"Para escribir se debe echar todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad y hasta la felicidad". Faulkner

miércoles, 23 de octubre de 2013

Paraíso perdido



El señor Jota tocó tres veces a la puerta  y las tres veces lo hizo utilizando una moneda de plata, la que decía era su moneda de la suerte porque... bueno, no es importante. Basta con decir que no la usaba más que cuando tenía la presión encima, de poder vender algo, y pronto.  Iba a dar la media vuelta cuando, la puerta repentinamente se entreabrió para dar cabida a una cabeza con forma de bola. Era un niño regordete quien se asomaba y quien le sonreía con unos pocos dientes. Las mejillas las tenía sucias con algo que podía ser chocolate o....
    —Hola, pequeño. ¿Están tus padres?
    El niño subió los hombros y apretó la boca. —Era algo desesperante porque cómo no iba a saber si estaban o no estaban.
    —Cómo, ¿no sabes?
    —¿Pregunto? —inquirió el niño.
    —Eh… sí, por favor. Pregunta si están tus padres. Por favor.
    El chico retrajo la cabeza para averiguar si sus padres estaban dentro de la casa o para preguntar si querían recibir al extraño, que era lo más seguro. Dejó la puerta abierta y el señor Jota esperó pacientemente la respuesta. El tiempo lo ocupó para mirar sus zapatos. Se estaban rompiendo, era un hecho. El niño volvió al poco rato.
    —Sí, sí están. Pase —dijo el niño, chupándose los dedos caramelizados.
    —Tus padres no me conocen—manifestó el señor Jota—, y no creo que sea conveniente que me dejes pasar. Si pudieras llamarlos, yo podría ofrecerles… lo que vendo. ¿Te dijeron que me dejaras pasar?
    —Qué vende —preguntó el niño, en un arrebato de curiosidad, estirando las manos hacia el negro portafolio. Con cierto recelo, el señor Jota lo levantó a una altura pertinente para que no fuera alcanzado.
    —Es para los adultos —advirtió el hombre. El señor Jota no simpatizaba mucho con los niños. Sinceramente los detestaba. Pensaba que no había nada productivo en ellos y que además ocasionaban más problemas de los que necesitaba enterarse. Los consideraba que eran grilletes para mantener la máquina evolucionista funcionando.  
    —Pase —volvió a decir el niño, pero esta vez con tono menos amigable y algo resentido. Como el señor Jota no se movió de su lugar, el niño, haciendo bocina su boca con ambas manos, gritó hacia atrás, acusando que el señor Jota no quería pasar.
    —¡Que se vaya, si no quiere pasar! —se escuchó una voz de adulto, una voz de mujer: rasposa, fea.
    —Está bien —dijo el señor Jota—, voy a entrar.
    Había dos escaleras en ese hermoso vestíbulo: una a la izquierda y otra a la derecha. Al fondo y al centro de éstas había una puerta doble: abierta como un enorme libro. El niño regordete lo condujo por esta impresionante puerta.
    Mientras caminaba por un  pasillo, comenzó a escucharse un griterío de niños hacia el final de éste, como si se dirigieran al patio trasero de alguna escuela.
    —¿Fue tu madre la que habló hace un momento? —preguntó al niño.
    —¿Mi madre? No.
    —¿Entonces era tu abuela?
    —No —dijo el niño, como si se tratara de un juego de adivinanzas.
    Y conforme seguía al regordete niño, al señor Jota se le aflojaba más y más  los pantalones y la camisa. Cuando se dio cuenta, ya estaba arrastrando los pantalones.  Los zapatos ya se habían quedado muy atrás.
    —¿Era tu maestra? —preguntó el señor Jota al niño.
    —No.
    Sus pasos eran torpes porque una mano sostenía el pantalón y la otra el pesado portafolio.
    —¿Tienes hermanos?
    —Sí. Pero todavía no vienen.
    —¿No vienen? ¿De dónde no vienen?
    —De allá abajo. Siguen cuidando sus hijos.
    —¿Sus hijos?
    El niño avanzaba con mucha prisa y el señor Jota tuvo que arrojar el portafolio para poder seguirle el rápido paso. También se había quitado los enormes pantalones de un tirón. Con los calcetines sobrados en su pie y su camisa que parecía una bata de laboratorio, llegó al extenso patio donde se divertían una multitud de niños. Tan pronto como vio los columpios, las resbaladillas, el sube-y-baja, los juguetes inflables y los pastelillos sobre la mesa, se sintió superado por una inexplicable alegría. Nada le importaba de tres minutos para atrás, ni siquiera su moneda de la suerte. Mas no la soltaba.
    Los niños jugaban a la pelota, con los globos, con los aros de plástico, con… bueno, con todo eso que juegan los niños. Se perseguían el uno al otro, se divertían como diablillos liberados. Corrió primero a los columpios. Se subió al único desocupado y comenzó a balacearse, cada vez más alto. ¡Yupi, yupi! ¡Más alto! Cuando se aburrió, fue a la mesa y tomó un pastelillo de sabor a chocolate. Allí estaba sentado el niño regordete, comiendo como si no tuviera otra obligación más. Con un pastelito en la mano el señor Jota llegó a la alta resbaladilla. Se subió a la escalera, esperó su turno y se arrojó valiente. Fiuuuuu. Se cayó al suelo como un muñeco de peluche, rodando. Se levantó y fue a la mesa por otro pastelillo. Esta vez tomó uno con relleno de vainilla. ¡Delicioso! Regresó al columpio y allí se estuvo hasta que se terminó el pastelillo.
    Después se subió a una estructura laberíntica donde conoció a un amiguito con cara de ratón. Jugaron a buscarse y esconderse dentro de estanques llenos de pelotas de goma. Allí conoció a otro amiguito de grandes anteojos. Y los tres jugaron largo rato a arrojarse pelotas de todos tamaños y colores. Como si se hallaran dentro del mar, levantaban la cabeza, sacaban la mano y arrojaban la pelota. Se volvían a esconder. Era un gran juego hasta que el niño de anteojos lloró por un pelotazo a la cara que recibió por parte del señor Jota. Sí, se rompieron sus lentes.
    —Jajajaja, te di, te di.
    —Te voy acusar —dijo el niño, que estaba llorando.
    Al rato se contentaron y los tres fueron a la mesa, sedientos, a pedir algo de refresco. Había un único adulto en el lugar. Llamó la atención del señor Jota porque era una mujer sumamente hermosa como las que uno encuentra en revistas de moda y cosas por estilo. Tenía un vestido largo, llamativo, y descubierto de un lado y donde dejaba ver un hermoso par de perfectas piernas. Usaba unos tacones y unas medias negras que le llegaban poco arriba de la rodilla. Uno de sus amiguitos, el de anteojos rotos, le levantó el vestido mientras, distraída, servía refresco al señor Jota. Éste se había quedado casi sin aire luego de verle los impresionantes muslos.
    —Aquí tienes —dijo ella amable, entregándole el vaso con refresco al señor Jota.
    Sus amiguitos ya habían corrido a esconderse por la travesura.
    El señor Jota no dejaba de mirarla. Ella, tras varios segundos, detectó su rutilante mirada, y, con dulzura, se arrodilló a la altura del señor Jota para preguntarle si era nuevo dentro de la casa. El señor Jota, temiendo ser expulsado, negó que fuera un visitante o cosa parecida. Ella escrutó su ropa: la camisa, los calcetines de adulto, la corbata. Nervioso, él dejó caer su moneda de la suerte a los pies de ella. Ésta se inclinó para recogerla y… ¡Dios, qué cosa!
     Todos sus instintos regresaron al unísono de una sola imagen.
    —Es una bonita moneda —dijo ella—. ¿Es de la suerte?
    Pero el señor Jota no miraba la estúpida moneda, ¡la miraba a ella! Tarde, tarde se había percatado de que....
    —¡Vaya! —exclamó.
    Ella siguió la embriagada mirada del señor Jota, llegando a su par de piernas descubiertas y que, era innegable que no estuviera orgullosa de éstas.
    Ambos, ella y el señor Jota, parecía que se comunicaban con la sola mirada. Simpatizaban, de eso no cabía duda.
    —¿Son lindas verdad?
    El señor Jota babeaba.
    —Pero temo decirte que esto no es para ti, puesto que ahora eres un pequeño.
    —¿Eso piensas?
    El señor Jota la invitó a que viera mejor, ¿hacia dónde?: pronto lo descubriría ella.
    —Sí, eso pien… —La joven quedó entre fascinada y absorta, cuando un notable bulto se levantaba de entre la alisada ropa: inadecuada para un niño y hasta para un adulto, pensó.
    —¡Pillo!
    —¿Te gusta lo que ves? —ahora fue él quien le preguntó.
    Ella se quedó mirándolo como hipnotizada.
    —Te lo mostraré mejor —dijo el pillo.
    El color rojo coloreó las sedosas mejillas de la joven, ya que el señor Jota lo comenzó a menear de un lado a otro, vanagloriándose de su aparato. No lo habría hecho de no ser porque tenía toda la atención de una mujer hambrienta. Parecía que no había visto uno en meses, tal vez años. Se mojaba el labio sin pestañear.
    —Parece que todavía… tienes con qué —titubeó ella.
    Vaya si era desproporcionado a su pequeño cuerpo. Era lo único que no había empequeñecido.
    La joven levantó la mirada como buscando a alguien. Y como si buscara la oportunidad bajo la pertinente precaución, dijo—: Puede… puede que sea tu día de suerte. Ven, sígueme.
   Y lo arrastró hacia una bodega donde guardaban toda clase de juguetes rotos o desinflados. Apenas cerró la puerta y lo quedó mirando, como si luchara contra su propia conciencia libertina  y que poco a poco la sublevaba. El señor Jota la miraba, impaciente. La ayudó a rendirse cuando levantó su vestido. Los dedos del señor Jota temblaban. La prenda se quedó a un lado como si supera que si estorbaba, iba a ser terriblemente dañada.
    ¡Wow, usaba tanga!
    Era una bonita tanga blanca que él fue deslizando con experiencia, descubriendo el valioso tesoro. Hasta parecía decir: es tuyo, es tuyo, cuando lo vio. Tómalo. ¡Y claro, eso hizo! Incapaz de contenerse por más tiempo, estiró un brazo, un brazo tembloroso para atrapar.... ¿Qué atrapó?: pues atrapó el carnoso y gigantesco trasero y que ahora se le ofrecía para su real deleite. Ella se había acomodado en cuatro patitas. La tanga aún la tenía atorada en un delgado tobillo, cerca del zapato. Como  el señor Jota se tardaba (puesto que no la alcanzaba), ella flexionó todavía más las rodillas, bajando el culo; entonces pudo colocar la rosada cabeza del gusano a la zona púbica, y, acércalo, juguetón, a los pliegues femeninos donde fue recibido gustosamente. “Uh”, dijo ella; “oh”, dijo él, cuando el impaciente gusano se deslizó. La penetró. Era demasiado bueno para ser verdad, así que volvió a repetir la experiencia para no olvidar, esta vez paseando la cabeza por la zona anal y restregándolo con la palpitante vulva.
    Adentro de nuevo.
    —Uh —dijo otra vez ella.
    —Oh —dijo otra vez él.
    No, ya no pudo, ya no quiso salir. Comenzó a darle, con ímpetu. Pum, pum, pum, pum, pum. Sus manitas no le alcanzaban para acaparar toda la cintura femenina. Ella hubiera querido que el mocoso empujara fuerte, que la sacudiera, pero era imposible dada la ausente fortaleza. No obstante el mocoso hacía lo suyo, empujando con heroico ímpetu.
    No sabía dónde colocar las manos, si en las nalgas o en la cadera, que era descomunal para sus ojos, para sus manos, para todo su cuerpo. Pero la llenaba, de eso estaba seguro y que es lo que importaba.
    Pum, pum, pum, siguió, que no fue tanto, dada la excitación y el juego precoital. Sea la costumbre o por lo que fuera, a poco de venirse, sacó su vigoroso miembro, apuntó, y roseó con enloquecida euforia, como si sujetara una manguera de bombero. ¡Cuánta leche escupió! Resbalaba por los muslos, por las nalgas, por el ano, por la vulva. Ella habría deseado que él hubiera aguantado un poco más, pero al fin y al cabo, era un principio. El niño tenía una verga y sabía cómo usarla, que era lo importante. El lugar estaba escaso de vergas. Las había, sí, pero minúsculas o inútiles para el propósito requerido y que ella exigía dada su condición de ninfómana.
    Toc, toc, toc.
    Ninguno de los dos esperaba que la puerta fuera sacudida. Ella se irguió de golpe, asustada. El señor Jota había sido empujado bruscamente con un culatazo que lo dejó fulminado, con falta de aire y dolor en la entrepierna.
    —¿Valeria?
    Con un dedo en la boca, pidió al señor Jota que no hiciera ningún ruido.
    —¿Hay alguien allí? —Era una voz femenina, rasposa, fea, como la que había escuchado el señor Jota anteriormente—. ¿Estás allí Valeria? Dónde se habrá metido. —Al momento de decir esto último, ya se había escuchado lejana la voz. Valeria pudo respirar con tranquilidad, aunque no por mucho tiempo.
    —Estuvo cerca —dijo ella.
    —¿Podemos repetirlo? Dame cinco minutos y duraré más, mucho más.
    —No ahora —dijo ella—. Si nos atrapan, estoy muerta. Tú deberías estar más preocupado. Por alguna razón no has olvidado quién eres. Por alguna razón mantienes esa bestia viva, colgando de tus piernas. No sé cuánto te dure, pero debes tener cuidado con no enseñarlo por allí. Debes fingir que eres como todos los demás niños, de lo contrario… ¡Estate tranquilo! —dijo, apartándole la mano.
    —¡Valeria! —Esta vez fue una voz masculina la que se escuchó detrás de la puerta—. ¡Ya sé que estás allí!
    —Oh, no—dijo Valeria, preocupada.
    —Valeria, sé que estás allí.
    —Necesito que llores.
   —¿Qué?
   —Que llores.
    —¡Ya te escuché Valeria! —dijo la voz detrás de la puerta.
    —¡Confía en mí!—dijo en voz baja—. ¡Ahora salgo!
    El señor Jota lanzó un alarido que más asemejaba a un chillido de perro. No sabía cómo llorar así que sólo gritó.
    Valeria abrió la puerta y un hombre enorme, con larga barba y musculoso cuerpo, apareció. Cualquiera diría que era una escultura griega de un Zeus o un Poseidón. Tenía una mirada de fuego y su actitud hacia la joven fue de cruda decepción y airada reprobación. Había un halo de luz rodeando su musculatura, que por cierto, intimidaba.
    El señor Jota gritaba, pero de nada le sirvió porque el hombre ya se había hecho de sus propias ideas.
    —Déjame ver —pidió el hombre, palpando la entrepierna y el trasero de la joven, quien se azoró como un tomate.
    —¡Ay, eres un bruto!
    —¡Ajá!
    El hombre llevó los dedos a los enormes agujeros de su nariz, donde aspiró profundo. Por último lo llevó a su lengua, saboreándolo. Chasqueó la lengua y dijo:
    —Adán me dijo que estabas aquí, pero yo no lo creía.
    —¿Adán?
    Dirigiendo su atención al niño, pero hablándole a Valeria, comenzó a  decir:
    —Primero te cambias el nombre, y ahora ésto.... No sé qué voy hacer contigo. Te compro la ropa que quieres. Los perfumes. Todo lo que me pides.
    —Ya sabes lo que yo quiero —dijo ella envalentonada.
    —Yo no te puedo dar eso, por eso te di a Adán.
    —Adán no me sirve. Se ha vuelto maricón, ¿no lo has notado?
    —No entiendo esa palabra —dijo el hombre de barba blanca y torso desnudo.
    —Significa que…
    —No me refiero a eso. De cualquier manera…
    Sujetó bruscamente al señor Jota y lo sacó de la bodega.
    —¡Él no tuvo la culpa, te lo juro! ¡No tuvo la culpa! —manifestaba desesperada ella—. ¡No te lo lleves, no te lo lleves!
    El hombre jaló de los pies al señor Jota, arrastrándolo por el patio como un pedazo de globo desinflado.
    La joven lo seguía desesperada, a fin de convencerlo, de que no lo expulsara. Intentó colgarse al cuello del hombre. Ésta cayó de nalgas luego de no agarrarse, envuelta en un mar de llanto lleno de arrepentimiento. Todos los niños la rodearon y comenzaron a  murmurar entre ellos.
    —Qué pasa, qué pasa —preguntaban.
    —Es Dios, es Dios —dijo uno—. Dios se enfadó con Eva otra vez.
    —¿Con Valeria?
    —Quise decir Valeria. Le pegó. Allí van. Se lleva ese niño.
    —Lo veo, lo veo.
    —¡Yo lo conozco! —dijo el niño regordete—. Adán lo invitó. Allí está él.
    —Yo también lo conozco.
    —Pobrecito. Ni un día duró.
    El señor Jota fue arrojado a la calle. Cuando abrió los ojos y se irguió orgulloso, se sorprendió de que estuviera aún vistiendo su traje y sujetando su negro portafolio que pensó, había perdido. La gente lo miraba y se preguntaba cómo diablos había sobrevivido después de ser atropellado. Bueno, la verdad es que pocos hombres pueden decir que cogieron con Eva y que por eso fueron expulsados del Paraíso. Sí, y arrojados por la mismísima mano divina de Dios.