermana y su madre. Liliana cargaba una mochila al hombro.
    —¿A dónde vas? —preguntó con reclamo su madre.
    —A donde me escuchen —fue lo único que dijo.
    Liliana escapó de su casa un 23 de mayo y no sabe nada su familia de ella hasta la fecha.

    

martes, 21 de enero de 2014

El juego



Flavio me pidió que nos fuéramos juntos. Yo pensé que eran vacaciones, y le dije que sí. Pero cuando dijo que no iban a ser vacaciones sino que era para vivir juntos, él y yo, sin mamá, le dije que entonces no. Dijo que a mi mamá la quería pero muy poquito. Que me quería muchísimo más a mí. Dijo que si me iba con él, me iba a llevar a la playa y que me iba a comprar todo lo que quisiera; que jugaríamos a ese juego todo el tiempo. Yo le quería decir que ya no me gustaba ese juego. Me agarró de la mano y yo me solté. Le dije que yo no quería irme, que quería quedarme con mamá. Flavio se molestó. Dijo que entonces me iba a quitar todos mis regalos. Y me arrebató el celular que me regaló en mi cumpleaños. Se puso rojo y tiró una taza que se rompió. Mamá entró a la cocina porque había llegado, y Flavio dejó el celular sobre la mesa y yo lo agarré. Mamá dijo: “Ya vamos a comer”, y él dijo, enojado, que no tenía hambre, y se fue. Mamá vio la taza rota y me preguntó si sabía por qué Flavio se había enojado, y yo le dije que porque no quise irme con él. “¿Irte? ¿A dónde?” Mamá después llamó a Flavio por teléfono. Estuvo hablando con él, y luego le gritó una palabrota fea, y colgó. Le pedí que me perdonara, y ella dijo que no había sido mi culpa, que había hecho bien en decir que no. Mamá me preguntó que por qué caminaba así, y yo no le dije. Luego vio la sangre que escurría por mis pies. Mamá comenzó a gritar que qué me había pasado.

***

    Flavio nunca quiso que lo llamara papá. “Dime Flavio”, decía. Mamá decía que era su amigo, después dijo que era su novio. “Pronto lo tendrás que llamar papá”. Yo le dije que él no quería que lo llamara papá, y ella me dijo que porque todavía no se casaban. Flavio era muy bueno. Nos llevaba al cine, al teatro, al zoológico y a la feria. Nos compraba helados, hamburguesas, pizza y palomitas. Me llevaba a la escuela en carro, y yo le decía a mis amigas que era el novio de mi mamá.
    Flavio jugaba conmigo a las muñecas y a la comidita. Me hacía caballito y brincábamos en la cama cuando mamá no estaba. Una vez se cayó al suelo, y yo me caí encima de él. Le pegué abajo, y no se podía levantar. Dijo que lo había fauleado. Él no quiso decirme qué era fauleado. Mamá sí sabía. Ella dijo: “Faulear es cuando te pegan allí abajo”, y me señaló mi vagina. “Esto se llama vagina”, me dijo mamá, “pero los hombres no tienen vagina, ellos tienen pene”. Yo le pregunté que qué era “pene”, y ella me dijo que era como una manguerita por donde hacían pipí los hombres. Lo libros tenían dibujos, y allí tenía un niño sin ropa, y allí, en una flechita decía pene. Los niños no se sentaban para hacer pipí. Vi el pene de un niño que hizo pipí en el salón, porque la maestra no lo dejó ir al baño. No era igual al del dibujo en los libros. Era como un dedito sin uña. A todos nos sacaron temprano porque llamaron al conserje.

***

    Una vez abrí la puerta del baño y vi a Flavio haciendo pipí parado, como los niños. “Yo ya conozco los penes”, le dije a Flavio.
    “¿En serio?”
    “Y también sé que es fauleado”.
    “Entonces dime”.
    “Mamá dice que faulear es cuando te pegan en la vagina, pero los hombres no tienen vagina. Ellos tienen pene”.
    Y él me preguntó que a quién le vi el pene, y yo le dije que a un niño del salón.
    “Son chiquitos, así”, y él se rio cuando le dije que eran iguales a mi dedito.
    “Los penes de los niños son chiquitos, pero los penes de los adultos, son grandes y tienen pelo”.
    Tomó mi mano y me jaló hacia dentro. Mamá dice que cuando hay gente adentro, no debo entrar. Él dijo que quería enseñarme algo, pero cuando escuchamos que llegó mamá, me dijo que rápido saliera del baño.
    Estaba haciendo mi tarea y le volví a preguntar.
    “¿Los penes de los adultos son grandes como mi lápiz?,” y él dijo: “Más grandes”.
    “¿Cómo esa escoba?”
    “No tanto. ¿Sabes como de qué tamaño?: como el de un plátano. Como ése que está en el frutero”.
    Tomó un plátano de la frutera, le quitó la cáscara y me lo dio para que me lo comiera.
 
***
   
    Flavio no me dejaba ver su pene, pero me dejaba tocarlo a escondidas, debajo de las cobijas. Cuando se acostaba conmigo, me dejaba meter mi mano debajo de su pantalón. Yo lo agarraba. Su pene se hacía grande, y duro. “Se infla”, le dije, y él dijo: “¡Sí, se infla! ¿Sabes por qué se infla?: porque le guste que lo toques”. Cuando mamá se dormía, Flavio calladito me decía: “Ya, ya puedes agarrarlo”, y yo lo agarraba. Flavio  me enseñó que debía tocarlo bonito, porque le dolía si lo tocaba feo; y que no le jalara los pelos. Era suavecito, y a mí me gustaba tocarlo y que se inflara y se pusiera duro. Pero yo hacía travesuras. Jalaba sus pelos y me reía. Cada que me dormía con ellos, yo jugaba con el pene de Flavio. Yo dejaba que me tocara también. Me metía su mano y me hacía cosquillas.
    “¿Sabes para qué sirve un pene?”
    “Sí.”
    “Dime para qué”.
    “Para hacer pipí”.
    “Y para otra cosa”, dijo él. “¿Quieres saber para qué cosa?”, y yo le dije que sí.
    Cuando mamá se fue a comprar tortillas para comer, él me dijo que me iba a enseñar su pene, y yo lo seguí. Se bajó el pantalón y luego el calzón. Lo sacó y lo hizo crecer.
    “Agárralo”, me dijo, pero yo no quería porque parecía una víbora fea, con un ojo. “Ya lo has agarrado”, dijo él, “no seas tímida”. Entonces Flavio sacó una pluma: le puso ojitos y una boca sonriente en la cabecita.
    “Agárrame, no tengas miedo”, dijo el pene, y yo lo agarré. “Estas son mis pelotas, agárralas también”, dijo Flavio, y yo las agarré también. “¿Me quieres?”
    “Sí”.
     ¿Me das un besito?”
    “Sí”.
    Pero lo engañé. No le di un besito sino que le di un golpe y me eché a reír. Flavio no se podía levantar y se enojó conmigo, pero después se contentó.
    Flavio no quería que le dijera a mamá que había visto su pene. Dijo que si se lo decía, ya no iba a jugar con él, y que se iba a ir para siempre. Yo no quería que se fuera.

***

    Flavio puso mermelada y chochitos en su pene y lo convirtió en paleta. Fue muy divertido porque Flavio saltó. Cuando se acabaron los chochitos, yo lo mordí. Él me dijo: “¿Tú también quieres tener una paleta?”, y yo le dije que sí. Puso mermelada en mi vagina y luego puso chochitos. Me hizo muchas cosquillas.
    Y el día que mamá se fue a traer sus catálogos con doña Mary, Flavio puso una película. Había dos personas sin ropa: un señor y una señora. Flavio ya me había enseñado su pene, y el señor de la película tenía un pene igual de grande pero sin pelo. El hombre metió su pene en donde la señora hacía pipí. Flavio dijo que no me asustara, que para eso era el pene además de hacer pipí. Dijo que era un juego, y que era muy divertido; que ese juego lo jugaba con mi mamá. “Si no lo crees, asómate esta noche”. Flavio dijo que iba a dejar la puerta abierta para que yo viera cómo jugaban.
    Yo no me dormí, y me asomé. Flavio y mamá estaba sin ropa igual que en la película. Flavio estaba parado y mamá estaba sobre la cama, enseñando las pompas igual que Flavio. Yo no hice ruido porque Flavio dijo que no hiciera ruido. Flavio me vio. Sacó su pene de la vagina de mamá y le preguntó si le gustaba,  y ella dijo: “sí, sí”. Flavio le preguntó: “¿Quieres que te la meta?, y ella dijo sí, sí”. Y Flavio metió su pene. Y lo metía y lo sacaba. “¿Te diviertes?”, le preguntó a mama, y ella dijo “sí, sí, no te detengas”. “¿Verdad que te gusta mucho este juego?”, y ella dijo “si, sí”.

***

    Cada que mamá no estaba, Flavio me hacía cosquillas. Flavio me dijo que se llamaba vulva y no vagina. También me daba besitos en mi cachete, en mi nariz, en mi cuello, en mi boca, en mis pies, y me preguntaba: “¿Te gusta?”, y yo decía sí, sí, igual que mamá. Me dijo saca tu lengua, y él la atrapó con su boca. Me gustó porque se sentía cosquillitas adentro.
    “¿Te gusta?”
    “Sí, sí”.
    “Abre tu boca”, me decía, y se echaba un trago de yogurt y luego me lo entregaba en la boca. “¿Rico?”
    “Rico”, decía yo.
    “Así comen los pajaritos. ¿Quieres más?”
    “¡Sí!”
    “Pero no le digas a mamá, ¿eh? No quieres que se enoje, ¿verdad?”, y yo le decía no.

***

    Siempre que jugábamos, me echaba baba con su pene. Él decía que era leche pero no sabía a leche.
    “Cuando crezcas otro poco, mi pene va entrar en ti, en tu vagina”, decía, y yo quería que ya lo metiera porque quería divertirme como mamá.
    Cada que mamá estaba, le pedía que jugáramos, y él decía que no.
    “Cuando te bañes, métete un dedito en tu vagina. Cuando lo hagas, jugamos”.
    Cada que me bañaba me metía un dedito. Cuando salió sangre, no le dije a mamá. Tiré el agua y me lavé con mucho jabón, porque Flavio me dijo que no me asustara”.

***

     Flavio entró a mi cuarto. Me subió la falda de la escuela y me quitó el calzón. Flavio dijo: “Abre las piernas y recuéstate. No vayas a gritar. Va a doler un poquito pero después te vas a divertir mucho como tu mamá”.
    Flavio estaba metiendo… Yo pensé que era su dedo. Me estaba doliendo mucho y le dije que no quería jugar a eso. Comencé a llorar porque no lo quería sacar. Me dijo que si aguantaba me iba a comprar un helado con chispitas. Pero me dolía mucho y grité, y él me tapó la boca. Me dijo:
    “Te voy a comprar muchos dulces y un peluche”. Yo lloré mucho.
   Cuando me soltó, salía mucha sangre. Tiró a la basura mi ropa y me cambió, pero seguía saliendo sangre. Como no paraba la sangre y yo no me podía poner de pie, salió y me compró un helado. Di pasitos y comencé a caminar. Después me dijo que se me iba con él, y yo le dije que sí, pero cuando dijo que sería sin mamá,  yo le dije que no. Mamá entró a la cocina y nos quedamos callados. “Ya vamos a comer”, dijo, y Flavio dijo que no tenía hambre y se fue. Luego mamá me llevó a un hospital, donde le dijeron que yo había sido abusada sexualmente; yo no sabía qué era eso y le pregunté a mamá que qué era abusada sexualmente, y ella se puso a llorar. Un hombre le preguntó si conocía al abusador. Ella dijo sí, que se llamaba Flavio. Y yo le pregunté a mamá si Flavio iba a regresar para verme, y ella dijo: “¡No!”, gritándome. “Jamás volverá a verte”. Y yo me puse a llorar. Quería que Flavio viniera y me abrazara; que me diera besitos y me hiciera caballito.